Con el tiempo, me di cuenta de que ningún noble, ni siquiera uno honorario o provisional como yo, jamás tenía que hacer algo por sí mismo. Cuando un noble levantaba la mano para desabrochar el broche del hombro de su magnífico manto de plumas, simplemente lo soltaba y éste nunca llegaba al suelo; algún sirviente estaba allí, listo para tomarlo de sus hombros, y
el noble sabía que siempre habría alguien allí
. Si un noble doblaba las piernas para sentarse, nunca miraba atrás, aunque se desplomara por haber tomado
octli
en exceso, pues nunca caería al suelo; una
icpali
siempre sería deslizada debajo de él,
y él sabía que la silla estaría allí
.
Por un tiempo yo me preguntaba si la gente noble nacía con ese alto grado de aplomo o si podría yo adquirirlo por medio de la práctica. Sólo había una manera de saberlo. A la primera oportunidad que tuve, no recuerdo en qué ocasión, entré en una sala llena de señores y señoras, hice los saludos apropiados y me senté con aplomo y sin mirar atrás. La
icpali
estaba allí. Ni siquiera eché una mirada atrás para ver de dónde había venido. Para entonces ya sabía que una silla, o cualquier cosa que yo deseara y esperara de mis inferiores, siempre estaría allí. Ese pequeño experimento me enseñó .una cosa que jamás olvidé. Para poder exigir el respeto, la deferencia y los privilegios reservados a la nobleza, lo único que tenía que hacer era osar
ser
un noble.
A la mañana siguiente a mi llegada, el esclavo Cózcatl llegó con mi desayuno y una cantidad considerable de ropa nueva para mí, más de la que me había puesto y gastado durante toda mi vida anterior. Me trajo unos taparrabos y mantos de brillante algodón blanco, hermosamente bordados. También sandalias de ricos y moldeables cueros, incluyendo un par doradas para ser usadas en las ceremonias y que se ataban casi hasta las rodillas. La Señora de Tolan incluso me había enviado un broche de piedra de heliotropo, para mis mantos que hasta entonces había llevado solamente anudados sobre mi hombro.
Cuando me hube vestido con uno de esos trajes estilizados, Cózcatl me condujo de nuevo por los terrenos ilimitados del palacio, indicándome las salas de estudio. Había muchas más materias de estudio disponibles allí que en cualquier
calmécac
. Naturalmente las que más me interesaban eran las relacionadas con el conocimiento de las palabras, como historia, geografía y demás. Pero podría también, si así lo decidía, asistir a las lecciones de poesía, orfebrería en oro y plata, hechura de plumaje, recorte de gemas y otras artes diversas.
«Las lecciones que no requieren aperos y bancos únicamente tienen lugar dentro de un edificio durante el mal tiempo —dijo mi pequeño guía—. Los días agradables, como éste, los Señores Maestros y sus estudiantes prefieren trabajar al aire libre».
Podría ver a los grupos sentados sobre el césped o alrededor de los pabellones de mármol. Cada maestro en cada grupo era un hombre ya entrado en años, que llevaba el manto amarillo que le distinguía, pero sus alumnos eran diversos: hombres y muchachos de diferentes edades, incluso aquí y allá una muchacha o un esclavo, sentados a corta distancia.
«¿Los estudiantes no son clasificados según sus edades?», pregunté.
«No, mi señor, lo son por su capacidad. Algunos han avanzado más en una materia que en otra. La primera vez que usted asista, será interrogado por cada Señor Maestro para determinar en qué grupo de estudiantes sería conveniente que usted estuviera; por ejemplo, entre los principiantes, los aprendices o los avanzados y demás. El Señor Maestro lo clasificará según los conocimientos que usted ya tenga y según a lo que a su juicio sea usted más apto para aprender».
«¿Y las muchachas? ¿Y los esclavos?».
«Cualquier hija de un noble tiene permiso a asistir desde el primero hasta el más alto grado, si demuestra la capacidad y el deseo. La mayoría de ellas estudian sólo hasta poder conversar inteligentemente sobre algunos temas, para que si se llegan a casar con esposos estimables, no avergonzarlos cuando asistan a las reuniones de la Corte. Los esclavos tienen permitido estudiar hasta donde sea compatible con sus empleos individuales».
«Tú mismo hablas muy bien para ser un
tlacotli
tan joven».
«Gracias, mi amo. Estudié hasta llegar a aprender a hablar buen náhuatl y el comportamiento y los rudimentos del manejo de la casa. Cuando tenga más edad, me aplicaré para recibir un mayor adiestramiento, con la esperanza de llegar a ser algún día Maestro de las Llaves en alguna casa de la nobleza».
Dije grandiosa, expansiva y generosamente: «Cuando llegue a tener una casa noble, Cózcatl, te prometo ese puesto».
No dije «si», dije «cuando». Ya no soñaba ociosamente con elevarme rápidamente al estado de noble, lo estaba ya vislumbrando. Me quedé allí parado en aquel parque tan bello, con mi sirviente al lado y me enderecé en toda mi estatura dentro de mis ropas nuevas y finas, y sonreí al pensar en el gran hombre que llegaría a ser. Ahora, en este momento que estoy sentado aquí entre ustedes, mis reverendos amos, encorvado y consumido en mis harapos, sonrío al pensar en el joven jactancioso y pretencioso que fui. El Señor Maestro de Historia, Neltitica, quien parecía ser lo suficientemente viejo como para haber
experimentado
toda la historia, anunció al grupo de estudiantes: «Hoy tenemos entre nosotros un nuevo
píltontli
, estudiante, un mexícatl quien será conocido por el nombre de Cabeza Inclinada».
Me sentía tan contento de ser presentado como un «joven noble» estudiante, que no reculé esta vez por el apodo.
«Quizá sería usted tan amable, Cabeza Inclinada, en darnos una breve historia de su pueblo mexica…».
«Sí, Señor Maestro», dije confiadamente. Me paré y cada rostro del grupo se volvió hacia mí para mirarme fijamente. Aclaré la voz y dije lo que me habían enseñado en la Casa del Aprendizaje de Modales en Xaltocan:
«Sepan, entonces, que originalmente mi pueblo habitaba una región muy al norte de estas tierras. Era Aztlan, El Lugar de las Garzas Niveas, y en aquel entonces mi pueblo se llamaba a sí mismo los aztlantlaca o los azteca, la Gente Garza. Sin embargo, Aztlan era un país duro y su dios principal, Huitzilopochtli, habló a mi pueblo acerca de una tierra generosa que encontrarían hacia el sur. Dijo que sería un viaje largo y difícil, pero que reconocerían su nueva patria cuando encontraran en ella un
nopali
en el que estuviera parada un águila dorada. Así es que todos los azteca abandonaron todo: sus finos hogares, sus palacios, sus pirámides, sus templos, sus jardines y se encaminaron hacia el sur».
A alguien del grupo de estudiantes se le escapó una risita.
«El viaje duró gavilla tras gavilla de años y tuvieron que pasar por las tierras de muchos otros pueblos. Algunos les fueron hostiles; pelearon con ellos e intentaron que los azteca regresaran. Otros fueron hospitalarios y dejaron que descansaran entre ellos, algunas veces por corto tiempo, otras por muchos años, y estos pueblos fueron pagados con el ser instruidos en el noble lenguaje, las artes y las ciencias únicamente conocidas por los azteca».
Alguien del grupo murmuró y otro rió ahogadamente.
«Cuando los azteca llegaron finalmente a este valle fueron recibidos amablemente por los tecpanecas, la gente de la orilla occidental del lago, quienes les cedieron Chapultépec como lugar de descanso. Los aztecas vivieron en aquella colina del Chapulín mientras sus sacerdotes seguían vagando por el valle en la búsqueda del águila en el
nopali
. El
nopali
en el lenguaje tecpaneca era llamado
tenochtli
, así es que ese pueblo llamó a los azteca los tenochca y con el tiempo los azteca también tomaron ese nombre para ellos mismos: la Gente Cacto. Como Huitzilopochtli había prometido, los sacerdotes encontraron la señal, un águila dorada parada sobre un
nopali
y la encontraron en una isla del lago que no estaba poblada. Todos los tenochca-azteca inmediatamente y gozosamente se trasladaron de Chapultépec a esa isla».
Alguien del grupo se rió abiertamente.
«En la isla construyeron dos grandes ciudades, una que se llama Tenochtitlan, Lugar de la Gente Tenochtli Cacto, y la otra se llama Tlaltelolco, Lugar de Roca. Mientras ellos construían sus ciudades, los tenochca notaron que cada noche podían ver desde su isla a la luna Metztli reflejada en las aguas del lago. Así es que también llamaron a su nuevo lugar de residencia Metztli-Xictli, que significa En Medio de la Luna. Con el tiempo lo acortaron a Mexitli y luego a México, finalmente llegaron a llamarse a sí mismos los mexica. Por signo adoptaron el águila posada en el
nopali
, y ésta agarrando con el pico el glifo parecido a un listón que simboliza la guerra».
Aunque un buen número de mis nuevos compañeros se estaban riendo en ese momento, perseveré.
«Entonces, los mexica empezaron a extender su influencia y su dominio y muchos pueblos se beneficiaron, lo mismo como mexica adoptivos o como aliados o socios mercantiles. Aprendieron a adorar a nuestros dioses o a variaciones de ellos y nos dejaron apropiarnos de los suyos. Aprendieron a contar con nuestra aritmética y marcar el tiempo con nuestros calendarios. Nos pagan tributo con bienes y con moneda por el miedo a nuestros invencibles ejércitos. Hablan nuestro lenguaje en deferencia a nuestra superioridad. Los mexica han construido la más poderosa civilización que se haya conocido en este mundo, y MexicoTenochtitlan se levanta en su centro…
In Cem-Anáhuac Yoyotli
, El Corazón del Único Mundo».
Besé la tierra en saludo al anciano Señor Maestro y me senté. Todos mis compañeros estaban levantando la mano, pidiendo permiso para hablar, mientras organizaban un gran clamor que iba desde las risas hasta los gritos de mofa. El Señor Maestro hizo un gesto imperioso y el grupo se quedó quieto y silencioso.
«Gracias, Cabeza Inclinada —dijo cortésmente—. Me preguntaba cuál sería la versión que estaban enseñando las
telpochcaltin
mexica en estos días. En historia, usted no conoce casi absolutamente nada, joven señor, y lo poco que sabe está equivocado en casi todo».
Enrojecí como si hubiera sido abofeteado. «Señor Maestro, usted me pidió una historia breve. Puedo ampliarla con más detalle».
«Sea usted tan amable de no hacerlo —dijo—, y en compensación le haré el favor de corregir sólo uno de los detalles ya ofrecidos. Las palabras mexica y mexico no derivan de Metztli, la luna». Señaló con un movimiento de su mano para que me sentara y se dirigió a todos los estudiantes.
«Jóvenes señores y señoras, esto esclarece lo que con frecuencia les he dicho de la historia del mundo que probablemente escucharán, porque algunas narraciones están tan llenas de imposibles invenciones como de vanidad. Es más, nunca he encontrado a un historiador o a ninguna clase de profesional erudito, que pudiera poner en su trabajo la más mínima traza de humor, de picardía o de jovialidad. No he hallado a ninguno que no considerara su materia en particular como la más vital y digna de estudio. Ahora bien, sí concedo importancia a esas obras eruditas, pero, ¿es necesario que la importancia ponga siempre una cara larga de severa solemnidad? Quizá los historiadores sean hombres serios y la historia sea a veces tan solemne que entristezca. Sin embargo, la historia está hecha por
gente
y ésta frecuentemente comete travesuras o da cabriolas mientras la hace. La verdadera historia de los mexica lo confirma».
Me habló directamente a mí, otra vez. «Cabeza Inclinada, sus antepasados azteca no aportaron nada a este valle: ninguna sabiduría antigua, ningún arte, ninguna ciencia, ninguna cultura. Lo único que trajeron fueron sus propias personas: un pueblo nómada, furtivo, lamentablemente armado, que llevaban pieles raídas repletas de sabandijas y que adoraban a un dios repulsivamente bélico ansioso de matanzas y de derramamiento de sangre. Ese populacho fue odiado y repelido por todas las demás naciones ya instaladas en este valle. ¿Podría algún pueblo civilizado dar la bienvenida a una invasión de groseros mendigos? Los azteca no se establecieron en aquella isla de la ciénaga, en medio del lago, porque su dios les diera una señal y no fueron hasta allí alegremente. Se quedaron en aquel lugar porque no había otro a donde ir, y nadie más había tenido interés en apropiarse de ese pedazo de tierra rodeado de pantanos».
Mis compañeros me observaban con el rabillo del ojo. Intenté no demostrar ninguna angustia ante las palabras de Neltitica.
«Los azteca no construyeron inmediatamente grandes ciudades ni ninguna otra cosa; tuvieron que utilizar todo su tiempo y energía en encontrar algo para comer. No tenían permitido pescar, porque los derechos de pesca pertenecían a las naciones que los rodeaban. Así es que durante mucho tiempo sus antepasados subsistieron con gran dificultad comiendo cosas repugnantes como gusanos, insectos acuáticos, los huevos viscosos de esos bichos asquerosos y la única planta comestible que crecía en esa miserable ciénaga. Ésta era el
mexixin
, el mastuerzo común, una hierba áspera y de sabor amargo. Sin embargo, si sus ascendientes no tenían otra cosa, Cabeza Inclinada, sí poseían un mordaz sentido del humor. Dejaron de usar el nombre de azteca y se llamaron a sí mismos, con una mofa irónica, los mexica».
El solo nombre produjo más risas entre los estudiantes bien informados. Neltitica continuó:
«Con el tiempo, los mexica inventaron el sistema
chinámitl
de cultivar cosechas adecuadas, pero aun entonces sólo laboraban para sí mismos un mínimo de alimentos básicos, como el maíz y el frijol. Sus
chinampa
se usaban principalmente para sembrar los vegetales y hierbas menos usuales como jitomates, salvia, cilantro y camotes que sus vecinos más elegantes no se molestaban en cultivar. Y los mexica trocaban esas golosinas por los utensilios que necesitaban: aperos, materiales de construcción, telas y armas, que de otra manera las naciones de tierra firme no les hubieran dado voluntariamente. Desde entonces y en adelante, progresaron rápidamente hacia la civilización, la cultura y el poder militar. Pero nunca olvidaron aquella hierba amarga que les había sostenido al principio, el
mexixin
, y no abandonaron el nombre que habían adoptado de ésta. Mexica es un nombre que ha venido a ser conocido, respetado y temido por todo nuestro mundo, pero solamente quiere decir…».