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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (65 page)

Así que eso ha sido todo…, una ventana abierta.

Se acercó a la ventana sintiéndose un tanto estúpida. Se detuvo delante del agua acumulada en el suelo y estiró su cuerpo en dirección al postigo de madera. Desde aquel punto podía apreciar el tejado y, más allá, la zona frontal de la propiedad. No había ni rastro de Mike; mucho menos de Robert.

Una pequeña traba de acero sirvió para cerrar la ventana. Regresó a la planta baja con la idea firme de llamar a Mike; no soportaba permanecer
sola
en Maggie Mae por más tiempo. Apresuró la marcha, sin advertir que la puerta que conducía al baño, que hacía un momento había estado abierta parcialmente…, ahora lo estaba por completo.

De haber regresado a la planta baja con la cabeza en alto, quizás hubiese podido reaccionar de otra manera frente a lo que allí la esperaba. Hubiera podido quizás volver a la ventana y deslizarse por el tejado, quién sabe. Lo cierto es que bajó con la vista fija en el suelo de madera, observando la punta de sus zapatos como una niña avergonzada. Advirtió sí con el rabillo del ojo la figura que la esperaba de pie en el centro de la sala, lo cual hizo que se detuviera en seco. Sus piernas cedieron y cayó al suelo. Gritó con fuerza; un chillido potente se alzó por encima del estrépito de la lluvia.

El recién llegado no se movió. Se limitó a observarla con una sonrisa.

Benjamin
sonreía.

Andrea fijó la vista en el rostro familiar que tenía delante y luego en el cuchillo. La visión de la sangre en la hoja de acero resultó aterradora. Retrocedió hasta que su espalda golpeó contra la superficie dura de la puerta que conducía al sótano.

—¿Qué le has hecho a papá? —logró articular.

Pero no obtuvo respuesta. Intentó ponerse en pie valiéndose del picaporte de la puerta que tenía detrás. Logró hacerlo parcialmente, salvo que en el último momento el picaporte descendió y la puerta se abrió, haciendo que su cuerpo se desestabilizara. Entró en el sótano. Su última visión antes de cerrar la puerta y permanecer a oscuras fue la de un rostro sorprendido y apesadumbrado flotando sobre un cuerpo paralizado. No se detuvo a pensar en la razón por la que su atacante no había reaccionado (en su cabeza prefería utilizar el término
atacante
antes que llamarlo por su nombre…, si lo hacía, pensaba, aunque fuera sólo en sus pensamientos, perdería definitivamente el último resabio de cordura que creía conservar). Encontró un cerrojo y lo corrió. Al principio no vio absolutamente nada.

No tardó en oír los golpes al otro lado de la puerta.

En medio de la penumbra, no tenía manera de saber que en ese momento se hallaba en el rellano de una escalera de doce escalones, que servían para descender al sótano propiamente dicho.

Dos golpes.

Andrea retrocedió un paso. Temblaba de pies a cabeza.

Luego, la voz. Por primera vez la voz llegó flotando desde el otro lado, reconocible pero cargada de rencor y odio.
¡Sal de ahí, putita!

¡AHORA MISMO!

Andrea retrocedió otro paso, esta vez más allá del límite del rellano de madera. Agitó los brazos en busca de algún apoyo, pero no lo encontró.

Cayó.

Andrea sintió que algo se rompía cuando una serie de aristas afiladas se incrustaron en su cuerpo. Experimentó un golpe seco en su cuello, como la mano rápida de un karateca, y más tarde decenas de impactos cuando se lanzó en franco descenso hacia abajo. Fue como si un grupo de maleantes arremetieran contra ella lanzándole patadas con sus botas de punta de acero.

Aterrizó de espaldas en el sótano de Maggie Mae, con sus piernas y brazos extendidos. Tenía la cabeza echada hacia atrás y no podía moverse. Sus ojos se acostumbraron lentamente a la oscuridad, aunque fue poco lo que pudo vislumbrar.

6

Andrea abrió los ojos lentamente. Si se había desmayado, y tal parecía ser el caso, no supo cuánto tiempo permaneció tendida en el sótano de Maggie Mae. Lo primero que sintió al intentar moverse fue un dolor insoportable en el costado izquierdo y una intensa palpitación en la cabeza. Sus ojos, ahora acostumbrados a la oscuridad, apreciaron la silueta de la escalera por la que había rodado. El resto del sótano permanecía en penumbra, aunque logró divisar los contornos de unos cuantos trastos arrumbados.

Los recuerdos de los sucesos recientes fueron tomando forma dentro de su cabeza mientras aún permanecía tendida, con su cuerpo dolorido lanzándole mensajes de alerta desde media docena de lugares. Los golpes en la puerta —sus últimos recuerdos antes de desmayarse— habían cesado, reemplazados por el monótono sonido de la lluvia. Se irguió despacio. Permaneció sentada un buen rato; luego se agarró del pasamanos de la escalera y poco a poco se puso en pie. La tarea le llevó unos dos minutos. El saldo fueron algunas lágrimas de dolor y un mareo que amenazó con hacerla caer de nuevo. Cuando creyó que había reunido el valor suficiente como para dar el primer paso, su pie derecho cedió de repente e hizo que perdiera el equilibrio.

Respiraba agitada.

El sonido de la lluvia ganó en intensidad. Durante unos segundos no comprendió lo que ocurría; luego advirtió en el extremo opuesto del sótano cómo una trampilla que conducía al exterior, cuya presencia no había advertido, se abría con lentitud.

Una silueta se recortó contra la noche gris.

Mike, pensó Andrea. ¡Tenía que ser él! ¿Quién más sabría de la existencia de aquella trampilla?

La figura tendió una mano en dirección a ella. Al tiempo que la agarraba con fuerza, Andrea no pudo evitar esbozar una sonrisa. En pocos minutos se encontró fuera del sótano, caminando dificultosamente bajo una lluvia torrencial.

—¡Debemos irnos de inmediato! —gritó ella, consciente de que no había tiempo para explicaciones.

Pero su grito fue ahogado por el bramido de un motor. Se dirigían hacia el establo en el preciso momento en que los faros de un coche se encendieron en la distancia, acercándose rápidamente a ellos.

El vehículo los alcanzó en pocos segundos.

Se detuvieron. Los potentes faros iluminaron una buena extensión de la parte trasera de Maggie Mae, proyectando sus sombras deformadas. El conductor se apeó con suma rapidez. Por un momento fue tan sólo una figura negra e imponente; luego, cuando avanzó unos metros, Andrea supo que el recién llegado no era otro que Harrison.

—¡Alto! —gritó, y su voz resonó como un trueno.

El comisario desplazó su arma hacia la derecha: allí, a pocos metros de Andrea, estaba Mike. Junto a él, una silueta pequeña se dibujó cuando un relámpago estalló en la noche.

7

La cadena de acontecimientos que llevaría a Harrison a Maggie Mae se inició ese mismo día.

Matt Gerritsen se presentó en la comisaría con su padre. Harrison supo que no sería una mañana precisamente tranquila y evocó un dicho característico de su madre, según el cual no podía esperarse nada bueno de un abogado, en especial si sonreía todo el tiempo.

Y Ted Gerritsen sonreía todo el tiempo.

Cuando padre e hijo se sentaron en uno de los extremos de la sala de reuniones, Harrison observó el parecido que existía entre ellos: el mismo rostro amplio, ojos celestes rectangulares y cejas gruesas. Matt llevaba el cabello más largo que su padre y el rostro más bronceado, pero nada más.

A unos metros de los Gerritsen, ocupando la cabecera de la mesa, el agente McAllen apoyaba el mentón sobre sus puños mientras clavaba en los recién llegados una mirada de desconfianza.

Fue Ted Gerritsen quien habló primero.

—Creo haber sido claro por teléfono respecto a la situación de Matt —dijo—. Mi hijo se siente sumamente perturbado por lo que ha ocurrido, pero aun así ha aceptado colaborar con ustedes. Espero que sepan entender esta situación…

McAllen lo estudió durante un buen rato.

—Lo entendemos perfectamente —dijo el agente de la DEA.

Matt mantenía la vista baja.

—¿Café? —McAllen se inclinó sobre la mesa en dirección a una jarra de café humeante.

—No, gracias.

—¿Tú, Matt?

—No.

McAllen sirvió dos tazas y le entregó una a Harrison.

—Matt, dinos qué deseas contarnos… —dijo McAllen mientras probaba su café.

El joven no alzó la vista. A su lado, Ted exhibía la mirada de un perro de caza.

—Mi primo Randy me pidió que hiciera una remodelación en su furgoneta. Tengo cierta habilidad para eso.

—¿Qué clase de remodelación? —quiso saber McAllen.

—Un doble fondo en la parte trasera.

—¿Te dijo para qué lo quería?

McAllen lanzaba sus preguntas sin pausa. Harrison, que no había pronunciado palabra y no tenía intención de hacerlo, supo de inmediato que el muchacho mentiría…

—No me lo dijo —aseguró Matt.

—¿Y tú no se lo preguntaste?

—No.

—¿Por qué no? Resulta extraño que…

Ted Gerritsen alzó una mano.

—Agente McAllen. —La voz de Ted Gerritsen conservaba la misma cadencia musical que al principio—. Quisiera que nuestra reunión fuera lo más breve posible. ¿No le parece conveniente que Matt le diga primero todo lo que ha venido a decirle?

En circunstancias normales, McAllen hubiera reaccionado ante un comentario semejante. Para él, al igual que para la madre de Harrison, los abogados sonrientes no eran precisamente una tribu que le despertara simpatía. No obstante, decidió guardar silencio y seguir escuchando. Tenía suficientes pruebas contra Gerritsen y su primo como para incriminarlos en media docena de cargos, pero ya habría tiempo para eso. Algo le decía que podía llegar un poco más lejos que inculpar a un par de niños malcriados.

—Adelante —dijo McAllen.

Matt habló con voz pausada.

—Como le he dicho, Randy me pidió que hiciera algunas modificaciones en su furgoneta. Me prestó la casa de su abuela y me dijo que el asunto era confidencial. Cuando le pregunté de qué se trataba, simplemente me respondió que no podía decírmelo, que probablemente más tarde lo hiciera, pero lo cierto es que nunca lo hizo. Un par de días después, Randy me pidió que lo acompañara a ver a unas personas; tampoco me dijo de qué se trataba esa visita, aunque para ese entonces comencé a sospechar que se trataba de algo ilegal…

Matt hizo una pausa. McAllen, agazapado en el extremo de la mesa con la expresión de un lobo que espera el más mínimo desliz por parte de su posible presa, fingía interés.

—Randy me llevó a una gasolinera a tres kilómetros de la ciudad —continuó Matt—. Apenas hablamos durante el trayecto y al llegar al lugar se apeó del coche y se dirigió a una máquina expendedora de refrescos. Sin saber qué hacer, lo seguí. Una muchacha se nos acercó. Era joven, delgada y de poca estatura; no pude verla bien. Nos entregó una bolsa y se fue.

—¿Qué había en la bolsa?

—Randy me confió al día siguiente que se trataba de droga. Heroína. Me dijo también que debía hacerme cargo de una parte; que debía guardarla. Le dije que no lo haría, que no tenía por qué hacerlo, pero entonces me amenazó diciéndome que ya había hecho suficiente como para
tener
que hacerlo.

—¿Por qué no recurriste a tus padres, o a la policía, Matt? —McAllen miró a Harrison cuando se refirió a la policía.

Por primera vez, Matt clavó sus ojos en McAllen. Esta vez fue el joven quien ensayó una mirada desafiante. Ted Gerritsen pareció a punto de abrir la boca para decir algo, pero no lo hizo.

—No lo hablé con nadie porque creía que no era el momento —dijo Matt—. Estaba asustado y no supe cómo reaccionar. Pensaba hacerlo, pero todo sucedió muy rápido.

—¿Dónde guardaste la droga?

Ted Gerritsen alzó una de sus manos como un pacificador, y otra vez la sonrisa de abogado sabelotodo se estampó en su rostro.
No tan rápido, amiguito…

—Agente McAllen, ya llegaremos a eso.

—Randy me habló de alguien detrás de la operación —dijo Matt—. Alguien llamado el Zorro.

—¿El Zorro? —Los ojos de McAllen se abrieron como platos.

—No me dijo mucho acerca de él, pero hace dos días, mientras trabajaba en la furgoneta, el Zorro se presentó en la casa de la abuela de Randy…

McAllen se movió, intranquilo. El relato del joven hasta ese momento era tal cual lo había esperado… Sin embargo, la inclusión del Zorro era totalmente sorprendente. Se preguntó si podía ser un truco del abogado, pero su instinto le dijo que no… Siguió escuchando, ahora con verdadero interés.

—Estaba trabajando en el jardín trasero de la casa cuando un sujeto apareció de la nada y me dio un susto de muerte. Me dijo que alguien me esperaba dentro y, en efecto, encontré a un hombre en la cocina, esperándome. Randy me había hablado del Zorro y supe de inmediato que era él.

McAllen se puso en pie. Dio una vuelta en torno a la silla en la que había estado sentado mientras se masajeaba el cabello.

Ted Gerritsen sonreía.

—Matt, háblanos de esa persona —pidió McAllen—. ¿Ese sujeto se presentó como el Zorro?

—Yo supe que se trataba de él apenas lo vi. Tenía el rostro más frío que he visto en mi vida. Sus ojos parecían mirar más allá de donde yo estaba aunque los tenía fijos en mí.

—¿Lo habías visto antes?

—No, jamás.

—¿Y qué fue lo que dijo?

—Estaba preocupado por la droga que Randy me había dado. Sabía dónde la había escondido. Supuse que Randy se lo había dicho.

—¿Pero qué era lo que quería exactamente? —McAllen torció su cabeza en dirección al padre de Matt—. Señor Gerritsen, no necesito decirle que toda esta historia me resulta sumamente inverosímil.

—Agente McAllen, lo que Matt está diciendo es totalmente cierto. El objeto de esta conversación es que usted disponga de los hechos tal cual ocurrieron. Lo que haga con ellos será asunto suyo.

—Caballeros, tomemos las cosas con calma. —Harrison habló por segunda vez. La primera había sido para agradecer la taza de café—. Matt, dinos exactamente qué quería de ti el Zorro.

—Quería que me asegurara de que la droga estaba en el sitio en el que la había dejado.

—Y supongo que eso fue lo que hiciste, ¿verdad? —McAllen esbozó una sonrisa. Otra vez se dirigió a Ted—. Ésta es la historia más descabellada que he oído. Hace media hora que estamos reunidos aquí y no nos hemos acercado siquiera a dilucidar qué hacía su hijo ayer por la noche en donde se suponía que tendría lugar una operación con drogas…

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