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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (32 page)

Lanzó la colilla de su Marlboro a un lado, se puso en pie y la aplastó. No había mucho más que hacer allí salvo descargar la furgoneta, pero lo dejaría para el día siguiente. De todas maneras, no podría empezar a trabajar hasta disponer de las herramientas necesarias. Se encaminó hacia la parte trasera de la casa asimilando sus nuevas ideas. El hecho de que tuviera algunas propias era de por sí llamativo.

—Llevar las riendas —dijo en voz alta. Allí nadie podía oírlo, pero consideró necesario expresar parte de sus cavilaciones al mundo exterior.

Antes de marcharse le pareció apropiado echar un vistazo al interior de la casa. Si iba a pasar bastante tiempo allí, debía saber con qué comodidades contaría.

Con una de las llaves abrió la puerta de atrás. Entró en una cocina modesta y cuadrada, con una mesa en la que descansaban utensilios de cocina y algunas revistas. En la pared vio un almanaque del año anterior y un cuadro desteñido con un bosque. En los soportes sobre el fregadero había especias y frascos etiquetados. La casa no parecía deshabitada, y por un momento Matt esperó ver a una anciana despeinada, atraída por los ruidos en su cocina, de pie en el umbral de la puerta que probablemente conducía a la sala.

Matt avanzó, consciente por primera vez del olor que flotaba en la casa. No era ningún secreto que las casas absorbían el olor de las personas que vivían dentro, pero algo de éste en particular no le agradó. Dejó atrás la cocina para adentrarse en lo que resultó ser la sala, pero apenas prestó atención a la decoración o a los efectos personales que la familia de Randy no había retirado aún. El olor penetrante seguía presente. Algunas fotografías en blanco y negro lo observaban desde la pared y un televisor de la era paleozoica, que servía de apoyo para un helecho de plástico, lo miró desde la esquina opuesta. No encendió las bombillas de la sala; algo de luz se filtraba por los postigos hinchados de humedad, y con eso fue suficiente para advertir el camino hacia la puerta que lo llevaría a las habitaciones y al baño.

Realizó el resto de la inspección muy rápidamente. En el centro de la habitación que sin duda había pertenecido a la señora

Doorman había una cama de dos plazas, y Matt no pudo resistir el impulso de acercarse e inclinarse sobre ella. Con la nariz a pocos centímetros de la colcha inhaló una pequeña cantidad de aire y luego lo expulsó; se incorporó y sonrió. La ropa de cama olía a limpio. Podría dormir una siesta allí si la jornada se tornaba pesada.

Estaba satisfecho. Era una casa pequeña y antigua; una casa que incluso conservaba un olor peculiar destilado por un cuerpo moribundo, pero aun así serviría para pasar unos días mientras hacía su trabajo. No necesitaba un hotel de cinco estrellas. Quizás, pensó con fascinación, podría invitar a Andrea y pasar el rato sin tener que soportar sus temores de que sus padres los interrumpieran.

Salió por la puerta delantera utilizando la última de las llaves del manojo que le había entregado Randy esa misma mañana. Regresaría a su casa caminando. No era conveniente que vieran su Honda en las proximidades, mucho menos entrando y saliendo cada día. Podía llamar la atención, y lo que menos quería era precisamente eso.

Caminó bajo el sol tibio tarareando una canción pegadiza. Se sentía agotado por las pocas horas de sueño y la faena en el desguace de Kallman, pero no se quejaba. Había aprovechado el día.

9

Desde la última reunión en el porche pocas cosas habían cambiado, y no había sido la excepción el tubo fluorescente circular, que seguía emitiendo su característico zumbido electrónico, o el carillón, que pendía de la viga de madera. Era una noche clara, con una luna semioculta y gris. Una brisa soplaba a intervalos regulares, tal como lo había hecho diez días atrás, anunciando la lluvia que se cerniría sobre Carnival Falls el día en que tres grupos de voluntarios rastrearían el bosque en busca de Ben.

Robert habló con voz trémula:

—Es como si alguien hubiese colocado mi vida en una licuadora y oprimido el botón de máxima velocidad. Ni siquiera sé si se ha detenido.

—¿Se han solucionado las cosas con Danna? —preguntó Mike.

—Han ocurrido algunas cosas…

—¿Después de la discusión de anteayer?

—Sí. Digamos que aquél fue el primer acto.

—No te noté bien por teléfono esa noche.

—No lo estaba. Necesitaba hablar con alguien, lamento haber…

Mike lo detuvo con un ademán, indicándole que no hacía falta que se disculpara.

—No te lo dije aquella noche —dijo Robert, adelantándose en el relato—, pero hubo algo diferente en esa discusión. Y no me refiero a pasar la noche en el sofá de la sala.

Mike bebió un sorbo de cerveza, advirtió que su lata estaba vacía y la depositó sobre la mesa. Su amigo se interrumpió unos segundos; supuso que buscaba la forma de ordenar sus pensamientos.

Por fin Robert habló en voz sumamente baja, como si temiera ser oído por alguien además de Mike.

—Llamó
estúpido
a Ben… y por primera vez reaccioné, Mike. Sé que no es la gran proeza, y que debería avergonzarme de no haberlo hecho antes.

—Lo que menos debes hacer es sentirte mal por eso. —Mike se sintió verdaderamente sorprendido ante la revelación de su amigo.

—El asunto es que Danna no cree semejante cosa de Ben. Lo sé. Danna pierde la razón cuando discute. En cierta medida se transforma, y creo que dejar que se desahogue en esos momentos no ha sido malo para nosotros. No es que yo gobierne mis emociones de la mejor manera cuando discutimos, pero siento que ha sido una de las razones por las que hemos subsistido a lo largo de los años.

—Estoy de acuerdo en que Danna no cree que Ben sea
estúpido.
—Mike se preguntó hasta qué punto creía lo que acababa de decir, pero no esperó una respuesta—. Todos decimos cosas de las que luego nos arrepentimos. Pero no te culpes por haber reaccionado.

—Pues me ha costado una noche en el sofá —bromeó Robert—. Danna quiere que hagamos el viaje a Pleasant Bay
.
El que teníamos planeado
.
Me tomó por sorpresa, debo reconocerlo. Creía que permanecer en Carnival Falls era la única manera de mitigar el dolor.

—¿Creías?

—Hoy me lo ha vuelto a pedir —dijo Robert—. No nos habíamos dirigido la palabra durante este tiempo. Supongo que es el segundo acto de la historia. Mantuvimos una conversación razonable. A Danna todo esto la ha afectado de un modo profundo y temo que en su caso el estar en contacto con el mundo de Ben no le resulta provechoso. No lo sé, en realidad.

Mike escuchó con atención las palabras de Robert y experimentó una sensación de desasosiego al contemplar la posibilidad de que su amigo aceptara hacer el viaje a Pleasant Bay. Sabía que sería un error. ¿Cuánto tiempo duraría el viaje? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Qué cambiaría al cabo de ese tiempo?

Mientras iba hilvanando estas ideas, Mike bajó la vista hacia sus piernas estiradas y observó cómo uno de sus pies, el derecho, se agitaba como un limpiaparabrisas en señal de negación. Mientras seguía el movimiento de la punta de su zapato y analizaba si era prudente decir lo que pensaba, una langosta de tamaño considerable aterrizó a unos centímetros del talón de su otro zapato, clavado en el suelo de madera. Robert no podía verla debido a que la mesa se interponía entre ellos. Mike se concentró en el insecto; era de un verde intenso, artificial, y parecía observarlo. Calculó que tendría unos quince centímetros. Pensó que, aunque había visto langostas de tamaño considerable antes, aquélla era la más grande.

El insecto accionó sus patas articuladas y giró hacia uno y otro lado sin moverse del lugar, exhibiéndose como una novia que examina su vestido blanco frente al espejo. Luego retrocedió hasta el borde del primer escalón, todo sin dejar de observar a Mike. Si el colibrí es el único pájaro capaz de volar hacia atrás, posiblemente la langosta sea el único insecto con la capacidad de retroceder.

En otro contexto, Mike hubiese hecho algún comentario acerca del pariente Green que los visitaba esa noche, pero no lo consideró apropiado dadas las circunstancias. En su lugar, se inclinó hacia el recipiente con hielo y agarró su segunda lata de cerveza de la noche. La langosta pareció sobresaltarse con el inesperado movimiento, dio un salto al siguiente escalón y se ocultó. Aunque Mike no podía verla, sabía que seguía allí, y se le ocurrió que aquélla era una excelente manera de pensar acerca del viaje a Pleasant Bay. Sería esconderse un tiempo, para tarde o temprano dejarse ver, como lo haría la langosta.

—¿Qué harás al respecto? —preguntó Mike.

—Voy a pensarlo. No creo que sea el tipo de asunto para apresurarse a tomar una decisión.

Mike estaba de acuerdo con eso. Seguía con la vista fija en el canto redondeado del escalón cuando la langosta asomó la cabeza, y allí estaban de nuevo sus ojos oscuros y redondos como las cuentas de un collar. Se elevó poco a poco, como un artista que surge de la parte inferior del escenario mediante una plataforma levadiza. Mike bebió de su lata de cerveza al tiempo que el insecto se posicionaba donde lo había hecho al principio.

—Tómate el tiempo necesario para meditarlo. —Mike prefirió no explicar cómo una langosta le había servido de guía para apoyar la idea de que el viaje a Pleasant Bay era un error.

—Si a Danna el viaje le hace bien, supongo que es lo menos que puedo hacer. Además… —Robert se sirvió su segunda lata de cerveza. Se sacudió en el sillón metálico al tiempo que buscaba otra manera de decir lo que tenía en mente—. Ha habido un tercer acto.

—¿Otra discusión?

—No.

Robert relató brevemente su efímero paso por la oficina ese día. Mencionó la charla con Edward Lerman sin entrar en demasiados detalles y luego narró el hallazgo del anónimo en su agenda electrónica.

—¿Qué decía el mensaje? —preguntó Mike de inmediato.

Una ráfaga de aire sopló de pronto. El carillón se agitó y las placas chocaron unas con otras. Un tintineo flotó en el porche para luego apagarse poco a poco, como el sonido mágico del andar de un duende perdiéndose en la oscuridad. No tenía sentido, pero probablemente esto hizo que Robert cambiara de opinión en cuanto a cómo proceder a continuación. Se inclinó de lado como si fuera a soltar una flatulencia, pero en su lugar introdujo su mano en el bolsillo trasero.

Cuando alzó la mano, entre los dedos sostenía el papel plegado por el medio. Observó a Mike un segundo y se lo tendió.

—No sé por qué no me he deshecho de él —dijo Robert—. Supongo que para mostrártelo.

Mike dejó su Bud sobre la mesa y tomó la hoja. La sostuvo con ambas manos y la desplegó. Leyó las dos líneas del texto un par de veces, volvió a doblarla y se la devolvió a Robert.

—Dios —musitó mientras su amigo recogía el anónimo y se lo metía de nuevo en el bolsillo—. ¿Tienes idea de quién pudo habértelo dejado?

—Ninguna. ¿Ves a lo que me refería con lo de la licuadora?

Mike buscó la langosta en el suelo de madera. El insecto había quedado oculto tras la hoja de papel cuando la extendió delante de él, y ahora había desaparecido. Había saltado hacia el jardín delantero, probablemente, o quizás había decidido ocultarse nuevamente en el segundo escalón. Abrió la boca para decir algo… pero la cerró. Con el rabillo del ojo captó un movimiento a su derecha. Giró la cabeza y advirtió que la langosta seguía visible, sólo que había decidido apostarse en la base de una de las columnas. Por alguna razón, esto incomodó a Mike, quien sintió el irrefrenable deseo de ponerse en pie y aplastarla con la suela de su zapato.

Pero se contuvo.

—¿Qué ibas a decir? —preguntó Robert, advirtiendo la incomodidad de su amigo.

—No lo sé. Robert, me has dejado helado. ¿Quién podría ser capaz de semejante cosa en un momento como éste?

—Por más vueltas que le doy al asunto, no le encuentro explicación.

—¿Ese periodista del que me hablaste? El que estuvo reunido contigo…

—¿Edward? No, imposible. Además no creo que lo hayan dejado hoy. Supongo que puede llevar unos días allí. Últimamente no utilizo la agenda a menudo.

—Y eso de «todo el mundo lo sabe». ¿Qué se supone que significa? Robert, tienes que deshacerte de ese mensaje de inmediato. Nada bueno puede ocurrir si lo conservas.

La langosta ascendió unos centímetros por la columna.

—Supongo que lo lanzaré al retrete esta misma noche.

Robert extrajo su tercera lata de cerveza del recipiente.

—Durante buena parte del día he estado pensando en quién pudo haberlo dejado —reflexionó—. Luego comencé a darme cuenta de que eso no me interesa demasiado.

—Sé adónde quieres llegar —lo interrumpió Mike—. Robert, escucha, conozco a mucha gente ahí fuera, y no he oído a nadie decir que Danna te engañe. No sé qué entiende ese tipo por «todo el mundo», pero en eso está equivocado, y si se equivoca en eso, mi apuesta es que se equivoca en todo. ¡Ni siquiera menciona tu nombre! Es probable que se trate de un chiflado que no sepa siquiera si estás casado…

La langosta trepó un metro por la columna. Se mantuvo erguida justo en la esquina, como una ramita corta y verde, y Mike supuso que el insecto se proponía saltar. Seguía observándolos, como si los espiara,
buscando el momento para lanzarse hacia ellos
.

La idea hizo que Mike evocara un recuerdo de la infancia.

Mientras Robert le decía que era probable que tuviera razón respecto a la teoría del chiflado, Mike se dijo que el insecto de su recuerdo no había sido una langosta; o al menos era mejor pensar que no lo había sido.

Aquélla había sido una mañana limpia. Mike era un niño de ocho años lanzándose con su bicicleta a toda velocidad por una cuesta empinada. Había descubierto que el juego era sumamente divertido si una vez que se lanzaba estiraba sus pies, cerraba los ojos y vociferaba como el Llanero Solitario hasta alcanzar la base de la cuesta. Era grandioso, el mejor juego del mundo. Pero Mike lo interrumpiría antes de la décima bajada para no retomarlo jamás. En la novena bajada, pedaleó con vehemencia antes de llegar al extremo de la cuesta, aferrando el manillar con fuerza y estirando sus pies para permitir que los pedales giraran a su antojo. Gritó, hasta que sintió el horrible insecto en la boca. Algo enorme. Una masa angulosa cambiando de forma, clavándose en el paladar y raspando su lengua. Zumbando. Perdió inmediatamente el equilibrio y rodó por la cuesta, abandonando su bicicleta en la caída y recibiendo más de un golpe a medida que rodaba por la pendiente.

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