En el garaje encontró el cordel que buscaba. De regreso, se detuvo en la cocina, donde atrajo su atención el soporte de madera que albergaba los cuchillos grandes. Dio un paso vacilante y se detuvo. Si tenía intenciones de cazar, necesitaría un cuchillo, desde luego. Además… un cuchillo podía ser utilizado para muchas otras cosas. Podría usarlo para pelar una fruta, por ejemplo.
Lo necesitaba.
Eligió uno de los tres cuchillos. El del centro. Mientras la hoja se deslizaba por el soporte de madera, se vio a sí mismo reflejado en ella: su mano gigante y su cuerpo deformado y pequeño. Cuando lo tuvo delante de él, empuñándolo de forma inapropiada, lo observó unos segundos con fascinación, preguntándose si sería capaz de salir de la cocina con el cuchillo en su poder. Si bien los utensilios de cocina y la cocina misma eran incumbencia de su madre, Ralph intervendría de inmediato ante una desobediencia como ésa. Sentía un hormigueo extraño en el estómago. Saltarse las reglas de oro de Ralph tenía su lado interesante, se dijo sin apartar sus ojos de la hoja, como hipnotizado.
Sacó la lengua.
El niño deforme reflejado en la hoja también lo hizo.
Robert acercó la hoja del cuchillo a su lengua. Tres centímetros. Dos. Uno.
—¿
Qué tal eso, Ralph?
El sonido de su propia voz lo sobresaltó. ¿Había hablado realmente? Se volvió en busca de alguien que pudiera haberlo oído, o en busca del verdadero dueño de la voz que acababa de escuchar.
En la cocina no había nadie más que él.
Regresó a su habitación y depositó el cuchillo dentro de la caja. Procuró esconderlo entre su ropa, como si el hecho de no verlo minimizara su existencia.
Ató la caja provisionalmente con el cordel, de manera que pudiera abrirla al día siguiente para colocar la comida dentro. Comprobó nuevamente el peso y esta vez, satisfecho, salió al pasillo y se dirigió al baño. Podría esconder la caja en cualquier lado de la casa, pero estaría más tranquilo si la tenía consigo. Se subió trabajosamente al lavabo, advirtiendo que éste no estaba firme del todo y que se desplazaba ligeramente bajo su peso. Deslizar el vidrio esmerilado fue sencillo. Introdujo la caja por el boquete y la depositó a un lado. Para hacerlo fue necesario estirarse cuan largo era, por lo que comprendió que alzarse él mismo le costaría ciertamente más esfuerzo del que había previsto.
Estaba a punto de emprender la tarea cuando se detuvo en seco.
Se bajó del lavabo con agilidad y se desplazó hasta el retrete.
Orinó haciendo golpear un chorro amarillento contra la taza blanca que él mismo había limpiado con tanto empeño hacía unas horas. Mientras dirigía el lanzamiento, un movimiento erróneo hizo que algunas gotas salpicaran la tapa e instintivamente se inclinó hacia el rollo de papel higiénico para deshacerse de ellas, pero vaciló… y finalmente las dejó.
Miró hacia el techo, hacia la placa de vidrio desplazada y la negrura que se asomaba junto a ella. Era la segunda vez en menos de diez minutos que se quedaba encandilado mirando un punto fijo.
El ascenso al desván fue tan dificultoso como había previsto, o quizás más. Mientras se balanceaba, sujeto únicamente con sus antebrazos, creyó que no resistiría su peso y caería al suelo, o peor aún, imaginó que los laterales cedían y perdía los únicos apoyos que tenía, lo cual sin duda constituiría una caída aún más inesperada y por ende más desagradable.
Cuando logró subir, respiró aliviado y se apresuró a colocar de nuevo la placa de vidrio en su sitio.
Concentró su atención en el desván y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Era poco lo que podía ver, aunque sus ojos se fueron acostumbrando poco a poco a la escasa luz que se filtraba desde abajo. Si había un momento para echarse atrás, se dijo, era éste. La oscuridad que lo envolvía era la síntesis del error que estaba cometiendo. En su interior algo le decía que ése era el comienzo de algo que empeoraría con el tiempo. Pero entonces pensó en la llave inglesa y supo que estaba haciendo lo correcto.
Esperaría a que Ralph llegara a casa.
[Sonido ambiente]
[Veinte segundos de silencio]
[Skempton]:
¿Qué ocurre cuando regresa su padre?
[Diez segundos de silencio]
[Skempton]:
Díganos qué ocurre cuando llega su padre… Usted puede verlo… puede verlo en la pantalla… con total claridad… ¿Qué ocurre cuando regresa su padre?
[Robert]:
Él piensa que no estoy en casa. Está borracho… y se enfada conmigo. Piensa que me he ido, pero yo puedo oírlo… él no lo sabe.
[Diez segundos de silencio]
[Skempton]:
¿Qué dice su padre?
[Robert]:
Puedo oírlo… él… está enfadado conmigo… habla con Marcia… le habla a Marcia… le dice… cosas horribles…
[Harrison] [Apenas audible]:
¿Ha dicho Marcia?
[Skempton] [Apenas audible]:
Así parece.
[Cinco segundos de silencio]
[Robert]:
Tengo miedo. Quiero permanecer escondido.
[Skempton]:
Está a salvo… está en el cine… recuérdelo… simplemente está viendo todo en la pantalla… nadie puede hacerle daño ahora…
[Robert]:
Mi padre… él… dice…
[Sollozos]
[Skempton]:
¿Qué dice su padre?
[Robert]:
Él… le ha hecho daño… a Benjamin…
[Harrison] [Apenas audible]:
¿Benjamin? Imposible…
[Skempton] [Apenas audible]:
¿Quién rayos es Benjamin?
[Harrison] [Apenas audible]:
Su hijo, es apenas un crío. Pensé que hablaba del pasado. No tiene sentido…
[Robert]:
Él… le ha hecho daño a Benjamin… Él…
[Los sollozos se transforman en llanto lento]
[Harrison] [Apenas audible]:
Skempton, deténgalo por favor…
[Skempton]:
Tranquilícese… la película se desliza hacia adelante… no tiene que ver… no tiene que escuchar… la película simplemente… se desliza… Vea cómo se desliza… la imagen avanza… Avanza hasta donde usted se siente…
[Interrupción de audio violenta]
Allison detuvo la cinta. La voz de Skempton flotó en torno a ellos hasta diluirse.
—¿Mike, qué ocurre, por Dios? Casi me matas del susto…
Allison aún podía sentir la mano fría de Mike apoyándose en su antebrazo antes de comenzar con los ademanes frenéticos para que detuviera el reproductor. El corazón le latía con fuerza. Poco a poco iba recobrando el aliento.
—Mike, ¿estás bien? Estás pálido.
Mike, desencajado, logró articular una única palabra:
—Benjamin.
—Sí, no tiene sentido. Me ha confundido al igual que a Harrison. Se supone que Robert era un niño en aquel entonces.
—Benjamin era su hermano… —articuló Mike sin prestar atención a las palabras de Allison.
—¿Robert tenía un hermano?
—Sí. No lo conoció. Un niño con algún retraso, es poco lo que sé. Me enteré muchísimo después de haber conocido a Robert.
—Increíble.
—Sé que el niño murió en un accidente, aunque no estoy seguro. Robert llamó a su propio hijo como a su hermano. Según creo, fue a instancias de Debbie.
—Entonces, lo que Robert supo ese día espiando a su padre fue…
—Ha dicho que Ralph le hizo
daño
a Benjamin.
—Mike, ¿crees que Ralph pudo haber…
matado
a Benjamin?
Al pronunciar estas palabras, Allison sintió que la garganta se le secaba.
—En función de lo que has escuchado de Ralph Green, ¿tú qué crees?
—¡Dios mío!
Sólo parte de su camisa a cuadros estaba dentro de los pantalones de trabajo. Los faldones de la otra mitad colgaban hasta la rodilla. Su cabello, peinado esa mañana, seguía ahora el patrón de la camisa, sacudiéndose en mechones sobre la frente perlada de sudor.
Ralph Green se apoyó contra la pared del pasillo para recuperarse. El aliento ebrio surgía de su boca en pequeñas ráfagas calientes. Apoyaba su mano en el empapelado gastado cuando, ante sus ojos vidriosos, la pared se desmoronó sobre él. Fue curioso, porque no sintió presión sobre sus dedos, sino como si éstos traspasaran el muro y éste simplemente… arremetiera contra él. Retrocedió asustado, trastabilló y estuvo a punto de caer cuando su cadera golpeó contra el marco de la puerta de acceso al pasillo. Sintió una punzada de dolor clavándose en la cadera, extendiéndose rápidamente a su columna y haciendo que se doblara en dos. Maldijo, al tiempo que lanzaba una mirada furtiva al suelo de la casa, moviéndose como si los listones de madera flotaran en agua, y amenazando con lanzarlo de bruces y romperle la mandíbula. ¿Por qué la casa le hacía eso? La casa que él mismo había diseñado y construido ahora lo trataba de aquella manera hostil.
Procuró avanzar por el pasillo, esta vez con los brazos abiertos, sosteniéndose en los dos muros laterales, cuyo propósito evidente era aplastarlo. Cuando con dificultad llegó al otro extremo, supo que la casa no era la culpable de nada, como había creído al principio. La culpa era de Robert. Si el niño hubiera respondido a su llamada la primera vez, él estaría ahora acostado en la cama, descansando plácidamente. Sin embargo, se había ido de casa; probablemente al bosque o con ese amigo nuevo que tenía: el hijo de Dawson.
—¡Oye…, mierda! —volvió a gritar al comedor vacío, sabiendo que no obtendría respuesta.
Se sorprendió por la claridad con que sus pensamientos se formaban en su cabeza. Era su cuerpo el que no respondía como debía. Y ésta había sido la razón por la que había tenido que regresar a pie desde la casa de Frank Dodger, dejando abandonada su furgoneta. Ahora que lo pensaba, Frank también tenía algo de culpa. Si no se hubiera puesto pesado con lo de rememorar viejas anécdotas y beber unas copas, nada de eso hubiera pasado. Pero estaba ese otro sujeto cuyo nombre se le escapaba ahora, ese amigo de Frank al que no conocía, con su rostro asustado y sonriente. Frank había estado bebiendo unas cervezas con su amigo cuando Ralph pasó a saludarlo
sólo un momento,
y tuvo la idea brillante de presentarlo como la persona con el arsenal de anécdotas de mujeres más graciosas. «Cuenta la de la muchacha a la que le encontraste un diente en el vello de la entrepierna», pedía Frank desternillándose de risa… «¡Cuéntala, Ralph!». Y entonces Frank le había pedido a gritos a su esposa que trajera otra botella de whisky: una de las especiales. El sujeto sonriente denotaba un interés especial por Ralph; era evidente que Frank ya le había hablado de él y de su batería de anécdotas de burdel. Ralph sabía que todas esas experiencias lo colocaban en una posición de privilegio entre sus amigos y, aunque muchas de las anécdotas no le pertenecían realmente y otras simplemente se las había inventado, una oportunidad para contarlas no debía desperdiciarse.
Siguiendo las órdenes de su marido, Lauri depositó sobre la mesa una botella de Jack Daniel’s y se apresuró a marcharse con la mirada asustada, no sin antes recibir un pellizco en el trasero por parte de Frank. Buena chica. Ralph se sentó y venció la poca resistencia que ofrecía su cerebro, dejando que un ardiente sorbo de whisky le incendiara la garganta. El calor de la bebida fue bien recibido por su cuerpo, que inmediatamente se relajó, presto a recibir más brebaje color miel.
Ralph disparó su arsenal de anécdotas y no tardaron en estallar las risotadas de Frank, seguidas por las risas chillonas de su amigo, por momentos más penetrantes que las del propio Frank. A la primera botella siguió una segunda, acompañada lógicamente por la entrada de la aterrada Lauri y de su correspondiente pellizco en la nalga.
Dieron cuenta rápidamente de la segunda botella, y aunque Ralph sentía su mente trabajar con claridad y las palabras que entretejían sus historias seguían siendo inteligibles, la habitación le daba vueltas y su cuerpo se balanceaba hacia los lados y hacia delante. Frank reía ahora casi sin detenerse, golpeando la mesa con los nudillos enrojecidos o su vaso. Luego insistió en que tomaran una botella más. Procuró acercarse a Ralph diciéndole entre gritos deformados que él mismo podría
recibirla,
remarcando sus palabras con un guiño de ojo.
Frank pidió una tercera botella con su voz convirtiéndose en un trueno dentro de la casa. Lauri hizo su aparición con resignación, con sus ojos enrojecidos por el llanto, y esta vez experimentando con horror cómo la mano de Ralph Green, que resultó ser más insistente que la de Frank, le masajeaba el trasero.
Casi no hablaron durante la siguiente media hora; o al menos no mantuvieron una conversación coherente. Se limitaron a vociferar comentarios aislados, entrechocando sus vasos y bebiendo a pesar de sus lenguas entumecidas. Ralph estaba seguro de que, cuando se marchó de casa de Frank, era el único de los presentes que tenía conciencia de lo que ocurría. Sabía que no podía conducir en ese estado, por lo que debería regresar andando (lo que fue motivo de irritación aun en su estado de júbilo). Vio su C25 resplandeciente bajo la luz de una farola. Sintió la tentación de encaminarse a su furgoneta, pero sabía que su cuerpo no le respondía como su mente cuando bebía. Caminaría. No quería morir entre hierros retorcidos. Él no se merecía eso.
Recorrer casi un kilómetro, que era la distancia que separaba la casa de Frank de la suya, fue una experiencia difícil. No recordaba mucho, pero sí era consciente de la dificultad que le exigió avanzar en la oscuridad, manzana tras manzana. Otro de los recuerdos de la travesía era la mágica idea de llegar a su casa y entregarse a un descanso reparador: desplomarse en su cama —que no debía compartir esa noche— y dejarse engullir por las fauces del sueño.
Sin embargo, al llegar, Robert no respondió a sus llamadas, y eso lo complicó todo. Se suponía que debía buscarlo, y eso hizo, ¿era su padre, no? Pero la búsqueda fue en vano. A medida que recorría la casa fue comprendiendo que si Robert se había marchado debía de haber tenido una razón —una desobediencia— y tal cosa despertó su ira de inmediato. Seguramente el niño tenía intenciones de regresar por la noche, cuando él estuviera durmiendo, asumiendo que por la mañana las cosas serían diferentes; que Ralph habría olvidado lo que fuere que el chico había hecho.
Sólo que Ralph había cambiado de idea en cuanto a sus planes para esa noche.