Durante cuatro meses se vieron todas las veces que pudieron. Ninguno buscó en el otro más que lo que se brindaban mutuamente en la cama, el sillón de la sala o la cocina.
Hasta que un día Sallinger cometió un error.
Era una tarde particularmente fría. Danna entró en el gimnasio y se apresuró a cerrar la puerta tras de sí, soplando sus manos sin guantes. En esas circunstancias la humedad ambiental de Excerside, sumada a la calefacción, proporcionaban un ambiente acogedor. Dejando que su cuerpo recibiera el calor y se impregnara de él, se aproximó al mostrador desde donde Clarice, la muchacha encargada de las inscripciones, le sonreía. Danna no se consideraba su amiga, pero cruzaba unas palabras con ella de cuando en cuando, y ese día se le ocurrió preguntar por Sallinger. No lo hacía a menudo, pero, a fin de cuentas, era su instructor; no había nada extraño en que preguntara por él.
Clarice le dijo que David estaba enfermo, que había llamado para tomarse el día y que Scott lo reemplazaría. Dijo esto último rápido, casi de pasada, poniendo énfasis en la idea de que David no asistiría por su enfermedad. En su rostro había una sonrisita suspicaz, y Danna era incapaz de pasar por alto sonrisitas suspicaces, de modo que con total seriedad le preguntó en qué estaba pensando. La muchacha abrió los ojos evidentemente sorprendida, y ante la mirada gélida de Danna dijo tímidamente: «Podrías ir a visitarlo, ya que tú y él…».
Clarice dejó la frase en suspenso.
Ese día Danna siguió su rutina con normalidad, sabiendo que sería la última vez que lo haría. Sabía que el gimnasio tenía otra sucursal, y aunque estuviera más lejos de su casa, la utilizaría en el futuro sin dudarlo. Por la noche habló con David, que efectivamente estaba enfermo, o al menos eso dijo, y le preguntó si había hablado con alguien acerca de la relación que los unía, a lo que David lógicamente contestó que no, que era un secreto tal como habían acordado. Danna formuló una vez más su pregunta, esta vez mencionando la conversación con Clarice…, y él enmudeció.
David acabó aceptando que había hablado del tema con otros instructores y que probablemente alguno de ellos lo había comentado con Clarice. Intentaba ensayar una defensa cuando Danna articuló las palabras: «Adiós, David», e interrumpió la comunicación.
Fue la última vez que hablaron; y no volvieron a verse.
Danna se sentía incapaz de acercarse a la cama.
D SALLINGER.
Las cartas estaban dispuestas en abanico, en forma de sonrisa. La primera mostraba al conejo de pie junto a una gran letra D; Marty llevaba pantalones rojos y tirantes, tenía una de sus manos en el bolsillo y con la otra sostenía una zanahoria a medio comer. En el resto de las cartas tenía posiciones diferentes: detrás de la letra S, apoyando los codos sobre ella y sosteniendo su rostro sonriente con las manos; luego recostado, con la rodilla flexionada y el pie sobre la superficie inclinada de una A; las dos L lo mostraban acuclillado, mordiendo una zanahoria; junto a la I saludaba; sentado sobre la N, se tiraba de las orejas…
Danna apartó la vista. Retrocedió dos o tres pasos hasta que su espalda estuvo en contacto con la puerta cerrada del armario. Advirtió que las cartas, que estaba segura que no había visto nunca en su vida, parecían bastante viejas. Quienquiera que las hubiera colocado sobre su cama las había conservado durante mucho tiempo.
Junto a la letra G, Marty tenía los brazos en jarras y observaba con mirada desafiante más allá de su mundo bidimensional.
No quedaban dudas, aquél era un mensaje para ella. No recordaba haber pensado en David Sallinger por lo menos durante el último año.
En la letra E, Marty estaba de pie, con las manos en los bolsillos. La expresión en su rostro no era sonriente, sino la de alguien que está molesto por algo.
Suponiendo que un puñado de personas había sabido de la relación, ¿por qué
recordárselo
después de tanto tiempo? Un año era mucho tiempo.
Por último, en la R, Marty reía. Estaba doblado en la cintura, con una mano sobre la rodilla rodeada por algunos paréntesis que le conferían la sensación de movimiento. Una decena de lágrimas brotaban de sus ojos, pero no cabía duda de que se trataba de un llanto de alegría.
Sin embargo, pensó Danna, lo realmente importante no era cuánto tiempo había transcurrido desde su romance con su instructor de Excerside. Era imposible pasar por alto la cualidad morbosa del mensaje, formado con las cartas de un conejo sonriente sobre su propia cama. Danna ni siquiera había podido acercarse al mensaje. Se obligó a dar un paso, pero no podía quitarse de la cabeza la idea de que alguien se había atrevido a entrar en su casa y dejar esas cartas allí, para que ella las encontrara, y…
Allí estaba la verdadera cuestión. Lo que la había paralizado y hacía que no pudiera tomar el control de sí misma. Era la imagen de alguien entrando furtivamente en su casa y colocando las cartas sobre su cama, una a una, seguramente con una sonrisa en el rostro. Alguien que sabía lo que no debía, pero que por encima de todas las cosas tenía las agallas de pasearse por una casa ajena, con las cartas de un conejo sonriente. Alguien capaz de semejante cosa no era…
¿Y si todavía está aquí?
Danna retrocedió el paso que acababa de dar.
Repasó sus movimientos al llegar a casa. No había visto nada fuera de lugar en el jardín delantero y la puerta de la calle había estado cerrada con llave y sin signos de haber sido forzada. Estaba segura. Había atravesado la sala rápidamente, y luego se había dirigido a su estudio pensando que un baño le sentaría bien. Todas las luces de la casa habían estado apagadas. No recordaba haber visto nada fuera de lugar.
Supo, sin embargo, que no se quedaría tranquila hasta no hacer un recorrido general.
Le pareció lógico hacerlo en orden. Empezaría por el garaje. Cuando se puso en movimiento, lo hizo sabiendo que debía terminar con eso rápidamente, pero con la convicción de que no encontraría a nadie en la casa. De lo contrario, el paso correcto hubiera sido llamar a la policía y alejarse de allí cuanto antes. En el fondo, Danna asumía que la búsqueda sería infructuosa, porque aún no había asimilado que el mensaje en su habitación era real. Y si el mensaje no era real, entonces su autor tampoco, ¿no es cierto?
Una vez en la cocina, se detuvo en el centro. Tenía la vista clavada en el soporte de pared que contenía los cuchillos de trinchar carne. Estaban colocados por orden de tamaño, y Danna supo que si se acercaba y agarraba uno de ellos,
todo
sería real. Si se paseaba por la casa con uno de aquellos cuchillos, entonces internamente esperaría encontrar a alguien escondido en algún lado. Observaba las hojas de acero con fijeza. Se vio a sí misma recorriendo la casa, empuñando el cuchillo como un personaje de aquellas películas que tanto gustaban a Andrea, y de inmediato descartó la idea. Si hacía semejante cosa, entonces podía considerarse tan chiflada como el autor del mensaje con las cartas del conejo.
Llevaría a cabo la búsqueda sólo para sentirse más tranquila, se dijo. Una vez que confirmara que estaba sola, podría pensar cuáles eran los pasos a seguir.
Apartó la vista de los cuchillos y se dirigió al garaje.
Pasó junto a la habitación de Rosalía y comprobó que la puerta estaba cerrada. Al final del pasillo probó la puerta del garaje, pero con igual suerte, lo cual constituyó un gran alivio para ella. Normalmente aquella puerta permanecía abierta, pero Rosalía tenía la costumbre de cerrarla con llave cuando no estaba en casa. Si ese día Danna hubiera decidido ir al gimnasio en su Escort en lugar de caminar, ahora sería necesario revisar el garaje. De todos los lugares de la casa, el garaje era el que menos deseos de visitar le despertaba. Regresó a la cocina y rápidamente pasó a la sala.
Revisó las ventanas. Todas cerradas.
Su estudio no le llevaría demasiado tiempo. Abrió la puerta y echó un vistazo rápido. Allí no había ventanas ni sitios en los que una persona pudiera ocultarse. De pie en el umbral de la puerta paseó la vista por las estanterías y su mesa de trabajo. El único sonido audible era el burbujeo producido por el sistema de aireación de la pecera. Danna entró en el estudio. Se acercó a la pecera y se arrodilló delante, observando el movimiento de los peces, que no parecieron alterarse por el rostro al otro lado del vidrio y siguieron con su desplazamiento monótono de un lado hacia otro.
—¿Vosotros habéis visto algo, amiguitos? —preguntó en un tono apenas audible. Tenía los ojos bien abiertos.
Se puso en pie con lentitud. Seguía sin parpadear. Salió del estudio sin sentirse avergonzada en absoluto. Algo en su interior estaba cambiando y podía sentirlo. Pero primero tendría que ocuparse de las habitaciones.
Registró la habitación de Andrea en menos de cinco minutos, echó un vistazo en el armario y debajo de la cama. La ventana también estaba cerrada.
Salió de la habitación de su hija y permaneció de pie delante de la de Ben. Desde su muerte Danna había entrado allí apenas un par de veces; y en ambas ocasiones había sido en compañía de Rosalía para organizar las tareas de las que debían ocuparse. Ésta sería su primera incursión sola, y la verdad es que la idea no le resultaba atractiva en absoluto. Hasta el momento su forma de seguir adelante había sido no pensar en la muerte de su hijo; encerrar el incidente en una caja fuerte y lanzarla al fondo del océano. Lo cierto es que ni siquiera lo había hecho de un modo demasiado consciente; era simplemente la única manera que conocía para enfrentarse a la muerte de los seres queridos. Negación. Así había sido siempre. Aunque no había tenido oportunidad de decírselo lo suficiente, Danna había amado a su hijo. Entrar en su habitación no le resultaría sencillo.
Abrió la puerta.
Dio un primer paso vacilante y, en efecto, experimentó el malestar que sabía que se apoderaría de ella. Echó un vistazo a la habitación hasta que bajó la vista y la clavó en el suelo. Se masajeó la frente. Estar allí era lo opuesto a arrojar sus sentimientos al océano en una caja fuerte. Estar allí era como verter alcohol en una herida abierta.
Esquivó las cajas en las que Rosalía había dispuesto la ropa de Ben. Se suponía que Robert debía llevarlas a la iglesia, por lo que tomó nota mental para recordárselo más tarde. Abrió las dos hojas de la puerta del armario y fue sencillo advertir que allí no había ningún chiflado con la afición de dejar mensajes con cartas de conejo. Estaba completamente vacío. Cerró las dos hojas y permaneció casi un minuto con las manos sobre los tiradores, con la cabeza gacha. ¿Por qué estaba en la habitación de Ben? Debía salir de allí cuanto antes.
Examinó la ventana y comprobó que el pasador la mantenía perfectamente cerrada.
Dio media vuelta y se encaminó hacia la cama que había ocupado Ben noche tras noche hasta hacía trece días, pero antes se topó con las fotografías en la pared. La necesidad de echarles un vistazo fue enorme, en especial aquellas en las que aparecía ella en compañía de su hijo. Se concentró en la que tenía lugar en la playa. Ben había vomitado sobre su hombro ese día, y aunque resulte insólito, el recuerdo le dibujó una sonrisa. Pasó su dedo índice por el marco de la fotografía. Dentro del rectángulo que acababa de delimitar, la familia sonreía. Allí Ben aún estaba con vida…, era un niño diminuto de cabello color amarillo y una sonrisa espléndida.
Se apartó de la fotografía. Era un error permanecer en la habitación de Ben. Lo sabía. Lo que debían hacer era convertirla cuanto antes en un gimnasio o algo por el estilo. Quizás un estudio para Robert. No habían hablado del tema, pero deberían hacerlo pronto. Danna lo apuntó mentalmente junto al envío de las cajas a la iglesia.
Se arrodilló y miró debajo de la cama.
—¡Me has descubierto, mamá!
—¿Qué haces ahí escondido, granuja?
Ben sonrió; tenía apenas cuatro años y llamar a su madre desde algún escondite se había convertido en su pasatiempo favorito. Con el sonido de su voz era sencillo para ella encontrarlo, pero no parecía importarle. De hecho, la parte más divertida del juego era cuando su madre lo encontraba.
Danna se quedó mirando el vacío debajo de la cama, donde algunas pelusas que se arrastraban en bailes circulares reemplazaron la visión de Ben.
Regresó a su habitación sintiéndose más relajada, y con la loca idea de que al entrar y mirar sobre la cama no vería nada fuera de lo normal. Mucho menos las cartas de un conejo sonriente formando el nombre de su examante. Todo habría sido fruto de su imaginación, como la visión de su hijo debajo de la cama.
¡Ven a buscarme, mamá!
Sólo que las cartas seguían allí, claro.
Registró su propia habitación, pero no vio nada fuera de lo normal. Dedujo que si alguien había llegado hasta allí, debía haber dejado algún rastro tras de sí. Quizás barro en la alfombra, cabello, algo. Pero no encontró nada. Sin embargo, las cartas del conejo eran la mejor demostración del paso de un extraño, y de lo que éste sabía.
Consultó su reloj. Eran casi las seis. Robert debería estar a punto de llegar de un momento a otro. Ahora que lo pensaba, su marido debería haber llegado a casa antes que ella. ¿Y si él hubiese descubierto las cartas? Debía deshacerse de ellas de una vez por todas.
Se acercó a la cama y comenzó a recogerlas una a una. Marty comiendo su zanahoria, luego saludando, tirándose de las orejas, con los brazos en jarras…, desternillándose de risa. Las colocó una sobre la otra notando la textura avejentada del cartón. Sintió deseos de romperlas en ese instante, pero sabía que no sería buena idea limitarse a convertirlas en trozos más pequeños y arrojarlos a la basura. Se encaminó hacia la cocina sosteniendo las diez cartas por las esquinas, como si se tratara de un material contaminante. Una vez frente al fregadero, arrojó todas, salvo una: la N. Encendió un fósforo y lo sostuvo frente a sus ojos mientras la llama se fortalecía. Luego lo arrojó al fregadero, e inmediatamente la llama se propagó a las cartas.
Danna permaneció observando en silencio cómo el fuego consumía el cartón con facilidad. Las llamas se extinguieron, llevándose las cartas consigo. El resultado del pequeño incendio fue una pasta oscura que Danna hizo desaparecer abriendo el grifo unos segundos.
El mensaje había desaparecido y estaba en condiciones de dar cabida a las preguntas que pujaban por abrirse paso dentro de su cabeza.