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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (22 page)

La relación que se había iniciado hacía cuatro años terminaba en ese momento, con dos porciones de pizza enfriándose en una caja de cartón. El queso, que otrora se mostrara reluciente e hirviente, con aceitunas perfectamente distribuidas y el rosado jamón decorado con sonrisas de cebolla, eran un recuerdo. En aquella noche olvidable, en una casa no menos olvidable, una caja de cartón y algunas porciones de pizza frías eran los únicos testigos de un final inesperado, al menos para Mike. Una relación con proyectos en común, incluso el compromiso de contraer matrimonio, todo, señoras y señores…, a la basura.

—¿Por qué?

Rachel Delany bajó la vista. Unos cinco meses antes la compañía de seguros para la que trabajaba la había despedido por la pérdida de unos documentos. Mike la había apoyado aun cuando la causa
justificada
la dejó sin la indemnización que le correspondía, después de pasar más de diez años en la compañía. En aquel entonces, su prima le recomendó un abogado, uno que se especializaba en ese tipo de casos.

Frank, seguro que lo recuerdas, te he hablado de él.

Mike lo recordaba. Aunque en aquellos momentos había estado ocupado aceptando que algo llamado cáncer se comía a su madre como si fuera
Alien, el octavo pasajero,
Mike recordaba al glorioso Frank, que había asegurado que los bastardos de la compañía de seguros le pagarían a Rachel el doble de lo que le habían negado y que le correspondía.

Por esos días, Rachel se alegró e incluso se sintió motivada para buscar un nuevo empleo.

Sí señor, Mike recordaba al fabuloso abogado Frank.

Según la crónica adaptada para parejas engañadas de esa noche, Rachel le dio a entender que al poco tiempo de conocer a
Perry Mason
comenzó a enamorarse de él, y lo propio ocurrió a la inversa. No tenía palabras para expresar lo arrepentida que estaba por haberlo hecho a espaldas de Mike, pero en su defensa dijo haberse sentido sumamente confundida. Además, tampoco había sabido cómo manejar algo así en un momento tan difícil como la enfermedad de Margaret.

Aquella noche Mike dijo algunas estupideces que se le ocurrieron en el momento, pero no pudo comprender ni por asomo qué estaba ocurriendo, y mucho menos bucear en su interior para elaborar pensamientos complejos y expresarlos en voz alta. Todo lo que su corazón tenía que decir se manifestaría como heridas durante los días siguientes, meses, quizás años. Quién sabe. Esa noche se despidió de Rachel como si realmente hubieran ultimado algún detalle de la boda y no puesto fin a la relación.

Rachel Delany se marchó de la casa talla XL observándolo con incredulidad, quizás sorprendida por el modo en que Mike se tomaba el asunto. Nunca más volvieron a verse.

Mike pasó la noche en vela, y cuando amaneció, aún seguía sin comprender muchas cosas. Pero había una cosa que sí le había quedado clara:
Tenía que deshacerse de la casa
. Compraría una nueva, pequeña, a la que una sola persona la hiciera ver abarrotada de gente.

Vendió la propiedad que había pertenecido a sus padres más rápido de lo que había creído. Se mudó a una casita acogedora en la calle Park, que él mismo eligió, y por un momento se permitió pensar que las cosas saldrían bien. Su vida tenía cosas buenas, como su amistad con Robert o su trabajo, que se convirtió en su refugio por aquellos tiempos.

Se olvidó de Rachel Delany e incluso se convenció de que el final de la relación había sido para mejor. Tuvo otras relaciones, pero ninguna lo suficientemente seria ni duradera como para merecer siquiera una mención. Mike había aprendido la lección. No se había vuelto un individuo en contra de la vida conyugal, ni mucho menos; su interés por las mujeres no había disminuido y no se dedicaba a sentarse en el bosque a mirar pasar jovencitos. Simplemente, era más precavido. Una mujer debía cumplir más requisitos para ocupar un lugar en su vida. De hecho… muchos más requisitos. Un formulario de varias páginas.

Un año después del episodio de Rachel y la pizza de jamón y cebolla, conoció a Rebecca Taylor, una mujer más joven qué él, estilizada y bonita, con quien mantuvo una relación de casi un año. Con Rebecca llegó a idear algunos proyectos, al menos en su cabeza. Constituía un paso importante, pues una de las secuelas de su fallido casamiento había sido la de no permitirse planificar a largo plazo. La conoció por casualidad; Mike buscaba una joya para obsequiarle a una de sus primas como regalo de boda, y la mujer, cinco años más joven que él, se encargó de mostrarle algunas en la tienda en la que trabajaba. Simplemente lo deslumbró. Le pidió su número de teléfono y ella se lo dio.

Fueron a cenar y empezaron a verse. Mike permitió que la relación prosperara y aquello pareció alentar a Rebecca a sentirse aún más libre y segura de sí misma. Lo suficientemente libre y segura como para que empezara a hablar de dejar su empleo, del cual poco faltaba para que la despidieran.

La tarjeta de crédito había sido idea de Mike. Rebecca hacía algunos gastos esporádicos en ropa, perfumes, cosas que a Mike incluso le gustaban. Proporcionarle la extensión no le había parecido gran cosa al principio, salvo que despertó a la verdadera Rebecca, agazapada en algún sitio a la espera de salir a la luz.

La mujer simple, prototipo del ama de casa americana de los años cincuenta, se desintegró en cuanto vio su nombre en una tarjeta American Express. Empezaron las jornadas maratonianas en el centro comercial, los gastos innecesarios, todo financiado por el rectángulo de plástico que Rebecca supondría que constituía una especie de crédito divino e inagotable.

Mike comprendió que más allá del cambio de comportamiento de Rebecca Taylor, quien para ese entonces pasaba algunas noches en su cama, la relación no tenía el sustento de amor necesario, ni proyectos en común, ni nada que justificara que siguiera adelante.

Esta vez fue Mike quien terminó las cosas… sin pizza de por medio.

Desde entonces no había habido ninguna mujer en su vida que pasara de una cena o una salida ocasional. Vivía solo en una casa pequeña, tenía cuarenta y cinco años y suponía que sus vecinos, con los que no tenía trato, pensarían que era alguna especie de psicópata o algo parecido. Parecía ser que un hombre soltero, blanco, sin una relación estable, era el perfil perfecto para los lunáticos. A veces salía de su casa y veía que alguno de sus vecinos apresuraba el paso para no toparse con él o le dirigía una sonrisa nerviosa. Quizás a más de uno le resultara sospechoso que viviera en una casa humilde, en una zona que no era precisamente residencial, y que aun así condujera un último modelo que cambiaba cada año. Quién sabe. A Mike no le interesaba si la mitad de sus vecinos pensaba que en el jardín trasero sembraba cadáveres, y la otra mitad que en realidad los guardaba en el congelador en bolsas de plástico rotuladas.

Desde hacía unos años se sentía conforme con el modo en que llevaba su vida. Tenía cosas que valoraba mucho, y aquellas que aún buscaba… llegarían cuando fuera el momento indicado. Era una buena filosofía para vivir, y fue lo que pensó esa mañana, mientras se preparaba un copioso desayuno ataviado con su bata de seda.
Las cosas que aún buscaba… llegarían cuando fuera el momento indicado
. Repasó cada palabra mientras se servía cereales con leche. Hacía varios días que repetía el mismo ritual pensando en lo mismo. Desde la desaparición de Ben y la búsqueda en el bosque en la que había participado junto a Allison Gordon.

Allison…

… llegaría cuando fuera el momento indicado
.

2

Junto a la oficina del comisario, un cuarto pequeño daba cobijo a documentos fuera de circulación y trastos. La puerta permanecía normalmente cerrada y no era usual que algún miembro del cuerpo de policía se viese en la necesidad de entrar en él. Lo llamaban
el archivo,
lo que quizás fuera un poco pretencioso teniendo en consideración que la documentación reciente (y útil) estaba en los ficheros que ocupaban una de las paredes largas de la comisaría. El archivo era una especie de agujero negro policial cuya población seguía creciendo gracias a pensamientos del tipo: «Puede que algún día una de estas cosas sea necesaria».

Allison entró esa mañana y cerró la puerta tras de sí. Era la segunda vez que lo hacía. La primera había sido el día anterior, acompañada por el comisario. En la pared trasera había tres ficheros polvorientos sobre los cuales se erguían tres torres de carpetas; las paredes estaban desconchadas y la única bombilla, bajo una lámpara de aluminio con forma de sombrero chino, proyectaba un haz cónico amarillento y poco efectivo. Allison se dijo que debía reemplazar la bombilla si pretendía pasar allí varias horas haciendo lo que Harrison le había encomendado.

Contra una de las paredes, junto a una estantería estrecha que amenazaba con caerse, había un viejo escritorio de madera con dos cajones a cada lado. El escritorio tenía una repisa adosada con dos estantes; en uno de ellos había una serie de cintas de audio. Allison se acercó y apoyó sobre la mesa el reproductor portátil que había cogido de la sala de interrogatorios. Miró a su alrededor con cierta decepción. Tomó nota mental de llevar algún ambientador la próxima vez que entrara allí.

Apartó la silla de madera y con los dedos comprobó, como había esperado, que estaba cubierta por una película de polvo. Tomó prestada una pila delgada de documentos y se sentó sobre ella. En el suelo, junto al escritorio, vio las dos cajas de cartón a las que Harrison había hecho referencia el día anterior. Eligió empezar por la más grande. Se inclinó, la agarró con ambas manos y la depositó sobre el escritorio. Se miró las manos y resopló al ver las puntas de los dedos tiznadas de negro. Resignada, vació el contenido de la caja. Unas cuantas cintas de audio cayeron ruidosamente. Eran treinta o cuarenta, estimó, y aún no había visto la caja más pequeña.

El día anterior, por la mañana, Harrison había entrado en el archivo por alguna razón que no mencionó y se encontró, según sus propias palabras,
con todo hecho un verdadero caos
. Cuando Allison terminó su turno en la radio, él se acercó y le preguntó si podría ocuparse de organizar las cintas. Se requería paciencia y meticulosidad; el contenido era confidencial y de variada procedencia. Harrison le dijo que no hacía falta que las escuchara
completas,
sino simplemente el inicio, donde generalmente se especificaba de qué se trataba la cinta. Cuanta más información pudiera reunir de cada una, mejor sería. Algunas ya disponían de inscripciones, por lo que quizás fuera necesario únicamente reemplazar el rótulo por uno nuevo. Harrison se ocuparía más tarde de seleccionar personalmente aquellas cintas que conservaría.

Allison decidió poner manos a la obra. La realidad era que el comisario no le encomendaba ese tipo de tareas con frecuencia, y si lo había hecho esta vez había sido basándose en la confianza que le tenía. Allison lo valoraba. De todas maneras, se había impuesto que dedicaría, a lo sumo, una hora diaria a la clasificación, no más que eso. No se trataba de una tarea prioritaria; las cintas llevaban mucho tiempo en esas condiciones y unas semanas más no tendrían importancia. Allison no quería que Tom pasara más tiempo solo del que era necesario. Trabajaría en el archivo una hora al día, y eso sería todo.

Deshizo la pirámide de cintas y las distribuyó en el amplio escritorio. Rápidamente, identificó tres grupos: aquellas que estaban rotuladas, aquellas que lo habían estado pero cuya etiqueta no estaba en su sitio y, por último, las que en apariencia nunca lo habían estado. Vio también algunas etiquetas sueltas y comenzó a apartarlas. Harrison había dicho que todas las grabaciones debían estar precedidas por una explicación de lo que contenían, lo cual sin duda simplificaría el asunto enormemente; pero Allison tenía la leve sospecha de que no sería así. En ese caso no tendría más remedio que recurrir a Harrison. La tarea sería ardua.

3

Mike tamborileaba con los dedos sobre el volante del Saab. Llevaba unos cuarenta minutos de guardia cuando comenzó a preguntarse si en la comisaría no existiría una salida trasera que Allison pudiera haber utilizado. Era probable. De cualquier modo, la espera no hizo más que acrecentar su impaciencia y convencerlo de que lo que hacía era una estupidez digna de un adolescente. Si quería hablar con Allison Gordon e invitarla a cenar, no tenía más que buscar su teléfono en la guía, llamarla, y hacerlo directamente. Aguardar a cincuenta metros de su trabajo escondido en su coche era para los detectives de Nueva York
,
o para los cobardes.

Y él ni era un detective ni estaba en Nueva York.

Seguramente ni siquiera se acercaría a hablar con Allison en cuanto la viera salir. Se limitaría a observarla desde allí, jugando a Michael Douglas en
Las calles de San Francisco
y maldiciendo por haber perdido una hora de su tiempo.

—¡Hola!

Mike se sobresaltó al escuchar una voz procedente de la derecha. No la reconoció, y al volverse comprobó que el rostro más allá del cristal pertenecía a la oficial Dufresne. Su corazón palpitaba con fuerza; no había visto llegar a la mujer. Se las arregló para oprimir el botón correspondiente y bajar la ventanilla con una sonrisa.

—Hola, Dawson. —Patty Dufresne le tendió la mano.

—Hola.

—¿Busca a alguien?

—No, en realidad no.

—¿No?

—Acabo de traer a una persona. Vive allí. —Mike señaló una casa al azar—. Supongo que me he distraído un buen rato.

Dufresne sonrió.

—Será mejor que me vaya —agregó Mike, fingiendo fijar su atención en el reloj digital del salpicadero del Saab
—.
Debo atender unos asuntos y definitivamente no podré hacerlo desde aquí.

—Que tenga un buen día, Dawson.

Mike le dio las gracias y puso en marcha el coche. Patty Dufresne retrocedió un paso cuando el vehículo se puso en movimiento. Mike aceleró y al cabo de unos segundos vio por el espejo retrovisor que la mujer se quedó observándolo antes de regresar a la comisaría. Supo que ella no había creído una sola palabra de lo que le había dicho. Probablemente la casa que había señalado estaba deshabitada desde hacía tiempo. Había sido un estúpido.

Patty Dufresne, por su parte, no sabía si la casa que Mike había señalado estaba deshabitada o no…, pero era policía, y sí se había preguntado por qué alguien apagaría el motor de su coche cuando simplemente ha dejado a una persona.

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