En ese momento, Mike examinaba una caja de cartón. Ella se acercó a él.
—¿Qué es?
—Las cartas de Marty el conejo —dijo con perplejidad—. Todos las teníamos cuando éramos niños.
La voz de Mike era un susurro, su rostro se dibujaba apenas con la luz indirecta de la linterna. Con voz quebrada, alzó uno de los libros. Se trataba de
La isla misteriosa
. En la portada, la costa rocosa seguía siendo bañada por un mar estático y espumoso. Las palmeras seguían siendo testigos de una noche oscura y silenciosa. Sólo un detalle había cambiado.
Sobre la arena, había un rastro de huellas de niño.
—¿Mike, crees que Ben ha estado aquí todo este tiempo?
—Sí —concluyó él, devolviendo el libro a la caja de cartón—. Ahora no quedan dudas.
Se desplazaron hacia la parte trasera. Las letras casi negras resultaban amenazantes. Parecían recientes, y Mike lo confirmó al deslizar su propio dedo por la pared y advertir que la sangre estaba húmeda.
—No sé cómo soy capaz de decir lo que voy a decir —dijo Allison de pronto—. Pero ¿puedes apagar la linterna un momento?
Mike advirtió que la petición iba en serio y lo hizo. Los dos permanecieron inmóviles. Al cabo de unos segundos, sus ojos se acostumbraron gradualmente a la oscuridad y los diminutos haces provenientes de las habitaciones comenzaron a surgir aquí y allá. Primero los más gruesos y después los más finos.
Mike se agachó y visualizó la habitación de Andrea a la perfección.
—Es posible ver toda la casa… —se maravilló.
—Larguémonos de aquí, Mike, por favor. Y enciende la linterna…, ya ha sido suficiente. Bajemos de una vez.
De vuelta en el baño, para Allison fue un alivio ver la placa de vidrio en su sitio otra vez. Mientras volvían sobre sus pasos por el pasillo para devolver la escalera plegable al estudio de Danna, Allison preguntó cuál sería el siguiente paso. Mike no hacía más que pensar en eso, mientras intentaba ordenar las piezas que tenían (que no eran pocas), pero hasta el momento no había podido hacerlo. Entre las cuestiones primordiales restaba determinar adónde habían ido todos, lo cual, suponía, explicaría al menos parcialmente las cosas.
En la sala, Mike giró su cabeza a la izquierda, en dirección a la cocina y al acceso interno al garaje. Creyó entrever un reflejo en el suelo, casi imperceptible, que llamó su atención.
—Espera un momento —pidió.
Se acercó al estrecho pasillo y corroboró sus sospechas.
Era una mancha de sangre.
Se lanzó en aquella dirección. Esquivó el charco enrojecido y abrió la puerta de la habitación de Rosalía.
El primer golpe lo recibió en sus fosas nasales, y aunque no fue físico, sino el dulce hedor de la sangre entrando a presión, no pudo evitar retroceder. La escena lo abofeteó, haciéndolo trastabillar y provocando una mueca de desagrado en su rostro.
Rosalía yacía en el suelo, con la mitad de su cuerpo apoyada contra la cama. Lo primero que Mike advirtió fueron sus ojos: dos esferas inertes como las de un muñeco de felpa. La expresión esculpida en su rostro era de completo terror, con una boca rectangular y dentuda. En las mejillas, diminutas manchas rojas se esparcían como pecas.
Pero lo peor era su cuerpo. El agresor había desgarrado las ropas de la mujer, dejando al descubierto su cuerpo blanquecino y rollizo. En el pecho había una herida inmensa y circular que se prolongaba hasta su abdomen, desde donde sus órganos colgaban como los tentáculos de un pulpo y se escurrían hasta las piernas.
Una vista general de la habitación reveló a Mike que había sangre por todas partes… La cama no era la excepción, tampoco las paredes. Se negó a imaginar los incidentes que antecedieron a semejante carnicería, volviendo una y otra vez al agujero en el cuerpo de la mujer y a sus entrañas florecientes.
Al principio, Mike no reparó en las palabras escritas en la sábana. El atacante había utilizado un cuchillo empapado en sangre para cortar cada letra en el colchón:
PUTA.
Mike comprendió que debía alejarse de allí. Ya había visto suficiente. Sabía que, si seguía descubriendo
detalles,
lo perseguirían en sueños por mucho tiempo. Además no debía permitir que…
—¡Allison, no!
Pero era demasiado tarde. Sin que pudiera impedírselo, Allison había llegado a su lado y miraba por encima de su hombro.
El grito de horror fue espeluznante. Retrocedió, golpeando la espalda contra la pared con un sonido sordo. Mike intentó abrazarla, pero Allison se agitaba frenéticamente mientras un llanto histérico se apoderaba de ella.
Él la condujo hacia la puerta. La abrazó y la empujó suavemente mientras ella sollozaba.
Atravesaron la sala en dirección a la calle.
Cuando estaban a punto de alcanzar la salida, una figura surgió del otro lado bloqueándoles el paso.
Era Harrison.
Allison volvió a gritar. Sin embargo, Harrison no pareció advertir la presencia de la mujer, ni escuchar sus gritos histéricos. Pasó a su lado como si no existiera y se dirigió directamente a Mike en busca de una explicación.
—¿Dawson, qué ha ocurrido aquí?
Mike procuró mantener la calma. No tenía la más remota idea de qué hacia allí Harrison, pero decidió decir lo menos posible, al menos de momento.
—Algo terrible. Ha habido un asesinato.
—¡Un asesinato!
—Se trata de Rosalía, la empleada de la familia.
—Maldición. Dawson, en mi coche patrulla está Robert. —Harrison se detuvo—. Él… no está bien. Intente hablar con él y persuadirlo para que venga.
—¿En su coche patrulla? ¿Qué ha ocurrido ¿Dónde está el resto de la familia?
—Andrea está en mi casa, con mi hija. Danna está en la comisaría, es una larga historia…
—¿En la comisaría? —La voz de Mike no pudo ocultar su sorpresa—. ¿Qué está ocurriendo?
—¡Eso mismo quisiera saber yo!
Sábado, 4 de agosto, 2001
Segunda parte
Mientras Rosalía era asesinada, Danna recorría a pie los doscientos metros que la separaban de la casa en la que Matt Gerritsen la había citado.
Había estudiado la fachada desde su coche. Era una casita simple de una planta, con dos habitaciones al frente y una entrada lateral para vehículos. Tomó la precaución de aparcar a un par de manzanas de distancia.
Se detuvo delante de la puerta y llamó al timbre. El resorte que debía devolver la tecla a su posición original no lo hizo, lo que le hizo suponer que no funcionaba. Se sentía incómoda fuera, mirando en todas direcciones con la opresiva sensación de estar siendo observada. No vio a nadie. La calle estaba desierta, salvo por un par de coches y una furgoneta de reparto de pizzas.
Cuando la puerta se abrió, Danna apenas prestó atención al Matt Gerritsen sonriente que la recibía. Se lanzó al interior de la casa, deseosa de abandonar la calle solitaria.
—Hola, Danna. ¿Te ocurre algo?
—No —respondió ella.
El joven se encaminó hacia la parte trasera de la pequeña sala, atravesó una puerta y desapareció. Danna no lo siguió. Echó un vistazo a su alrededor, procurando determinar a quién pertenecía aquella casa: había algunas fotos, pero no vio en ninguna a Matt o a otro miembro de la familia Gerritsen. En varias de ellas reconoció a una misma mujer, en ciertas fotografías más joven que en otras, y supuso que podía tratarse de la dueña de casa. Danna tenía claro que cualquier detalle, por insignificante que resultase, podría darle la clave para tener una carta con la cual
atacar
a Gerritsen.
Por el momento convenía seguirle el juego.
—¡He preparado algo de beber! —La voz de Matt flotó desde la cocina.
Danna vaciló y finalmente fue a su encuentro. Un estruendo eléctrico proveniente de la cocina la sobresaltó. Al asomarse, vio a Matt de espaldas, manipulando con torpeza el interruptor de una licuadora.
—Imagino que te gusta el daiquiri… —dijo él sin volverse.
—Sí, claro —replicó Danna, acercándose por detrás—. ¿Qué ocurre con eso?, ¿tienes problemas?
—No he podido cerrar la tapa, pero está resuelto.
—¿Es la primera vez que la usas?
—Sí. La encontré ayer…
—¿Ayer?
Matt se detuvo. Su mano estaba a punto de accionar el interruptor nuevamente.
—Sí, entre unos trastos —explicó.
—No vienes mucho por aquí, ¿verdad?
—No… La casa es de un amigo —Matt vacilaba antes de pronunciar cada palabra—. Él… simplemente me la presta de vez en cuando.
Danna detuvo su avance justo detrás de él. Se cercioró de que sus cuerpos estuvieran apenas en contacto. Pudo percibir el modo en que el joven temblaba ante su proximidad. Le habló directamente al oído; su voz era apenas un susurro:
—¿Cuál es el nombre de tu amigo?
—Randy —dijo él sin pensar. Sus manos estaban a punto de derramar el contenido de la licuadora.
Ella retrocedió, satisfecha, y él accionó el interruptor de encendido por segunda vez. Las fresas en el interior del recipiente se desintegraron.
Segundos después, Matt vertía la mezcla en dos vasos altos. Se volvió hacia Danna, quien por primera vez reparó en la vestimenta del joven: llevaba una camisa blanca de cuello ancho fuera de sus vaqueros y una cadena de oro.
—¿Por qué no dejas el bolso? —dijo él, entregándole uno de los vasos.
Danna miró el bolso que aún sostenía entre sus manos como si no tuviera la más mínima idea de cómo había llegado allí. Eligió una de las sillas de la cocina para depositarlo. Al hacerlo se inclinó lo suficiente para que sus pechos rellenaran su blusa y se aseguró de que el detalle no pasara desapercibido al único espectador.
—Gracias —dijo tras aceptar el vaso. Creía estar poniendo nervioso a Gerritsen, lo cual era un buen comienzo. Bebió un trago.
Matt se sentó en la esquina de la mesa, ahora los dos tenían la vista fija en la licuadora sobre la encimera.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —preguntó él.
—Adelante.
—¿Cómo lo supiste…? ¿Cómo diste con la droga?
Danna estuvo a punto de vomitar el daiquiri que acababa de beber.
¿Droga?
Tosió y se llevó la mano a la boca. El día anterior, durante la conversación telefónica, ella había adivinado que él estaba ebrio o quizás drogado…, ¿a eso se refería? Creyó conveniente ocultar su desconcierto.
—Intuición femenina, supongo —respondió con una sonrisa.
—Creí que sería un escondite perfecto —dijo él.
—Lo es. ¿Cómo se te ha ocurrido?
Matt la miró con desconfianza.
¿Sospechaba algo?
—No sé —dijo—, simplemente se me ocurrió.
—Está bien, no tienes de qué preocuparte. —Danna habló mientras apoyaba una mano en la espalda de Matt. El contacto inesperado surtió el efecto que buscaba. Matt se estremeció ligeramente. A continuación se decidió a contraatacar con una jugada osada.
—Sólo tú y yo lo sabemos, Matt —agregó.
Matt hizo una pausa.
—La sacaré en dos días. Tres a lo sumo. ¿Realmente no te inquieta?
Danna se sentía contrariada ante el giro de la visita. Había ido con la idea de obtener la mayor información posible respecto a Sallinger y el modo en que Gerritsen se había enterado de su existencia, y ahora se encontraba con algo diferente. Algo sin sentido. Evidentemente se trataba de cierta droga escondida, pero Danna no tenía la más remota idea de por qué Gerritsen pensaba que ella estaba al tanto de eso. Seguiría indagando, aunque costaba imaginar cómo lo haría sin tener noción de lo que estaba ocurriendo. Quizás, pensó, era el momento de mencionar a Sallinger, antes de echarlo todo a perder.
—Prepararé un poco más —dijo Matt al observar que el vaso de Danna estaba vacío. Se encaminó hacia la nevera y extrajo un recipiente con fresas. Mientras lo colocaba en el fregadero dijo:
—Una vez tuve algo con una mujer mayor que yo.
—¿Sí?
Danna advirtió que Gerritsen había esperado a darle la espalda para decir aquello. Supuso que la conversación le daría el tiempo necesario para decidir cómo traer a colación a Sallinger.
—Sí. Una profesora, hace un par de años. La encontré en un bar al que se suponía que no tenía la edad suficiente para entrar… Me refiero a mí.
Danna forzó una risita.
—La mujer gozaba de cierta reputación…, siempre muy formal, con sus faldas largas, cabello recogido, casi sin maquillaje. Pero ese día, en el bar, su aspecto era muy diferente… Estaba sola y había bebido. También en su caso…
Matt vaciló.
—Creías que era diferente —completó Danna—, ¿no es así?
—Sí.
Matt echó una generosa dosis de ron y azúcar en la licuadora.
—¿Qué ocurrió después, con la profesora?
—No gran cosa. Fui a su apartamento, pero la mujer me soltó un cuento de que yo era su alumno y esas cosas.
Danna supo que Gerritsen mentía aun sin ver su rostro. Lo advirtió en las palabras que usó y en el modo en que las pronunció. Aquella historia era tan verídica como el alunizaje del año 1969. Probablemente la había ensayado especialmente para la ocasión.
La licuadora graznó con sus quejidos de trituración.
—Desde ese momento he querido estar con una mujer mayor que yo —dijo Matt, siguiendo con su historia fantástica mientras quitaba la tapa del recipiente y vertía el contenido en su vaso—. ¿Me alcanzas tu vaso?
Ella se lo entregó. Él se lo devolvió unos segundos después, acercándose un par de pasos. Sus rostros se encontraron a menos de veinte centímetros.
—Estoy ansioso por saldar la deuda…
A Danna le dieron náuseas. De buena gana hubiera estrellado el vaso en el rostro sonriente de Gerritsen, procurando hacerlo con la fuerza suficiente para romperlo, y haciendo que los fragmentos de vidrio se le incrustaran en la cara.
Matt se acercó un poco más.
—Tranquilo, aún estamos en la cocina. Hay algunas cosas acerca de las cuales debemos hablar primero.
Matt retrocedió, aturdido, con la expresión de un niño al que su madre ha descubierto en el instante en que se disponía a hacer algo que no debía. Danna tendió su vaso y él por un momento no supo qué hacer, hasta que ella lo hizo chocar con el suyo.
—¿Qué te parece si vamos a la habitación? —sugirió Matt—. Estaremos más cómodos allí.
Danna dudó un instante. Ir a la habitación acortaría el tiempo disponible para obtener las respuestas que necesitaba. Por otro lado, estaba claro que la mejor manera de obtener dichas respuestas era colocar a Matt en situaciones incómodas. Y la habitación definitivamente incomodaría a Matt.