En verdad que con el tiempo, el mito que engrandece lo desconocido llega a ser un tesoro mucho más grande que la realidad tangible. La escultura perdida llegó a ser conocida con el nombre de In Huehuetótetl: la Piedra Más Venerable. Y la Piedra del Sol llegó a ser vista, solamente, como su substituto. El hermano que sobrevivió, jamás esculpió otra obra. Llegó a ser un borrachín de
octli
, una ruina lamentable, pero tuvo el suficiente respeto por sí mismo como para ofrecerse también en sacrificio en una ceremonia, antes de que cayera sobre su nuevo título de noble la vergüenza irremediable. Cuando llegó a su Muerte Klorida su corazón tampoco saltó de los dedos del ejecutor.
Por cierto que la Piedra del Sol también se perdió hace ocho años, enterrada bajo los escombros, cuando El Corazón del Único Mundo fue demolido por las lanchas guerreras, con sus cañones de balas, sus arietes y sus flechas de fuego. A lo mejor algún día su Ciudad de México será arrasada a su vez y la Piedra del Sol será descubierta brillando entre las ruinas. Incluso —
¿aquin ixnetla?
— quizás algún día también, será la Piedra Más Venerable. Mi padre y yo volvimos a casa esa noche en nuestro
acáli
vuelto a cargar con las mercancías de trueque, conseguidas por el encargado de los fletes. Y así les he narrado los sucesos más importantes acaecidos ese día de la celebración de mi séptimo cumpleaños y de mi nuevo nombre. De todos mis cumpleaños, y he tenido más de los normales, creo que ése ha sido el que más he disfrutado.
Me alegro de haber visto entonces Tenochtitlan, porque nunca volví a verlo otra vez igual. No me refiero solamente al hecho de que la ciudad creció y cambió, ni que cuando regresé a ella estaba hastiado y no era ya un muchachito impresionable. Quiero decir que literalmente nunca volví a ver
nada
tan claramente con mis dos ojos. Ya antes, les he narrado cómo había podido distinguir el diseño cincelado del conejo-en-la-luna, la Flor del Atardecer en el crepúsculo, los detalles de las banderolas de Tenochtitlan y los intrincados dibujos de la Piedra del Sol. Cinco años después de mi séptimo cumpleaños ya no podía ver la Flor del Atardecer, ni aunque un dios celestial hubiera extendido un hilo desde la estrella hasta mis ojos. Metztli la luna, en toda su redondez y brillantez, vino a ser para mí solamente una blanca o amarillenta burbuja borrosa, su círculo que antes había podido ver bien marcado, fue una mancha indistinta en el cielo.
En suma, desde la edad de los siete años empecé a perder mi vista. Esto me convirtió en una especie de rareza, aunque en ningún sentido envidiable. Casi toda nuestra gente posee la aguda visión de las águilas y de los
tzopilotin
, a excepción de unos cuantos que han nacido ciegos o aquellos que han llegado a serlo por alguna herida o enfermedad. Ésa era una condición prácticamente desconocida entre nosotros, y yo, que me avergonzaba de ello, no quería hablar de eso y trataba de mantenerlo como un secreto doloroso. Cuando alguien apuntaba algo y decía: «¡Mira ahí!», yo exclamaba: «¡Ah, sí!», aunque no sabía si debía entornar los ojos o escabullirme.
La decreción rápida de mi clara visión no llegó de repente; sobrevino gradual, pero inexorablemente. Cuando tenía nueve o diez años podía ver tan claramente como cualquiera, pero, quizás a la distancia de dos brazos solamente. Más allá de esa distancia las cosas empezaban a ser confusas, como si las viera a través de un espejo de agua, pero distorsionado —digamos, como cuando veía desde lo alto de una colina a través del paisaje—; los contornos individuales se empañaban tanto que los objetos se fundían y confundían y el paisaje no era más que una masa amorfa de color, como el excéntrico diseño de un sarape. Sin embargo, por lo menos, con un campo claro de visión hasta la distancia de dos brazos de largo, podía moverme con libertad sin caer encima de las cosas. Cuando necesitaba buscar algo en alguno de los cuartos de nuestra casa, lo podía encontrar sin tener que tentalear, pero el alcance de mi visión continuó disminuyendo quizás a la distancia de un brazo de largo cuando cumplí los trece años y ya no pude disimular lo suficiente como para que este hecho pasara inadvertido a otros. Supongo que en un principio mi familia y mis amigos me consideraban simplemente torpe, desmañado o quizás estúpido, pero en aquel tiempo, con la perversa vanidad de la adolescencia, deseaba pasar más como, un patán que como un inválido, aunque inevitablemente llegó a ser obvio para todos que estaba perdiendo el más importante de los cinco sentidos. Mi familia y mis amigos se portaron de distintas formas ante esa revelación sorprendente.
Mi madre le echó la culpa de mi condición a la familia de mi padre. Parece ser que hubo una vez un tío que mientras estaba bebiendo
octli
, tomó otra olla por error que contenía un líquido blanco similar y se lo tragó todo antes de darse cuenta de que era el poderoso cáustico
xocóyatl
, que se usaba para limpiar y blanquear la piedra caliza del cieno nocivo. Sobrevivió y nunca volvió a beber, pero quedó ciego para el resto de su vida y, de acuerdo con la teoría de mi madre, esa herencia lamentable había caído sobre mí.
Mi padre no culpó a nadie, ni especuló, sino que trató de consolarme, aunque demasiado cordialmente: «Bien, siendo un maestro cantero tu trabajo estará cercano, Mixtli, y no te dará trabajo mirar con atención los detalles, las grietas delgadas y las hendiduras».
Aquellos que eran de mi edad —y los niños que como alacranes clavaban sus aguijones instintiva y salvajemente— me gritaban: «¡Mira ahí!».
Yo, achicando los ojos, decía: «Ah, sí».
«¿Verdad que es algo fantástico?».
Yo forzaba mi vista desesperadamente y decía: «Claro que lo es».
Entonces ellos estallaban de risa y gritaban burlonamente: «¡No hay nada que ver ahí, Tozani!».
Otros, mis amigos íntimos como Chimali y Tlatli, también hablaban algunas veces sin consideración: «¡Mira!». Aunque rápidamente añadían: «Un mensajero-veloz va corriendo hacia el palacio del Señor Garza Roja y lleva el manto verde de las buenas noticias. Debe de haber habido una batalla victoriosa en alguna parte».
Mi hermana Tzitzitlini dijo poco, pero decidió acompañarme cuando tenía que ir a alguna distancia o a lugares que no me eran familiares. Ella tomaba mi mano como si fuera solamente el gesto cariñoso de una hermana mayor, pero con discreción y presteza guiaba mis pasos alrededor de cualquier obstáculo que hubiera en mi camino.
Sin embargo, como eran más los niños y como persistían en llamarme Tozani, pronto los adultos también lo hicieron, irreflexivamente y sin crueldad, hasta que finalmente todos, excepto mi padre, mi madre y mi hermana, me llamaron así. Incluso cuando ya me había adaptado a esa desventaja y me las arreglaba para no ser tan torpe, otras personas que en realidad no se habían dado cuenta de mi poca visión, me herían lanzándome ese apodo. Yo creí que el nombre que me habían dado, Mixtli, que significaba Nube, irónicamente me había quedado mejor que antes, pero Tozani fui.
El
tozani
es un animalito al que ustedes llaman topo, que prefiere pasar su vida bajo la tierra, en la oscuridad. Cuando infrecuentemente emerge, es cegado por la luz del día que cierra sus ojitos parpadeantes. Ni ve, ni le importa ver.
Sin embargo, a mí sí me importaba mucho, y por un largo tiempo de mi joven vida me compadecí a mí mismo. Nunca llegaría a ser un
tlachtli
, jugador de pelota con la esperanza de tener algún día el gran honor de jugar en la cancha personal del Venerado Orador el juego ritual dedicado a los dioses. Si llegaba a ser un guerrero, nunca tendría la esperanza de ganar el título de campeón. De hecho, me podría sentir protegido por algún dios si conservaba mi vida en el primer día de batalla. En cuanto a ganarme la vida y sostener a mi propia familia… bueno,
no
quería ser cantero, ¿pero de qué otro trabajo sería capaz?
En mi mente, jugueteé anhelante con la posibilidad de llegar a ser alguna clase de trabajador viajero; esto me podría llevar eventualmente hacia el sur, hacia la lejana tierra de los mayas, pues había oído que los físicos mayas conocían remedios milagrosos hasta para las dolencias de los ojos más desesperadas. Quizás allí podría ser curado y regresar a casa otra vez con los ojos brillantes de triunfo, como un invencible
tlachtli
ganador o un héroe guerrero, incluso como campeón de alguna de las tres órdenes.
Entonces la oscuridad que me invadía pareció disminuir y detenerse a la distancia del largo de mi brazo. En realidad no lo hizo, pero después de los primeros años la disminución fue menos perceptible. Hoy día, sin la ayuda para mi ojo, no puedo distinguir el rostro de mi esposa más allá de la distancia de mi mano. Ahora que estoy viejo, poco importa, pero sí me importaba mucho cuando era joven.
A pesar de todo, muy despacio y resignándome, me adapté a mis limitaciones. Aquel extraño hombrecillo en Tenochtitlan había dicho la verdad cuando predijo que mi
tonali
era mirar de cerca, ver las cosas de cerca y llanamente. Por necesidad tuve que andar despacio y detenerme frecuentemente, así yo escudriñaba en lugar de ver. Cuando otros se apuraban, yo esperaba; cuando otros tenían prisa, yo me movía deliberadamente despacio. Aprendí a diferenciar entre el movimiento premeditado y la mera moción, entre la acción y la mera actividad. Donde otros, impacientes, veían una aldea, yo advertía a su gente. Donde otros veían gente, yo contemplaba a las personas. Donde otros echaban un vistazo a un extranjero, yo me aseguraba de verlo de cerca y después poder hacer un dibujo de cada línea de su rostro, tanto que hasta un artista tan diestro como Chimali exclamaba: «¡Por los dioses, Topo, has retratado al hombre en vivo!».
Empecé a notar cosas que creo que pasan desapercibidas a la mayoría de la gente, que no tiene ojos perspicaces. ¿Nunca han notado
ustedes
, señores escribanos, que el maíz crece más rápido de noche que de día? ¿Han advertido alguna vez que cada mazorca de maíz tiene un número par de hileras de granos? O casi cada mazorca, pero encontrar una con un número impar de hileras es mucho más raro que encontrar un trébol de cuatro hojas. ¿Han observado alguna vez que ni siquiera dos dedos —ni de ustedes ni de toda la raza humana— tienen precisamente el mismo molde de espirales y de líneas arqueadas infinitesimalmente grabadas en las yemas? Mis estudios pueden comprobarlo. Si no me creen, compárense a sí mismos. Compárense unos a otros. Yo esperaré.
Oh, yo sé que no hay significancia o provecho en que haya notado esas cosas. Fueron solamente detalles triviales en los que ejercité mi nueva disposición de ver de cerca y examinar atentamente todas las cosas. Sin embargo, la necesidad hace virtud, y la combinación de mi aptitud para copiar exactamente las cosas que veía me llevaron a interesarme finalmente por la escritura-pintada de nuestro pueblo. No había escuela en Xaltocan donde yo pudiera instruirme en esa recóndita materia, pero recogía cada pedacito de escritura que podía encontrar y lo estudiaba luchando por comprender sus significados. Pienso que la escritura numérica puede ser descifrada por cualquiera con facilidad. El glifo concha, cero; los puntos o dedos, unos; las banderas, veintes, y los arbolitos, cientos, pero recuerdo la emoción que sentí el día que llegué a descifrar la primera
palabra
pintada. Mi padre me llevó consigo al palacio, un día que tenía que arreglar algunos negocios allí; para tenerme entretenido mientras hablaban en una sala privada, el gobernador dejó que me sentara en la entrada del vestíbulo y mirara el libro de registro de todos sus súbditos. Primero volví las páginas hasta encontrar la mía. Siete puntos, el símbolo de la flor, la nube gris. Luego cuidadosamente volteé otras páginas. Algunos nombres que me eran familiares los podía comprender tan fácilmente como el mío. No lejos de mi página estaba la de Chimali y naturalmente reconocí los tres dedos, los dos zarcillos entrelazados que representan humo, levantándose de un disco orlado con plumas: Yei-Ehccatl-Pocuía-Chimali, Tres Viento Humeante Escudo.
Las pinturas que se repetían más frecuentemente eran fáciles de interpretar. Después de todo, sólo teníamos veinte nombres de días. Sin embargo, me encontré de repente con que no había una repetición evidente de elementos en el nombre de Chimali y en el mío. En una página casi al final, que había sido pintada recientemente, había seis puntos, luego una forma como de lágrima y luego el símbolo del pico de pato, después una cosa con tres pétalos. ¡
Pude leerlo
! ¡Sabía lo que significaba! Seis Lluvia Viento Flor, la hermana pequeña de Tlatli que había celebrado su cumpleaños de dar-nombre no hacía más de una semana. Entonces, con menos cautela, empecé a voltear las tiesas páginas dobladas, hacia atrás y hacia delante, viéndolas por ambos lados, buscando más repeticiones y símbolos conocidos que pudiera unir. El gobernador y mi padre regresaron en el momento exacto en que acababa de descifrar, aunque laboriosamente, otro nombre o por lo menos eso creí. Con una mezcla de timidez y orgullo dije:
«Discúlpeme, mi Señor Garza Roja. ¿Podría ser tan amable de decirme si estoy en lo cierto? ¿Está escrito en esta página el nombre de alguien llamado Dos Caña Amarillo Colmillo?».
Él miró y me dijo que no, que no decía eso. Debió de darse cuenta de mi decepción porque pacientemente me explicó:
«Ahí dice Dos Caña Amarilla Luz, que es el nombre de una de las lavanderas del palacio. El Dos y la Caña son obvios y Amarillo, Cóztic, es fácil pues se indica usando simplemente el mismo color, como lo adivinaste, pero Tlanixtélotl, “Luz”, o para expresarlo con más claridad, el elemento de la vista, es más difícil. ¿Cómo se puede hacer un dibujo de algo tan insubstancial? En lugar de eso, hice el dibujo de un diente,
tlanti
, para representar no lo que significa, sino el sonido del
tlan
al principio de la palabra y después el dibujo de un ojo,
ixtelóloíl
, que sirve para hacer más claro todo el significado. ¿Lo entiendes ahora? Tlanixtélotl. Luz».
Asentí con la cabeza sintiéndome desilusionado y tonto. Había algo más en la escritura-pintada que el reconocer, solamente, el dibujo de un diente. Por si no me había dado cuenta todavía, el gobernador lo explicó más claramente:
«La escritura-pintada y la lectura son para aquellos que han sido adiestrados en esas artes, hijo de Tepetzalan —y me dio una palmada de hombre a hombre en el hombro—. Requiere de mucho trabajo y mucha práctica, y sólo los nobles tienen suficiente tiempo de ocio para esa clase de estudio, pero admiro tu iniciativa. Cualquiera que sea la ocupación a la que te vayas a dedicar, joven, la llegarás a desempeñar muy bien».