Ella dijo con calma: «Ya te hemos visto desnudo antes. Y debiste de haber venido desnudo a través de la mitad del istmo. Además —y en aquellos momentos su sonrisa era atormentadora—, aun una doncella puede admirar el cuerpo de un hombre joven y guapo».
Creo que me ruboricé en toda la extensión de mi cuerpo, pero por lo menos la debilidad me ahorró la mortificación de que uno de mis órganos estuviera impelido a responder a su contacto y quizás hacerla huir de mi presencia.
No había pensado en las ventajas del matrimonio desde los sueños poco prácticos que Tzitzitlini y yo habíamos compartido. Pero no necesitaba pensar mucho para decidir que nunca encontraría en ninguna otra parte o nunca más, quizás, una novia tan deseable como aquella muchacha de Tecuantépec. A pesar de que la herida de mi cabeza aún estaba en proceso de curación, mi cerebro todavía retenía en su memoria algunas de las tradiciones tzapoteca; que la Gente Nube tenía muy pocas razones y deseos para casarse con forasteros y si alguno de ellos lo hacía, quedaba para siempre proscrito. A pesar de ello, cuando el doctor me dijo que ya podía hablar, traté solamente de decir aquellas palabras que me hicieran atractivo a los ojos de la muchacha. Aunque sólo era un mexícatl despreciable, y en aquellos momentos un espécimen ridículo y desdichado, hice gala de todo el encanto de que era capaz. Le di las gracias por su bondad para conmigo, la cumplimenté también por su belleza y le dije muchas lisonjas y palabras persuasivas. Pero dentro de mis más floridos discursos, me las arreglé para mencionar la considerable fortuna que, a tan temprana edad, había ya amasado, y los planes que tenía para engrandecerla más; también le hice ver claramente que si se casaba conmigo no le faltaría nada. Aunque me abstuve de hablar abruptamente y aun de insinuar una proposición, hice alusiones al respecto, como:
«Me sorprende mucho que una muchacha tan bonita como tú, no se haya casado».
Ella sonreía y decía algo como: «Ningún hombre me ha cautivado lo suficiente como para perder mi independencia».
Otra vez le dije: «Pero seguramente eres cortejada por muchos pretendientes».
«Oh, sí. Desafortunadamente, los jóvenes de Uaxyácac tienen muy poco que ofrecer. Yo creo que están más interesados en tener la parte que me corresponde de la hostería, que en tenerme a mí».
En otra ocasión dije: «Debes de conocer a muchos hombres elegibles, entre el constante tráfico de huéspedes de tu posada».
«Bien, ellos me dicen que son elegibles. Pero tú sabes que la mayoría de los
pochteca
son viejos, muy viejos para mí, y además extranjeros. Sin embargo, me hacen la corte ardientemente, aunque siempre he sospechado que tienen una esposa en casa y no me sorprendería que tuvieran otras esposas al final de cada una de las rutas en que viajan».
Yo me atreví a decir: «Yo no soy viejo. No tengo esposa en ninguna parte. Si alguna vez tengo una, será ella sola y para el resto de mi vida».
Me miró largamente y después de cierto silencio dijo: «Quizá te hubieras casado con Gie Bele. Mi madre».
Repito, mi mente no estaba todavía bien del todo, como debiera de estar. Hasta ese momento, había olvidado por completo que me había acostado con su madre —¡
Ayya
, qué vergüenza!— y en su propia presencia. Dadas las circunstancias, debió de haber pensado que era el más salaz sinvergüenza, cortejando de repente a la hija de esa mujer. Sólo pude murmurar con un embarazo muy grande: «Gie Bele… ya recuerdo… lo suficientemente mayor como para ser mi madre…».
A lo cual la muchacha me volvió a mirar largamente, sin decir nada y yo pretendí que darme dormido.
Quiero reiterarles, mis señores escribanos, que mi mente había sido afectada tremendamente por el golpe recibido, y que con verdadero tormento volvía lentamente a su entendimiento. Ésta es la única excusa que tengo por los desatinos que dije. El peor de todos, el más triste y que me trajo las más largas y últimas consecuencias, fue el que hice una mañana, cuando le dije a la muchacha:
«Me he estado preguntando cómo lo haces y por qué».
«¿Cómo hago qué?», preguntó ella, mostrando su sonrisa.
«Algunos días tu pelo tiene ese mechón blanco, maravilloso en toda su longitud. Otros, como en estos momento, no lo tienes».
Involuntariamente, con un gesto femenino de sorpresa, pasó su mano a través de su rostro, que por primera vez vi desanimarse. Y por primera vez, también, aquellos rincones de su boca, como alas levantadas, decayeron. Se quedó parada y nos quedamos mirándonos el uno al otro por un buen rato. Estoy seguro de que la expresión de mi rostro era la de un sinvergüenza. Cuál era la emoción que ella sentía, no puedo decirlo, pero cuando por fin habló, había un ligero temblor en su voz.
«Yo soy Beu Ribé —dijo ella e hizo una pausa como si estuviera esperando que yo hiciera algún comentario—. En tu lenguaje quiere decir: Luna que Espera». E hizo otra pausa, y yo le dije de todo corazón:
«Es un nombre muy bello, y te queda a la perfección».
Evidentemente estaba esperando oír otra cosa, pues me dijo: «Gracias —pero lo dijo mitad enojada y mitad dolida—. Es mi hermana menor, Zyanya, la que tiene un mechón blanco en su Pelo».
No me había dado cuenta, estúpidamente, de que eran dos muchachas igualmente bellas, las que me atendían en días alternados. Había caído apasionadamente enamorado de lo que, en mi confusión, había tomado por una sola y bella doncella. Y había sido capaz de eso, solamente porque de la manera más tonta había olvidado que una vez por lo menos estuve un poco enamorado de su madre… de la madre de ambas. Si me hubiera quedado más tiempo en Tecuantépec en mi primera visita, esa intimidad hubiera culminado en haber llegado a ser el padrastro de las muchachas. Lo más espantoso de todo fue que durante esos días de mi lenta convalecencia, había estado, indiscriminadamente, simultáneamente y con imparcial ardor, cortejando a ambas, a ellas que hubieran podido ser mis hijastras.
Deseé morir. Deseé haber muerto en los eriales del istmo. Deseé no haber salido nunca del estupor en el que había estado por tanto tiempo. Pero lo único que pude hacer fue esquivar su mirada y no decir nada más. Beu Ribé hizo lo mismo. Siguió atendiendo a mis necesidades tan apta y tiernamente como siempre, pero conservaba su rostro alejado del mío y cuando no tenía otra cosa que hacer por mí, se iba sin ninguna ceremonia. En sus siguientes visitas durante aquel día, trayendo comida o medicinas, permaneció silenciosa y reservada.
El siguiente día le correspondía a la hermana menor, la del mechón blanco, y yo la saludé con un: «Buenos días, Zyanya», sin hacer ninguna mención acerca de mi indiscreción del día anterior, pues tenía la esperanza de poder pretender que había estado bromeando y que siempre había notado la diferencia entre las dos muchachas. Pero, como era lógico, ella y Beu Ribé desde un principio debían de haber discutido la situación, así es que a pesar de mis brillantes esperanzas, no la engañé más de lo que ustedes esperaban. Me miró de reojo largamente mientras yo parloteaba, aunque su expresión parecía ser más divertida que enojada o resentida. Quizás haya sido la forma en que las muchachas acostumbraban a mirar, como atesorando una secreta sonrisa.
Con verdadera pena, tengo que comunicarles que todavía no acababa de cometer desatinos, o de quedar desolado por las nuevas revelaciones. De pronto se me ocurrió preguntar: «¿Es que tu madre atiende todo el tiempo la posada, para que vosotras tengáis que cuidarme? Yo pensé que Gie Bele podría disponer de un momento para venir a…».
«Nuestra madre murió», me interrumpió y por un momento su rostro se nubló.
«¿Qué? —exclamé—. ¿Cuándo? ¿Cómo?».
«Hace más de medio año. En esta casa, ya que no podía pasar su confinamiento en la hostería entre los huéspedes».
«¿Confinamiento?».
«Mientras esperaba la llegada de su bebé».
Si no hubiera estado acostado, me hubiera caído. Dije débilmente: «¿Tuvo un bebé?».
Zyanya me miró con cierta preocupación. «El físico dijo que no debías causar problemas a tu mente. Te contaré todo cuando estés más fuerte».
«¡Que los dioses me condenen en Mictlan! —eructé, con mucho más vigor del que pensé que tendría—. Debió de ser
mi
bebé, ¿no es así?».
«Bien… —dijo ella y dejó escapar un profundo suspiro—. Tú fuiste el único hombre con quien se acostó después de la muerte de mi padre. Estoy segura de que ella sabía cómo tomar las debidas precauciones, porque cuando
yo
nací ella sufrió muchísimo y el doctor la previno de que debía ser la última criatura. De ahí mi nombre. Pero como habían pasado tantos años, debió pensar que ya no estaba en edad de concebir. De todas maneras —Zyanya retorció sus dedos—, sí, ella estaba preñada por un extranjero mexícatl y tú sabes cuáles son los sentimientos de la Gente Nube, acerca de esas relaciones. No hubiera pedido ser atendida por un físico de los be'n zaa».
«¿Entonces, ella murió por negligencia? —demandé—. ¿Solamente porque la testaruda de su gente rehusó a asistirla…?».
«No lo sé. Quizás hubieran rehusado, pero ella no les preguntó. Había un joven viajero mexícatl en la posada, que había estado por un mes o más. Él fue muy solícito con ella por su condición y se ganó su confianza hasta que ella le contó todas las circunstancias, y él la comprendió con tan buen corazón, como ninguna otra mujer lo hubiera hecho. Él dijo que había estudiado en una
calmécac
, escuela, y que ahí había recibido clases rudimentarias en el arte de la medicina. Así es que cuando le llegara su tiempo, él estaría aquí para ayudarla».
«¿Ayudarla? ¿Cómo, si ella murió?», dije, maldiciendo silenciosamente al entremetido. Zyanya se encogió de hombros con resignación. «Ella había sido prevenida del peligro. Fue un parto muy difícil y que llevó mucho tiempo. Tuvo una gran hemorragia y mientras el hombre trataba de contenerla, el bebé se estranguló con el cordón umbilical».
«¿Los dos murieron?», sollocé.
«Lo siento. Tú insististe en saber. Espero que no vaya a provocarte una recaída».
«¡Que me condene en Mictlan! —maldije otra vez—. El bebé… ¿qué fue?».
«Un niño. Ella pensaba… si hubieran vivido… ella decía que lo iba a llamar Zaa Nayázú, como tú. Pero por supuesto no hubo ceremonia de nombre».
«Un niño. Mi hijo», dije rechinando los dientes.
«Por favor, Zaa, trata de tener calma —dijo ella, utilizando mi nombre por primera vez, con agradable familiaridad, y añadió compasivamente—: No hay a nadie a quien culpar. No creo que ninguno de nuestros doctores lo hubiera hecho mejor, de como lo hizo ese extranjero bondadoso. Como ya te dije, tuvo una gran hemorragia. Nosotras limpiamos la casa, pero todavía quedan algunos rastros indelebles. ¿Ves?».
Levantó la cortina que cubría la puerta dejando pasar un rayo de luz y me enseñó en el marco de la puerta, la mancha rojiza que dejó el hombre al estampar allí su firma, la huella sangrienta de su mano.
No sufrí una recaída. Continué mejorando, mi cerebro gradualmente se fue despojando de sus telarañas y mi cuerpo recobró su fuerza y su peso. Beu Ribé y Zyanya continuaron cuidándome alternativamente y ninguna de ellas dio lugar a ningún avance amoroso de mi parte, y por supuesto tuve mucho cuidado de no mencionarles nada
más
que pudiera tomarse por un cortejo. En verdad, me maravillaba de su tolerancia para atenderme en todo y prodigarme tantos cuidados, considerando que fui la causa primordial de la muerte de su madre. En cuanto a mis sueños, la esperanza de ganarme la voluntad de alguna de las muchachas y casarme con ella, aunque sincera y perversamente amaba a las dos por igual, estaba fuera de todo pensamiento. La posibilidad de que ellas alguna vez hubiesen sido mis hijastras, fue sólo una especulación. Sin embargo, el que yo había engendrado a su medio hermano, de tan corta vida, era un hecho inalterable.
Llegó el día en que me sentí lo suficientemente bien, como para seguir mi camino. El doctor me examinó y dijo que mis pupilas estaban normales otra vez, pero insistió en que diera un poco de tiempo a mis ojos para que éstos se fueran acostumbrando poco a poco a la plena luz del día, y así lo hice yendo afuera de la puerta primero y luego más lejos cada día. Beu Ribé sugirió que estaría más cómodo si pasaba ese
tiempo
de convalecencia en la posada, ya que había una habitación vacía en aquel momento. Así es que accedí y Zyanya me trajo algunas ropas de su difunto padre. Por primera vez, en no sé cuántos días, me puse un manto y un taparrabo otra vez. Las sandalias que me prestaron eran demasiado pequeñas para mí, así es que le di a Zyanya un poquito de polvo de oro y fue corriendo al mercado a comprarme un par de mi talla. Después, con pasos vacilantes, pues no estaba tan fuerte como había pensado, dejé aquella choza para siempre.
No era difícil de ver que la posada se había convertido en un lugar favorecido por los
poohteca
y otros viajeros. Cualquier hombre con buen sentido y buena vista se sentiría complacido en pernoctar allí, sólo por tener el privilegio de estar cerca de las bellas y casi gemelas anfitrionas. Sin embargo, la hostería también ofrecía habitaciones limpias y cómodas, alimentos de buena calidad y sirvientes atentos y corteses. Las muchachas habían hecho esas mejoras deliberadamente, pero, sin calcularlo conscientemente, también habían saturado el aire de todo el establecimiento con sus sonrisas y buen humor. Con suficientes sirvientes para hacer las faenas pesadas y el fregado, las muchachas tenían sólo que supervisar, así es que siempre andaban vestidas de la mejor manera y para realzar el doble impacto de sus bellezas se vestían como gemelas, siempre igual. Aunque al principio me resentí de la forma en que los huéspedes masculinos las miraban y de cómo bromeaban con ellas, después me sentí agradecido de que estuvieran tan ocupados en enamorarlas, ya que no se dieron cuenta, como yo lo hice un día, de algo mucho más sorprendente acerca de la ropa de las muchachas.
«¿En dónde conseguisteis esas blusas?», pregunté a las hermanas sin que me oyeran los otros viajeros y mercaderes.
«En el mercado —dijo Beu Ribé—. Pero eran todas blancas cuando las compramos. Nosotras las decoramos».
La decoración consistía en un diseño que bordeaba el escote cuadrado de las blusas y el borde del dobladillo. Era de lo que nosotros llamamos «diseño de cerámica», del que he escuchado decir a algunos de sus arquitectos españoles, con cierta sorpresa al verlo, «el diseño de las grecas griegas», aunque no sé qué es una greca griega. Y esa decoración no estaba bordada, sino pintada en color, y el color era de un púrpura vivo y profundo. Yo pregunté: «¿Dónde conseguisteis ese colorante?».