El insecto, que bien podía haber sido una langosta, forcejeó dentro de su boca y luego se marchó. La buena noticia es que había logrado hacerlo
hacia fuera
. Mike fue consciente del dolor en sus brazos y el pecho sólo cuando la sensación de asco en su boca lo fue abandonando paulatinamente.
En aquel momento había creído que tragar aquel insecto hubiera sido la cosa más horrorosa del mundo. Lo que le había ocurrido a él, es decir, conservarlo en su boca unos segundos, era sin lugar a dudas la segunda cosa más horrorosa del mundo.
Ahora, sentado en el porche, una idea tonta atravesó su mente:
Si abres la boca, la langosta se te meterá dentro. Y para tu información: aquella vez, ¡sí era una langosta!
—Esa lang… —Mike se detuvo.
—¿Qué cosa?
—Nada. Acabo de ver una langosta enorme, pero se ocultó detrás de la columna.
—Hay algunas por aquí.
—Supongo que sí. Robert, en cuanto al mensaje: quítatelo de la cabeza.
—Lo he intentado. Nunca había puesto en duda la fidelidad de Danna; sin embargo, desde que recibí el mensaje lo he hecho, por lo menos dos docenas de veces.
—Es comprensible que el mensaje del lunático te ponga a la defensiva —masculló Mike—. Date tiempo y te olvidarás de él.
—Gracias. Ha sido un alivio haber hablado contigo al respecto. Creí que explotaría.
Mike reflexionó un momento.
—¿Estás pensando que el viaje a Pleasant Bay puede hacer que te saques este asunto de la cabeza?
—Es posible. Mentiría si dijera que no lo he considerado de ese modo.
—Tienes tiempo para pensarlo. Reorganizar el viaje requerirá unos días.
—Sí, pero voy a meditarlo seriamente.
—Es lo que debes hacer.
Guardaron silencio mientras bebían el contenido de su tercera lata de cerveza, la última de esa noche. Llevaban reunidos poco más de una hora y durante ese tiempo no habían sido interrumpidos por ningún vehículo. Sus oídos se habían afinado, amplificando el canto de los grillos y los secretos que traía el viento, revelados por el carillón en forma de música metálica.
El Saab de Mike los observaba desde el camino privado de la casa. Las hojas de los árboles se sacudían con suavidad. El susurro conjunto de todas ellas se asemejaba al ulular amortiguado del cascabel de una serpiente gigante.
La quietud hizo que los pensamientos de Mike se distanciaran del mensaje que Robert conservaba en el bolsillo trasero. Pensó en Allison Gordon, en la cena de la noche anterior en The Oysterhouse y en lo mucho que deseaba compartir todo aquello con Robert. Si no lo había hecho, había sido por no considerarlo conveniente en el contexto de la conversación. No porque no quisiera. Hablar de una
relación
con Allison era prematuro, y hacerlo traería consigo hablar de cómo se habían conocido, y tales circunstancias los llevarían a Ben. Mike prefería distraer a Robert de la muerte de su hijo, si tal cosa era posible siquiera un momento.
Mientras Mike se debatía entre mencionar la cita con Allison o no, advirtió que la langosta sobresalía cada vez más de la columna de madera, como si se aprestara a saltar. Cerró la boca mientras evocaba la sensación del insecto forcejeando dentro de ella cuando era un niño de ocho años que se lanzaba con su bicicleta por una cuesta empinada.
Miércoles, 1 de agosto, 2001
Benjamin, sentado contra la pared trasera del desván, pasaba las cartas de Marty el conejo de una mano a la otra. Cuando terminaba, volvía a empezar.
No sabía cuánto tiempo llevaba haciéndolo, pero podían ser varias horas. Últimamente encontraba difícil sosegar el impulso de abandonar el desván, y concentrarse en cosas como las cartas de Marty el conejo le ayudaba. Al principio, imaginarse escapando definitivamente de allí había sido un buen recurso para superar la ansiedad; pero ya no funcionaba. Durante muchísimo tiempo, y en especial en los últimos días, había fantaseado con las diversas posibilidades que el mundo exterior podía ofrecerle.
Hacer lo que
DEBÍA
hacerse.
Pero primero debía ocuparse de algunos asuntos. El niño, para empezar, era el más importante. Mientras no estuviera resuelto eso, no podría siquiera pensar en ir a ningún lado. Por el momento debía limitarse a seguir adelante con lo planeado. Su primera participación había causado los resultados esperados; el semblante de Robert el día anterior era la confirmación de que estaba en el rumbo correcto. Pero ése había sido sólo el inicio.
Esa tarde la casa estaba vacía. Era el día libre de Rosalía, y Andrea y Danna habían salido, esta última probablemente al gimnasio.
Consideró la quietud como una señal. Benjamin siempre había creído en ellas. Sólo era cuestión de ser receptivo cuando se presentaban. En ocasiones son mensajes complejos, pero otras son grandes letreros de neón que parpadean ante nosotros en chillones tonalidades amarillas y rojas. Aun así se ordenó prudencia. Siguió observando las cartas de Marty el conejo en búsqueda de un mensaje en las letras de cada una de ellas, pero no lo vio. O no supo verlo. No hubo ningún indicio que le revelara si era prudente bajar, o no, después de lo ocurrido la última vez. El recuerdo vívido de la invasión del niño en su cabeza le hizo preguntarse si no sería correr un riesgo innecesario. Temía adelantarse y echarlo todo a perder. Caminaba en círculos, un hábito que había adquirido y que le ayudaba a pensar. Apoyaba sus pies y manos alternativamente, moviendo la cabeza de un lado a otro. Después de unos minutos, se detuvo. Apretó las cartas en su puño cerrado y las miró, ceñudo. Tenía cosas que hacer, se dijo, y no encontraría una oportunidad mejor que la que ahora se le presentaba.
Introdujo las cartas de Marty el conejo entre el elástico del calzoncillo y su piel, en el mismo lugar donde había colocado el mensaje para Robert dos días atrás. Tomó el cuchillo de la caja de cartón y lo mordió con fuerza, al estilo Rambo. Convenía estar preparado.
Antes de dirigirse al acceso al desván, echó un vistazo a la portada de
La isla misteriosa
. No necesitaba hacerlo, pues la conocía de memoria, pero encontró particularmente tranquilizador repasar con la vista la espuma de aquel océano en blanco y negro, recorrer el contorno de las rocas emergentes, para finalmente concentrarse en la isla que se alzaba solitaria como un oasis en medio del desierto.
En poco tiempo estuvo en el baño. Si iba a hacerlo, era mejor que fuera rápido. De un manotazo accionó el interruptor de la luz y las dos lámparas situadas sobre el espejo se encendieron. Dos flechazos se clavaron en sus ojos ocasionando un dolor insoportable, como si observara un eclipse de sol sin la protección adecuada. Los iris dilatados ardieron mientras se contraían al tamaño de la cabeza de un alfiler; dos puntos hirvientes y palpitantes. Benjamin no parpadeó, no se cubrió los ojos con el antebrazo ni se apartó para que aquel dolor mermara. Odiaba aquella luz, cierto, pero podía tolerarla si era el precio para que su pequeño
compañero de habitación
experimentara una cuota razonable de sufrimiento y le prestara atención. Necesitaba que entendiera lo que tenía que decirle.
A medida que sus ojos se acostumbraban al resplandor de las dos lámparas, las siluetas de los objetos iban bosquejándose poco a poco. Formas ribeteadas con líneas blancas y brillantes. En el espejo, la figura de Ben Green fue también dibujándose lentamente; primero su cuerpo, enjuto y sucio por días enteros de trajinar en el desván, luego su calzoncillo grisáceo y por último las cartas, dobladas en ángulo como la culata del revólver del pistolero más pequeño del mundo.
Nadie dudaría de que la imagen del espejo pertenecía a Ben Green. Su rostro estaba tiznado, su cabello opaco y desaliñado, pero aun así era Ben. Ni siquiera el hecho de que aferrara el mango de un cuchillo entre los dientes podría disuadir a alguien de la verdadera identidad del niño. Pero la mirada era otra cosa. Aquella mirada no pertenecía a Ben.
Los ojos de quien estaba de pie frente al espejo no tenían nada en común con los del niño que siendo apenas un crío engañaba a las arañas con una ramita, reía frente al televisor ante cada episodio de
Friends
o hacía que su hermana se desternillara de risa con sus imitaciones de la señora Harrington, la bibliotecaria de la escuela. Ninguna de las versiones de Ben había tenido alguna vez aquellos ojos vidriosos e inexpresivos.
Vacíos.
Benjamin sostuvo el cuchillo en alto, como un cazador presto a asestar una puñalada precisa. Sólo que él no hizo ningún movimiento violento, sino que descendió la hoja afilada con suma lentitud, siguiendo el avance en el espejo. Experimentó cómo algo en su interior se revolvía mientras la hoja resplandeciente seguía acercándose a su rostro con determinación. Cuando la punta afilada estuvo a cinco centímetros de su ojo derecho, el avance se hizo más lento, pero no se interrumpió. Una lucha palpitante e instintiva tuvo lugar para bajar el párpado, pero Benjamin mantuvo el ojo abierto. El filo de acero se acercaba a la pupila con destino inexorable. Sólo cuando la punta filosa estuvo a escasos milímetros, se detuvo, para permanecer en aquella posición amenazante.
—Haz lo que no debes —dijo a la figura del espejo—, y no dudaré en pincharte el ojo como si fuera una yema de huevo.
Sólo para demostrar que aquello iba en serio, acercó la hoja hasta que la punta raspó ligeramente el ojo y un hilo de sangre trajo un dolor insoportable.
—No creas que necesito todo lo que tienes. Intenta algo y decidiré si te arranco alguno de tus dedos, tu nariz o tus estúpidas orejas.
Supo que el niño había recibido el mensaje. Aunque le costara admitirlo, podía sentirlo.
El aire acondicionado zumbaba a sus espaldas. Robert se inclinó en su sillón cuando una voz proveniente de la puerta de su oficina se alzó sobre el artefacto.
—Edward, adelante —dijo incorporándose.
Lo cierto es que prácticamente había olvidado la conversación mantenida el día anterior. Los acontecimientos en su vida privada se habían encargado de guardarla en una caja de cartón y de dejarla arrumbada en el ático. Ahora, haciendo un esfuerzo mental, y ante la mirada preocupada de Edward, recordó lo que el periodista le había dicho poco antes del hallazgo del mensaje en la agenda electrónica.
¿Quiere desbaratar algo importante, periodista listillo?
Lentamente la conversación entre ambos se fue perfilando en su cabeza. Si su memoria no lo traicionaba, el informante se había comprometido a volver a llamar a las cinco de la tarde del día anterior.
—¿Te sientes bien, Robert?
—Sí. Me has pillado distraído.
—Puedo volver más tarde. —Edward señaló la puerta por la que había entrado.
—No, no hace falta. ¿Has podido hablar con el tipo?
Edward se dejó caer pesadamente en una de las sillas.
—Me llamó a las cinco, como había prometido.
—¿Qué te dijo?
—Demasiadas cosas, diría yo. Será mejor que te cuente la historia y luego te diga lo que pienso.
Robert asintió.
—Recibí la llamada a las cinco en punto. Me habló el mismo sujeto de las grabaciones. Joven, aventuraría; con acento local. Habló con voz cansina. Es probable que lo tuviera todo escrito. Le pregunté su nombre pero no me lo dijo. Cuando insistí sobre el tema, amenazó con interrumpir la comunicación y decidí guardar silencio.
A partir de entonces habló él casi todo el tiempo.
Edward se inclinó y dirigió su mano al bolsillo trasero. Robert se sobresaltó. Por un momento creyó que extraería el mensaje que él mismo aún conservaba en su propio bolsillo trasero.
—Veamos… —Edward desplegó una hoja de papel doblada por el medio.
—¿Qué es eso? —preguntó Robert.
—Un mensaje. Parece que es para ti. ¿Desde cuándo te engaña tu mujer, Robert? No es que no lo sepamos…, todo el mundo lo sabe. Pero, TÚ… ¿desde cuándo supones que te engaña? ¿Ha sido desde aquella vez que hacíais el amor y ni siquiera te miraba?
Robert observó a Edward con vehemencia, luego desvió la vista hacia las manos del periodista y vio que no sostenía ningún papel, sino su libreta de anotaciones.
—¿De veras te sientes bien?
—Sí. Continúa por favor.
—He tomado algunas notas —explicó Edward—. De todos modos tengo la grabación.
—Veamos de qué se trata todo esto. —Robert se sentía fatal.
—La historia empieza más o menos así. Un cargamento de droga cuyo destino final es Nueva York entra regularmente en Bangor. Lo hace por medio de personas que ingieren unas cápsulas con pequeñas cantidades, que, por cierto, no son tan pequeñas. En especial en esta parte, me dio la sensación de que el tipo estaba leyendo lo que decía. Supongo que el objetivo era entregarme algo de información general que pudiera ser verificable. Verás que al final tendrá sentido.
Edward explicó que el Zorro se había hecho cargo de la operación, y que tenía intenciones de llevar a cabo el traslado a Nueva York en los próximos días. Su gente recibiría la droga en dos envíos, uno de los cuales se haría efectivo este mismo día, durante la noche, y el siguiente una semana después. Ambos en Carnival Falls.
—¿Te mencionó de qué droga estamos hablando exactamente?
—Heroína.
—Creo que el sujeto me ha transmitido todo lo que
alguien
quiere que sepamos y que ese alguien definitivamente pretende perjudicar al Zorro.
—Pero no hay nombres, ni fechas precisas.
—Me ha dicho que uno de los envíos será hoy.
Edward guardó su libreta. Luego reflexionó:
—No sé por qué me han utilizado para esto, pero es evidente que buscan que entreguemos esta información a la policía.
—Es probable que pretendan asegurarse de que se investigue. Si la información llega directamente a la policía, pueden hacer la vista gorda.
—Tienes razón. ¿Hablarás con Harrison?
—Sí. ¿Tienes las cintas con la grabación?
—Sí.
—Perfecto.
Robert se inclinó hacia el teléfono.
—¿Lo llamarás ahora mismo? —preguntó Edward.
Si no lo hago en este instante y permito que te vayas, es probable que dé media vuelta y me dedique a mirar por la ventana durante unos minutos. Los minutos se transformarán en horas… y entonces simplemente olvidaré lo que debía hacer.
—Sí, lo haré ahora mismo —dijo, al tiempo que esbozaba un intento de sonrisa.