«Alguno debe ser el primero —dijo ella, no quejándose como una mártir, sino como exponiendo un hecho de la vida—. Estoy contenta de que seas tú. Lo único que desearía es que todos fueran igual. Soy una viuda desamparada con dos hijas y nosotras nos tenemos que contar entre los esclavos y mis niñas tendrán maridos decentes entre la Gente Nube. Si hubiera sabido cuál sería su
tonali
, habría retenido mi leche y dejado morir cuando eran bebés, pero ahora es ya muy tarde para desear sus muertes. Si tenemos que vivir, debo hacer esto y ellas deben aprender a hacerlo también».
«¿Por qué?», pregunté con dificultad, pues estaba caminando haciendo eses y ella me tomó de un brazo para guiarme a través de las oscuras callejuelas del barrio pobre de la ciudad.
Gie Bele señaló sobre su hombro con su mano libre y dijo tristemente: «Antes esa posada era nuestra, pero mi esposo se aburría de la vida de posadero y siempre estaba en busca de aventuras, con la esperanza de encontrar alguna fortuna que nos dejara libres de ese negocio. Encontró algunas cosas raras y singulares, pero ninguna de valor, y mientras se fue endeudando cada vez más con el tratante que prestaba y cambiaba dinero. En su última expedición, mi esposo vio algo que dijo que podía comprar muy barato y sacar un buen provecho de ello. Así es que para tener el dinero necesario empeñó el mesón, dejándola en prenda de pago. —Ella se encogió de hombros—. Nunca regresó. Como el hombre que persiguió el fantasma trémulo de Xtabai en el pantano y desapareció dentro de las arenas movedizas. Eso; fue hace ya cuatro años».
«Y ahora el tratante es el propietario», murmuré.
«Sí. El pertenece a la tribu de los zoque y su nombre es Wáyay. Pero la propiedad no ha sido suficiente como para redimir toda la deuda. El
bishosu
de la ciudad es un hombre bueno, pero cuando la demanda fue presentada delante de él no pudo hacer nada. Entonces fui obligada a trabajar desde el amanecer hasta el anochecer. Y puedo dar gracias de que por lo menos mis niñas no han trabajado así. Se ganan lo que pueden cosiendo bordando o lavando ropa ajena, pero la mayoría de la gente que puede pagar este tipo de trabajo, tienen hijas o esclavos para que lo hagan».
«¿Y por cuánto tiempo más tienes que trabajar para Wáyay?».
Ella suspiró. «De alguna manera la deuda parece que nunca disminuye. He tratado de vencer mi repulsión y ofrecerle a
él
mi cuerpo en parte del pago, pero es un eunuco».
Yo gruñí perversamente divertido.
«Él era sacerdote de algún dios de los zoque y en el éxtasis de un hongo sagrado se cortó sus partes y las dejó en el altar. Sintió mucha pesadumbre e inmediatamente dejó la orden, aunque para entonces ya había reunido para sí, de las ofrendas de los creyentes, lo suficiente como para tener un negocio».
Y gruñí otra vez.
«Las niñas y yo vivimos de la manera más sencilla posible, pero cada día es más difícil para nosotras. Si de todas maneras tenemos que vivir, pues… —Entonces enderezó sus hombros y dijo con firmeza—: Les he explicado qué es lo que debemos hacer. Esta noche se lo demostraré. Ya llegamos, es aquí».
Me precedió haciendo a un lado la cortina de encaje que cubría la puerta de una choza desvencijada de madera y palma. Tenía solamente un cuarto con piso de tierra apisonada, alumbrado por la débil luz de una lámpara alimentada con aceite de pez y pobremente amueblada; había una esterilla en la que sólo podía ver una cobija, un brasero de carbón flameaba débilmente y unos cuantos artículos femeninos estaban colgados en una cuerda amarrada a los delgados troncos de las paredes.
«Mis hijas», dijo ella, indicando a dos muchachas que estaban recargadas de espaldas contra la pared, al otro lado del cuarto.
Yo había estado esperando ver a dos pequeñas rapaces desaliñadas, que mirarían atemorizadas al extranjero que de repente su madre había llevado a casa. Pero una de ellas era casi de mi edad, tan alta y tan bella como su madre, tanto en su cuerpo como en sus facciones; la otra era unos tres años más joven e igualmente bonita. Las dos me miraban con pensativa curiosidad. Estaba sorprendido y perturbado, pero traté de hacer el gesto de besar la tierra delante de ella, y me hubiera ido de bruces si la más joven no me hubiera detenido. Ella se rió ahogadamente y yo también, pero luego me callé y las miré confundido. Muy pocas mujeres tzapoteca muestran su edad hasta que son verdaderamente viejas. Pero esa muchacha que no tendría más de dieciséis o diecisiete años, ya tenía en su pelo negro un mechón estremecedoramente blanco, como un rayo de luz que partía de su frente en medio de la noche.
Gie Bele me explicó: «Un escorpión la picó ahí cuando era apenas una niña que gateaba. Estuvo muy cerca de morir, pero el último efecto fue ese mechón de pelo, por siempre blanco».
«Ella es… las dos son tan bellas como su madre», murmuré galantemente. Pero mi rostro debió mostrar consternación y pena al descubrir que la mujer era lo suficientemente vieja como para ser
mi
madre, porque ella me miró preocupada o casi espantada y dijo:
«No, por favor, no piense en tomar a una de ellas en mi lugar».
Rápidamente se quitó la blusa por encima de su cabeza e instantáneamente enrojeció tanto que sus pechos desnudos se encendieron. «¡Por favor, mi joven señor! Yo sola me ofrecí para usted. Mis niñas todavía no…».
Ella pareció entender mal mi torpe silencio de indecisión; otra vez con premura se desanudó tanto su falda como sus bragas y las dejó caer al piso, quedando completamente desnuda enfrente de mí y de sus hijas.
Yo las miré incómodo y sin duda, con los ojos bien abiertos, tanto como los de las muchachas y debí haberle parecido a Gie Bele que estaba comparando la mercancía. Implorando todavía: «¡Por favor, no mis muchachitas! ¡Úseme a mí!» me cogió forzándome a acostarme a su lado en la esterilla. Estaba demasiado sorprendido como para resistirme, mientras ella arrojaba mi manto a un lado y me arrancaba el taparrabo, diciéndome jadeante:
«El posadero pide cinco semillas de cacao por una
maátitl
y él se queda con dos. Así es que yo sólo le pediré tres. ¿Verdad que es un precio justo?».
Estaba demasiado apenado como para contestar. Nuestras partes privadas estaban expuestas a la vista de las muchachas, quienes las contemplaban como si no
pudieran
mirar hacia otra parte, y su madre en esos momentos estaba tratando de ponerme sobre ella. Quizá las muchachas no estaban acostumbradas a ver el cuerpo de su madre o quizá nunca antes habían visto un órgano masculino erecto, pero de lo que sí estoy seguro es de que nunca antes habían visto a dos personas juntas. A pesar de estar borracho, protesté: «¡Mujer! ¡Mujer! ¡La luz de la lámpara, las muchachas! Por lo menos mándalas afuera mientras nosotros…».
«¡Déjalas que miren! —casi me gritó—. ¡Ellas tendrán que hacer lo mismo aquí en otras noches!». En esos momentos su rostro estaba lleno de lágrimas y al fin me pude dar cuenta de que no estaba tan resignada a ser una prostituta como había tratado de pretender. Miré a las muchachas y les hice un gesto para ahuyentarlas. Asustadas, desaparecieron rápidamente tras la cortina de la puerta. Pero Gie Bele no lo notó y gritó llorando otra vez, como si quisiera humillarse más todavía: «¡Dejemos que vean lo que pronto ellas estarán haciendo!».
«¿Tú quieres que otros vean, mujer? —la regañé—. ¡Pues dejemos que vean a más y mejor!».
En lugar de quedarme extendido sobre ella, rodé sobre mis espaldas cogiéndola al mismo tiempo y sentándola a través de mí y la penetré hasta lo más profundo. Después de ese primer dolor, Gie Bele se relajó lentamente y yació quieta entre mis brazos, aunque podía sentir sus lágrimas que se escurrían continuamente sobre mi pecho desnudo. Bueno, todo sucedió muy rápido y potentemente para mí y ciertamente que ella sintió mi
ornicetl
dentro de sí misma, pero no trató de separarse con violencia como lo hubiera hecho una mujer comprada. Ya para entonces, su propio cuerpo estaba pidiendo que se le satisfaciera y creo que ni siquiera se dio cuenta de si las muchachas estaban o no en el cuarto, por la demostración detallada que estaba dando nuestra posición o por el ruido húmedo de succión hecho por el movimiento de mi
tepuli
que se introducía y se salía de ella. Cuando Gie Bele alcanzó el éxtasis, se alzó y se recostó sobre sus espaldas, los pezones puntiagudos, su largo pelo rozando mis rodillas, sus ojos cerrados apretadamente, su boca abierta como en un mudo llanto como el de los cachorros del jaguar. Después se desplomó suavemente sobre mi pecho, su cabeza junto a la mía y yació así tan quietamente que hubiera pensado que estaba muerta, excepto porque respiraba con cortos jadeos.
Después de un rato, cuando me hube recobrado y estando un poco más sobrio por la experiencia, me di cuenta de que otra cabeza estaba cerca de la mía, al otro lado. Me volví para ver unos inmensos ojos pardos, muy abiertos bajo sus pestañas negras y exuberantes; el bello rostro de una de las hijas. En algún momento había entrado de nuevo en la habitación y se arrodilló a un lado de la esterilla y en esos momentos me estaba mirando intensamente. Yo dejé caer mi manto sobre mi desnudez y la de su madre, que todavía estaba sin moverse.
«
NU shishá skarú
…», empezó a susurrar la muchacha. Pero entonces viendo que no la comprendía, habló suavemente en un náhuatl incorrecto y, con una risita sofocada, me dijo sintiéndose culpable: «Nosotras estuvimos observando por las hendiduras de la pared». Yo gruñí de vergüenza y turbación, y todavía me pongo colorado cuando lo recuerdo. Pero, luego me dijo pensativamente seria: «Siempre pensé que eso sería una cosa muy fea, pero sus rostros se veían tan agradables; como si fueran felices».
Como no estaba en vena de filosofar después de eso, le dije quietamente: «Nunca he creído que esto sea una cosa fea. Pero es mucho mejor cuando lo haces con una persona a la que amas. —Y añadí—: Y en privado, sin tener ratones mirando por las rendijas de las paredes».
Empezó a decir algo más, pero de repente su estómago gruñó más fuerte que su voz. Me miró patéticamente mortificada y trató de pretender que nada había pasado, retirándose un poco de mí.
Yo exclamé: «¡Tienes hambre, niña!».
«¿Niña? —Ella levantó la cabeza con petulancia—. Tengo casi su edad, y soy lo suficientemente grande para… para hacer
eso
. No soy una niña».
Moví a su adormecida madre y le dije: «Gie Bele, ¿cuándo comieron tus hijas por última vez?».
Se incorporó y me dijo con voz suave: «A mí se me permite comer las sobras que quedan en la posada, pero no puedo traer mucho a casa».
«¡Y estás pidiendo tres semillas de cacao!», dije enojado.
Le podría haber hecho notar que era más justo que yo pidiera un salario, por haber representado ante una audiencia o instruido a las jóvenes, pero busqué mi taparrabo en la oscuridad y busqué la bolsa cosida en él. «Toma —le dije a su hija, quien extendió sus manos y puse en ellas unas veinte o treinta semillas de cacao—. Tú y tu hermana vais a comprar comida y leña para encender un fuego. Y cualquier otra cosa que queráis, todo lo que podáis conseguir con esas semillas».
Ella miró sus manos como si yo las hubiera llenado de esmeraldas. Impulsivamente se inclinó y me dio un beso en la mejilla, luego se levantó y salió de la cabaña. Gie Bele se recargó sobre un codo y me miró.
«Eres bondadoso con nosotras… después de que me porté tan mal contigo. Por favor, ¿podría darte placer ahora?».
Yo le dije: «Ya me diste lo que vine a comprar. No estoy tratando de comprar tu afecto».
«Pero yo quiero dártelo», insistió ella. Y empezó a acariciarme en una forma en que solamente lo haría para un hombre de la Gente Nube.
En verdad que eso es mucho mejor cuando se hace amorosamente y en privado. Y en verdad que era una mujer tan atractiva que difícilmente un hombre podría quedar harto de ella. Sin embargo, ya estábamos vestidos cuando las muchachas regresaron, cargadas de comida: un pavo enorme, entero y desplumado, una canasta llena de tortillas, verduras y muchas cosas más. Parloteando alegremente entre ellas encendieron el fuego del brasero, y después la mayor nos preguntó cortésmente si comeríamos con ellas.
Gie Bele les contestó que nosotros ya habíamos comido en la posada. Entonces me dijo que me guiaría de regreso a la posada y encontraría alguna otra cosa en que ocuparse en lo que restaba de la noche, porque si ella se dormía ahora, era seguro que no se despertaría al levantarse el sol. Así es que deseé a las muchachas buenas noches y las dejamos comiendo lo que fue, según supe después, su primera comida decente desde hacía cuatro años. Mientras la mujer y yo caminábamos tomados de las manos por calles y callejuelas, que entonces parecían más oscuras todavía, yo iba pensando en las muchachas hambrientas, en la viuda y desesperada mujer, en el avaro acreedor zoque… y por fin dije abruptamente:
«¿Me venderías tu casa, Gie Bele?».
«¿Qué? —Ella se sorprendió tanto que nuestras manos se desunieron—. ¿Esa choza desvencijada? ¿Para qué la quieres?».
«Oh, pues para reconstruirla mejor, por supuesto. Si continúo dentro del comercio, ciertamente que volveré a pasar por aquí, quizás muy seguido y preferiría un lugar propio a donde llegar que a una posada llena de gente».
Ella se rió de lo absurdo de mi mentira, sin embargo pretendió tomarlo en serio y preguntó: «¿Y en dónde viviremos nosotras?».
«En algún lugar mucho mejor. Pagaré un buen precio, lo suficiente como para que vosotras podáis vivir otra vez confortablemente, como lo merecéis. Y —dije con firmeza— para que las niñas o tú, no tengáis la necesidad de ir a horcajarse en el camino».
«¿Cuánto… cuánto quieres ofrecer en pago?».
«Ahora mismo lo vamos a arreglar. Ya estamos en la posada Por favor lleva luces a la habitación en donde cenamos. Y materiales para escribir… papel y tiza también. Mientras tanto, dime cuál es la habitación del eunuco gordo. Y deja de estarme mirando con miedo; no estoy más trastornado de lo usual».
Sonrió nerviosa y fue a hacer lo que le ordené, mientras yo tomaba una lámpara para encontrar el cuarto del propietario e interrumpí sus ronquidos con una patada en sus amplias nalgas.
«Levántese y venga conmigo —dije, mientras él farfullaba violentamente, todavía atontado por el sueño—. Tenemos negocios que tratar».
«Es medianoche. Usted está borracho. Váyase».