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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (65 page)

«Usted puede ver aquí toda la cantidad que tengo de material para trabajar en estos momentos». Se movió hacia una de las paredes de su cuarto de trabajo, que estaba llena de anaqueles desde el piso hasta el techo; en cada tabla, acomodados en nichos de tela de algodón, estaban los cuarzos en bruto. Eran objetos blancos, opacos, distinguiéndose por sus ángulos de seis lados, como eran encontrados en la tierra, y se alineaban a lo largo por tamaños que iban desde la falange de un dedo, hasta el tamaño de una mazorca.

«Aquí está lo que he pagado por este material —continuó el artesano, alargándome un papel de corteza lleno de columnas de números y glifos. Estaba sacando la cuenta mentalmente, cuando él dijo—: Con él puedo hacer seis veintenas de cristales, terminados en diferentes tamaños».

Le pregunté: «¿Y cuánto tiempo tomaría en hacerlos?».

«¿Veinte días?».

«¡Veinte días! —exclamé—. ¡Pensé que
un solo
cristal le llevaría todo ese tiempo!».

«Nosotros los Xibalbá hemos tenido cientos de gavillas de años de práctica —dijo—. Y tengo siete hijos aprendices para ayudarme. También tengo cinco hijas, pero por supuesto que ellas tienen prohibido tocar las piedras, no vaya a ser que siendo mujeres las arruinen».

«Seis veintenas de cristales —medité, repitiendo su manera provinciana de contar—. ¿Y cuánto me cobraría por ellas?».

«Lo que usted ve allí», dijo, indicando el papel de corteza.

Perplejo, hablé con el intérprete. «¿No entendí bien? ¿No dijo él que esto era lo que había pagado por todo el material? ¿Por la piedra en bruto?».

El intérprete asintió y después a través de él me dirigí al artesano:

«Esto no tiene sentido. Aun una vendedora de tortillas pide más por ellas que por lo que pagó por el maíz. Usted no recibe nada de utilidad. Ni siquiera un mes de salario por su trabajo y el de sus siete hijos». Los dos, el intérprete y el artesano sonrieron indulgentes y menearon sus cabezas. «Maestro Xibalbá —persistí—, vine aquí preparado para comerciar, sí, pero no para robar. Le puedo decir honestamente que estoy dispuesto a pagar ocho veces este precio, y sería muy feliz de pagar seis y estaría encantado de pagar cuatro».

Me contestó inmediatamente: «Y yo me vería obligado a rehusar».

«En el nombre de todos los dioses, suyos y míos, ¿por qué?».

«Usted ha probado ser un amigo de los Macoboó. Así es que usted es amigo de todos los chiapa, y nosotros los Xibalbá somos chiapa también. No, no proteste más. Váyase. Disfrute de su estancia entre nosotros. Déjeme volver a trabajar y regrese en un mes por sus cristales».

«¡Entonces nuestra fortuna ya está hecha! —se regocijó Glotón de Sangre, mientras jugaba con una muestra de cristal que me había dado el artesano—. No necesitamos viajar más. ¡Por el gran Huitztli, cuando regresemos, podemos vender estas cosas a cualquier precio que pidamos!».

«Sí —dije—. Pero tenemos que esperar un mes y todavía nos quedan otras mercancías para tratar y tengo razones personales Para visitar a los maya».

Él gruñó: «Aunque estas mujeres de Chiapán son de piel oscura, son fantásticas en comparación con las que encontraremos entre los maya».

«Viejo sinvergüenza, ¿no puedes pensar en otra cosa que no sea mujeres?».

Cózcatl, quien no pensaba en lo absoluto en mujeres, suplicó: «Sí, continuemos adelante. Hemos venido desde tan lejos para no ver la selva».

«También pienso en la comida —dijo Glotón de Sangre—. Estos Macoboó nos han extendido un amplio mantel de comida, que la selva no hará. Además, perdimos a nuestro único cocinero capaz cuando murió Diez».

Dije: «Tú y yo seguiremos adelante, Cózcatl. Dejemos que este anciano flojo se quede aquí, si es lo que él desea, y que viva de la fama de su nombre».

Glotón de Sangre gruñó un poco más, pero como yo ya sabía su deseo de viajar era más fuerte que cualquier otro. Pronto se fue al mercado a comprar las cosas que necesitaría para nuestra travesía por la selva. Mientras tanto, yo fui otra vez con el maestro Xibalbá para invitarlo a que tomara de nuestras mercancías aquellas que llamaran su atención, como un anticipo al pago que le haría posteriormente en moneda corriente. Él, otra vez, mencionó su numerosa progenie y estuvo muy contento de seleccionar una cantidad de mantos, taparrabos, blusas y faldas. Ese trueque me dejó a mí también muy satisfecho, ya que esas mercancías eran las más pesadas de cargar. Su selección me dejó a dos esclavos sin carga y no tuve ningún problema en encontrarles comprador entre los chiapa, quienes me pagaron con polvo de oro.

«Visitaremos otra vez al físico —dijo Glotón de Sangre—. Hace mucho tiempo que yo recibí protección contra la mordedura de cualquier serpiente, pero tú y el muchacho todavía no han sido tratados».

«Gracias por tus buenas intenciones —dije—. Pero no creo que pudiera confiar en el doctor Maash, ni siquiera para tratarme un granito en mi trasero».

Él insistió: «Cualquier tonto puede hacer lo necesario, pero sólo un doctor puede tener todos los colmillos necesarios para hacerlo. La selva hierve en serpientes venenosas. Cuando pises una, desearás haber visitado la choza del doctor Maásh primero. —Y él empezó a contar con sus dedos—: Allí encontraremos a la serpiente barbilla-amarilla, la coralillo, la
nauyaka
…».

Cózcatl se puso pálido y yo recordé al viejo mercader de Tenochtitlan, contando cómo había sido mordido por una
nauyaka y
cómo se había tenido que cortar su propia pierna para no morir. Así es que capitulé y Cózcatl y yo fuimos a ver al doctor Maásh, quien utilizó los colmillos de cada una de las serpientes que Glotón de Sangre había mencionado y de tres o cuatro más. Con cada uno de esos colmillos nos picó la lengua, nada más lo suficiente como para que saliera una gota de sangre.

«Hay un poquito de veneno seco en cada uno de estos colmillos —explicó—, esto hará que a los dos les salga una roncha suave. Ésta desaparecerá en unos cuantos días y entonces ustedes quedarán a salvo de la mordedura de cualquier serpiente conocida. Sin embargo, hay otra precaución que se debe tener en cuenta. —Sonrió maliciosamente y dijo—: Desde este momento y para siempre,
sus
dientes son tan letales como los de cualquier serpiente. Así es que tengan mucho cuidado de a quién muerden».

Así, nosotros dejamos Chiapán tan pronto como nos pudimos escabullir de la insistente hospitalidad de los Macoboó, y especialmente de las dos primas, jurando que pronto regresaríamos y volveríamos a ser sus invitados otra vez. Para continuar hacia el este tuvimos que escalar otra hilera de montañas, sin embargo, para entonces el dios Tititl había restaurado el clima cálido propio de aquellas regiones, así es que nuestra caminata no fue tan dura a pesar de estar muy por encima de los bosques.

Por el otro lado de la montaña, desde las rocas con líquenes de las alturas hasta donde empezaba la línea de los árboles, la bajada era muy pronunciada; después un escarpado descenso entre una floresta de pinos, cedros y enebros. Desde allí, los árboles que me eran familiares empezaron a escasear, pues estaban rodeados por otras clases que nunca antes había visto y todos parecían estar luchando por sus vidas contra las lianas y enredaderas que trepaban y se enredaban alrededor de ellos.

Lo primero que descubrí en la selva, fue que la cortedad de mi vista no era allí un gran inconveniente, ya que las distancias no existían; todo estaba muy cerca entre sí. Extraños árboles contorsionados, plantas verdes de gigantescas hojas, altos y empenachados helechos, monstruosos y esponjados hongos, todos ellos creciendo cerca nos apresaban y nos rodeaban por todas partes, casi sofocándonos. El endoselado del follaje sobre nuestras cabezas era como una nube verde que nos cubría; caminando entre la selva, aun al mediodía, siempre nos encontrábamos dentro de un crepúsculo verde. Cada cosa que crecía, incluso los pétalos de las flores, parecía exudar una humedad caliente y viscosa. Aunque aquella era la estación seca, el aire en sí era denso, húmedo y pesado para respirar, como una niebla clara. La selva olía a especias, a almizcle, un olor maduro dulzón de raíces: todos los olores del desenfrenado crecimiento de raíces podridas.

Desde las copas de los árboles, sobre nosotros, los monos aulladores y los monos araña chillaban, e incontables variedades de papagayos gritaban indignadas por nuestra intromisión, mientras otros pájaros de inconcebibles colores relampagueaban de un lado a otro como flechas de advertencia. El aire que nos rodeaba estaba lleno de chupamirtos no más grandes que una abeja, y abanicado por revoloteantes mariposas tan grandes como murciélagos. Bajo nuestros pies, en la hierba, se escuchaba un sonido susurrante de criaturas activas o huidizas. Quizás algunas eran serpientes venenosas, pero la mayoría eran criaturas inofensivas: el pequeño lagarto
itzam
que corre en sus patas traseras; los sapos con dedos prensiles que trepaban los árboles huyendo de nosotros; las iguanas con papadas y crestas multicolores; el lustroso
jaleb
, quien escapaba sólo un corto trecho y luego volviéndose nos miraba fijamente. Aun los animales más grandes y feos, nativos de esas selvas, temían a los humanos: el pesado tapir, el peludo
capybara
, el oso hormiguero con sus formidables garras. A menos de que uno pisara dentro de un arroyo sin precaución, encontraría cocodrilos y caimanes acechando, pero aun esas bestias masivas no eran peligrosas. Nosotros éramos más una amenaza para aquellas criaturas de lo que ellas eran para nosotros. Durante el mes que estuvimos en la selva, las flechas de Glotón de Sangre nos proveyeron de las diversas carnes de
jaleb
, iguanas, de
capybaras
y del tapir. ¿Comestibles, mis señores? Ya lo creo. La carne del
jaleb
no se distingue mucho de la de la zorra; la carne de la iguana es tan blanca y suave como la del cangrejo de río que ustedes llaman langosta; el
capybara
sabe igual al más tierno conejo y la carne del tapir es muy similar a la de su puerco.

Al único de los animales grandes que teníamos que temer era al jaguar. En aquellas selvas del sur, los gatos son más numerosos que en todas las tierras templadas. Por supuesto, que sólo un jaguar demasiado viejo o demasiado enfermo para cazar una presa más ágil atacaría a un hombre ya desarrollado sin ninguna provocación. Sin embargo, el pequeño Cózcatl podía ser una tentación irresistible, así que nunca lo dejábamos fuera del grupo protector de adultos. Y cuando caminábamos por la selva en una hilera, Glotón de Sangre nos hacía llevar nuestras espadas cortas apuntando hacia arriba, derecho sobre nuestras cabezas, porque la manera favorita de cazar del jaguar de la selva es simplemente descolgarse desde la rama de un árbol y dejarse caer sobre su inadvertida víctima, al pasar por debajo. Glotón de Sangre había comprado en Chiapán dos cosas para cada uno de nosotros y creo que no hubiéramos podido sobrevivir en la selva sin ellas. Una era una delicada tela mosquitera en la cual nos enrollábamos aun cuando caminábamos durante el día, tan pestilentes eran los insectos voladores; otra, una cama llamada
gishe
, también conocida por hamaca de cuerdas, que se colgaba entre dos árboles. Era mucho más cómoda que las esterillas o petates, así es que en todos mis viajes siguientes llevé conmigo una
gishe
y siempre la utilizaba en donde había árboles.

Nuestras camas elevadas nos ponían fuera del alcance de las serpientes y las mosquiteras por lo menos disuadían a los murciélagos chupadores de sangre, a los escorpiones y a otras plagas con algo de iniciativa. Pero nada podía mantener lejos a las más ambiciosas criaturas; por ejemplo, a las hormigas, éstas usaban las cuerdas de nuestras
gishes
como puentes y hacían túneles bajo nuestras mosquiteras. Si alguna vez quieren saber lo que se siente con la picadura de una hormiga roja, reverendos frailes, sostengan uno de los cristales del maestro Xibalbá entre el sol y su carne.

Sin embargo, había cosas todavía más horrorosas. Una mañana desperté sintiendo que algo oprimía mi pecho, cautelosamente levanté mi cabeza para ver una mano gruesa, peluda y negra yaciendo en él, una mano dos veces más ancha que la mía. «Un mono me está agarrando —pensé somnoliento—, debe de ser de una nueva raza desconocida, más grande que un hombre». Entonces caí en la cuenta de que aquella cosa pesada era una tarántula «come-pájaro» y que sólo había un delgado mosquitero entre mi carne y sus mandíbulas segadoras. En ninguna otra mañana de mi vida me levanté con tanto celo, aventando el mosquitero y corriendo más allá de las cenizas del fuego del campamento, todo a la vez y gritando de tal manera que puse en pie a todos los demás, casi con tanta urgencia. Debo decir, también, que no todo en la selva es feo, amenazante o pestilente. Para un viajero que toma razonables medidas de precaución, la selva puede ser hospitalaria y bella a la vez. La caza es fácil para tener carne comestible; muchas de las plantas son muy nutritivas; incluso algunos de los hongos parduscos que crecen allí son deliciosos. Hay en la selva una rama de liana muy gruesa que parece tan costrosa y seca como el barro cocido, pero si se corta un pedazo tan largo como un brazo, se puede ver que adentro es tan porosa como un panal de abejas, y si se pone por encima de la cabeza escurrirá una generosa bebida, tan fresca, dulce y fría como el agua. En cuanto a la belleza que la selva encierra, no puedo describir las flores tan brillantes que vi allí, solamente puedo decir que de miles y miles que había, no recuerdo dos similares en forma y color.

Los pájaros más hermosos que vimos eran de las numerosas variedades del
quetzal
, de vividos colores y crestas y plumajes diferentes. Pero sólo dos o tres veces vislumbramos el más primoroso de todos los pájaros, el
quetzal tótotl
: el único con una cola de plumaje esmeralda tan larga como las piernas de un hombre. Ese magnífico pájaro está tan orgulloso de su plumaje como cualquier noble que use sus plumas más tarde. O por lo menos eso me dijo una muchacha maya llamada Ix Ikoki. Me explicó que el
quetzal tótotl
hace su nido en forma globular y que éste es único entre los demás pájaros, porque tiene dos agujeros de entrada. Así el pájaro puede entrar por uno y salir a través del otro sin tener que dar la vuelta por dentro y correr el riesgo de romper una de las espléndidas plumas de su cola. También me dijo Ikoki, que el
quetzal tótotl
come solamente pequeños frutos que arranca de los árboles al pasar volando y los come mientras vuela en lugar de pararse cómodamente en una rama de árbol, para asegurarse que el jugo no gotee ni manche sus plumas colgantes.

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