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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (125 page)

No recuerdo cuántos días me arrastré despacio entre ese pedazo de tierra, que sin duda fue el más feo, impenetrable y desagradable que jamás me había encontrado hasta entonces. Subsistí principalmente de hojas de palmera y
mexixin
y algunas otras hierbas que sabía que eran comestibles. Para dormir, cada noche escogía un árbol lo suficientemente alto como para estar fuera del alcance de los cocodrilos y de las neblinas nocturnas. Acojinaba mi lugar con todo el gris
paxtli
, heno, que podía reunir y me acomodaba sobre él. No me extrañó no encontrar a ningún otro ser humano, porque sólo el más torpe y tonto de los humanos hubiera aguantado vivir en aquella selva tan nociva. No tenía ni idea de qué nación sería la dueña de esa tierra, o si alguna se había molestado en reclamarla. Sabía que para entonces estaba más al sur del Sinalobola de los kaíta y supuse que me estaba acercando a la tierra de Nauyar Ixú, pero no podía estar seguro hasta que escuchara hablar a alguien en esa lengua. Luego, una tarde, en medio de ese pantano miserable, me encontré con otro ser humano. Un hombre joven, con taparrabo, que estaba parado a la orilla de un estanque de agua lodosa, observándolo y sosteniendo una lanza primitiva hecha con tres huesos afilados. Me sorprendí tanto al ver a alguien y me sentí tan contento, que hice algo imperdonable, le grité muy fuerte en el preciso momento en que dejaba caer su lanza dentro del agua. Levantó la cabeza con rapidez, me miró con enojo y me replicó ladrando:

«¡Me hiciste fallar!».

Quedé asombrado, no por sus bruscas palabras, pues tenía razón de sentirse resentido al haberle hecho fallar su puntería, sino por no haber hablado, como yo había esperado, en algún dialecto poré.

«Lo siento», le grité menos fuerte. Él sólo volvió a mirar hacia el agua, sacando su lanza que había quedado atrapada en el lodo, mientras que yo me acercaba esta vez sin hacer ruido para no perturbarlo. Al llegar a su lado, dejó caer de nuevo su lanza y sacó una rana atrapada en una de las puntas.

«Hablas náhuatl», le dije. Gruñó y tiró la rana, junto a otras que estaban en un cesto mal hecho de enredaderas tejidas. Pensando en que a lo mejor había encontrado a un descendiente de los antepasados del jefe Patzcatl, de aquellos que se habían quedado en tierra nativa, le pregunté: «¿Eres chichimécatl?».

Claro que me habría sentido muy sorprendido si me hubiera contestado que sí lo era; pero lo que me dijo fue todavía más asombroso: «Soy un aztécatl. —Y se empinó sobre el estanque mugroso otra vez, y colocando su lanza en posición, agregó—: Y estoy ocupado».

«Y tienes una manera muy descortés de saludar a un forastero», le dije. Su mal modo me dejó sin el asombro y la extrañeza que hubiera sentido de otro modo, al descubrir lo que aparentemente era un verdadero y actual descendiente de los azteca.

«La cortesía no debe ser desperdiciada en cualquier forastero que se extravíe tanto como para llegar hasta aquí —gruñó y ni siquiera se giró para mirarme. El agua sucia chapoteó al impulso de la lanza al pescar otra rana—. En todo el mundo, sólo un tonto visitaría a esta pestilente inmundicia, ¿no es cierto?».

Le hice notar: «Cualquier tonto que vive aquí, tiene muy poca razón para insultar a quien sólo viene de visita».

«Tienes razón —dijo con indiferencia y tiró la rana dentro de su canasto—. ¿Y por qué estás aquí dejándote insultar por otro tonto?».

Dije con firmeza: «He viajado durante dos años y he caminado miles de largas-carreras en busca de un lugar llamado Aztlán. Tal vez tú puedas decirme…».

«Lo acabas de encontrar», me interrumpió con tono indiferente.

«¿Aquí?», exclamé perplejo.

«Un poco más allá —me dijo, indicando con un dedo detrás de su hombro, todavía sin molestarse en levantar la vista de aquel estanque podrido de ranas—. Sigue el camino que da a la laguna, y luego grita para que una lancha te cruce».

Me alejé un poco de él y miré, y sí había un camino que atravesaba la fétida maleza, me dirigí hacia él apenas atreviéndome a creer que…

Pero luego me acordé que no le había dado las gracias al joven, así es que regresé a donde estaba parado, apuntando su lanza hacia el charco. «Gracias», le dije y con un pie le metí zancadilla y cayó sobre el agua pestilente. Cuando su cara salió de la superficie llena de viscosas hierbas vacié el contenido del cesto sobre él. Dejándolo escupiendo el agua de su boca y maldiciéndome, además de buscar por donde salir, me dirigí nuevamente hacia el Lugar de las Garzas Niveas, el perdido y legendario Aztlán.

No sé realmente, qué era lo que esperaba o tenía la esperanza de encontrar. ¿Quizás una versión menos suntuosa y más primitiva de Tenochtitlan? ¿O una ciudad de pirámides, templos y torres, aunque no tan moderna en su diseño? Realmente no lo sé. Pero lo que encontré era para dar lástima.

Seguí el camino seco entre el pantano y los árboles cada vez estaban más lejos uno de otro, el lodo de cada lado estaba más mojado. Finalmente, las raíces colgantes dejaron lugar a las ramas colgantes sobre el agua. Allí terminaba el camino y me encontré a orillas de un lago bañado de rojo-sangre por la puesta del sol. Era una gran extensión de agua negra, pero no era muy honda, a juzgar por las ramas y cañaverales que sobresalían de su fondo y las garzas blancas que se veían por todas partes. Directamente enfrente de mí, había una isla tal vez a dos tiros de flecha de distancia y levanté mi cristal para ver mejor el lugar, al que esas garzas le habían dado el nombre.

Aztlán era una isla sobre un lago, como Mexico-Tenochtitlan, pero ése era el único parecido. Parecía una joroba de tierra seca de poca altura, a pesar de la ciudad construida sobre ella, porque no se veía ningún edificio que tuviera más de un piso de alto. No había ninguna pirámide, ni un templo lo suficientemente grande como para distinguirse entre los demás edificios. Lo rojo del ocaso se veía entre el humo azul del fuego de los hogares. Alrededor del lago, navegaban muchas canoas hacia la isla y le grité a la que estaba más cerca de mí.

El hombre la impulsaba con un palo, ya que el lago no era lo suficientemente profundo como para poder usar remos. Él hizo deslizar la canoa hacia las cañas en donde yo estaba parado, luego mirándome con suspicacia, gruñó una grosería y dijo: «Tú no eres el… Tú eres un forastero».

«Y tú eres otro aztécatl mal educado», pensé, pero sin decir nada. Me subí a la canoa antes de que pudiera alejarse y le dije: «Si venías por un cazador de ranas, dice que está ocupado y yo creo que así es. Hazme el favor de llevarme a la isla».

A excepción de repetir la majadería, no protestó y no demostró ninguna curiosidad, ni me dijo nada mientras me transportaba a través del agua. Dejó que me bajara a orillas de la isla y luego se fue por uno de los varios canales que cruzaban la isla, el otro único parecido con Tenochtitlan, según pude ver. Caminé por las calles por un rato. Además de una calle ancha que circundaba la orilla de la isla, sólo había cuatro más, dos que iban a lo largo de la isla y dos que la atravesaban, todas pavimentadas de manera primitiva, con conchas de ostiones y almejas machacadas. Las casas y chozas estaban pegadas unas con otras, por las calles y canales, y aunque me imagino que tenían bases de madera, éstas estaban cubiertas con lo que parecía ser también polvito de concha.

La isla era de forma ovalada y bastante grande, como del tamaño de Tenochtitlan, sin su distrito norte de Tláltelolco. Tal vez tenía la misma cantidad de edificios, pero como sólo eran de un piso, no había la misma cantidad de gente que habitaba en Tenochtitlan. Desde el centro de la isla podía ver el resto del lago que la rodeaba y comprobar que éste estaba a su vez circundado por todos lados por el mismo pantano fétido por el que había venido. Cuando menos, los azteca no eran tan degradados como para vivir
dentro
de ese pantano horrible, pero era como si vivieran en él, puesto que las aguas del lago no detenían las neblinas nocturnas del pantano ni tampoco la pestilencia, y mucho menos los mosquitos que caían sobre la isla. Aztlán no era un lugar adecuado para vivir, y me sentí contento de que mis antepasados hubieran tenido el buen sentido de abandonarlo.

Pensé que los habitantes actuales eran los descendientes de aquellos que habían sido demasiado débiles e indiferentes para dejarlo, y salir en busca de un lugar mejor en donde vivir. Y por lo que podía ver, los descendientes de los que se habían quedado no habían adquirido más iniciativa o creatividad en todas las generaciones transcurridas desde entonces. Parecían estar abatidos y vencidos por el medio deprimente que los rodeaba, y aunque lo resentían, se resignaban a él. La gente caminaba por la calle y me miraba sabiendo que era un forastero y sin lugar a dudas un recién llegado debía ser algo raro en ese lugar, pero nadie comentó con otro mi presencia. Nadie me saludó o gentilmente me preguntó si tenía hambre como obviamente se veía, ni siquiera se burlaron de mí por ser un intruso. Llegó la noche y las calles empezaron a quedarse vacías y lo único que penetraba la oscuridad era el débil brillo que salía de las casas de los fuegos nocturnos de los hogares y las lámparas de aceite de coco. Había visto suficiente la ciudad y de todos modos ya era muy poco lo que se podía ver, por lo que en cualquier momento podía correr el peligro de caerme dentro de algún canal. Así pues intercepté a alguien que por lo visto llegaba tarde y trataba de pasar desapercibido, y le pregunté dónde podría encontrar el palacio del Venerado Orador de la ciudad.

«¿Palacio? —repitió sin entender—. ¿Venerado Orador?».

Debí de haber comprendido que algo como un palacio era inconcebible para esos habitantes de chozas. Y debí de haber recordado, que ningún Venerado Orador de los azteca había adoptado ese título hasta mucho después, cuando llegaron a ser los mexica. Así es que rectifiqué mi pregunta:

«Busco a su gobernante. ¿Dónde vive?».

«Ah, el Tlatocapili», dijo el hombre y Tlatocapili no quiere decir más que jefe de tribu, como el jefe de cualquier gentuza bárbara del desierto. El hombre rápidamente me dio instrucciones y luego dijo: «Ahora llegaré tarde para comer», y se perdió en la oscuridad. Por tratarse de gente aislada, en medio de ningún lugar y con tan poco en qué ocuparse, se mostraba muy estúpido pretendiendo llevar mucha prisa y tener mucha actividad. Aunque los azteca de Aztlán hablaban náhuatl, usaban muchas palabras que me supongo fueron dejadas a un lado por los mexica hacía ya mucho tiempo, y otras que obviamente habían adoptado de las tribus vecinas, porque reconocí algunas de ellas como kaíta y un poré mal hablado. Por otro lado, los azteca no conocían muchas de las palabras náhuatl que yo usaba, palabras que supongo entraron en la lengua después de la migración, inspiradas por cosas y circunstancias del mundo exterior de las que éstos no sabían nada. Después de todo, nuestro lenguaje aún cambiaba para amoldarse a las nuevas situaciones. Tan sólo en los últimos años, por ejemplo, ha incorporado palabras como
cahuayo
por caballo,
Crixtanóyotl
por Cristiandad,
caxtilteca
por castellanos y españoles en general y
pitzome
que quiere decir puercos…

El «palacio» de la ciudad era cuando menos una casa decentemente construida, cubierta de yeso de concha reluciente y tenía varias habitaciones. A la entrada me encontré a una joven que me dijo ser la esposa del Tlatocapili. No me permitió entrar, pero nerviosamente me preguntó qué quería.

«Quiero ver al Tlatocapili —le contesté, con lo último que me quedaba de paciencia—. He venido desde muy lejos, sólo para hablar con él».

«¿De veras? —me preguntó mordiéndose un labio—. Pocos vienen a verlo y él tiene menos interés en ver a alguien. De todos modos no ha llegado a casa».

«¿Podría pasar y esperarlo?», le pregunté con impaciencia.

Lo pensó y haciéndose a un lado dijo decidida: «Pues sí podría, pero llegará hambriento y no querrá hablar con nadie antes de comer». Empecé a decir que a mí no me disgustaría algo por el estilo, pero ella continuó: «Quería comer ancas de rana, esta noche, por lo que tuvo que ir a la tierra firme, ya que el lago es demasiado salado para que ellas vivan en él. Y no habrá encontrado muchas porque se le ha hecho muy tarde».

Casi salgo corriendo de la casa, pero luego pensé: «¿El castigo por echar a un Tlatocapili al agua puede ser peor que pasar toda la noche tratando de evitarlo y vagando en esta isla miserable entre mosquitos voraces?».

La seguí a un cuarto en donde una cantidad de niños pequeños y unos ancianos estaban sentados comiendo hierbas del pantano. Todos se sorprendieron al ver a un forastero, pero no dijeron nada y no me ofrecieron un lugar en su mantel. Ella me llevó a un cuarto vacío, en donde agradecido me senté en una tosca silla
icpali
. Le pregunté:

«¿Cómo se dirige uno al Tlatocapili?».

«Su nombre es Tliléctic-Mixtli».

Casi me caigo de la silla baja, ya que esa coincidencia era estremecedora. Si él también era Nube Oscura, entonces ¿cómo debería llamarme? Seguramente que el hombre a quien había empujado al agua, me tomaría por un burlón si me presentara con
su
nombre. En ese preciso momento, del cuarto anterior me llegó el ruido de su llegada y su timorata esposa corrió a encontrar a su amo y señor. Cambié mi cuchillo a la parte de atrás de mi bandacinturón, para que no se viera, y mantuve mi mano derecha sobre él. Oí el murmullo de la voz de la mujer, luego el grito del esposo: «¿Que un visitante quiere verme? ¡Que se vaya a Mictlan! ¡Me muero de hambre! ¡Prepara estas ranas mujer, las tuve que pescar dos veces!». Su esposa murmuró suavemente otra vez y él gritó todavía más fuerte: «¿Qué? ¿Un forastero?».

De un tirón salvaje hizo a un lado la cortina del umbral del cuarto en donde yo estaba sentado. Efectivamente era el mismo joven y aún llevaba algunas de las hierbas del estanque en el pelo y estaba cubierto de lodo de la cintura para abajo. Me miró por un instante y luego vociferó: «
¡Tú!
».

Me incliné de la silla para besar la tierra, pero hice el gesto con la mano izquierda, ya que tenía la derecha sobre el cuchillo, cuando cortésmente me puse de pie. Entonces para mi gran sorpresa, el hombre soltó una gran carcajada y se lanzó para abrazarme fraternalmente. Su esposa y algunos de los parientes más jóvenes y ancianos se asomaron por el umbral, con sus ojos llenos de asombro.

«¡Bien venido, forastero! —gritó y siguió riéndose—. Por las piernas desplegadas de la diosa Coyolxaúqui, qué gusto me da volverte a ver. ¡Mira lo que me hiciste, hombre! Cuando al fin salí de ese pantano, todas las canoas se habían ido. Tuve que vadear a través del lago».

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