Pero aun así, Cortés no confiaba su supervivencia totalmente a la suerte. Antes de que él y sus hombres pasaran su primera noche en el palacio, ordenó que se subieran cuatro de sus cañones al techo, esto por medio de unas gruesas sogas y a base de un gran esfuerzo por subirlos, sin importarle que en el proceso se destruyese casi todo el jardín de flores que se acababa de plantar para su deleite, y colocó los cañones de modo que cubrieran toda aproximación al edificio. También, esa noche y cada noche, los soldados, portando arcabuces, se paseaban durante toda la noche alrededor del techo y alrededor del exterior del palacio. Durante los siguientes días, Motecuzoma personalmente condujo sus huéspedes en paseos por la ciudad, acompañado por el Mujer Serpiente y otros miembros de su Consejo de Voceros, y por una cantidad de sacerdotes de la corte, quienes llevaban caras y expresiones de gran disgusto, y yo también me encontraba allí. A insistencia de Motecuzoma, siempre me hallaba en su compañía, pues le había advertido sobre la astucia de Malintzin en traducir mal. Cortés se acordó de mí, como dijo que lo haría, pero aparentemente sin rencor. Me sonrió de forma sutil cuando se nos presentó formalmente, y aceptó mi compañía de forma suficientemente amistosa, y él habló para que yo tradujera sus palabras con tanta frecuencia como las traducía su mujer. Por supuesto que ella también me reconoció y obviamente con odio, ya que jamás se dirigía a mí. Cuando su amo elegía que yo le tradujera, ella me dirigía una mirada de odio, como si sólo estuviera esperando el momento oportuno para mandarme matar. Bueno, estábamos a la par, pensé. Eso era lo que yo había planeado para ella. En esas caminatas por la ciudad, Cortés siempre iba acompañado del segundo de su mando, el gran pelirrojo Pedro de Alvarado, por la mayoría de sus oficiales y como es natural por Malintzin y por dos o tres de sus propios sacerdotes, que mostraban expresiones tan agrias como las de nuestros sacerdotes. Por lo general, también nos seguían unos cuantos soldados comunes, aunque otros grupos estaban vagando libremente por la isla, en tanto que los guerreros indígenas de su compañía tendían a no alejarse de la seguridad de sus barracas en el palacio.
Como había dicho antes, los guerreros ahora llevaban los penachos nuevos ordenados por Cortés; parecía un mechón alto de pasto dócil que crecía sobre sus cabezas. Pero desde la última vez que había visto a los soldados españoles, éstos también habían agregado algo a su tocado, que era un adorno distintivo. Cada uno de ellos llevaba una curiosa banda de cuero descolorido, justamente en la orilla del yelmo. No era muy decorativo, y no servía a ningún propósito aparente, así que eventualmente pregunté a uno de los españoles, quien riéndose me dijo lo que era.
Durante el tumulto de Chololan, mientras los texcalteca se encontraban matando sin distinción alguna la masa de los habitantes de esa ciudad, los españoles habían ido en busca específicamente de las mujeres con quienes se habían divertido durante sus catorce días de fiesta, y encontraron a la mayoría de estas mujeres y muchachas aún en sus habitaciones, temblando de miedo. Convencidos de que ellas sólo habían coitado para sacarles las fuerzas, los españoles les impusieron una venganza muy original. Agarraron a las mujeres y muchachas, las desnudaron y las usaron una o dos veces más. Luego, a pesar de los gritos y súplicas de éstas, los soldados las inmovilizaron de cintura hacia abajo, y con el afilado acero de sus cuchillos cortaron de la entrepierna de cada mujer un pedazo de piel del tamaño de la mano que contenía la abertura ovalada de su
tepili
. Partieron y dejaron a las mujeres mutiladas y sin sexo sangrándose hasta morir. Se llevaron las bolsitas de piel aún calientes y estiraron los labios de éstas alrededor de las perillas de sus sillas de montar. Cuando la piel se había secado, pero seguía aún dócil, colocaron las ruedas resultantes sobre sus cascos, cada una con su pequeña perlita de
xacapüi
volteada hacia adelante —más bien la bolita encogida y en forma de frijol que
había sido
un tierno
xacapüi
—. No sé si los soldados llevaban esos trofeos como una broma macabra o como una advertencia para todas aquellas mujeres intrigantes.
Todos los españoles observaron aprobadoramente el tamaño, la población, el esplendor y la limpieza de Tenochtitlan, y la compararon con todas las otras ciudades que habían visitado. Los nombres de éstas no significaban nada para mí, pero ustedes, reverendos frailes, tal vez las conozcan. Los visitantes dijeron que nuestra ciudad era más grande en extensión que Valladolid, que tenía más habitantes que Sevilla, que sus edificios eran
casi
tan magníficos como los de Santa Roma, que sus canales la asemejaban a Amsterdam o Venecia, y que sus calles, su aire y sus aguas eran más limpios que los de
cualquiera
de esos lugares. Nosotros, los guías, nos abstuvimos de comentar que el enorme flujo de españoles estaba disminuyendo notablemente aquella limpieza. Sí, en efecto, los recién llegados quedaron muy impresionados con la arquitectura de nuestra ciudad, con su ornamentación y su orden, ¿pero saben qué fue lo que más les impresionó? ¿Qué los llevó a lanzar las más fuertes exclamaciones de asombro y sorpresa?
Nuestros cuartos sanitarios.
Bien se veía que muchos de esos hombres habían viajado extensamente en Su Viejo Mundo, pero también estaba bastante claro que en ningún lugar habían encontrado una facilidad interior para llevar a cabo las funciones primarias de uno. De por sí se asombraron de encontrar tales cuartos en el palacio que ocupaban; pero mayor fue su sorpresa cuando los llevamos a visitar la plaza del mercado de Tlaltelolco y encontraron
facilidades públicas
al alcance de la gente del pueblo: los vendedores y los comerciantes de allí. Cuando primero se fijaron en estas cosas los españoles, cada uno de ellos, incluyendo al mismo Cortés, simplemente
tuvieron
que entrar y probarlo. Así también lo hizo Malintzin, ya que esos artefactos eran tan desconocidos en su tierra semicivilizada de Cupilco como por lo visto lo eran en España y en la Santa Roma. Mientras Cortés y su compañía permanecieron en la isla, y mientras existió la plaza, esos baños públicos fueron las atracciones más populares y solicitadas de todas las que pudiera ofrecer Tenochtitlan.
Mientras los españoles quedaban encantados con los cubículos de agua disponible, nuestros médicos mexica maldecían esos mismos objetos, porque deseaban ávidamente adquirir una muestra del excremento de Cortés. Y si los españoles se estaban comportando como niños con juguete nuevo, esos doctores lo hacían como ratones
quimíchime
, siempre detrás de Cortés o asomando las cabezas por las esquinas. Cortés no pudo más que darse cuenta de cómo esos extraños ancianos se asombraban repentinamente y lo miraban fijamente, donde quiera que fuera. Por fin le preguntó a Motecuzoma por ellos, y éste, secretamente divertido por los hechos, contestó que sólo eran doctores velando por la salud de su huésped más honrado. Cortés se encogió de hombros y no dijo más, aunque sospecho que se quedó con la impresión de que todos nuestros médicos estaban más necesitados de ayuda que cualquiera de sus pacientes. Por supuesto que lo que los doctores estaban haciendo, y no demasiado sutilmente, era tratar de verificar su conclusión anterior de que el hombre blanco Cortés estaba efectivamente afligido con la enfermedad del
nanaua
. Trataban de medir con la vista la curvatura significante de los huesos de sus muslos, tratando de acercarse lo suficiente para saber si respiraba con el ruido sorbente característico de ese mal, y trataban también de asomarse a ver si tenía las muelas y dientes con agujeros.
Hasta yo empecé a sentir que eran una vergüenza y un estorbo, porque siempre estaban espiando nuestras caminatas por la ciudad y saliendo de pronto de lugares inesperados. Un día literalmente tropecé con un doctor anciano que estaba empinado para observar mejor la pierna de Cortés; enojado lo llevé aparte y le dije: «Si no se atreve a pedir permiso para examinar a este exaltado hombre blanco, seguramente puede inventar alguna excusa para examinar a su mujer, que solamente es una de nosotros».
«No serviría de nada, Mixtzin —dijo tristemente el doctor—. Ella no queda infectada sólo por tener contacto con ellos. El
nanaua
es contagioso sólo en las primeras etapas de esa enfermedad. Si, como sospechamos, el hombre nació de una madre enferma, entonces desde hace mucho dejó de ser una amenaza para cualquier otra mujer, aunque sí podría darle un hijo enfermo. Es natural que todos nosotros queramos saber ansiosamente si hemos adivinado su condición correctamente, pero no podemos estar seguros. Si no fuera porque está tan fascinado con las facilidades sanitarias, podríamos examinar su orina para buscar indicios de
chiatoztli
…».
Dije con exasperación: «Los puedo encontrar a ustedes donde sea,
menos
empinados en los sanitarios. Le sugiero, señor médico, que vaya e instruya al mayordomo de palacio, para que ordene quitar el sanitario de este hombre por unos esclavos, explicando que está tapado y mientras le pueden proporcionar una olla para su uso e instruir también a la criada para que le entregue a usted esa olla…».
«
Ayyo
, es una idea brillante», dijo el médico y rápidamente se fue. Ya no se nos molestó más durante nuestras excursiones, pero jamás supe si los doctores encontraron alguna evidencia definitiva de que a Cortés le aquejara un mal tan vergonzoso. Debo informarles de que aquellos primeros españoles no admiraban
todo
en Tenochtitlan. Algunas de las cosas que les enseñamos, les disgustaron y hasta las despreciaron. Por ejemplo, se estremecieron violentamente al contemplar un estante de cráneos en El Corazón del Único Mundo. Veían con asco el que nosotros quisiéramos conservar aquellas reliquias de tantas personas distinguidas que habían partido a sus Muertes-Floridas en esa plaza. Pero he escuchado que sus historiadores españoles cuentan de su antiguo héroe, el Cid, cuya muerte se mantuvo en secreto para que no lo supieran sus enemigos, mientras que su cuerpo ya tieso por la muerte, era doblado para ser montado en un caballo, y así guió a su ejército para ganar la última batalla. Como ustedes los españoles parecen atesorar ese cuento, no sé por qué Cortés y sus compañeros creían que nuestra exhibición de los cráneos de personas ilustres era más horrorosa que la preservación del cadáver del Cid después de su muerte.
Pero las cosas que más asco les daba a los hombres blancos eran nuestros templos, con la evidencia de sus muchos sacrificios, tanto recientes como pasados. Para dar a los visitantes la mejor vista posible de su ciudad, Motecuzoma los llevó a la cumbre de la Gran Pirámide, que, a excepción del tiempo en que duraban los sacrificios ceremoniales, siempre se conservaba limpia y reluciente por fuera. Los huéspedes ascendían las escaleras a cuyos lados estaban los portabanderas, admirando la gracia e inmensidad del edificio, sus pinturas tan vividas y sus decorados en oro batido, y podían ver a su alrededor la vista de la ciudad y el lago que se extendía conforme iban subiendo. Los dos templos arriba de la pirámide también estaban brillantes por fuera, pero el interior de ellos jamás se limpiaba. Como la acumulación de sangre significaba la acumulación de nuestra reverencia, las imágenes y muros, así como los techos y pisos, estaban tiesos de sangre coagulada.
Los españoles entraron al templo de Tláloc e inmediatamente corrieron hacia afuera, con gestos y exclamaciones de náusea. Fue la primera y única vez que vi que los hombres blancos retrocedieran ante un mal olor, o hasta que percibieran uno, pero en verdad que la pestilencia de ese lugar
era
peor que la de ellos. Cuando pudieron controlar las sensibilidades de sus estómagos, Cortés, Alvarado y el sacerdote Bartolomé entraron nuevamente, y tuvieron espasmos de rabia cuando descubrieron que la imagen hueca de Tláloc se había llenado hasta el borde de su boca cuadrada y abierta con corazones humanos en estado de putrefacción. Cortés estaba tan enfurecido que sacó su espada y con ella le dio un fuerte golpe a la estatua.
Sólo rompió un fragmento de sangre seca de la cara de piedra de Tláloc, pero fue un insulto que hizo que Motecuzoma y
sus
sacerdotes dieran un grito de sobresalto y consternación. Sin embargo, Tláloc no respondió con ningún trueno devastador o con un relámpago, y Cortés controló su ira. Le dijo a Motecuzoma:
«Este ídolo vuestro, no es un dios. Es una cosa del mal que nosotros llamamos un diablo. Debe ser tirado, sacado y enterrado en una oscuridad eterna. Permitidme colocar en su lugar la cruz de Nuestro Señor y una imagen de Nuestra Señora. Veréis que este demonio no se atreverá a oponerse y os daréis cuenta de que es inferior y que le teme a la Verdadera Fe, y haríais bien en hacer a un lado a seres tan malvados y en adorar a los nuestros que son bondadosos».
Motecuzoma con seguridad dijo que la idea era inaudita, pero los españoles volvieron a sentir náuseas cuando entraron al templo adyacente de Huitzilopochtli, y otra vez cuando vieron los templos similares, en la cumbre de la pirámide menor de Tlaltelolco, y cada vez Cortés se expresaba con mayor repugnancia y palabras más fuertes.
«Los totonaca —dijo él— han limpiado su país de estos ídolos sucios y le han entregado su alianza a Nuestro Señor y Su Virgen Madre. Se ha arrasado ese templo monstruoso en la montaña de Chololan. En estos momentos, algunos de mis frailes están instruyendo al Rey Xicotenca y a su corte para recibir las bendiciones del Cristianismo. Os digo que en ninguno de esos lugares se ha escuchado aunque sea sólo un gemido por parte de esas viejas deidades diabólicas. ¡Os doy mi palabra y juramento, que tampoco lo harán cuando
vosotros
los echéis fuera!».
Motecuzoma contestó y yo traduje, tratando de imitar la frialdad de sus palabras:
«Capitán General, usted está aquí como mi huésped y un huésped educado no menosprecia las creencias de su anfitrión, como tampoco se burlaría del gusto de su anfitrión en vestirse o en sus esposas. También, aunque usted sea mi huésped, la mayoría de mi pueblo resiente el tener que ser hospitalario con ustedes. Si trata de entrometerse con sus dioses, los sacerdotes levantarán sus voces en contra de ustedes, y en asuntos de religión los sacerdotes pueden mandar sobre mis órdenes. El pueblo obedecerá a los sacerdotes, no a mí, y tendrá suerte si usted y sus hombres son echados vivos de Tenochtitlan».