Cautelosamente le pregunté: «¿Y eso te parece chistoso?».
Le dio más risa: «¡Te juro por la
tepili
seca de la diosa luna que sí! En toda mi vida dentro de este hoyo de agua, agobiante y deprimente, éste ha sido el primer suceso inesperado y fuera de lo común y te agradezco que hayas hecho algo fuera de lo usual, para romper este abismo de monotonía. ¿Cómo te llamas forastero?».
Yo dije: «Mi nombre es, hum, Tepetzalan», y utilicé el nombre de mi padre por esa vez.
«¿Valle? —dijo—. Jamás he visto un valle tan alto. Bueno Tepetzalan, no temas un castigo por lo que hiciste. Te juro por los pechos aguados de la diosa, que es un placer al fin, encontrar a un hombre con testículos debajo del taparrabo, porque si los hombres de mi tribu tienen algunos, sólo se los enseñan a sus mujeres. —Se volvió para gritarle a su mujer—: Hay suficientes ranas para mi amigo y para mí. Prepáralas mientras me quito algo de esta lama con vapor. Amigo Tepetzalan, ¿no te gustaría tomar un baño refrescante?».
Mientras nos desnudábamos en la choza de vapor, detrás de la casa, me di cuenta de que su pecho carecía de pelo como el mío, y el Tlatocapili dijo:
«Me imagino que eres alguno de nuestros primos del lejano desierto. Porque ninguno de nuestros vecinos habla nuestro lenguaje».
«Creo que sí soy primo tuyo —le dije—, pero no soy del desierto. ¿No has oído hablar de la nación mexica? ¿Ni de la gran ciudad de Tenochtitlan?».
«No —contestó con indiferencia, como si no tuviera de qué avergonzarse por su ignorancia. Incluso dijo—: De entre todas las diversas aldeas miserables de estas tierras, la única ciudad es Aztlán. —Yo no me reí y él continuó—: Aquí nos enorgullecemos de nuestra propia suficiencia, por lo que pocas veces viajamos o traficamos con otras tribus. Sólo conocemos a nuestros vecinos más cercanos, pero no nos interesa mezclarnos con ellos. Por ejemplo, al norte de estos pantanos se encuentran los kaíta. Ya que vienes de esa dirección te habrás dado cuenta de que sólo hay una aldea, Yakóreke, y ésta es insignificante».
Me alegré al oír eso. Si Yakóreke era la comunidad más cercana hacia el sur, entonces estaba más cerca de casa de lo que había pensado. Yakóreke era una aldea fronteriza de las tierras Nauyar Ixú, súbditas a la nación purémpecha, y desde cualquier punto de Nauyar Ixú no había una distancia demasiado grande a Michihuacan, y más allá estaban los territorios de la Triple Alianza.
El joven continuó: «Al este de estos pantanos están las montañas grandes, donde viven los cora y los huichol. Más allá de esas montañas está un desierto seco en donde han vivido, durante mucho tiempo en exilio, nuestros parientes más pobres. Pasan grandes períodos de tiempo antes que uno de ellos encuentre el camino hacia acá, hacia el hogar de sus antepasados».
«Conozco a tus parientes pobres del desierto —le dije—, pero te repito que yo no soy uno de ellos, y también sé que no todos tus parientes lejanos son pobres. De aquellos que hace mucho se fueron de aquí en busca de fortuna en el mundo exterior, algunos sí la encontraron y una fortuna que va más allá de tu imaginación».
«Me alegro de oír eso —dijo indiferentemente— y el abuelo de mi esposa también se alegrará, pues él es el Recordador de la Historia de Aztlán».
Ese comentario me indicó que obviamente los azteca no conocían la escritura-pintada. Nosotros los mexica la adquirimos mucho después de emigrar. Por lo tanto, no podían tener ningún libro de historia o alguna clase de archivos. Si dependían solamente de un anciano, como depositario de su historia, quería decir que él era el último de un largo linaje de ancianos que habían transmitido esa historia a través del tiempo, de boca en boca. El otro Mixtli continuó: «Los dioses saben que esta abertura en las nalgas del mundo no es un lugar agradable en donde vivir. Pero seguimos aquí porque tenemos todo lo necesario para sobrevivir. Las mareas nos traen mariscos, sin que tengamos que ir a buscarlos; el coco nos ofrece dulces y aceite para nuestras lámparas y su líquido se puede fermentar hasta hacer con él una bebida deliciosamente embriagadora; otra clase de palmera nos da fibras, con las que tejemos nuestra ropa; otra, harina, otra su fruta
coyacapuli
. Por eso no tenemos la necesidad de hacer trueques con ninguna otra tribu, y los pantanos nos protegen para no ser molestados por nuestros vecinos…».
Me siguió enumerado, sin ningún entusiasmo, la larga lista de las horribles ventajas naturales que tenía el Aztlán, pero yo dejé de escucharle. Me sentía un poco mareado, pues me daba cuenta del
poco
parentesco que en realidad existía entre mi «primo», que llevaba mi mismo nombre, y yo. Probablemente, nosotros los dos Mixtli, nos pudimos haber sentado y buscado entre nuestros antepasados hasta encontrar uno mutuo, pero nuestro diferente desarrollo nos separaba en ese aspecto. Nos distanciaba una inmensurable disparidad, en educación y criterio, ya que bien se podría decir que mi primo Mixtli vivía en el Aztlán de la antigüedad, el que sus ancestros no habían querido dejar, pues Aztlán seguía igual desde entonces; la cuna de seres sin ambición de aventuras y apáticos. Sin conocimientos en el arte de la escritura-pintada, eran igual de ignorantes en toda clase de enseñanzas: matemáticas, geografía, arquitectura, comercio, conquista. Eran más ignorantes que los primos que tanto despreciaban, los chichimeca del desierto, quienes por lo menos se habían atrevido a aventurarse un
poco
más allá de los horizontes restringidos del Aztlán. Gracias a que mis antepasados habían dejado atrás ese pedazo de nada y habían encontrado un lugar en donde florecía el arte de las palabras, yo había tenido acceso a las bibliotecas de sabiduría y experiencias acumuladas durante toda una secuencia de gavillas de años por los azteca-mexica, por no mencionar todas las artes y ciencias de civilizaciones aún más antiguas. Cultural e intelectualmente, yo era tan superior a mi primo Mixtli, como lo sería un dios para mí, pero decidí no presumir de esa superioridad, pues no era su culpa el haber estado privado por la apatía de sus antepasados de las ventajas que yo había gozado, y en realidad sentía lástima por él. Haría lo que pudiera por convencerlo para que saliera de su maldito Aztlán y entrara en el mundo civilizado.
Canaútli, el abuelo de su esposa, el historiador anciano, se sentó con nosotros, mientras cenábamos. El viejo era una de las personas que había visto sentada comiendo, un rato antes, las repugnante hierbas del pantano y nos miraba con envidia, a nosotros los Mixtlis, mientras saboreábamos nuestro exquisito platillo de ancas de rana. Creo que el viejo Canaútli prestó más atención al movimiento de nuestras bocas al masticar que a lo que yo estaba diciendo. A pesar del hambre que tenía, entre bocado y bocado, pude relatar brevemente qué había sido de los azteca que habían salido del Aztlán; cómo se habían dado a conocer primero como los tenochca, más tarde como los mexica y por último como los amos y señores de El Único Mundo. El anciano y el joven movían de vez en cuando la cabeza con admiración o tal vez con incredulidad, mientras contaba hazaña tras hazaña, tanto en el campo de la guerra, como en el de la cultura y el comercio.
El Tlatocapili me interrumpió sólo una vez, para murmurar: «Te juro por los seis fragmentos de la diosa, que si en verdad los mexica son así de grandes y poderosos, tal vez sería mejor cambiar el nombre de Aztlán. —Pensándolo, farfulló dos o tres nombres—: El lugar de origen de los mexica… Primera nación de los mexica…».
Seguí dando una pequeña biografía del Uey-Tlatoani de los mexica y luego una descripción lírica de su capital Tenochtitlan.
El anciano abuelo suspiró y cerró sus ojos, como si quisiera ver en su imaginación lo que yo describía.
Yo dije: «Los mexica no hubieran podido progresar tanto ni tan rápido, si no se hubieran valido del arte de conocer las palabras. —Y delicadamente les sugerí—: Tlatocapili Mixtli, tú también podrías hacer del Aztlán una ciudad mejor y más grande, lograr que tu pueblo iguale a sus primos mexica, si aprendes a conservar la palabra hablada por medio de imágenes ilustradas y duraderas».
Se encogió de hombros y dijo: «No veo que hayamos sufrido por no tener esos conocimientos».
No obstante, su interés pareció despertar cuando le mostré cómo se podía grabar su nombre para siempre, para lo cual utilicé un hueso delgado de rana, dibujándolo en la dura tierra del piso.
«De veras, parece una nube —me concedió—, pero ¿cómo puede decir Nube Oscura?».
«Simplemente la iluminas con pintura oscura, ya sea gris o negro. Una simple figura puede ser usada en infinidad de variaciones. Pinta esta misma figura de azul verdoso, por ejemplo, y tienes el nombre de Nubes de Jade».
«¿No me digas? —me dijo y luego me preguntó—: ¿Y qué es el jade?». Y un abismo se volvió a interponer entre nosotros. Jamás había oído hablar del jade o ni siquiera había visto ese mineral tan sagrado para todos los pueblos civilizados.
Murmuré algo sobre lo tarde que era y que les contaría más al día siguiente. Mi primo me ofreció una esterilla para acostarme esa noche, si no tenía inconveniente en dormir en un cuarto lleno de otros hombres, posibles parientes míos. Le di las gracias y acepté, y terminé mi relato explicándoles cómo había llegado a Aztlán: retrocediendo el viaje hecho por mis antepasados, tratando de verificar una leyenda. Me dirigí hacia el anciano Canaútli y dije:
«Venerado Recordador de Historia, quizá tú lo sepas. Al irse de aquí ¿se llevaron las suficientes provisiones y armas para poderlas utilizar en el caso de que regresaran sobre sus pasos?».
No me contestó. El venerable recordador de historia se había quedado profundamente dormido.
Al día siguiente me dijo: «Tus antepasados casi no se llevaron nada al irse de aquí».
Había almorzado junto con toda la «familia de palacio», y habíamos comido unos pescaditos y hongos, asados juntos, y una bebida procedente de una hierba. Luego mi tocayo había salido, pues tenía unos asuntos cívicos pendientes, dejándome con el historiador anciano; esta vez fue Canaútli quien habló.
«Si todos nuestros recordadores han dicho la verdad, esa gente que partió sólo se llevó las pertenencias que pudieron preparar a toda prisa y unas pocas raciones de comida para su jornada. Y llevaban la imagen de su nuevo y perverso dios; era una imagen tallada rudamente en madera, acabada de hacer a toda prisa, por la urgencia de su partida, pero según nos contaron, eso ocurrió hace muchas gavillas de años. Me atrevería decir que tu gente ha fabricado desde entonces unas estatuas mucho más finas. Nosotros, la gente del Aztlán tenemos una deidad principal, diferente a la vuestra, y sólo tenemos una imagen de ella. Claro que reconocemos a todos los otros dioses y recurrimos a ellos cuando es necesario. Tlazoltéotl, por ejemplo, nos limpia de nuestras malas acciones; Atlaua llena las redes de nuestros cazadores y así con los otros, pero solamente uno es el dios supremo. Ven primo, permíteme enseñártelo».
Me llevó afuera de la casa y caminamos a lo largo de las calles hechas de conchas de la ciudad. Mientras andábamos, su negros ojitos de pájaro me miraban de soslayo entre sus nidos de arrugas, era una mirada astuta y humorística, y él me dijo:
«Tepetzalan, has sido muy cortés o por lo menos discreto. No nos has dado la opinión que tienes acerca de nosotros, los azteca que quedamos aquí. No obstante, permíteme que lo adivine. Apostaría que nos consideras las piltrafas que fueron dejados en el Aztlán, cuando los más fuertes y superiores se fueron».
En verdad que ésa era mi opinión, pero hubiera agregado algo para que no pareciera tan dura, pero él continuó:
«Tú crees que nuestros antepasados eran demasiado débiles y holgazanes o tímidos como para levantar su mirada ante una visión de gloria. Crees que temieron tomar ese riesgo y así perdieron su oportunidad. Crees que tus propios ancestros, por lo contrario, se aventuraron valerosamente lejos de aquí porque sabían con seguridad que estaban destinados a ser exaltados por encima de todas las naciones del mundo».
«Bueno…», dije yo.
«Aquí está nuestro templo —me interrumpió Canaútli y se detuvo a la entrada de un edificio de construcción baja hecha con yeso de concha machacada, pero con muchas conchas buenas incrustadas, así como otras diferentes criaturas del mar—. Es nuestro único templo y es humilde, pero si gustas pasar…».
Lo hice y con mi topacio vi lo que estaba allí y dije: «Ésa es Coyolxaúqui —y con sinceridad y admiración agregué—: Es un trabajo excelente».
«Ah, la reconoces —y el anciano pareció sorprenderse—. Hubiera creído que tu gente ya se había olvidado de ella».
«Le confieso, venerable anciano, que ahora sólo se le considera como una diosa menor, entre todos nuestros dioses, pero su leyenda es una de las más antiguas y aún se recuerda».
Para acabar pronto, reverendos frailes, la leyenda es ésta. Coyolxaúqui, cuyo nombre quiere decir adornada con Campanas, era una de las hijas de la diosa principal Coatlicue, pues cuentan que esta diosa, aunque ya había sido madre muchas veces, quedó encinta otra vez, cuando un día cayó sobre ella una pluma del cielo. (No me puedo explicar cómo se podría embarazar a una mujer de esa manera, pero cosas como ésa suceden en muchos cuentos viejos. Y al parecer la hija-diosa Coyolxaúqui también dudó de esa historia cuando su madre se la contó). Coyolxaúqui juntó a sus hermanos y hermanas y les dijo: «Nuestra madre ha dejado que la vergüenza caiga sobre su cabeza y sobre las de nosotros, sus hijos. Por lo tanto, tendremos que matarla». Sin embargo, el niño que estaba en las entrañas de Coatlicue era el dios de la guerra Huitzilopochtli. Al oír esas palabras, salió al instante del vientre de su madre, completamente desarrollado y armado ya con una
maquáhuitl
de obsidiana, mató a su hermana Coyolxaúqui, haciéndola pedazos y tiró éstos al cielo, donde la sangre los fijó en la luna. Hizo lo mismo con sus otros hermanos y hermanas, lanzándolos también al cielo y desde entonces han sido estrellas, que no se distinguen de las que ya habían. Ese dios de la guerra recién nacido, Huitzilopochtli, fue desde entonces un dios principal de nosotros los mexica y ya no le dimos ninguna importancia a Coyolxaúqui. No le construimos ninguna imagen, ni templos, ni siquiera le dedicamos un día de fiesta.
«Para nosotros —me dijo el historiador del Aztlán—, Coyolxaúqui siempre ha sido la diosa de la luna y siempre lo será, y la veneramos como tal».