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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (70 page)

«Por supuesto, Mixtli».

«Glotón de Sangre será otra vez llamado a cuartel. Quizás tú y él podáis comprar una casa… o cada uno una casa. Puedes terminar tus estudios o aprender algún arte o poner un negocio. Y yo regresaré otra vez, algún día. Si tú y nuestro viejo protector todavía tienen espíritu para viajar, podemos hacer otros viajes juntos».

«Sí, alguna vez —dijo él tristemente, luego enderezó sus hombros—. Bien, ¿te puedo ayudar en algo, en esta abrupta ida tuya?».

«Sí, sí puedes. En mi bolsa para colgar al hombro y en la bolsa cosida dentro de mi
maxtlaíl
llevaré una cantidad pequeña de dinero para mis gastos, pero también quiero llevar oro por si acaso encuentro alguna mercancía excepcional, como cuando encontré el cristal para encender lumbre, y quisiera llevar el polvo de oro escondido en donde ningún bandido pueda fácilmente encontrarlo».

Cózcatl pensó por un momento y después dijo: «Algunos viajeros meten el oro en cascaras de nuez y luego las esconden en el recto».

«Es un truco que todos los ladrones conocen muy bien. No, mi pelo ha crecido bastante largo y creo que lo puedo utilizar para eso. Mira, he sacado todo el oro en polvo de sus cañitas y lo he puesto en esta tela. Haz un bultito apretado con él, Cózcatl, e inventaremos alguna manera segura de acomodarlo en la parte de atrás de mi cuello, como si fuera una cataplasma, escondida bajo el pelo».

Mientras yo terminaba de preparar mi bolsa, él dobló la tela meticulosamente una y otra vez. Hizo un rollo flexible casi del tamaño de una de sus manitas, pero era tan pesado que lo tuvo que levantar con ambas manos. Me senté, arqueé la cabeza y él me lo acomodó a través de la nuca.

«Ahora… para que se sostenga ahí… —murmuré—. Déjame ver…».

Lo acomodó en el lugar con dos fuertes cordeles atados a cada lado de sus puntas corriendo detrás de mis orejas y cruzando sobre mi cabeza. Eso quedaba mucho más seguro y escondido si me ponía una tela doblada a través de mi frente, como las que utilizábamos para la carga y amarrándola atrás. Muchos viajeros llevaban eso para mantener su pelo y el sudor fuera de sus ojos.

«Es bastante invisible, Mixtli, a menos de que sople el viento pero entonces podrías hacer una capucha con tu manto».

«Sí, gracias, Cózcatl. Y —lo dije rápidamente no queriendo prolongar la despedida— hasta pronto».

No tenía miedo de La Llorona, ni de ningún otro de los espíritus malévolos que se suponía que cazaban en la oscuridad a los incautos que se aventuraban por las calles, como yo. En verdad, que resoplé desdeñosamente cuando pensé en Viento de la Noche… y en el extranjero cubierto de polvo con el que me había encontrado frecuentemente, en otras noches. Caminé vigorosamente fuera de la ciudad y llegué pronto al camino sur que conduce a Coyohuacan. A la mitad del camino, en el fuerte de Acachinánco, los centinelas se mostraron más que sorprendidos de ver a alguien caminando durante la noche. Pero como venía vestido de fiesta, no me detuvieron con la sospecha de que fuera un ladrón fugitivo, sino que sólo me hicieron una o dos preguntas para asegurarse de que no iba borracho y de que estaba perfectamente consciente de lo que estaba haciendo y me dejaron proseguir. Un poco más allá, giré a mi izquierda para tomar el camino de Mexicaltzinco, pasé por ese pueblo dormido y continué hacia el este caminando toda la noche. Cuando llegó la aurora y otros viajeros tempraneros en el camino me empezaron a saludar con precaución mientras me miraban extrañados, me vine a dar cuenta de que presentaba un espectáculo poco común: un hombre vestido casi como un noble, con sandalias amarradas hasta las rodillas, con un broche enjoyado en el manto y una esmeralda de adorno en su nariz, pero con un bulto de mercader, un morral al hombro y una banda en la frente. Me quité las joyas y las escondí dentro de mi bolsa, volteé mi manto hacia dentro para esconder el bordado. El bultito que llevaba en la cabeza, al principio fue muy molesto, pero al fin llegué a acostumbrarme a usarlo y sólo me lo quitaba cuando dormía, o tomaba un baño de agua o vapor, en privado. Aquella mañana me encaminé de prisa hacia el este, mientras el sol se levantaba y calentaba rápidamente, no sintiendo ninguna fatiga ni necesidad de dormir; mi mente era todavía un tumulto de pensamientos y recuerdos. (Eso es lo peor de sentir pena: el modo en que invita a acumular recuerdos de días felices, en comparación acerca de la presente miseria de uno). Durante la mayor parte de ese día seguí otra vez por el camino que un día marché, a lo largo de la costa sur del Lago de Texcoco, con el ejército victorioso que regresaba de la guerra con Texcala. Sin embargo, después de un rato ese camino divergió del mío y deje la orilla del lago para adentrarme en un país en donde nunca había estado antes.

Vagué por más de un año y medio a través de muchas tierras nuevas para mí, antes de alcanzar algo que pareciera destino. Durante la mayor parte de ese tiempo, estuve tan fuera de mi mente que en estos momentos no puedo contarles, mis señores escribanos, todas las cosas que vi y que hice. Yo creo que si no hubiera sido por eso, todavía recordaría muchas palabras que aprendí en los lenguajes de esos lejanos lugares; incluso se me hace difícil traer a mi memoria la ruta general que seguí. Sin embargo, todavía recuerdo unos cuantos paisajes y sucesos, tantos como los pocos volcanes de esas tierras del sur, yacen todavía sobre sus suelos.

Entré a grandes zancadas y con audacia en Quautexcalan, La Tierra de los Peñascos del Águila, la nación en la que una vez había entrado con el ejército invasor. No hay duda, de que si me hubiera anunciado como mexícatl, nunca más hubiera salido de ella. Y estoy muy contento de no haber muerto en Texcala, porque la gente de allí tiene una idea religiosa tan simple como ridícula. Ellos creen que cuando un noble muere, vivirá otra vida gozosa en el mundo del más allá; cuando cualquier plebeyo muere, vivirá otra vez una vida miserable. Los nobles muertos, hombres y mujeres, simplemente cambian sus cuerpos mundanos y regresan como nubes flotantes o pájaros de radiantes plumajes o joyas de un valor fabuloso. Los plebeyos que mueren regresan como sucios escarabajos, o comadrejas furtivas o como mofetas apestosas.

De todas maneras, no morí en Texcala, ni siquiera fui reconocido como uno de los odiados mexica. Aunque los texcalteca siempre han sido nuestros enemigos, físicamente no son diferentes de nosotros los mexica; ellos hablan el mismo lenguaje y me fue muy fácil imitar su acento para pasar como uno de ellos. La única cosa que me hizo un poco conspicuo en su tierra fue que yo era un hombre joven y saludable, lleno de vida y no mutilado. La batalla en la cual yo había tomado parte, había diezmado la población masculina, entre las edades de la pubertad y la senectud. Sin embargo, todavía quedaba una nueva generación de jóvenes desarrollándose. Ellos crecieron aprendiendo un odio todavía más profundo hacia los mexica, jurando vengarse de nosotros y cuando los españoles llegaron ellos ya eran adultos y ustedes saben en qué forma se vengaron.

Sin embargo, en aquel tiempo de vagabundeo ocioso a través de Quautexcalan, todo eso estaba en el futuro. El haber sido uno de los pocos adultos y un hombre apropiado, no me causó ningún problema, al contrario, fui muy bienvenido por las numerosas y seductoras viudas texcalteca, cuyas camas hacía mucho tiempo que estaban frías.

De allí, me dirigí hacia el sur, a la ciudad de Chololan, capital de los tya nuü y, de hecho, la única concentración grande que quedaba de esos Hombres de la Tierra. Era evidente que los mixteca, como todos los llamaban a excepción de ellos mismos habían creado y mantenido una vez una cultura refinada y envidiable. Por ejemplo, en Chololan yo vi unos edificios de gran antigüedad, primorosamente adornados con mosaicos que parecían tejidos petrificados y sólo podían haber sido los modelos originales de los templos construidos supuestamente por los tzapoteca, en el Hogar Santo de Lyobaan, de la Gente Nube.

También hay una montaña en Chololan, que en aquellos días tenía en su cumbre un magnífico templo dedicado a Quetzalcóatl, un templo de lo más artísticamente embellecido con tallas coloreadas de la Serpiente Emplumada. Sus españoles lo arrasaron, aunque, aparentemente, tomaron prestado algo de la santidad de ese lugar, pues he oído decir que han construido una iglesia Cristiana en su lugar. Déjenme decirles: esa montaña no es tal; es una pirámide de ladrillos cocidos al sol, hecha por los hombres y tiene muchos más ladrillos que los pelos que tiene un hato de venados, cubiertos de cieno y hierbas desde tiempos antes de los tiempos. Nosotros creemos que es la pirámide más antigua de todas estas tierras; sabemos que ha sido la más gigantesca que se ha construido. Puede ser que ahora se vea como cualquier otra montaña cubierta de árboles y de arbustos y puede ser que sirva para exaltar y elevar su nueva iglesia, pero no dejo de pensar que su Señor Dios debe de sentirse muy incómodo por haber usurpado esas alturas que fueron levantadas para el servicio de Quetzalcóatl y no para otro.

La ciudad de Chololan estaba gobernada no por un hombre sino por dos, con igual poder. Ellos eran llamados por Tlaquíach, el Señor De Lo Que Está Encima, y Tlalchíac, el Señor De Lo Que Está Abajo, significando que reinaban, por separado, sobre las cosas espirituales y materiales respectivamente. Me fue dicho que los dos hombres tenían diferencias con frecuencia y que incluso llegaron a los golpes, pero en aquel entonces ellos estaban, por lo menos temporalmente, unidos en una enemistad contra Texcala, la nación por la que acababa de pasar. Ya olvidé cuál era la pendencia, pero, al poco tiempo de mi llegada a Chololan, había arribado también una comisión de cuatro nobles texcalteca, mandados por su Venerado Orador, Xicotenca, para discutir y resolver la disputa.

Los Señores Tlaquíach y Tlalchíac rehusaron, incluso, dar audiencia a los enviados; en lugar de eso, ordenaron a los guardias de su palacio que los cogieran y los mutilaran, haciéndolos regresar a su tierra a punta de espada. Los cuatro nobles tenían la piel de su caras completamente desollada y antes de que regresaran a Texcala bamboleantes y gimiendo, sus cabezas parecían hechas de carne cruda con bolas de ojos y sus rostros parecían colgajos pendiendo sobre sus pechos. Creo que todas las moscas de Chololan los siguieron por el camino del norte, fuera de la ciudad. Puesto que yo sólo podía ver como resultado de ese ultraje una guerra, y como que no quería que se me llamara a filas para pelear, también salí apresuradamente de Chololan, y me dirigí hacia el este.

Después de haber cruzado otra frontera invisible y ya estando en la nación Totonaca, me detuve un día y una noche en una aldea y desde la ventana de la posada podía ver al poderoso volcán llamado Citlaltépetl, Estrella de la Montaña. Estaba muy satisfecho de verlo desde esa respetable distancia, usando mi cristal de topacio. Podía ver su picacho helado y humedecido por las nubes, desde la aldea por siempre caliente, verde y llena de flores. El Citlaltépetl es la montaña más alta de todo el mundo conocido, tan alta que la nieve cubre su cono enteramente más arriba de su tercera parte, excepto cuando su cráter arroja grumos mezclados de lava y ceniza y hace que la montaña se vea roja en su cumbre en lugar de blanca. Me han dicho que éste fue el primer punto visible que avistaron sus barcos desde alta mar. En el día, sus vigías veían la nieve de su cono y por la noche el resplandor de su cráter, mucho antes de que pudieran vislumbrar cualquier otra cosa de la Nueva España. El Citlaltépetl es tan viejo como el mundo; sin embargo, hasta ahora ningún hombre, nativo o español, ha podido escalarlo hasta su cumbre. Y si alguno lo hizo, es muy probable que las estrellas al pasar le hayan arañado el trasero.

Luego llegué a otro límite de las tierras Totonaca, la playa del océano del este; a una bahía encantadora llamada Chachihuahuecan, que significa El Lugar En Donde Abundan Cosas Bellas. Si menciono esto es solamente porque constituye una pequeña coincidencia, si bien yo no lo sabía entonces. En otra primavera, otros hombres pusieron sus pies en ella, reclamando para España esa tierra, plantando en sus arenas una cruz de madera y una bandera de colores sangre y oro y llamando a ese lugar por el de la Vera Cruz.

Las playas de ese océano eran mucho más bonitas y hospitalarias que las costas a lo largo del Xoconochco. Las bahías no eran de tierra negra volcánica, sino de fina arena blanca y amarilla y algunas veces tenían el color rojizo del coral. El océano no era turbulento y en color verde sucio, sino de un cristalino turquesa, gentil y murmurante. Rompía sobre las arenas con una espuma blanca y susurrante y en muchos lugares se inclinaba tanto playa adentro y el agua estaba tan baja, que podía vadear casi fuera de la vista de la tierra, antes de que el agua me llegara a la cintura. Al principio, la costa del océano me guió casi directamente hacia el sur, pero después de varias largas-carreras, esa costa se curvaba en un gran arco. Así es que casi imperceptiblemente me encontré viajando hacia el sureste, luego hacia el este y finalmente hacia noreste. Como ya dije antes, lo que nosotros en Tenochtitlan llamábamos el océano del este, es más apropiadamente el océano del norte.

Por supuesto que esas playas no son todas sólo arenas festoneadas por palmeras, pues las hubiera encontrado monótonas si así fueran. A lo largo de mi camino, muchas veces me encontré con ríos desembocando en el mar y necesité acampar a la espera de algún pescador o barquero que me cruzara en su canoa hueca, de tronco de árbol. En otros lugares, me encontré con que las arenas secas se humedecían bajo mis sandalias y luego las mojaba y de pronto estaba dentro de aguas cenagosas; los insectos infestaban esos pantanos, mientras desaparecían las graciosas palmeras para dar paso a los árboles de mangle con raíces nudosas, que sobresalían como las viejas piernas de un hombre. Para poder salir de esos pantanos, a veces acampaba y esperaba que alguna barca de pescador pasara para que me llevara bordeando su orilla. Sin embargo, otras veces rodeaba tierra adentro hasta que los pantanos disminuían a flor de tierra y se disipaban en tierra seca, por la cual podía transitar.

Recuerdo que la primera vez que lo hice me llevé un buen susto. La noche me cogió en la húmeda orilla de una de esos pantanos y pasé un rato amargo tratando de encender un fuego. De hecho, éste fue tan pequeño y daba tan poca luz, que cuando levanté los ojos pude ver, a través del heno que colgaba más allá, en los mangles, un fuego mucho más brillante que el mío, pero que ardía con una flama azul que no era natural.

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