Esa trepidación de algún modo pavorosa, continuó hasta que nuestra carne se estremecía tanto que sentíamos que se iba a separar de nuestros huesos. Entonces fue disminuyendo gradualmente, aquietándose y callándose cada vez más, hasta que emergió de su sonido la pulsación del «tambor dios» que era tamborileado por otro sacerdote. El tambor dios, que era tocado con las manos, servía para representar a cualquier dios cuya ceremonia se celebrara; esa noche por supuesto, su cilindro de madera tenía puesto la máscara gigante, tallada en madera, del dios Tláloc. Con el murmullo del tambor dios como acompañamiento, el sacerdote principal empezó a cantar las salutaciones e invocaciones tradicionales a Tláloc. A intervalos hacía pausas para que nosotros, la multitud, respondiera a coro —como lo hacen sus devotos diciendo «amén»— con el prolongado grito del búho de «hoo-oo-ooo»… Otras veces se detenía mientras sus sacerdotes menores, dando un paso hacia adelante, metían las manos dentro de sus vestidos, sacando pequeñas criaturas acuáticas: una rana, un
axólotl
—salamandra—, una víbora y las levantaban ondulándolas para luego tragárselas vivas y enteras. El sacerdote principal terminó su canto de introducción con las antiquísimas palabras rituales, gritando lo más que pudo: «
¡Tehuan tiezquíaya in ahuéhuetl, in póchotl, TLALOCTZItf!
», que quiere decir: «¡Quisiéramos estar debajo de los cipreses, debajo del árbol de la ceiba, Señor Tláloc!», que equivale a decir: «Pedimos tu protección, tu dominio sobre nosotros». Y al terminar ese grito, todos los sacerdotes en todas partes de la plaza aventaron sobre los fuegos de las urnas, harina de maíz finamente pulverizada que estalló con un crujido agudo y una chispa deslumbrante como si un tenedor de luz hubiera caído entre nosotros. Luego el ¡ba-ra-ROOM! del tambor de truenos nos golpeó nuevamente y siguió haciéndolo hasta que nuestros dientes parecieron aflojarse en nuestras mandíbulas. Sin embargo otra vez se apaciguó y cuando al fin pudimos volver a oír, escuchamos la música tocada por una flauta de arcilla en forma de un boniato; de las «calabazas suspendidas» de diferentes tamaños que daban diferentes sonidos cuando eran tocadas con palos; de la flauta construida con cinco cañas de diferentes longitudes, unidas unas con otras; mientras, destacándose por encima de éstas, el ritmo se mantenía con «el hueso fuerte», la mandíbula dentada de un venado que era raspado con una vara. Junto con la música llegaron los danzantes de ambos sexos, interpretando la Danza de las Cañas en círculos concéntricos. En sus tobillos, rodillas y codos tenían amarradas vainas secas de semillas, que sonaban, susurraban y murmuraban cuando se movían. Los hombres llevaban trajes color azul-agua, cada uno cargando un pedazo de caña del grueso de su muñeca y tan largo como su brazo. Las mujeres iban vestidas con blusas y faldas del color verde pálido de la caña tierna y Tzitzi iba a la cabeza.
Los bailarines, hombres y mujeres, se entremezclaron deslizándose graciosamente al compás de la alegre música. Las mujeres balanceaban los brazos sinuosamente arriba de sus cabezas y se podían ver las cañas mecidas por la brisa. Cuando los hombres agitaban sus pesadas cañas se oía el seco susurro que producían al ser movidas por el suave viento. Entonces la música se hizo más fuerte y las mujeres se agruparon en el centro de la plaza, danzando en un solo lugar mientras los hombres formaban un círculo alrededor de ellas, fingiendo lanzar sus gruesas cañas. Al hacer esto, de éstas salieron una serie de cañas, más y más delgadas, una después de otra. Así cada vez que los hombres hacían el movimiento de lanzar, todas las cañas interiores salían deslizándose y se convertían en una línea larga, cónica y encorvada cuya punta tocaba las puntas de todas las demás cañas. Las bailarinas estaban enramadas por una frágil cúpula de cañas y la muchedumbre de espectadores lanzó otra vez un «hoo-oo-ooo», de admiración. Luego, con un movimiento rápido y corto de sus muñecas, los hombres hicieron que todas aquellas cañas regresaran, deslizándose una dentro de la otra. El ingenioso truco se repitió una y otra vez en diversos diseños, como aquel en que los hombres formaron dos líneas y cada uno de ellos lanzó su larga caña hasta tocar la del hombre de enfrente y las cañas formaron un túnel arqueado a través del cual bailaron las mujeres… Cuando la Danza de las Cañas hubo terminado, siguió un interludio cómico. Dentro de la plaza iluminada por las flamas se arrastraron y cojearon todos aquellos ancianos que padecían enfermedades incurables de los huesos y articulaciones. Esta dolencia, que los tiene siempre encorvados y lisiados, algunos más y otros menos, por alguna razón es especialmente dolorosa durante los meses lluviosos. Así que esos viejos y viejas se esforzaban durante esa ceremonia para bailar ante Tláloc con la esperanza de que, llegada la temporada de aguas, él les tuviera compasión y disminuyera su dolor.
Se mantenían muy serios en su intento, pero como la danza era grotesca debido a sus enfermedades, los espectadores comenzaron a reír entre dientes, luego en voz alta, hasta que los mismos bailarines comprendieron su apariencia ridícula. Uno tras otro empezaron a hacer payasadas, exagerando lo absurdo de su cojera o traba. Finalmente todos brincaban a cuatro patas como ranas, o se tambaleaban de lado como los cangrejos, o escarbaban como las tortugas de mar atrapadas en la playa, o encorvaban sus cuellos el uno al otro como grullas durante la época de celo, y la muchedumbre que los observaba gritaba desternillándose de risa. Los ancianos bailarines se entusiasmaron tanto que prolongaron sus cabriolas feas e hilarantes hasta tal punto que los sacerdotes se vieron obligados a sacarles a la fuerza de la escena. Puede que le interese saber, Su Ilustrísima, que esos suplicantes esfuerzos nunca influyeron en Tláloc a que beneficiara a un solo inválido, muy por el contrario, muchos de ellos quedaban encamados para siempre a partir de aquella noche, pero aquellos viejos tontos que todavía podían caminar seguían yendo a bailar año tras año.
Después vino la danza de las
auyanime
, aquellas mujeres cuyos cuerpos ningún hombre a excepción de un guerrero o un campeón podían tocar. Eran especialmente escogidas por su belleza y gracia; adiestradas en las artes del amor y se decía que podían hacer levantar a un guerrero muerto sólo con los jugueteos previos a su acto de amor. La danza que interpretaban se llamaba el
quequezcuícatl
, «la danza de las cosquillas», porque despertaba tantas sensaciones entre los espectadores, ya fueran hombres o mujeres, jóvenes o viejos, que frecuentemente era necesario refrenarlos para que no corrieran hacia las bailarinas e hicieran algo execrable e irreverente. La danza era tan explícita en sus movimientos que, aunque las
auyanime
bailaban solas y cada una de ellas bastante retirada de las otras, usted juraría que tenían compañeros desnudos e invisibles con quienes…
Sí. Muy bien, Su Ilustrísima.
Después de que las
auyanime
hubieron dejado la plaza jadeando, sudando, con sus cabellos revueltos, sus piernas débiles e inestables, trajeron, al hambriento retumbar del tambor dios, a un niño y a una niña de más o menos cuatro años de edad, en una silla de manos cargada por varios sacerdotes. Como al Venerado Orador Tíxoc, ya difunto y no lamentado, le había faltado entusiasmo para hacer la guerra, no había niños cautivos de alguna otra nación disponibles para el sacrificio de esa noche, por lo que los sacerdotes habían tenido que comprar aquellos a unas familias de esclavos locales. Los cuatro padres estaban sentados muy hacia el frente de la plaza y observaban con orgullo, que posiblemente estaba teñido de melancolía, cómo sus hijos desfilaban varias veces enfrente de ellos durante las varias vueltas que dieron a la plaza.
Tanto los padres como los niños tenían razón para enorgullecerse, porque el niñito y la niñita habían sido comprados antes, con suficiente tiempo como para haber estado bien cuidados y alimentados, indudablemente mejor de lo que jamás lo habían sido en sus vidas o lo hubieran estado de seguir viviendo. En esos momentos se les veía gorditos y animados, saludando felices a sus padres y a todos los demás que dentro de la multitud los saludaban. Iban tan bien vestidos como nunca lo hubieran podido estar, pues llevaban trajes que representaban a los espíritus tlatloque, quienes atienden al dios de la lluvia. Sus pequeños mantos eran del más fino algodón, de un color verde-azul con dibujos de gotas plateadas de lluvia y llevaban en sus espaldas unas alas de papel aceitado que parecían nubes blancas. Como ya había sucedido en otras ceremonias anteriores en honor de Tláloc, los niños se comportaban de una manera que no era la que se esperaba de ellos. Se deleitaban tanto por el ambiente festivo, por el colorido, las luces y la música, que brincaban riendo y rebosaban de alegría tan radiantemente como el sol, que era por supuesto todo lo contrario de lo que debería ser. Entonces, como de costumbre, los sacerdotes más cercanos a su silla de manos tenían que extender sus manos furtivamente y pellizcarles las nalgas. Al principio los niños se desconcertaban, pero luego se sentían verdaderamente doloridos. El niño y la niña empezaron a quejarse, luego a llorar y a gemir como era lo apropiado. Cuanto más llanto, más truenos; cuantas más lágrimas, más lluvia.
La multitud participó en los llantos, como era lo usual en esa ceremonia. Incluso los hombres grandes y los guerreros lloraban, hasta que las montañas de los alrededores retumbaban con los ecos producidos por los gruñidos, los sollozos y el sonido de la gente golpeándose los pechos. Todos los tambores e instrumentos musicales estaban sonando en esos momentos, aumentando así el ruido de la pulsación del tambor dios y los sollozos de la muchedumbre, mientras los sacerdotes bajaban la silla de manos hacia el otro lado de "la gran bañera de piedra llena de agua, cerca de la pirámide. Ese ruido combinado era tan increíblemente fuerte que ni siquiera el sacerdote principal podía escuchar sus propias palabras, que cantaba sobre los dos niños cuando los sacó de la silla y los levantó uno por uno para que Tláloc pudiera verlos y diera su aprobación.
Entonces se acercaron dos sacerdotes, uno con un recipiente pequeño y el otro con un cepillo. El sacerdote principal se agachó encima del niño y de la niña y aunque nadie podía oírle, todos sabíamos qué les estaba diciendo, les explicaba que iba a ponerles una máscara para que el agua no entrara en sus ojos mientras nadaban en el tanque sagrado. Todavía lloriqueaban, no sonreían, sus mejillas estaban mojadas por las lágrimas, pero no protestaron cuando el sacerdote cepilló abundantemente el hule líquido sobre sus caras, dejando libres solamente los labios como botones de flor. No podíamos ver sus expresiones cuando el sacerdote les dio la espalda para cantar hacia la muchedumbre, todavía sin que pudiera oírsele, la última apelación para que Tláloc aceptara este sacrificio, y a cambio de él el dios mandara una temporada abundante en lluvia y demás.
Los asistentes levantaron a los niños por última vez y el sacerdote principal embadurnó rápidamente el pesado líquido de hule en las partes inferiores de sus caras, cubriéndoles sus bocas y sus narices y casi al mismo tiempo los asistentes dejaron caer a los niños dentro del estanque, donde el agua fría cuajó el hule instantáneamente. Como ven, la ceremonia requería que los sacrificados murieran
en
el agua, pero no
a causa
de ella. Así es que no se ahogaron; se sofocaron lentamente bajo la gruesa máscara de hule inamovible e irrompible, mientras, se sacudían desesperadamente en el agua y se hundían y volvían a salir y se volvían a hundir de nuevo, en tanto que la muchedumbre sollozaba sus lamentaciones y los tambores e instrumentos continuaban gritando a su dios con su cacofonía. Los niños chapotearon cada vez más débilmente, hasta que, primero la niña y después el niño, dejaron de moverse debajo del agua, con las alas blancas flotando, extendidas, inmóviles en la superficie.
¿Que fue un asesinato a sangre fría, Su Ilustrísima? Pero si eran niños esclavos. De otra manera hubieran tenido una vida de brutos; quizá cuando hubieran crecido se habrían emparejado y engendrado más brutos. Y al morir lo habrían hecho sin ningún propósito y habrían languidecido durante una eternidad pesada y aburrida en la oscuridad y la nada de Mictlan. En cambio, murieron en honor de Tláloc y para beneficio de nosotros, los que seguíamos viviendo, y con su muerte ganaron una vida feliz para siempre en el mundo lujuriosamente verde de Tláloc.
¿Que es una superstición bárbara? Sin embargo la siguiente temporada de lluvias fue tan copiosa, tanto como un cristiano la hubiera implorado, y nos dio una bella cosecha.
¿Cruel? ¿Atroz? ¿Desgarrador? Bueno, sí… Sí, por lo menos así lo recuerdo, porque ésa fue la última ceremonia feliz que Tzitzitlini y yo pudimos gozar juntos.
Cuando el
acali
del príncipe Huexotzinca vino a recogerme, no llegó a Xaltocan hasta después de mediodía, porque era temporada de fuertes vientos y los remeros habían tenido una travesía turbulenta. El regreso también fue agitado, el lago se enturbiaba con olas revueltas de las que el viento arrancaba y lanzaba una espuma que escocía, así es que no llegamos al embarcadero de Texcoco hasta que el sol, Tezcatlipoca, estaba medio dormido. Aunque los edificios y las calles de la ciudad empezaban allí, en el área de los muelles, aquel distrito realmente no era más que un suburbio de industrias y moradas, a la orilla del lago; astilleros, talleres para tejer redes, sogas, ganchos y todo lo demás, y las casas de los barqueros, de los pescadores y de los cazadores de aves. El centro de la ciudad estaba a una distancia de una gran carrera hacia el interior. Ya que nadie del palacio había venido a recogerme, los remeros de Huexotzinca voluntariamente se ofrecieron a caminar conmigo parte del camino, ayudándome a cargar los bultos que llevaba: alguna ropa adicional, otra serie de pinturas que me había regalado Chimali, una canasta de dulces garapiñados cocinados por Tzitzi.
Mis acompañantes me dejaron, uno por uno, al llegar a sus respectivas casas. Sin embargo el último me aseguró que si seguía en línea recta, no podía dejar de reconocer el palacio que se encontraba en la gran plaza central. Para entonces ya estaba completamente oscuro y no había mucha gente caminando en esa noche en que el viento soplaba con ráfagas violentas, pero las calles estaban iluminadas. Cada casa parecía estar bien provista de lámparas con aceite de coco o de
ahuácatl
o de aceite de pescado o cualquier otro combustible que los propietarios podían adquirir. Sus luces escapaban fuera, a través de los huecos de las ventanas de las casas, aun de aquellas que estaban cubiertas por contraventanas o cortinas de tela o celosías de papel encerado. Además, había una antorcha ardiendo en cada esquina: altos palos rematados por canastas de cobre en donde ardían astillas de pino, de las que se desprendían al impulso del viento pedacitos de resina hirviente. Algunos de esos postes estaban colocados en los huecos que habían sido taladrados a través de los puños de las estatuas de piedra, erguidas o agachadas, que representaban a diversos dioses. No había caminado mucho cuando empecé a sentirme cansado, pues iba cargado con muchos bultos y el viento me golpeaba continuamente. Sentí un gran alivio al ver en la oscuridad de la calle una banca de piedra asentada bajo un árbol
tapa-chini
brillando en el rojo de sus flores. Me senté un rato agradecido, disfrutando al ser levemente golpeado por los pétalos escarlata del árbol arrancados por el viento. Entonces me vine a dar cuenta de que en el banco en el que estaba sentado, había una desigualdad debido a un dibujo tallado. Sólo tuve que empezar a trazarlo con mis dedos, ni siquiera tuve que mirarlo en la oscuridad, sabía que era una escritura-pintada y lo que decía.