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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (51 page)

[Sollozos]

[Robert]:
Ruega por mí… por que no me haya pasado nada… que esté bien… Reza porque quiere volver a tenerme con ella… dice… que… ella no podrá soportarlo de nuevo… dice que no podría vivir el mismo infierno dos veces… dice que… se volvería loca…

[Dos segundos de silencio]

[Robert]:
A cada segundo me es más difícil entender por qué mi madre llora… ¿Había pensado en huir de mi casa? ¿Por qué? No lo sé… no me importa… quiero estar con mi madre… ella… me quiere…

[Sollozos]

[Skempton]:
Tranquilo… está usted cómodamente instalado frente a la pantalla gigante… De hecho observa cómo progresan las imágenes y luego se alejan… cada vez más rápido… Las imágenes buscan el instante que nos ocupa… en la guardería… usted está esperando que algo suceda… ahora puede verse… con toda claridad… ¿puede verse?

[Robert]:
Sí.

[Skempton]:
Perfecto.

[Interrupción violenta de audio]

—Mike, abrázame por favor.

Mike Dawson enlazó su espalda con un brazo y la cabeza con el otro.

—Es horrible —dijo Allison, moviendo sus labios sobre el cuello de Mike.

Él no respondió. Observaba la casa vacía. Las ventanas eran ojos ennegrecidos reflejando el interior. A su derecha, una abertura casi completa en la pared servía de acceso al comedor. Los laterales estaban revestidos en madera y de la parte superior, en las esquinas, colgaban dos carillones de tubos, lógicamente estáticos en la quietud de la casa. Mike lo recorrió todo con los ojos abiertos como platos. Allison tenía razón, era horrible, pero había algo más…

—Traeré más café —anunció Allison—, pero sólo si me acompañas a la cocina.

Mike la apartó ligeramente y le sonrió. Supuso que el terror que se dibujaba en las facciones de la mujer no debía de diferir del que exhibían las suyas. Tomó su rostro con ambas manos, deslizando sus dedos por debajo de las orejas, y le apartó ligeramente el cabello. Acarició suavemente sus mejillas con los pulgares, moldeando la piel hasta que logró dibujar una sonrisa. Una sonrisa espléndida, pensó Mike, mientras también se obligaba a esbozar una.

—Vayamos en busca de ese café —dijo.

Allison posó los labios sobre los de él, agradecida por la cálida efusión de ternura, y se dio la vuelta rápidamente, como una niña avergonzada que acaba de besar a un chico cuando se suponía que debía ocurrir a la inversa. Se encaminó a la cocina, pero antes cogió a Mike de la mano y lo arrastró detrás de ella.

Allison vertió parte del contenido de la cafetera en dos tazas limpias y las depositó sobre la mesa de la cocina. Sin decirlo en voz alta, ambos habían estado de acuerdo en alejarse de la sala, como si ésta se hubiera impregnado de la acompasada voz de Robert describiendo los horrores de su infancia.

—Es comprensible que Robert haya olvidado lo ocurrido ese día —reflexionó ella mientras se sentaba.

—De haberlo sabido ni siquiera se lo hubiese mencionado —concluyó Mike.

—Resulta escalofriante que un niño tan pequeño deba presenciar semejantes cosas… —Allison pensaba en Tom, cuya edad debía ser similar a la de Robert en ese entonces. Un escalofrío la recorrió.

—Allison…

Una idea asaltó a Mike: Robert se había escondido de su padre y, en el estado de ebriedad de Ralph, le había resultado sencillo no ser visto. Sin embargo…

¡Durante la sesión de hipnosis Robert había relatado incidentes ocurridos en casi toda la casa! ¿Qué escondite le proporcionaría semejante ventaja?

Repasando mentalmente el contenido de las cintas, Mike reconoció al menos tres ubicaciones mencionadas por su amigo: el comedor, el cuarto de Marcia y el de Debbie. Lo cual significaba que…

—Él pudo verlo todo —dijo Mike fascinado—. Desde donde estaba… podía ver toda la casa.

—¿La casa de los Green tiene sótano o ático? —preguntó Allison.

Mike se había adelantado mentalmente a la pregunta. Conocía la casa de Robert casi tanto como la suya. Proyectó imágenes mentales de la casa, una tras otra: de cada habitación, de cada vista exterior. Nunca supo de la existencia de un sótano o un ático; sin embargo, el tejado de la casa tenía pendiente. Observando la casa desde fuera, era similar a cualquiera de la zona: su tejado contaba con una pendiente suficiente para que la nieve se deslizara. Pero por dentro… (Mike proyectaba las habitaciones como si se tratara de diapositivas, pasando de una a otra con un clic de su cerebro)… por dentro los techos eran planos… lo cual no dejaba otra posibilidad que…

—Un desván —concluyó—. Estoy casi seguro.

Mike sintió la siguiente pregunta resonando en su cabeza con la potencia de un trueno. Cuando Allison la formuló en voz alta, el eco ya reverberaba en las cavidades de su cabeza, vibrando y haciendo que sus pensamientos se concentraran en las posibles respuestas.

—¿Crees que Ben puede estar allí escondido?

Mike creía que sí. Por alguna razón pensaba que tal cosa podía ser perfectamente posible. Costaba imaginar un motivo por el cual Ben permanecería tanto tiempo escondido, pero si había estado allí todo el tiempo, entonces lo que había dicho Michael Brunell…

De pronto las piezas encajaban, aunque lo que se formaba arrojaba nuevos interrogantes cada vez más aterradores.

Hombre y mujer se miraban, asimilando la idea. ¿Debían llamar a casa de los Green? Mike creía que sería mejor ir directamente allí. Lo que sospechaban era demasiado descabellado para hablarlo por teléfono. Sería mejor ir y evaluar la manera más conveniente de actuar. Podrían llegar en pocos minutos si se daban prisa.

Mike estaba a punto de exponer en voz alta sus pensamientos cuando un sonido lo interrumpió.

El timbre del teléfono comenzó a sonar insistentemente en la sala.

¿Quién sería a esas horas?

Allison descolgó la extensión de la cocina.

—¿Hola? —dijo. Su voz fue apenas un susurro.

7

Nada era lo que había sido. Las paredes ya no eran paredes. Ni el suelo, o el techo inclinado; ni siquiera el cuchillo o él mismo.

Recurriendo a la información que contenía el cerebro que ahora utilizaba, Benjamin asemejaba el desván a la imagen granulada de un televisor cuando se le mira desde muy cerca; como un número incalculable de abejas moviéndose al unísono. Un mundo hirviente, rebosante de colores. Ya no necesitaba ver, aunque los órganos oculares se empecinaban en enviarle las mismas imágenes desvaídas y poco reveladoras de siempre: una versión de la realidad reducida y primitiva, risible frente al universo complejo del cual él se nutría.

Había llegado el momento. La espera y la ansiedad finalmente daban sus frutos.

Replegándose, chequeó cada uno de sus sistemas internos, vagando en sí mismo como si se tratara de una mansión con innumerables habitaciones, ahora todas para él. La sensación de pertenencia lo embriagaba. Una parte de él se negaba a la idea de poder abandonar el desván si así lo deseaba. Durante años había sobrevivido aferrándose a ese único anhelo: recuperar su libertad; la que le había sido arrebatada. Ahora la tenía de nuevo…, la había recuperado.

Caminó por el desván, desplazándose por momentos como lo haría un niño de diez años normal. Tendría que moverse como tal si iba a salir de ahí y pretendía pasar desapercibido un tiempo. Dio dos vueltas completas, deleitándose con su nueva y más afinada percepción de la realidad. Sin perspectivas, sin secretos; todos y cada uno de los condimentos del mundo que lo rodeaba llegaban a su único sentido con fluida precisión. Allí estaba, por ejemplo, la caja de cartón que tantos años lo había acompañado allí arriba, escondiendo secretos: una simple forma oscura según el dictamen de sus decorativos ojos. Sin embargo él
veía
cada una de sus caras, su contenido,
sentía
su textura humedecida por el tiempo.

Benjamin se encaminó hacia el cuchillo apoyado en la esquina de la caja de cartón. Al tomarlo entre sus dedos, pudo advertir la calidez del mango y la hoja templada ejerciendo el contrapeso justo en su muñeca. Cuando lo balanceó en el aire quieto del desván, lo hizo con asombrosa destreza, como si se tratara de una extensión de su cuerpo.

Se desplazó sobre el suelo de madera hasta un sector en el que pudo permanecer de pie sin necesidad de agacharse. Sus pies pisaron con precisión en los tirantes principales sin que tuviera que dedicarle atención al hecho. Aferró el cuchillo con la punta hacia abajo y lo condujo hacia su pecho desnudo. Inclinó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos y sintiendo que cada músculo del cuerpo se relajaba. Clavó la punta del cuchillo en su carne, hasta que se formó un punto rojo en torno al extremo de la hoja. Luego presionó un poco más, consciente de lo que aquello provocaba, y estableció un límite a la profundidad de la herida. Ese cuerpo sería su envoltura de ahora en adelante; sabía que tenía que tomar ciertas precauciones si pretendía conservarlo.

Mantuvo la presión del cuchillo y lo deslizó hacia abajo con lentitud, al tiempo que la punta rasgaba su piel en sentido vertical y un hilo rojo crecía desbordando sangre en uno y otro sentido. Con el rostro fijo en el techo, sentir la consistencia espesa y el rojo casi negro de la sangre chorreando por su cuerpo le produjo una sensación de excitación.

Repitió la operación otras cinco veces, cortando superficialmente la carne en tiras verticales a lo ancho de su pecho. Sus pantalones no tardaron en teñirse de rojo, y un círculo irregular de gotitas se formó en torno a sus pies. Tras cambiar el cuchillo de mano, utilizó el índice de la mano derecha para repasar la primera herida. Un coágulo sangriento se formó en la yema del dedo e inmediatamente una cinta de sangre fresca nació en su pecho para reemplazar a la que había sido tomada. Extendió el dedo con sangre hasta la pared trasera y comenzó a escribir su nombre en la superficie grisácea. Recargó sangre cada vez que lo necesitó, recurriendo a cada una de las heridas según su conveniencia. Las letras se fueron formando poco a poco en la suciedad de la pared.

La obra le llevó un buen rato. Pinceló con su dedo las ocho letras desvencijadas, observando cómo a medida que avanzaba las primeras se secaban y adquirían un aspecto oscuro. Pequeñas lágrimas moradas colgaban de sus primeros trazos, endureciéndose como ocurría con sus propias heridas.

Cuando terminó, se alejó y observó.

La rejilla que le había servido de ventana diminuta hacia el mundo estaba debajo de su nombre, empequeñecida.

Ya no la necesitaba.

Ya no necesitaba el sitio que lo había albergado durante tanto tiempo, mientras esperaba su oportunidad de regresar al mundo del que había sido arrancado prematuramente.

Había consumido cada instante allí arriba decepcionado, enloqueciendo frente a la monotonía del tiempo trayendo consigo instantes repetitivos, envueltos en una negrura espantosa. En ese mundo, sin promesas de salida, su existencia incorpórea se había limitado a recrear el horror que lo había lanzado a este infierno.

Oscuridad absoluta, como en una noche sin luna
.

Sólo que en una noche sin luna él haría algún sonido, cualquiera, incluso un golpe, y su madre acudiría y le hablaría en un tono suave, encendiendo una luz para tranquilizarlo.

Pero nadie había acudido por él.

NADIE.

Lo dejaron allí, a merced de la oscuridad. La oscuridad que ellos sabían que le aterraba.
TODOS ELLOS
lo sabían, y sin embargo no les había importado. Sus ojos no podían con ella, ni su mente. Traía consigo formas monstruosas que se ceñían sobre él, acosándolo.

Treinta años de horror. Mucho tiempo. Pero no lo suficiente para borrar el dolor de una muerte agónica.

Salir.

Salir al mundo.

Caminó hacia la boca del desván. Tenía muchas cosas por delante que debía hacer, y el simple hecho de pensar en ellas hizo que experimentara una gran ansiedad. Se avecinaban tiempos de sufrimiento. El mismo sufrimiento que él había padecido encerrado allí como un animal enfermo.

De pie junto al acceso, listo para atravesarlo, se volvió por última vez hacia el desván. Aunque lo conocía de memoria, lo recorrió simbólicamente en señal de despedida.

8

Tom se sacudió. Despertar o torcer el hilo del sueño no funcionaba, ya lo sabía —no importaba que lo deseara intensamente—, ninguna de aquellas cosas ocurrían. Era como ser lanzado en caída libre por un precipicio; no tenía sentido agitar los brazos.

Conoce la isla de memoria. Las palmeras, recortadas contra la noche estrellada, lo saludan. El viento susurra. Sus pies descalzos se hunden en la arena fría. Camina hacia su destino inexorable, moviendo sus pies, pero sin saber exactamente hasta qué punto los controla. El mar, a su izquierda, se extiende hasta el infinito, replegándose para luego embestir contra las rocas que emergen en la orilla. El agua se acumula en ellas cuando el mar se aleja y Tom piensa cómo es posible que la mente se ocupe de entretejer un detalle semejante en un sueño.

«Anda. Busca a tu amigo».

¿A quién pertenece la voz? Le resulta familiar, pero no logra identificarla. Se siente intimidado por su frialdad…, una voz gélida.

En pocos minutos se encuentra de pie frente al hoyo; el mismo que lo espera cada noche: un pasaje de un metro de diámetro entre las rocas, oscuro y silencioso hasta que los lamentos de Ben se hacen audibles en la lejanía. Tal como ocurre siempre. Y él sabe que tiene que hacer algo, que tiene que hacer algo por Ben, pero sólo puede permanecer de pie, con lágrimas corriendo por sus mejillas.

Salvo esta vez. Esta vez algo es diferente.

Avanza un paso. Se acerca al hoyo hasta que los dedos de sus pies se flexionan en torno a las rocas afiladas del borde. Avanza un poco más, y entonces se deja caer. Es apenas consciente del modo en que su cuerpo se desliza, sin dolor. Cierra los ojos y cree que finalmente despertará, que al abrirlos será su habitación la que lo reciba…, pero no es así. Lo
que tiene delante es una caverna laberíntica, húmeda y deforme, iluminada únicamente por un sol gris clavado en el techo: el hoyo por el que acaba de deslizarse.

Ve una serie de corredores. Sin pensarlo demasiado, escoge internarse en el más ancho. A medida que avanza, procura no mirar a los lados. Por el rabillo del ojo se cuelan las versiones oníricas de los pósteres que tanto teme, sacudiéndose y gesticulando.

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