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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (27 page)

Dije: «Me enseñaron que la Serpiente Emplumada realmente vivió una vez en estas tierras y que algún día regresará otra vez».

«Sí, Cabeza Inclinada, de lo que podemos entender de los restos de la escritura tolteca, es verdad que vivió una vez. Fue hace mucho tiempo Uey-Tlatoani, o como los llamaran los tolteca, y debió de haber sido un gobernante muy bueno. Se dice que Quetzacóatl, el hombre no el dios, inventó la escritura, los calendarios, los mapas de las estrellas y los números que usamos. También se dice que nos dejó la receta del
ahuacamoli
y de todas las otras
moli
, salsas, aunque realmente no puedo imaginarme a Quetzalcóatl haciendo el trabajo de un cocinero».

Se sonrió y sacudió su cabeza, luego se puso seria otra vez. «Se dice que durante su reinado, en todos los terrenos agrícolas crecían no sólo el algodón blanco, sino también algodón de todos los colores como si ya hubiesen sido teñidos, y que un hombre sólo podía cargar una sola mazorca de maíz. Se dice también que no había desiertos en aquel tiempo, sino árboles frutales y flores creciendo por doquier, en gran abundancia, y el aire estaba perfumado de todas esas fragancias, entremezcladas…».

Yo pregunté: «¿Usted cree, mi señora, que es posible que él regrese otra vez?».

«Bien, él se fue lejos antes de que lo hiciera su pueblo, y se fue solo. Las leyendas dicen que después de haber hecho mucho bien a su pueblo, Quetzalcóatl, de alguna manera y sin quererlo, cometió un pecado tan pavoroso, o hizo
algo
que violentó tanto sus propias y elevadas normas de conducta, que voluntariamente abdicó su trono. Se fue hacia la orilla del mar oriental y construyó una balsa, unos dicen que la hizo con plumas tejidas entrelazadas, otros que la construyó entretejiendo víboras vivas. En sus últimas palabras a los afligidos tolteca, les juró que regresaría algún día. Remó lejos y se desvaneció más allá de la orilla oriental del océano. Desde entonces, Serpiente Emplumada ha sido el único dios reverenciado por cada nación y cada pueblo que conocemos. Sin embargo todos los tolteca han desaparecido desde entonces y Quetzalcóatl todavía no ha regresado».

«Pero puede ser que ya lo hubiera hecho, puede ser que sí —dije—. Según nuestros/sacerdotes, los dioses caminan frecuentemente entre nosotros sin ser reconocidos».

«Como mi Señor Padre —dijo Ixtlil-Xóchitl riéndose—, pero yo creo que sería muy difícil que no reconociéramos a Quetzalcóatl. La reaparición de un dios ciertamente debería hacer mucho ruido. Ten la seguridad, Cabeza Inclinada, de que si alguna vez regresa Quetzalcóatl, con o sin comitiva tolteca, lo reconoceremos».

Abandoné Xaltocan cerca de la temporada de lluvias en el año Cinco Cuchillo y a excepción de anhelar la presencia de Tzitzitlini, había estado tan absorto en mis estudios y en los deleites de la vida de palacio, que apenas me había dado cuenta del rápido transcurrir del tiempo. Francamente me sorprendí cuando mi compañero de escuela, el príncipe Huexotzinca, me informó que en dos días más sería el primero de los
nemontemtin
, los cinco días muertos. Tuve que contar con mis dedos para poder creer que ya había estado fuera de mi casa más o menos un año entero y que éste se acercaba a su fin.

«Todas las actividades serán interrumpidas durante los días huecos —dijo el joven príncipe—. Así es que este año tendremos la oportunidad de movilizar toda la Corte hacia nuestro palacio de Texcoco, y celebrar allí el mes de Cuáhuitl Ehua».

Tse era el primer mes de nuestro año solar. Su nombre significa El Árbol Es Levantado y se refiere a las numerosas y elaboradas ceremonias durante las cuales las gentes de todas las naciones tenían la costumbre de suplicar al dios de la lluvia, Tláloc, que el siguiente verano fuera abundante en lluvias.

«Como estoy seguro de que querrás estar con tu familia en esta ocasión —continuó Huexotzinca—, te pido que aceptes que mi
acali
personal te lleve hasta allá. Lo enviaré otra vez por ti cerca del Ciiáhuitl Ehua, para que te reúnas con nosotros en la Corte de Texcoco».

Todo eso sucedió muy repentinamente, pero acepté mostrándole mi gratitud por su amabilidad.

«Solamente te pido una cosa —dijo—. ¿Podrías estar listo para partir mañana temprano? Comprende, Cabeza Inclinada, que mis remeros querrán estar de vuelta a sus hogares de la playa, sanos y salvos antes de que empiecen los días muertos».

¡Ah, el Señor Obispo! Una vez más estoy contento y me siento muy honrado de que Su Ilustrísima adorne con su presencia nuestra pequeña reunión. Y una vez más, mi señor, su indigno siervo se atreve a darle la bienvenida saludándolo respetuosamente.

…Sí, entiendo, Su Ilustrísima. Usted dice que hasta estos momentos no he hablado lo suficiente sobre los bárbaros ritos religiosos de mi pueblo y que usted en persona quiere oír especialmente acerca de nuestro temor supersticioso por los días huecos y que también desea escuchar mi narración sobre los ritos paganos de petición al dios de la lluvia. Entiendo, mi señor, y no se preocupe usted, que diré todo lo que sus oídos desean escuchar. En el caso de que mi viejo cerebro vague en sus recuerdos o de que mi lengua ya vieja pase demasiado superficialmente sobre algunos detalles pertinentes, por favor, Su Ilustrísima, no vacile usted en interrumpirme con preguntas o demandas para su esclarecimiento.

Sepan ustedes que fue en el día seis antes del último día del año Seis Casa, cuando el endoselado
acali
tallado, y con banderolas del príncipe Huexotzinca, me dejó en el embarcadero de Xaltocan. La espléndida nave con seis remeros que me habían prestado, avergonzó un poco a la canoa descubierta de dos remos del Señor Garza Roja, quien ese mismo día regresaba con su hijo de la escuela, para el mes ceremonial de Cuáhuitl Ehua. Incluso yo iba mucho mejor vestido que ese principito de provincia, y Pactli inclinó la cabeza involuntariamente congraciándose conmigo, antes de reconocerme; al hacerlo, su rostro se heló.

En mi casa se me dio una bienvenida como a un héroe que regresara de una guerra. Mi padre puso sus manos sobre mis hombros, que ya habían alcanzado casi la misma estatura de los suyos y también su anchura. Tzitzitlini me envolvió con sus brazos, apretándome de una manera que hubiera parecido propia de una hermana para alguien que no hubiera visto cómo sus uñas se clavaban sugestivamente en mi espalda. Hasta mi madre estaba admirada, especialmente por mi traje. Yo llevaba, deliberadamente, mi manto más bellamente bordado, sosteniéndolo con mi broche de hematita al hombro y calzaba mis sandalias doradas que se ataban casi hasta la rodilla.

Amigos, familiares y vecinos se arremolinaban a mi alrededor, para mirar embobados al viajero que había regresado. Me sentí muy feliz al ver entre ellos a Tlatli y a Chimali, quienes habían tenido que mendigar el viaje desde Tenochtitlan, en unos de los
acáltin
cargadores de cantera que regresaban a la isla para ser amarrados en el embarcadero durante los cinco días muertos. Los tres cuartos y el zaguán de mi casa, que parecían haberse contraído curiosamente, se desbordaban de visitantes. No atribuyo eso a mi popularidad personal, sino al hecho de que a la medianoche, empezarían los días huecos, durante los cuales no habría ninguna reunión social.

Pocas personas entre las allí reunidas, a excepción de mi padre y de algunos otros canteros, habían salido de nuestra isla y naturalmente estaban ansiosos de oír acerca del mundo exterior. Sin embargo, hicieron pocas preguntas, parecían estar muy contentos escuchándonos a Chimali, a Tlatli y a mí intercambiar las experiencias vividas en nuestras respectivas escuelas.

«¡Escuelas! —resopló Tlatli—. Es bien poco el tiempo precioso que tenemos para trabajos escolares. Cada día los viles sacerdotes nos levantan en la madrugada para barrer y limpiar nuestros cuartos y todos los demás del edificio. Luego tenemos que ir al lago a atender las
chinampa
de la escuela y a recoger maíz y frijol para la cocina, o ir por todo el camino de la tierra firme a cortar madera para los fuegos sagrados y a partir y llenar bolsas con espinas de maguey».

Dije: «La comida y la leña lo puedo entender, pero ¿para qué las espinas?».

«Para penitencia y castigo, amigo Topo —gruñó Chimali—. Violas la menor regla y un sacerdote te obliga a pincharte repetidas veces. En los lóbulos de las orejas, en los pulgares y brazos, incluso en las partes privadas. Estoy punzado en todas partes».

«También sufren hasta los que se comportan muy bien —agregó Tlatli—. Un día sí y otro no, parece que hay una fiesta para algún dios, incluyendo a muchos de los que jamás he oído hablar, y cada muchacho tiene que verter su sangre para la ofrenda».

Uno de los que escuchaba preguntó: «¿Y cuándo tenéis tiempo de estudiar?».

Chimali hizo una mueca. «El poco tiempo que nos queda no, nos rinde mucho. Los maestros sacerdotes no son hombres instruidos. No saben nada excepto lo que está en los libros de texto y éstos están ya tan viejos y manchados que se cae a pedazos la corteza».

Tlatli dijo: «Chimali y yo tenemos suerte, aunque sea en dos aspectos. Nosotros no fuimos a aprender-libros, así es que la falta de esto no nos preocupa, además, pasamos la mayor parte de los días en los talleres de nuestros maestros de arte, quienes no pierden el tiempo en esas boberías religiosas. Nos hacen trabajar muy duro, así es que
aprendemos
lo que
nosotros
fuimos a aprender».

«Lo mismo les sucede a algunos otros muchachos —dijo Chimau—. Aquellos que como nosotros son aprendices de físicos, trabajadores en pluma, músicos y demás; pero siento piedad hacia los que fueron a aprender las materias del arte del conocimiento de palabras. Cuando no están ocupados en ritos y en su propia mortificación o en labores serviles, son instruidos por sacerdotes que son tan ignorantes como cualquiera de los estudiantes. Puedes alegrarle, Topo, de no haber podido entrar en un
calmécac
. Hay poco que aprender en uno de ellos, a no ser que hubieras deseado ser sacerdote».

«Y nadie —dijo Tlatli con un estremecimiento— desearía ser un sacerdote de ningún dios, a menos de que nunca quisiera practicar el sexo, ni tomar un trago de
octli
o ni siquiera bañarse una vez en su vida. A menos de que disfrute verdaderamente infligiéndose daño a sí mismo, tanto como viendo a la demás gente sufrir».

Una vez había sentido envidia de Tlatli y de Chimali, cuando ellos se vistieron con sus mejores mantos y se fueron a sus respectivas escuelas, y sin embargo, en esos momentos, allí estaban con sus mismos mantos y siendo ellos, entonces, los que me envidiaban. No tuve que decir una palabra acerca de la vida lujosa que gozaba en la Corte de Nezahualpili. Quedaron suficientemente impresionados cuando hice notar que nuestros textos eran pintados sobre piel de cervato para que duraran más, cuando mencioné la ausencia de interrupciones religiosas, las escasas reglas y poca rigidez, así como también la buena voluntad de los maestros para instruirnos en sesiones privadas.

«¡Imagínense ustedes! —murmuró Tlatli—. Maestros que han trabajado en lo que enseñan».

«Textos en piel de cervato», murmuró Chimali.

Hubo una conmoción entre las personas que estaban cerca de la puerta y de repente entró Pactli, como si deliberadamente hubiera planeado su llegada para demostrar ser una obra superior del más selecto y prestigioso tipo de
calmécac
. Numerosas personas se agacharon a besar la tierra en saludo al hijo de su gobernador, pero no había espacio suficiente para que todos lo hicieran.

«
Mixpatzinco
», le saludó mi padre con inseguridad.

Desairándolo, sin molestarse en contestar la tradicional respuesta, Pactli me habló directamente: «Vengo a pedir tu ayuda, joven Topo. —Me tendió una tira de papel de corteza y dijo con camaradería—: Tengo entendido de que tus estudios se concentran en el arte del conocimiento de las palabras y te ruego que me des tu opinión acerca de este intento mío, antes de que regrese a la escuela y lo someta a la crítica de mi Señor Maestro». Pero mientras me hablaba, sus ojos se desviaban hacia mi hermana. Debió de haberle costado un tormento al Señor Alegría, pensé, el haber tenido que servirse de

como una excusa para poder visitar a Tzitzi antes de que la medianoche hiciera su visita imposible.

A Pactli en realidad le importaba muy poco mi opinión sobre su escrito, ya que en esos momentos miraba a mi hermana abiertamente, así es que lo ojeé y dije con aburrimiento:

«¿En qué dirección se supone que tengo que leer esto?».

Algunas personas se escandalizaron por el tono de mi voz y Pactli gruñó como si le hubiese abofeteado. Me miró con ira y dijo entre dientes:. «De izquierda a derecha, Topo, como tú bien sabes».

«Usualmente de izquierda a derecha, sí, pero no siempre —dije—. La primera y más básica regla de escritura, que aparentemente usted no ha comprendido, es que la mayoría de sus caracteres pintados deben encararse en la dirección hacia donde la escritura debe ser leída».

Debí de haberme sentido muy orgulloso de mis finas vestiduras y también por haber llegado recientemente de una corte mucho más culta que la de Pactli y de ser el centro de atención de una casa llena de amigos y parientes, porque si no, probablemente no me habría atrevido a violar las reglas convencionales del servilismo. Sin molestarme en examinar más el papel, lo doblé y se lo devolví.

¿Alguna vez ha notado, Su Ilustrísima, cómo la rabia puede hacer que diferentes personas adquieran distintos colores? La cara de Pactli estaba casi morada; la de mi madre, casi blanca. Tzitzi se llevó la mano a la boca, de la sorpresa, pero luego se rió, lo mismo que Tlatli y Chimali. Pactli desvió su mirada ominosa de mí a ellos y luego la deslizó por toda la concurrencia, de la cual la mayoría de las personas parecían querer volverse aun de otro color: el color invisible del aire. Mudo de coraje, el Señor Alegría comprimió el papel encerrándolo en su puño y salió a grandes zancadas empujando rudamente con los hombros a los que no pudieron cederle inmediatamente el paso.

La mayoría de los demás concurrentes también se fueron casi de inmediato, como si de esa manera pudieran desasociarse de mi insubordinación. Usaron el pretexto de que sus casas estaban más o menos lejos de la nuestra y que querían apurarse en llegar antes del oscurecer y así asegurarse de que ninguna ascua quedara accidentalmente encendida en sus hogares. Mientras la gente se salía, Tlatli y Chimali me lanzaron sonrisas de aprobación, Tzitzi me apretó la mano, mi padre se veía afligido y mi madre tenía una expresión helada. Sin embargo, no todos se fueron. Se quedaron algunos de los huéspedes que fueron lo suficientemente fieles o lo suficientemente necios como para no sentirse aterrorizados por mi manifiesta rebeldía, rebeldía que había ostentado precisamente en la vigilia de los días huecos. Verán ustedes, durante esos cinco días que estaban por llegar,
cualquier cosa
era consideraba como una imprudencia, patentemente infructífera y posiblemente arriesgada. Los días no eran realmente días; eran solamente un intervalo hueco necesario entre el último mes de Xiutecutli y el próximo mes del año de Cuáhuitl Ehua; los días existían tanto como existe un vacío. Por lo que nosotros tratábamos de mantener nuestra propia existencia lo más imperceptiblemente posible. "Ésa era la época del año en que los dioses flojeaban y se adormecían; incluso el sol, Tonatíu, estaba pálido, frío y débil en el cielo. Ninguna persona razonable haría nada por estorbar la languidez de los dioses y exponerse a sus iras. Así es que durante esos cinco días vacíos, todo el trabajo se interrumpía. Todas las actividades cesaban, excepto los trabajos más esenciales e inevitables. Todos los fuegos de los hogares, de las antorchas y de las lámparas eran extinguidos. No se cocinaba y solamente se servían comidas magras y frías. La gente no viajaba, ni visitaba, ni se reunía. Los esposos refrenaban su relación sexual. (También lo hacían y tomaban precauciones nueve meses antes de los
nemontemtin
, porque un niño nacido durante esos días huecos rara vez sobrevivía a ellos). En todas nuestras tierras, la gente se quedaba dentro de sus casas y se ocupaba en pasatiempos triviales como afilar sus aperos, componer sus redes o simplemente sentarse desanimadamente.

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