La voz de Harrison le llegó desde el otro extremo de la línea. El comisario se alegró de oírlo y así se lo hizo saber; intercambiaron frases corteses y cuando Harrison preguntó si había ocurrido algo, Robert respondió que sí.
—Nos ha llegado a la redacción cierta información respecto a un posible tráfico de drogas en Carnival Falls.
Se produjo un silencio instantáneo.
—Espera un segundo —dijo Harrison al fin.
Robert escuchó el sonido del auricular cuando Harrison lo dejó sobre la mesa y luego el chasquido de una puerta al cerrarse. Cuando regresó, habló rápido:
—Tengo a la DEA encima por esa cuestión. ¿Qué sabes?
—Uno de mis hombres recibió una llamada anónima de un sujeto con muchas ganas de hablar.
—Un agente de la DEA se me ha pegado como una sanguijuela. Está aquí en este momento; tu llamada no podía ser más oportuna. ¿Te parece que nos veamos en la redacción en media hora?
—No hay problema
—Perfecto. Prefiero estar presente cuando habléis con este sujeto. Ya lo conocerás y sabrás por qué lo digo.
Se despidieron y Robert devolvió el auricular a su sitio.
Edward lo observaba expectante.
—La DEA está detrás —anunció Robert—. Ahora sabemos a quién iba dirigido el mensaje. Harrison vendrá en media hora con un agente.
La sala de reuniones del
Carnival News
era un rectángulo sin ventanas. Una mesa maltrecha ocupaba el centro y dos tubos fluorescentes se encargaban de iluminar la habitación y borrar las sombras. Había archivadores que no resultaban precisamente apropiados como decoración y algunos pósteres de propaganda en las paredes. Junto a éstos había un almanaque del año anterior que no había sido reemplazado.
Sobre la mesa resoplaba una cafetera que Liz había tenido la amabilidad de preparar.
Robert Green y Edward Lerman aguardaron en silencio la llegada del comisario y el agente de la DEA, escuchando el burbujeo del café en el recipiente transparente y paseando la vista por las paredes. Edward tamborileaba con sus largos dedos. Robert procuraba mantener su mente centrada en el supuesto tráfico de drogas; sabía que el tema no lo implicaba directamente a él o al periódico y que pasaría a manos ajenas en poco tiempo, pero prefería pensar en eso y no en otra cosa. Utilizó los minutos de espera para imaginar el aspecto del agente de la DEA. La insistencia de Harrison de estar presente durante la conversación fue suficiente para que su cerebro concibiera a un agente duro, de mandíbula cuadrada y hombros anchos; un individuo imperturbable salido de una novela de Clancy, vistiendo un traje hecho a medida y gafas de sol.
Fue tan sencillo concebir aquella imagen que, cuando Harrison apareció junto al agente Arthur McAllen, Robert estuvo a punto de lanzar una carcajada. En contraposición con el comisario, el agente parecía un niño disfrazado de adulto. Su atuendo era digno de una obra teatral escolar. Llevaba una camisa blanca por debajo de un jersey estrecho, tirantes de cuero y en efecto llevaba gafas, pero no de las de sol, sino de cristal transparente y montura redonda. Tenía el cabello cortado a cepillo y el rostro bronceado; medía menos de un metro sesenta y tendría unos cuarenta y cinco años, aunque era difícil adivinarlo.
Se hicieron las presentaciones de rigor y cada uno ocupó un sitio en la mesa. Robert ofreció café y todos aceptaron. McAllen se mostró particularmente agradecido cuando recibió su taza humeante, y Robert se preguntó en qué punto residiría la amenaza de aquel niño-agente.
Robert hizo una breve introducción que sirvió de preámbulo a Edward, quien relató otra vez la historia transmitida por el soplón. McAllen lo observaba con atención, haciendo algunas anotaciones en una libreta de bolsillo y masajeándose la barbilla lampiña de vez en cuando. Observar la silueta diminuta del agente, en contraposición con la figura monumental de Harrison, hizo que Robert tuviera que apartar la vista en un par de ocasiones para evitar reír.
Cuando Edward terminó su relato, nadie dijo nada. McAllen había escrito el nombre del Zorro en su libreta y ahora dibujaba círculos en torno al mismo una y otra vez. De pronto se puso en pie, dio un pequeño saltito y se lanzó de su silla hacia el frente de la sala. Mantuvo la mirada en el suelo mientras se desplazaba enérgicamente describiendo elipses alargadas. Los tres hombres lo estudiaban con atención.
—Repasemos lo que tenemos, señor Lerman —dijo el agente McAllen sin mirarlos—. Su contestador recibe tres mensajes.
Edward rellenó la pausa que dejó McAllen con un poco convincente «sí». La historia que acababa de relatar era sumamente sencilla y no veía la necesidad de repasarla.
—El sujeto anónimo, que se niega a dar su nombre, vuelve a hablar con usted ayer a las cinco de la tarde…
—Sí.
—A las cinco de la tarde…
—¡Sí!
Harrison advirtió hacia dónde apuntaba McAllen. Se apresuró a intervenir.
—¿Por qué no nos centramos en lo que tenemos? —pidió el comisario.
McAllen había detenido su avance sobre la elipse imaginaria. Miraba a Harrison y a Edward alternativamente. Tenía los brazos extendidos, como si esperara el abrazo de un ser invisible.
—El individuo telefonea a las cinco de la tarde y le habla del cargamento de Bangor —prosiguió McAllen como si hablara para sí mismo—. ¿Dijo
exactamente
«el cargamento de Bangor»?
—Agente McAllen, le he dicho que tengo la grabación de la conversación.
—Pero la tiene en su casa —lo interrumpió McAllen.
—Tengo un contestador con memoria, no cinta.
—¿Recuerda si esta persona habló exactamente del «cargamento de Bangor»? Es importante saberlo.
Robert intercambió una mirada de incertidumbre con Harrison. Este último hizo un gesto con las manos como si sostuviera una roca imaginaria y alzó la vista al techo. Había tenido que lidiar con el comportamiento de McAllen durante todo el día.
Edward mantenía la vista fija en el hombrecito gesticulador.
—Sí, dijo exactamente «el cargamento de Bangor».
McAllen se volvió a Harrison. Parecía un niño repitiendo la lección del día. Dejó de masajearse la barbilla y peinó el cabello corto con la palma de la mano.
—Harrison, sigo pensando que estoy en lo cierto respecto a lo que le he dicho. Es alguien de dentro.
—En ese caso es probable que la información sea falsa.
—No lo creo.
—¿Y qué es lo que cree?
McAllen alzó uno de sus puños y extendió el dedo índice, como si se dispusiera a proferir una advertencia. Con la otra mano se aflojó el nudo de la corbata.
—Creo que el Zorro está intentando controlar este asunto de Bangor directamente y que no lo está haciendo bien. Ha cometido algunos errores…, quizás los años lo han vuelto descuidado. La llamada es una prueba de ello.
Robert se limitó a escuchar las palabras de McAllen deseando marcharse de allí cuanto antes. El agente no sólo daba por hecho que aquel personaje del que todo el mundo hablaba era real, a pesar de que nadie había tenido nunca prueba alguna de su existencia, sino que además parecía haber tomado el asunto como una cuestión personal. Un niño jugando al gato y al ratón. Era difícil saber si McAllen se comportaba así normalmente o había algo en este caso en particular que lo incentivaba. Robert terminó de cambiar su imagen preconcebida del agente duro por la del ser diminuto que tenía delante, que definitivamente era obsesivo en su trabajo y posiblemente también en su vida privada. De esos que ordenan las prendas de vestir por colores y bordan en la ropa interior el día de la semana a que corresponde.
McAllen bajó el puño. Regresó por su elipse imaginaria y enfrentó a los hombres. Apoyó las manos en la mesa y clavó la vista en Harrison. Aunque el comisario seguía sentado, sus ojos estaban a la misma altura.
—Si teníamos alguna duda de que el primer envío se haría hoy, ya no la tenemos.
—Preferiría que habláramos de eso en la comisaría.
—Está bien. —McAllen se volvió ahora en dirección a Edward—. Quisiera tener una copia de la grabación.
—Podría hacer una copia con mi grabadora portátil.
—¿Podría tenerla para hoy mismo?
—Sí.
—Se lo agradeceré enormemente, señor Lerman.
McAllen se volvió hacia Harrison, repitiendo sus movimientos frenéticos de niño actor.
—Debemos establecer un operativo, Harrison.
—En la comisaría, McAllen, por favor. —Harrison se puso en pie.
Robert y Edward imitaron al comisario, lo cual evidentemente intimidó a McAllen.
—Debemos establecer puntos de control estratégicos —siguió diciendo McAllen, sin abandonar su posición, de pie en la cabecera de la mesa. Su taza de café seguía intacta junto a su libreta.
—Veré cuántos hombres pueden estar disponibles hoy… —Harrison se encaminó a la puerta.
—¿Podríamos reforzar el patrullaje?
Robert observó que Harrison se detenía antes de alcanzar la puerta. Sin volverse, estiró su brazo para agarrar su sombrero de uno de los archivadores. Se lo puso mientras giraba y clavaba los ojos en McAllen.
—Estudiaremos todas las posibilidades… en la comisaría, agente McAllen —dijo en tono inflexible—. El señor Green y el señor Lerman han de tener ocupaciones y estamos entorpeciendo con ellas.
McAllen guardó silencio mientras recogía su libreta.
Cuando se despedía de Robert, Harrison le hizo un guiño con el ojo que McAllen no podía ver. El comisario y el locuaz agente se marcharon, al tiempo que este último explicaba que si el trabajo iba a ser llevado a cabo por novatos sería fácil atraparlos si disponían de puntos de control suficientes. Era cuestión de elegirlos con inteligencia, decía excitado; podían lograrlo… sólo necesitaban…
Harrison siguió avanzando con la vista al frente, como un padre que escucha paciente mientras su hijo le relata el último episodio de
Dragón Ball
.
Benjamin quedó satisfecho con la amenaza frente al espejo.
Sabía, no obstante, que debía dirigirse de inmediato a la habitación de Danna y seguir adelante con su plan; no podía permitirse el lujo de perder tiempo. La casa estaba desierta, cierto, pero tal cosa podía cambiar de un momento a otro. Y además estaba el niño; no podía confiar en él, con advertencia o sin ella.
Extendió su mano. Sus dedos asieron el picaporte y lo hicieron girar lentamente. La puerta se abrió sin quejarse. Cuando miró hacia el interior de la habitación, estuvo a punto de dejar caer el cuchillo y lanzar un grito. Retrocedió un paso. Aquélla no era la habitación de Danna. Era la del niño. No tenía conciencia de cómo había llegado a ella, pero allí estaba de todos modos. Avanzó dos pasos.
Se limitó a observar. Sus planes quedaron en el olvido, al igual que las cartas de Marty el conejo, que aún sobresalían del elástico de su calzoncillo. Una serie de láminas luminosas se filtraban en forma oblicua por la ventana, dividiendo el espacio en estratos en los que bailaban motas de polvo suspendidas. Sobre su cuerpo se dibujaban gruesas líneas amarillas.
La casa se hallaba sumida en un silencio completo, como era de esperar, y la habitación que había pertenecido a Ben no era la excepción. Pero había algo más. Un vacío. Como si el hecho de que nadie la ocupara desde hacía varios días pudiese percibirse como una cualidad física. Y en cierto sentido así era, porque los armarios estaban vacíos y su contenido había sido dispuesto en cajas que descansaban en el suelo, abiertas unas junto a la otras. Rosalía se habría ocupado de eso, con toda seguridad, probablemente para destinarlas a la iglesia.
Pasó junto a la cama y por un segundo sintió el impulso de dejarse caer en ella…, sentir su cuerpo ingrávido flotando sobre el colchón. Habían retirado la ropa de cama, que seguramente estaría en una de las cajas, junto con el resto de las cosas del niño. Presionó la palma de su mano contra el colchón y éste se hundió, y a medida que su cuerpo se inclinaba hacia la cama se preguntó qué ocurriría si se dormía allí. ¿Qué pensarían al encontrarlo?
La pregunta provino de un lugar distante; como si alguien le hablara desde el extremo de una compleja tubería.
Se irguió y caminó hasta el escritorio.
Imaginó al niño allí sentado, dibujando o haciendo la tarea. Por un momento logró ver el cuerpo diminuto de espaldas, recortado contra la luz que entraba por la ventana, susurrando alguna canción mientras manipulaba sus cuadernos y sus lápices de colores.
Desde la intrincada tubería, otra vez llegó la voz apagada y metálica. Decía algo referente a la habitación de Danna; algo que había quedado pendiente. Pero era confusa, y él no sabía qué podía ser. No tenía ni idea.
¡Las cartas de Marty el conejo!
Posó la vista en la estantería. Todos los estantes seguían custodiados por los personajes articulados de
La guerra de las galaxias,
lo cual le pareció genial. Estiró la mano y tomó uno de ellos: Darth Vader, con su capa negra y su sable láser. Pensó que podría quedárselo, pero de inmediato rechazó la idea. No debía quedarse con nada de lo que estaba allí. Esas cosas no eran suyas…, él tenía…
¿Qué se suponía que tenía que hacer?
La voz que debía encargarse de responder esa pregunta fue apenas un quejido lejano, el gorjeo de un ave herida.
Alzó sus brazos con intención de llevárselos a la cabeza, cuando un haz de luz lo cegó de pronto. No pudo advertir la causa, pero notó que uno de sus brazos era ligeramente más pesado que el otro. Se tambaleó. Recuperó poco a poco la visión y la habitación fue dibujándose lentamente, aunque ahora en tonos pálidos. Una mancha luminosa enturbió su campo visual, pero no pudo deshacerse de ella a pesar de sacudir la cabeza. Sentía deseos de gritar, pero no lo hizo; no hasta que advirtió la razón del peso inusitado de uno de sus brazos. Tenía un cuchillo. Vio la hoja larga haciendo su aparición a la izquierda de su campo visual.
¿Había gritado?
Creía que no, pero tampoco se lo preguntó de un modo demasiado consciente. El cuchillo. ¿Por qué llevaba un cuchillo, para empezar? Se sentía cansado…, quizás tenderse un rato en la cama le ayudaría a ordenar sus pensamientos. Hundiría su cabeza en la almohada y permitiría que el sueño se apoderara de él.
¿Cuánto tiempo hacía que no dormía?
En el exterior, una nube se interpuso entre el sol y la ventana, y las barras luminosas perdieron intensidad hasta apagarse. La habitación se sumió en penumbra…