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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (129 page)

«Ni tampoco algunas veces por su valentía y caballerosidad», contesté con algo de pena sabiendo que él me había reconocido también.

«No se asuste, Campeón Mixtli —me dijo, sin ninguna emoción aparente—. Sus viejos compañeros pagados asumieron toda la responsabilidad por el fracaso de la colonia Yanquitlan. Se les ejecutó debidamente. Ya no queda pendiente ninguna deuda. Y antes de partir con guirnaldas de flores, me hablaron de la expedición que intentaba. ¿Cómo le fue?».

«No mejor que en Yanquitlan, mi señor —dije deteniendo un suspiro por los amigos que habían muerto en mi lugar—. Solamente comprobé que los legendarios aprovisionamientos de los azteca no existen y jamás existieron». Le di una versión muy resumida de mi viaje, y de mi encuentro con el legendario Aztlán, y terminé con las palabras que había escuchado en varios idiomas por todos lados. Motecuzoma movió la cabeza atento y repitió las palabras, mirando hacia la noche como si pudiera ver ante él todas las tierras de su dominio, y la manera en que dijo las palabras sonaron macabras, como las de un epitafio:

«Los azteca estuvieron aquí, pero nada trajeron consigo, y nada dejaron atrás».

Después de un silencio un poco incómodo, yo dije: «Durante más de dos años no he recibido noticias de Tenochtitlan o de la Triple Alianza. ¿Cómo van los asuntos aquí, Venerado Orador?».

«Tan desalentadores como usted descubre los asuntos del triste Aztlán. Nuestras guerras no son productivas. Nuestros territorios no han aumentado ni la palma de una mano, malos agüeros se multiplican, cada vez más misteriosos y amenazando con un desastre futuro».

Me favoreció con un pequeño resumen de los eventos más recientes. Jamás había dejado de molestar y tratar de avasallar la terca independencia de la nación vecina de Texcala, pero sin mucho éxito. Los texcalteca seguían siendo independientes y más enemigos que nunca de Tenochtitlan. Las únicas batallas recientes que Motecuzoma podía llamar modestamente productivas habían sido sólo saqueos vengativos. Los habitantes de un pueblo llamado Tlaxiaco, en algún lugar de la tierra mixteca, habían estado interceptando y robando las riquezas de tributo enviadas por las ciudades más al sur de Tenochtitlan. Motecuzoma personalmente había llevado sus tropas hacia allá y había convertido la ciudad de Tlaxiaco en un charco de sangre.

«Pero los asuntos de estado no han estado tan descorazonadores como las hazañas de la naturaleza —continuó—. Una mañana, hace como año y medio, todo el lago de Texcoco de pronto se puso tan turbulento como un mar tormentoso. Durante un día y una noche se movía, espumaba y se derramaba en las áreas bajas. Y sin ninguna razón, porque no había tormenta, ni viento, ni siquiera un temblor que pudiera ser el culpable de haber levantado las aguas. Y luego, el año pasado inexplicablemente, el templo de Huitzilopochtli se incendió y se quemó hasta quedar totalmente en ruinas. Se ha restaurado desde entonces, y el dios no ha dado muestras de ira. Pero ese incendio, encima de la Gran Pirámide, se podía ver por todos lados alrededor del lago, y aterrorizó a todos los que lo vieron».

«Qué raro —contesté—. ¿Cómo pudo haberse encendido un templo de piedra, aun si algún loco le hubiera puesto una antorcha? La piedra no se quema».

«Pero la sangre coagulada sí —dijo Motecuzoma—, y el interior del templo estaba lleno de pesadas costras de ella. La pestilencia permaneció por toda la ciudad muchos días después. Pero esos sucesos, sea lo que hayan pretendido ser, ya están en el pasado. Ahora viene esta maldita cosa».

Apuntó hacia el cielo, y levanté el vidrio para mirar hacia arriba y gruñí sin querer cuando lo vi. Jamás había contemplado algo parecido; y tal vez ni lo hubiera notado si uno de mis ojos débiles no se hubieran fijado; pero lo reconocí como lo que nosotros llamamos una estrella humeante. Ustedes los españoles lo llaman una estrella con cola o cometa. Pero realmente era muy bella —como un pelito pequeño y luminoso de pelusa deshaciéndose entre las demás estrellas—, pero sabía claramente que era algo que debería verse con miedo, pues era una segura precursora de mal.

«Los astrólogos de la corte la espiaron hace como un mes —dijo Motecuzoma—, cuando aún era demasiado pequeña como para verse a simple vista. Ha seguido apareciendo en el mismo lugar en el cielo todas las noches desde entonces, pero siempre más y más grande y brillante. Mucha de nuestra gente no sale de sus casas por la noche, y hasta los más valientes se aseguran de que sus hijos permanezcan adentro, para no ver esa luz nociva».

«¿Entonces esa estrella humeante obliga a mi señor a venir en busca de una comunión con los dioses de esta ciudad sagrada?».

Suspiró y dijo: «No. Bueno, no totalmente. Esa aparición en sí es problemática, pero no le he contado todavía la profecía más reciente y más peligrosa. Por supuesto que usted sabe que el dios principal de esta ciudad de Teotihuacan era la Serpiente Emplumada, y que durante mucho tiempo se ha creído que él y sus tolteca tarde o temprano regresarían para reclamar estas tierras».

«Conozco esas historias antiguas, Venerado Orador; Quetzalcóatl construyó una especie de canoa mágica y se fue lejos por el mar del este, jurando regresar algún día».

«¿Y recuerda, Campeón Mixtli, que hace unos tres años usted, yo y el Venerado Orador Nezahualpili de Texcoco, hablábamos de un dibujo sobre un papel traído de las tierras maya?».

«Sí, mi señor —dije incómodo, de que se me recordara ese incidente—. Una casa de gran tamaño que flotaba sobre el mar».

«Sobre el mar del
este
—dijo con énfasis—. En el dibujo, la casa flotante parecía llevar ocupantes. Nezahualpili y usted les llamaron hombres. Extranjeros, forasteros».

«Lo recuerdo, mi señor. ¿Acaso nos equivocábamos en llamarlos extranjeros? ¿Quiere decir que ese dibujo representaba el regreso de Quetzalcoátl trayendo a sus tolteca de la Tierra de los Muertos?».

«No lo sé —me dijo, con una humildad poco común en él—, pero acabo de recibir noticias de que una de esas casas flotantes apareció de nuevo por la costa maya, y se hundió en el mar, como una casa que se derrumba de lado en un temblor, y dos de sus ocupantes fueron encontrados a orillas del agua, casi muertos. Si había otros en esa casa, se han debido ahogar. Pero estos dos supervivientes revivieron después de un tiempo, y ahora se encuentran en una aldea que se llama Tiho. Su jefe es un hombre que se llama Ah Tutal, y éste envió un mensajero-veloz para preguntarme qué hacer con ellos, porque él afirma que son dioses, y él no está acostumbrado a convivir con los dioses. Por lo menos no dioses vivos, visibles y palpables».

Conforme escuchaba me iba quedando más asombrado. Y se me escapó el decir: «Y bien mi señor, ¿qué son dioses?».

«No lo sé —dijo de nuevo—. El mensaje era típicamente maya, inepto, histérico e incoherente, que no puedo decir si aquellas dos personas son hombres o mujeres, o una de cada uno, como el Señor y la Señora Pareja, pero la descripción, tal y como está, para mi experiencia no describe nada que se parezca a una mujer. Sólo dice que son de una piel increíblemente blanca, muy peludos de cara y cuerpo, y hablando un lenguaje incomprensible hasta para los más sabios de esas regiones. Seguramente que los dioses deben de ser diferentes y hablar también de forma distinta ¿no es así?».

Lo pensé y por fin contesté: «Me imagino que los dioses podrían asumir el aspecto que quisieran. Y podrían hablar cualquier lengua humana que gustaran, si realmente quisieran comunicarse. Algo que me impide creer esa teoría es que no creo que siendo dioses dejaran hundir su casa flotante casi ahogarse ellos también, como cualquier humano. Pero, dígame, Venerado Orador, ¿qué les ha aconsejado?».

«Primero, que guarden silencio hasta que hayamos verificado qué clase de gente son. En segundo lugar, que se les dé la mejor alimentación y bebida, junto con toda clase de lujos, y con la compañía del sexo opuesto si así lo desean, para que su descanso pueda ser placentero en Tino. En tercer lugar, y más importante todavía, mantenerlos allí bien
encerrados
y sin que los vea más gente de la que ya les haya visto, para que su existencia sea lo menos conocida. La apatía de los maya posiblemente no se verá muy afectada por este hecho, pero si las noticias llegan entre la gente más inteligente y sensitiva, podría haber un disturbio y no quiero eso».

«Ya he visitado Tiho —le dije—, y es más que una aldea, es más bien un pueblo de tamaño regular, y sus habitantes son la gente xiu, y de un intelecto muy superior al del resto de los maya. Estoy seguro de que obedecerán sus órdenes, Venerado Orador. Que ellos mantendrán el asunto en secreto».

A la luz de la luna pude ver que Motecuzoma giraba su cara y su cabeza se inclinó fuertemente hacia mí, mientras decía: «Usted habla la lengua maya».

«Sí, mi señor, hablo el dialecto xiu aceptablemente».

«Y usted rápidamente aprende lenguas exóticas —continuó antes de que pudiera hacer algún comentario, pero parecía que estaba hablando consigo mismo—. Vine a Teotihuacan, la ciudad de Quetzalcoátl, esperando que éste o algún otro dios me diera alguna señal, alguna indicación de cómo debía afrontar esta situación. ¿Y qué me encuentro en Teotihuacan? —Se rió, aunque la risa se oía forzada, y otra vez se dirigió a mí—. Podría hacer méritos por delitos cometidos en el pasado, Campeón Mixtli, si se ofreciera hacer algo que está más allá de las capacidades de otros hombres, aun hasta de los más altos sacerdotes. Si pudiera ser emisario de los mexica, de toda la humanidad, nuestro emisario a los dioses».

Dijo esas últimas palabras incrédulamente, como si por supuesto él no creyera que lo fueran, aunque los dos sabíamos que bien podría ser la verdad. La idea era como para quitar el aliento: el que yo bien podría ser el primer hombre en hablar —no predicar, como lo hacían los sacerdotes o conferir por medio de alguna ceremonia mística— realmente con seres que quizá no eran humanos, quienes tal vez eran eminentemente más grandes y superiores que los humanos. Que podría hablar y oír las palabras de… sí… de los
dioses
… La impresión era tan grande que en ese momento me quedé sin hablar y Motecuzoma se rió otra vez de mi mudez. Se puso de pie, erguido sobre la punta de la pirámide, e inclinándose para poner su mano en mi hombro, me dijo alegremente: «¿Demasiado débil para decir sí o no, Campeón Mixtli? Bueno, mis sirvientes deben de haber preparado una buena comida. Venga y sea mi huésped y permítame alimentar su decisión».

Así pues, bajamos con mucho cuidado por el lado iluminado por la luna. Una bajada casi tan difícil como la subida, y caminamos hacia el sur por la Avenida de los Muertos hasta llegar al campamento, que daba hacia la tercera y más pequeña pirámide de Teotihuacan, donde se hallaban las fogatas, y se estaba preparando la comida, y las esterillas cubiertas con telas para mosquitos se estaban colocando por cien o más sirvientes, sacerdotes, campeones y demás cortesanos que habían acompañado a Motecuzoma. Allí encontramos al sacerdote principal, quien, según recordé, había sido el que había oficiado en la ceremonia del Fuego Nuevo, cinco años antes. Sólo me miró de pasada y empezó a decir con pomposa importancia:

«Venerado Orador, para las peticiones de mañana a los antiguos dioses de este lugar, yo le sugiero el primer rito de…».

«No se moleste —lo interrumpió Motecuzoma—. Ahora ya no hay necesidad de hacer esa petición. Regresaremos a Tenochtitlan en cuanto nos levantemos mañana».

«Pero, mi señor —protestó el sacerdote—. Después de venir hasta acá, con toda su caravana y augustos invitados…».

«Algunas veces, los dioses voluntariamente nos dan su bendición antes de que se lo pidamos —dijo Motecuzoma y dejó caer sobre mí una mirada inequívoca—. Claro, que nunca podemos estar seguros si ese gesto es en son de burla o seriamente».

Dicho esto, él y yo nos sentamos a comer entre un círculo formado por sus guardias de palacio y otros campeones, muchos de los cuales me reconocieron y me saludaron. Aunque yo vestía de forma harapienta, estaba sucio y me sentía fuera de lugar entre esa asamblea llena de colorido alhajado y emplumado, el Uey-Tlatoani me hizo sentar en el cojín de honor, que estaba a su derecha. Mientras comíamos y yo trataba heroicamente de contener mi hambre voraz, el Venerado Orador habló por un tiempo sobre mi próxima «misión a los dioses». Me sugirió algunas preguntas que podía hacerles cuando ya dominara su lenguaje, y otras que sería mejor que evitara. Esperé a que estuviera masticando un bocado de codorniz asada, y entonces me atreví a decirle:

«Mi señor, quisiera hacerle una petición. ¿Podría ir a casa por lo menos por un corto tiempo, antes de emprender el viaje nuevamente? Comencé este último en pleno vigor de vida, pero le confieso que siento que he regresado a casa a la edad de los nuncas».

«Oh, sí —me dijo comprensivo el Venerado Orador—. No tiene por qué disculparse; es el destino normal del hombre. Todos llegamos siempre a la
ueyquin ayquic
».

Por sus expresiones, reverendos escribas, me doy cuenta de que no entienden el significado del
ueyquin ayquic
, «la edad de los nuncas». No, no, mis señores, no quiere decir que sea una edad específica en años. A algunas personas les llega antes y a otras después. Tomando en cuenta que entonces tenía cuarenta y cinco años, bien entrados en la madurez, había eludido sus garras más tiempo que la mayoría de los hombres. La
ueyquin ayquic
es la edad en que un hombre empieza a murmurarse a sí mismo. «
Ayya
, los montes nunca me habían parecido tan altos…», o «
Ayya
, mi espalda nunca me había dolido antes…», o «
Ayya
, nunca antes me había encontrado una cana en el pelo…».

Ésa es la edad de los nuncas.

Motecuzoma continuó: «Por supuesto, Campeón Mitxtlí, tome el tiempo necesario para recobrar sus fuerzas antes de partir hacia el sur. Y esta vez no irá a pie ni solo. Un emisario enviado por los mexica debe ir con pompa, sobre todo si va a conferenciar con los dioses. Le proporcionaré una majestuosa silla de manos con fuertes cargadores y una guardia armada, y llevará puesto un rico traje de campeón Águila».

Mientras nos preparábamos para dormirnos a la luz de la luna y de las fogatas que se iban apagando, Motecuzoma mandó llamar a uno de sus mensajeros-veloces. Le dio instrucciones, y el corredor salió inmediatamente para Tenochtitlan, a avisar a mi casa de mi próxima llegada. Me pareció un gesto gentil y bien intencionado de parte del Venerado Orador, el que mis sirvientes y mi esposa Beu Ribé tuvieran tiempo de preparar una recepción a mi llegada, pero el verdadero efecto de esa recepción casi me mata y casi mato a Beu.

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