Más de lo que él cree
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—Estaba esperando que lo dijeras —concluyó Danna, esbozando otra de las sonrisas de su arsenal.
En la habitación principal había una cama de dos plazas y un pequeño escritorio. Sobre éste había unos estantes con adornos y correspondencia acumulada que parecía llevar varias centurias de abandono.
—Antes iré al baño —Danna procuró dotar a su comentario de cierto carácter de incuestionabilidad. Creía tener cierto control de la situación y pretendía conservarlo.
Matt señaló una puerta y ella se marchó en esa dirección.
Una vez dentro del reducido espacio del baño, Danna asió el lavabo con ambas manos y clavó sus ojos en el espejo. No tenía necesidad de ir al baño, pero sí necesitaba verse el rostro.
¿Qué se suponía que estaba haciendo?
¡Es una locura! No tienes por qué estar aquí. Saldrás y le preguntarás directamente qué sabe de Sallinger; a eso has venido, ¿no? Se acabaron los jueguecitos. No es más que un niño estúpido y asustado. Sal, sé rápida… y vete de aquí lo antes posible.
Permaneció un instante observando el rostro tenso que le mostraba el espejo. Se lavó la cara con agua fría, descargó la cisterna y salió.
Cuando regresó a la habitación, Matt se apresuró a abandonarla. Dijo que él también debía utilizar el baño y pasó junto a Danna a la velocidad de la luz. La mujer creyó advertir que el joven llevaba algo en su mano derecha, pero no estaba segura. Tan pronto como se quedó sola, su mirada se clavó como un arpón en la correspondencia del escritorio. Se lanzó hacia allí y tras desplazar un abrecartas de bronce, tomó entre sus manos un fajo de cartas atadas con una serie de bandas elásticas secas a punto de desintegrarse. Sin deshacer el fajo pasó las cartas con dos dedos, como si las contara. Verificó remitentes y destinatarios. Irene Martins aparecía recurrentemente. Si la suerte estaba de su lado, tenía entre manos el apellido del amigo de Gerritsen.
Danna se sentó en la cama. No llegaba sonido alguno desde el baño, y conforme pasaba el tiempo se preocupó. Miró su reloj un par de veces, reconociendo con horror que apenas habían transcurrido treinta segundos entre una y otra vez. Debía relajarse.
Cuando Matt hizo su reaparición en la habitación, su aspecto era diferente. Llevaba la camisa abierta, esta vez del primer botón al último, dejando al descubierto el torso y la cadena de oro. Caminó con paso vacilante. Su rostro mostraba una sonrisa peculiar, pero lo que más llamó la atención de Danna fueron sus ojos, ahora con los párpados a medio cerrar, con un brillo líquido empañando la mirada. De no haber sido por su andar bamboleante y la sonrisa de presentador de televisión, Danna habría supuesto que el joven había llorado.
Matt se detuvo a un metro y medio de Danna, que aún estaba sentada sobre la cama. Se estudiaban mutuamente cuando un timbrazo agudo resonó en la casa y ambos dieron un respingo.
¿El timbre?
Matt retrocedió un par de pasos sintiéndose perdido. Sus ojos abandonaron momentáneamente el estado de felicidad sintética y se fijaron en Danna, como si fuera ella quien debiera proporcionar una explicación…, pero la mujer lo observaba a su vez con la misma expresión de alarma.
—¿Esperas a alguien? —Danna se vio forzada a tomar las riendas.
—N… no.
—Puede que sea Martins.
—¿Cómo sabes el apellido de Randy?
—No importa. Puede que sea él.
Una decena de años abandonaron a Matt. Otra vez no era más que un chiquillo asustado.
—Ve a ver quién es —ordenó Danna—. Sea quien sea, deshazte de él.
Matt salió de la habitación.
—¡Abróchate la camisa! —graznó Danna. Y con voz apenas audible—: Estúpido.
Danna se quedó sola. Caminaba sobre una línea imaginaria mientras procuraba oír alguna voz. Oyó con claridad el sonido de la puerta al abrirse, pero luego sólo silencio. Ninguna voz, nada.
Matt regresó al cabo de un minuto.
—¿Y bien?
—No había nadie —repuso Matt subiendo y bajando los hombros. Su mirada recobraba lentamente el aspecto de antes.
—¿Nadie? ¿Cómo que nadie?
—Miré en ambas direcciones y no vi a nadie. Ha debido de ser un niño, o un falso contacto.
Danna recordó que el pulsador del timbre no había respondido correctamente cuando lo presionó.
Matt desabrochó su camisa nuevamente mientras se sentaba en la cama. Danna permaneció inmóvil. Perdió terreno, y esta vez fue Gerritsen (empujado por más estímulos en su cerebro que los habituales) quien avanzó y la tomó por sorpresa. Los besos de Matt se iniciaron en el cuello y ascendieron hasta la base de la oreja, donde una lengua silenciosa recorrió con delicadeza las concavidades que allí encontró. Danna experimentó el impulso de ponerse en pie, de gritar, pero mientras se debatía en decidir cuál sería la mejor manera de actuar, él avanzó en su exploración.
—Te gusta, ¿verdad?
Danna se forzó a pensar con rapidez, pero sus pensamientos se arrastraban como gusanos gigantes.
—¿Y tú cómo lo supiste? ¿Cómo supiste lo de Sallinger?
La boca húmeda de Matt recorría la barbilla, siguiendo la línea ascendente de la mandíbula. Se apartó sólo un momento.
—¿Cómo supe qué cosa? —preguntó él.
Danna se sintió perdida. No sólo había perdido terreno; la situación se le había ido totalmente de control. Había sido el timbre de la casa. Hasta ese momento las cosas habían marchado como ella esperaba. Ahora, sin embargo, se hallaba en un punto en el que su capacidad para razonar se había congelado, como la de un animal que se encuentra desplazándose en la seguridad de la alta hierba y repentinamente se descubre en medio de una brecha de asfalto, observando con desesperación el modo en que dos faros potentes crecen hasta cegarlo.
¡Apártalo!
Matt resopló. Posó una mano sobre el muslo derecho de Danna y rápidamente ascendió por el abdomen hasta rozar uno de sus pechos. Ella dio un respingo, esperando con resignación mientras los faros se transformaban en dos soles blancos, sabiendo que no le esperaba otra cosa que el frente metálico de un camión incrustándose sobre su rostro. La presión sobre su pecho aumentó y disminuyó a merced de cinco dedos tentaculares.
—¡¿Cómo supiste lo de Sallinger?! —Danna procuró apartar a Matt, pero sólo lo logró parcialmente.
—Sólo sé su nombre.
Matt hizo el comentario con una tranquilidad exasperante, como si con ello diera por zanjado el tema. Lejos de ello, las cinco palabras produjeron un cortocircuito en Danna. Se vio a sí misma en aquella casa diminuta, con un muchacho cuyo vacío en el cerebro únicamente podría ser llenado por sus hormonas, y apenas pudo comprender cómo había llegado a una situación semejante.
Matt lanzó su boca en pos de la de Danna.
Como accionada por un resorte, ella se puso en pie, arreglándose la blusa.
—¿Qué pasa? —le espetó él.
—Te haré una pregunta muy simple —dijo Danna dejando de lado los intentos por ocultar su furia—. ¿Has tenido algo que ver con el mensaje de Sallinger?
El rostro de Gerritsen dijo todo cuanto Danna necesitaba saber: no sabía de qué rayos le hablaba.
—No sabía que querías hablar de tus problemas —dijo el joven con una sonrisa burlona—. Pensé que querías que te la metiera unas cuantas veces… —Matt rió. Sus ojos estaban de vacaciones en la luna.
Danna respiraba agitada. La expresión en su rostro había cambiado, y quizás él lo había advertido. Latidos furiosos alimentaban cada uno de sus músculos faciales, su boca bullía y su nariz se movía al compás de la respiración. Del puente de la nariz, arrugado, nacían en ángulo sus cejas, marco de un par de ojos coléricos y profundos. Sin pensarlo demasiado, ella se lanzó contra el joven con los brazos extendidos. Un gritito de satisfacción escapó de su boca mientras arremetía contra él, haciendo que trastabillara y retrocediera con rapidez. Las piernas de Matt golpearon contra la mesilla y la lámpara cayó al suelo. Su espalda dio de lleno en la pared con un sonido seco. Danna clavó su antebrazo en el cuello de Matt, presionándolo contra la pared todo lo que pudo, que en vista de su estado de alteración no fue precisamente poco.
Los ojos lunares de Matt no pudieron ocultar el desconcierto.
—¡Quiero saber si has tenido algo que ver con el mensaje! —gruñó Danna.
Matt utilizó un par de segundos para que su respiración se regularizara. Aquélla era una mujer… Loca, no cabía duda de ello, pero mujer al fin. Matt le llevaba una cabeza y lógicamente era más corpulento. Encontrarse en semejante situación lo avergonzó.
La apartó de un simple empujón, haciéndola retroceder un metro y medio.
—¡No sé de qué coño hablas!
Y Danna supo que decía la verdad. No sabía quién se había introducido en su casa para dejar el mensaje de Sallinger, pero supo que no había sido Matt Gerritsen.
Matt avanzó hacia ella, desafiante. Proyectó sus manos hacia adelante con fuerza, golpeándola de lleno en los hombros y obligándola a retroceder.
—Me he cansado de juegos —dijo.
Danna se golpeó contra el escritorio al retroceder. Se quejó del dolor pero no apartó los ojos de los de él. Sin ser del todo consciente, se volvió con rapidez y tomó el abrecartas que había visto antes. Empuñándolo como un cuchillo, lo blandió en dirección a Matt.
—Gerritsen, te conviene no moverte, te lo aseguro… —Algo en su tono de voz debió de ser lo suficientemente convincente, porque él permaneció donde estaba.
En ese preciso instante, se oyeron fuertes golpes procedentes del frente y la parte trasera. Golpes inconfundibles de puertas y ventanas al abrirse. Sonidos apremiantes resonando en la casa con impunidad.
Matt y Danna se miraron, desconcertados.
Arthur McAllen llevaba quince años trabajando para la DEA. Había participado en operaciones importantes —muchas de ellas a su cargo—, pero ésta era diferente. En ésta había sido él contra todos. Su jefe, para empezar, la consideraba una pérdida de tiempo, y Dios sabía a los extremos que había tenido que llevar las cosas para disponer de una unidad especial. Smith le había explicado que movilizar una unidad especial costaba mucho dinero —como si él no lo supiera— y que iba en contra del protocolo emitir la autorización sin pruebas fiables de que su utilización no sería en vano. Como si él tampoco lo supiera.
McAllen no le mencionó a Smith la llamada anónima que habían recibido en el departamento de policía de Carnival Falls apenas el día anterior. Prefirió guardárselo y convencerlo de que diera la bendita autorización. Con el tiempo había aprendido a confiar en su instinto.
La voz anónima había sido suficientemente clara en cuanto a la información. Había proporcionado una dirección específica, un horario especifico y había dicho que McAllen iba a estar muy interesado en lo que ocurriría allí… Lo habían involucrado a él específicamente.
En el departamento de policía no disponían de una grabación de la llamada, pero la muchacha que la había recibido insistía en que recordaba las palabras de memoria.
McAllen va a estar interesado.
La noche anterior, pocas horas después de haber sido informado de la llamada, él mismo había hecho una visita a la casa de la calle Vartan, propiedad de la difunta Irene Martins, acompañado por un agente. Se trató de una visita informal, de la que no diría una palabra a Smith ni a nadie. Y lo que encontró durante la breve expedición nocturna lo llenó de júbilo. En el patio de la casa descubrió un vehículo que estaba siendo preparado para transportar droga, suficiente para dar crédito absoluto al anónimo recibido en la comisaría.
Esa misma mañana telefoneó a Smith lo suficientemente temprano como para despertarlo. McAllen debía moverse rápido si quería tener todo listo a las ocho. Debía trasladar el equipamiento y hacer los arreglos correspondientes.
Tenía mucho trabajo por delante.
Pero había valido la pena, y la sonrisa de oreja a oreja que esbozaba Arthur McAllen esa noche era la prueba más clara de ello. En aquel momento observaba por encima del hombro de Roger Gates, el operario de la unidad especial: un sofisticado equipo de monitoreo camuflado en una vetusta furgoneta de reparto de pizza. El sistema disponía de cámaras de vídeo inalámbricas y de canales de audio suficientes para disponer de un registro detallado de lo que ocurría en cada habitación de la casa. Gates, dotado de auriculares y micrófono, seguía con atención los cinco monitores en blanco y negro, manipulando cuando era necesario la consola de mandos que controlaba la unidad.
En aquel momento, dos grupos de agentes especiales estaban apostados en las partes trasera y frontal de la casa. Si era necesario comunicarse con ellos, Gates podía hacerlo con el diminuto micrófono que tenía delante de sus labios.
—Está grabándolo todo, ¿verdad, Gates? —Era la tercera vez que McAllen le hacía la misma pregunta.
—Sí. Ya se lo he dicho cien veces.
McAllen pensó en decirle algo por su impertinencia, pero no lo hizo. No dejaría que nadie arruinara su buen humor. Ni siquiera Harrison, con su insistencia en permanecer él también en la furgoneta, había logrado hacerle perder la paz. El comisario había dicho que nadie iba a impedirle mantenerse al corriente de cuanto ocurriera en Carnival Falls
,
y McAllen finalmente había aceptado que permaneciera también en la unidad especial.
Con lo que había ocurrido hasta el momento, McAllen sabía que tenía suficiente para justificar la movilización del equipo. Probablemente incluso para dar por cerrado el caso.
Aunque debía reconocer que los acontecimientos en la casa lo habían desconcertado. Esa misma tarde, mientras sus hombres ocultaban las cámaras y los micrófonos, habían hallado una cámara escondida, lo cual le había confirmado que en efecto algo importante tendría lugar ese día, tal como había asegurado la voz anónima.
McAllen tendría la oportunidad de pillarlos por sorpresa. Utilizaría dos equipos de tres personas cada uno. Harrison había insistido en tener apostados también a tres de sus hombres y él había accedido.
Todo había marchado según lo planeado hasta que apareció la mujer. Harrison la conocía, y el desconcierto del comisario fue aún mayor que el del propio agente.
En ese momento, McAllen empezó a preocuparse, porque parecía que lo que tenían entre manos era un simple encuentro romántico; pero entonces el muchacho le había hablado a la mujer de la droga.