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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (130 page)

Al mediodía del día siguiente caminaba ya por las calles de Tenochtitlan. Y como casi parecía un leproso limosnero cualquiera e iba inmodestamente desnudo como cualquier huaxtécatl orgulloso de sus genitales, la gente que pasaba, o me rodeaba ampliamente o ostentosamente se recogían sus mantos para evitar el contacto conmigo. Pero al llegar a mi barrio en Izacualco me empecé a encontrar con vecinos que me recordaban y me saludaban con suficiente cortesía. Entonces vi mi casa y a su ama parada, con la puerta abierta, sobre los escalones de la calle, y levanté mi topacio para verla, y casi me caigo allí mismo en la calle. Era Zyanya esperándome.

Estaba parada bajo la brillante luz del día vestida solamente con una blusa y una falda, su hermosa cabeza descubierta y su único y hermoso mechón blanco se distinguían claramente en su pelo agitado por el viento. La impresión de esa ilusión fue como la de un golpe recibido en todos mis sentidos y mis órganos. De pronto parecía como si viera, dentro del agua en medio de un vórtice, las casas de la calle, y la gente se movía como en círculos a mi alrededor. Mi garganta se obstruyó y mi aliento ni entraba ni salía. Mi corazón latió primero de alegría y luego frenéticamente protestando por la presión: me golpeaba mucho más fuerte de lo que lo había hecho últimamente durante el extenuante ascenso a las montañas. Me tambaleé y tuve que cogerme de un poste de antorcha que estaba cerca.

«¡Zaa! —gritó ella, cogiéndome. No la había visto correr hacia mí—. ¿Estás herido? ¿Estás enfermo?».

«¿Eres de verdad Zyanya?», alcancé a decirle con una voz débil que apenas podía salir de mi garganta. La calle según mi vista se había oscurecido, pero aún podía ver el brillo de aquel mechón de pelo blanco en su cabeza.

«¡Querido mío! —fue todo lo que ella dijo—. Mi viejo… y querido… Zaa…», y me apretó contra su pecho suave y caliente.

Dije lo que era obvio a mi mente turbada. «Entonces no estás aquí. Yo estoy allá. —Me reí de la dicha de estar muerto—. Me has esperado durante todo este tiempo… en la frontera de ese lejano país…».

«No, no, no estás muerto —me susurró—. Sólo estás cansado. Y yo fui una imprudente. Tenía que haber aplazado la sorpresa».

«¿Sorpresa?», pregunté. Recobrando mi visión, levanté los ojos de su pecho a su cara. Era la cara de Zyanya, y era tan bella que estaba por encima de la belleza de otras mujeres, pero no era la Zyanya de veinte años que yo recordaba. Su rostro era tan viejo como el mío, y los muertos no envejecen. En alguna parte, Zyanya aún era joven, y Cózcalt más joven todavía, y el anciano Glotón de Sangre seguía sin envejecer más, y mi hija Nochipa sería siempre una niña de doce años. Sólo yo. Nube Oscura, había quedado en este mundo para tolerar la edad más oscura y nublada de los nuncas.

Beu Ribé debió de ver algo terrorífico en mis ojos. Me soltó y con cautela caminó hacia atrás. El loco latir de mi corazón y todos los demás síntomas provocados por la impresión habían cesado, sólo sentía frío por todas partes. Me paré bien derecho y dije con aspereza:

«Esta vez lo pretendiste deliberadamente. Esta vez lo hiciste a propósito».

Seguía alejándose despacio y me dijo con una voz que temblaba: «Pensé… tenía la esperanza de agradarte, que si tu esposa se veía otra vez como tú la habías amado a ella… —Cuando su voz llegó a un susurro, aclaró su garganta para decir—: Zaa, tú sabías que la única diferencia visible entre nosotros era su cabello».

Dije entre dientes: «¡La única diferencia!». Y descolgué de mi hombro mi bolsa de agua, vacía.

Beu continuó desesperadamente: «Así que anoche, cuando el mensajero me informó de tu regreso, preparé agua de cal y me pinté este mechón. Yo pensé que así… me aceptarías… por lo menos por un tiempo…».

«¡Pude haber muerto! —le grité—, y lo hubiera hecho con gusto, ¡pero no por ti! Te prometo que éste será el último de tus malditos trucos, de las hechicerías e indignidades que has dejado caer sobre mí».

Tomé con mi mano derecha las correas de mi bolsa de cuero y con la izquierda cogí a Beu por la muñeca y se la retorcí hasta que la hice caer en tierra.

Ella gritó absurdamente: «¡Zaa, ahora tú también tienes canas en tu pelo!».

Nuestros vecinos y algunos transeúntes se detuvieron en la calle sonrientes, cuando vieron a mi esposa correr a abrazar al viajero que regresaba a casa, pero dejaron de hacerlo cuando empecé a golpearla. En verdad que habría podido matarla a golpes si hubiera tenido la fuerza suficiente para hacerlo, pero estaba cansado, como ella misma había dicho; yo ya no era joven como ella había hecho notar.

Aun así, las correas como látigos desgarraron la delgada tela de su ropa, convirtiéndola en tiras y esparciéndola alrededor, de tal manera que ella quedó allí casi desnuda, a excepción de unos cuantos jirones que le colgaban del cuello. Su cuerpo, de un cobre amielado, que pudo haber sido el de Zyanya, quedó marcado con rojos latigazos, pero no tuve suficientes fuerzas como para abrirle la piel y sacarle sangre. Cuando ya no pude azotarla más, ella ya se había desmayado por el dolor. La dejé allí tirada, desnuda, a la vista de todo el que la quisiera ver, y tambaleando subí la escalera de mi casa, otra vez sintiéndome medio muerto. La vieja Turquesa, más anciana aún, observaba amedrentada desde la puerta. Como no me quedaba voz, sólo pude gesticular para que fuera a atender a su ama. De algún modo pude subir al segundo piso de la casa y me encontré con que sólo estaba preparada una recámara: la que había sido mía y de Zyanya. La cama estaba cubierta de suaves cobijas y la de encima estaba desdoblada por ambos lados. Maldiciendo, me arrastré al cuarto de los huéspedes e hice un gran esfuerzo para sacar y desenrollar las cobijas guardadas ahí, para luego tirarme de cabeza en ellas. Me sumí en el sueño, como algún día caeré en la muerte y dentro de los brazos de Zyanya.

Dormí hasta el mediodía del día siguiente y cuando desperté la vieja Turquesa se encontraba espiando ansiosamente, fuera de mi puerta; la de la recámara principal estaba cerrada y no se oía ningún ruido. No pregunté por la salud de Beu, sino que le ordené a Turquesa que preparara mi baño y las piedras para el cuarto de vapor, que sacara ropa limpia y que empezara a cocinar, pero que cocinara una comida abundante. Cuando por varias veces me bañé y sudé alternativamente, me vestí, bajé y me senté a beber y a comer como por tres hombres.

Mientras la sirvienta me servía un segundo plato y tal vez una tercera taza de
chocolón
, le dije: «Voy a necesitar la armadura acojinada, las insignias y las armas de mi traje de campeón Águila. Cuando termines de servirme, sácalos de donde estén guardados y encárgate de que sean desempolvados y de que todas sus plumas estén arregladas y acomodadas, y que todo esté en orden. Pero ahora mándame a Estrella Cantadora».

Con voz temblorosa me dijo: «Siento decirle, mi amo, que Estrella Cantadora murió de frío el invierno pasado».

Le dije que me entristecía saberlo. «Entonces tendrás que hacerlo tú, Turquesa, antes de que arregles mi traje. Irás al palacio…».

Me interrumpió reculando: «¿Yo, mi amo? ¿Ir al palacio? ¡Pero los guardias ni siquiera me dejarán acercarme a la gran puerta!».

«Si les dices que vas de mi parte te dejarán pasar. —Y agregué con impaciencia—: Debes darle un recado al Uey-Tlatoani y a nadie más».

Me interrumpió otra vez: «¿Al Uey…?».

«¡Calla, mujer! Esto es lo que debes decirle. Memorízalo. Sólo esto. “El emisario del Venerado Orador no requiere de más descanso. Nube Oscura ya está preparado para empezar su misión, tan pronto como el Señor Orador pueda tener lista su escolta”».

Y así sin haber visto a Luna que Espera otra vez, fui al encuentro de los dioses que esperaban.

I H S

S. C. C. M.

Santificada, Cesárea, Católica Majestad,

el Emperador Don Carlos, nuestro Señor Rey:

Muy Altiva Majestad, Preeminente entre Príncipes, desde esta Ciudad de México, capital de la Nueva España, en la fiesta de Corpus Christi, en el año de Nuestro Señor Jesucristo, de mil quinientos treinta y uno, os saludo.

Nos, escribimos con tristeza, ira y contrición. En nuestra última carta, nos, expresamos con alegría la observación sabia de nuestro Soberano acerca del posible, no posible, sino aparentemente irrefutable, parecido entre la deidad de los indios llamada Quetzalcóatl y nuestro Cristiano Santo Tomás. ¡Ay! Con mucha pena y embarazo nos, debemos daros algunas malas noticias.

Nos apresuramos a decir que en ningún momento se ha puesto en duda la brillante teoría
per se
, expuesta por Vuestra Muy Benevolente Majestad. Sin embargo, nos, debemos deciros que vuestro devoto capellán fue demasiado impetuoso en aducir evidencias para sostener esa hipótesis.

Lo que a nosotros nos pareció una prueba
indudable
de la suposición de nuestro Monarca, fue por otra parte la presencia extraordinaria, aquí, de las hostias escondidas en ese copón hecho por los nativos, en la antigua ciudad de Tula. Hace poco, nos, supimos por medio de la narración de nuestro azteca, como Vuestra Majestad lo podrá saber también al leer las siguientes páginas, adjuntas y transcritas, que nos, fuimos engañados con lo que no fue más que un acto supersticioso de los indios, cometido hace relativamente pocos años. Y ellos fueron inducidos a eso por un sacerdote español, evidentemente fracasado o apóstata, que antes de ese hecho se atrevió a un indecible acto de hurto. Por lo tanto, nos, hemos escrito con verdadera pena a la Congregación de Propagación de la Fe, confesando nuestra credulidad y pidiendo que ignoren esa falsa evidencia. Ya que todos los demás y aparentes lazos de unión entre Santo Tomás y la mística Serpiente Emplumada fueron puramente circunstanciales, es de esperarse que la Congregación hará a un lado, por lo menos hasta que reciba pruebas más convincentes, la sugerencia de Vuestra Majestad de que la deidad indígena pudiera haber sido, realmente, el Apóstol Tomás haciendo un viaje evangélico a este Nuevo Mundo. Nos apena mucho tener que daros esta desconsoladora noticia, pero nos, sostenemos que no fue nuestra culpa, ya que sólo tuvimos el afán de hacer más evidente la sagacidad de Nuestra Admirada Majestad, sino que ¡
toda la culpa la tiene ese pedazo de mono que es el azteca
!

Él sabía que había llegado a nuestro poder ese copón, conteniendo el Sacramento, que se mantenía fresco e intacto, según nosotros, más o menos por quince siglos. Él sabía que ese hecho había engendrado, en todos y cada uno de los Cristianos de estas tierras, una conmoción maravillosa y asombrada. Entonces fue cuando el indio debió decirnos cómo llegó ese objeto al lugar en donde se encontró. Él pudo evitar todas nuestras exclamaciones injustificadas sobre ese descubrimiento, los muchos servicios eclesiásticos que se llevaron a efecto para celebrarlo y la gran reverencia que se le dio a esa aparente reliquia divina. Y por encima de todo, pudo haber evitado, que nos, hiciéramos el ridículo al informar, tan apresurada y erróneamente, ese asunto a Roma.

Pero, no. El odioso azteca observó toda esa conmoción y ese júbilo, y estoy seguro que escondiendo su maliciosa alegría, sin decir ni una palabra para sacarnos de nuestro equivocado regocijo. No fue sino hasta después, hasta que ya fue demasiado tarde, que siguiendo el orden cronológico de su narración dejó caer, como por casualidad, el verdadero origen de esas hostias de comulgar ¡y por qué habían estado escondidas en Tula! Nosotros nos sentimos bastante humillados, sabiendo de antemano cómo se mofarán o disgustarán nuestros superiores en Roma, habiendo sido víctimas de un engaño. Sin embargo, nosotros nos sentimos inmensamente contritos porque, en nuestra prisa por informar a la Congregación, pareció como si nos, hubiéramos imputado un engaño similar a nuestro Muy Respetado Emperador y Rey, aunque el acto fue cometido con la mejor intención de dar a Vuestra Majestad la fama merecida por lo que
debió
de haber sido una razón de regocijo para todos los Cristianos del mundo.

Nos suplicamos y esperamos que vos hagáis recaer la culpa y nuestras mutuas vergüenzas sobre quien verdaderamente la tiene: ese indio falso y traicionero, cuyo silencio, tan evidente ahora, puede ser tan ultrajante como algunas de sus expresiones. (En las siguientes páginas, si es que vos podéis creerlo cuando lo leáis, Señor, utiliza la noble lengua castellana como una excusa para decir palabras que, seguramente, ¡jamás han sido infligidas deliberadamente en los oídos de ningún Obispo en ninguna parte del mundo!). Quizás ahora, nuestro Soberano pueda tomar conocimiento de que cuando esa criatura tan descaradamente hace mofa del Vicario de Vuestra Majestad, indiscutiblemente y por extensión se mofa también de vos, y no del todo sin intención. Ahora, quizás, Señor, estaréis por lo menos de acuerdo, en que ya han pasado considerablemente más días de los debidos y que nos, podríamos ser dispensados de ser empleados para ese viejo bárbaro depravado, cuya presencia no es bien recibida y cuyas nocivas declaraciones, nos, hemos tenido que soportar por más de un año y medio.

Por favor. Señor, perdonad la brevedad, aspereza y descortés concisión de esta comunicación. En estos momentos, nosotros nos sentimos demasiado vejados y turbados para poder escribir más extensamente o con la mansedumbre que requiere nuestro santo oficio. Que toda la bondad y virtud que brillan en Vuestra Radiante Majestad, continúe iluminando al mundo, es la ferviente oración de Vuestro S.C.C.M., devoto (y afligido) capellán,

(ecce signum)
ZUMÁRRAGA

UNDECIMA PARS

¡Ayyo!
Después de habernos desdeñado por tanto tiempo, Su Ilustrísima se reúne otra vez con nosotros. Pero creo que puedo adivinar la razón. Ahora voy a empezar a hablar de esos dioses recién llegados y claro está que los dioses son de gran interés para un hombre de Dios. Nos sentimos muy honrados con su presencia, mi Señor Obispo, y para no tomar demasiado del tiempo invaluable de Su Ilustrísima, me apresuraré a contar mi encuentro con esos dioses. Solamente me saldré un poco del asunto para contar mi encuentro, en el camino, con un ser pequeño e insignificante, porque ese ser demostró más tarde no ser tan pequeño. Dejé Tenochtitlan un día después de mi regreso a casa y lo hice con gran estilo. Ya que la estrella humeante no se veía durante el día, había muchas gentes en las calles, quienes echaban miradas de soslayo a mi cortejo, mientras salía de la ciudad. Llevaba puesto mi feroz yelmo de pico de águila y mi armadura emplumada de campeón Águila y llevaba también mi escudo con el símbolo de mi nombre, trabajado en plumas. Sin embargo, tan pronto como hube cruzado el camino-puente, me quité mi traje y se lo encargué al esclavo que llevaba la bandera con mi rango y mis otras insignias. Me puse una ropa más cómoda para viajar y no me volvía a poner mi fina vestimenta, excepto cuando llegábamos a una que otra comunidad importante a lo largo del camino, y yo deseaba impresionar con mi importancia a los gobernantes locales.

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