Tengo que confesar que yo no me distinguí en lo más mínimo en ninguna de las dos Casas, ni en la de Modales, ni en la de Fuerza. Recuerdo que al entrar por primera vez en la clase de música de la Escuela de Modales, el Maestro de los Niños me pidió que, para poder juzgar la calidad de mi voz, cantara el verso de alguna canción que conociera. Así lo hice y él me dijo: «Verdaderamente es algo pasmoso de oír… aunque eso no es cantar. Probaremos con un instrumento».
Cuando comprobó que yo era igualmente incapaz de arrancar una melodía a la flauta de cuatro hoyos o cualquier clase de armonía a los tambores de varios tonos, el exasperado maestro me puso en una clase en la que se estaba aprendiendo danza para principiantes, la danza de la Serpiente Estruendosa. Cada danzante da un pequeño salto hacia adelante, lanzando una patada, entonces brinca y gira a la vez para caer hincado sobre una rodilla, se voltea de nuevo en esa posición y luego da otro brinco y lanza otra vez una patada. Cada vez que patea produce un ruido y cuando una línea considerable de niños y niñas hace esto progresivamente, el sonido es un ondulante y continuo estampido y el efecto visual es el de una larga serpiente deslizándose en su camino de sinuosas curvas. O así debería ser.
«¡Es la primera vez que veo a una Serpiente Estruendosa torcida!», gritó la Maestra de las Niñas.
«¡Sal de la fila, Malinqui!», bramó el Maestro de los Niños.
Desde entonces, para él, yo fui Malinqui, el Torcido y desde ese momento mi única contribución a las clases de música y danza en la escuela fue golpear un tambor de concha de tortuga con un par de pequeños cuernos de venado o producir un «clic» con un par de pinzas de cangrejo, una en cada mano. Afortunadamente mi hermana era la que mantenía en alto el honor de nuestra familia en aquellos eventos, ya que siempre se la escogía para bailar en solitario. Tzitzi podía danzar hasta sin música y hacer creer al espectador que oía música a su alrededor.
Empezaba a sentir que no poseía ninguna identidad, o que tenía tantas que no sabía cuál escoger para mí. En casa había sido Mixtli, la Nube; para el resto de Xaltocan había sido conocido generalmente como Tozani, el Topo; en la Casa del Aprendizaje de Modales, era Malinqui, el Torcido, y en la Casa del Desarrollo de la Fuerza, pronto llegué a ser Poyaútla, Perdido en Niebla.
Para mi buena fortuna no tenía ninguna deficiencia muscular, como la tenía en la música, pues había heredado de mi padre su estatura y solidez. Cuando tenía catorce años era más alto que mis compañeros dos años mayores que yo. Supongo que un hombre tan ciego como una piedra podría hacer los ejercicios de estirar, brincar, levantar pesas e incluso encontrar los dedos de sus propios pies para tocarlos con las manos sin doblar las rodillas; así es que el Maestro de Ejercicios Atléticos no encontró ningún defecto en mi ejecución hasta que empezamos a participar en deportes de equipo.
Si en el juego de
tlachtli
se hubiese permitido usar las manos y los pies, hubiera podido jugar, porque las manos y los pies se mueven casi por instinto, pero a la dura pelota de
oli
solamente se le podía pegar con las rodillas, las caderas, los codos o las nalgas, y cuando por casualidad podía ver la pelota, ésta no era más que una masa indistinta cuya velocidad hacía aún más borrosa. Consecuentemente y a pesar de que los jugadores llevábamos puestos protectores para la cabeza, fajas alrededor de las caderas, mangas de cuero grueso en las rodillas y en los codos y una gruesa colchoneta de algodón encima del resto de nuestros cuerpos, era constantemente golpeado por los rebotes de la pelota.
Peor todavía. Eran pocas las veces en que podía distinguir entre mis propios compañeros de equipo y los jugadores contrarios. Cuando, infrecuentemente, lograba pegarle a la pelota con la rodilla o con la cadera, no era extraño que la mandara a través del arco de piedra incorrecto, que estaba a la altura de la rodilla y que, según las reglas del complicado juego, se llevaban continuamente arrastrando de un lado a otro de los extremos de la cancha. Si meter la pelota a través de uno de los anillos de piedra colocados verticalmente y muy hacia arriba, en la línea media de cada una de las dos paredes que encerraban la cancha —lo que indicaba un triunfo inmediato a cualquiera de los dos equipos sin importar los puntos acumulados— era muy difícil para un jugador experto, para un perdido en la niebla como yo, hubiera sido un milagro.
No pasó mucho tiempo antes de que el Maestro de Ejercicios Atléticos me echara como participante. Fui encargado de la jarra de agua, del cucharón de los jugadores, de las espinas para picar y las cañas para succionar, con las cuales después de cada juego el físico de la escuela mitigaba el rigor de los jugadores, sacando la sangre negra y remolida de sus magulladuras.
Luego vinieron los ejercicios de guerra y la instrucción sobre las armas, bajo la tutela de un avejentado y cicatrizado
quáchic
, una «vieja águila», que era el título que se le daba a aquel cuyo valor ya había sido probado en el campo de batalla. Su nombre era Extli-Quani, o Glotón de Sangre, y tenía más o menos cincuenta años. Para estos ejercicios, a nosotros los muchachos no nos estaba permitido usar ninguna de las plumas, pinturas y otro tipo de decoraciones que utilizaban los verdaderos guerreros. Sin embargo usábamos escudos de madera o de cuero duro hechos a nuestro tamaño y trajes a nuestra medida iguales a los que usaban los verdaderos guerreros. Esas vestiduras estaban hechas de grueso algodón acojinado, endurecidas por haber sido empapadas en salmuera y nos cubrían del cuello a las muñecas y a los tobillos. Permitían una razonable libertad de movimiento y se suponía que debían darnos protección contra las flechas, por lo menos aquellas que eran lanzadas desde alguna distancia, pero,
¡ayya!
, eran demasiado calientes, irritantes y sudorosas, como para tenerlas puestas más de un rato.
«Primero vais a aprender los gritos de guerra —decía Glotón de Sangre—. En el combate, por supuesto, estaréis acompañados por los trompeteros de conchas y por el batir de los tambores de trueno y de los tambores gimientes, pero hay que añadir a éstos vuestras propias voces gritando por la matanza y el sonido de los puños y armas golpeando los escudos. Yo sé por experiencia, mis muchachos, que un clamoreo ruidoso y aplastante puede ser un arma en sí. Puede sacudir la mente de un hombre, convertir en agua su sangre, debilitar sus tendones e inclusive vaciar su vejiga y sus tripas.
Vosotros
tenéis que hacer ese ruido y veréis que tiene un efecto doble: alentar la propia resolución hacia el combate y atemorizar al enemigo».
Y así, semanas antes de que pudiéramos contemplar siquiera un arma simulada, gritábamos los chillidos del águila, los ásperos gruñidos del jaguar, los prolongados gritos del búho y el ¡alalalala! del perico. Aprendimos a brincar en fingido afán por la batalla, a amenazar con gestos amplios y con muecas, a golpear nuestros escudos en un tamborileo unido hasta que éstos estuvieron manchados con la sangre de nuestras manos.
Otras naciones tenían diferentes armas de las de nosotros, los mexica, y algunas de nuestras unidades de guerreros usaban armas para algunos propósitos en particular e incluso un individuo podía escoger siempre aquella arma en la que tuviera más habilidad. Éstas incluían la honda de cuero para arrojar rocas, el hacha de piedra despuntada, la cachiporra pesada cuya bola estaba tachonada de obsidiana dentada, la lanza de tres puntas hecha de huesos con púas a los extremos para desgarrar la carne, o la espada formada simplemente con la mandíbula del pez-espada. Sin embargo, las armas básicas de los mexica eran cuatro. Para la primera escaramuza con el enemigo, a larga distancia, usábamos las flechas y el arco. Nosotros, los estudiantes, practicábamos mucho tiempo con los arcos y las flechas, guarnecidas por bolitas de hule suave.
«Supóngase que el enemigo está en aquel matorral de
nópaltin
. —Y el maestro indicaba lo que para mi nebulosa visión era solamente una mancha verde a unos cien pasos más allá de donde estaba—. Quiero un fuerte estirón a la cuerda y que las flechas tengan un ángulo hacia arriba de exactamente la mitad del camino entre donde se encuentra el sol y el horizonte debajo de él. ¿Listos? Tomad una posición estable. Apuntad hacia la nopalera. Dejadlas volar».
Hubo un ruido silbante seguido por un gruñido general de todos los muchachos allí reunidos. Las flechas, arqueándose, habían caído en un agrupamiento razonable a una distancia de cien pasos del lugar donde se encontraba la nopalera y eso gracias a las instrucciones de Glotón de Sangre de estirar y de medir el ángulo. Todos los muchachos gruñían porque todos por igual habían errado el blanco; las flechas se habían ido a incrustar bastante lejos, a la izquierda de la nopalera. Nos volvimos para ver al maestro, esperando que nos dijera por qué habíamos fallado tan miserablemente.
Él señaló hacia las insignias de guerra que, rectangulares y cuadradas, estaban en sus estacas, clavadas aquí y allá en el terreno cerca de nosotros. «¿Para qué sirven esas banderas de tela?», preguntó.
Nos miramos unos a otros. Lusgo Pactli, el hijo del Señor Garza Roja contestó: «Son banderolas guías que son llevadas por nuestros diferentes jefes de unidades en el campo de batalla. Si nos separamos durante una batalla, las banderolas nos indicarán dónde reagruparnos nuevamente».
«Correcto, Pactzin —dijo Glotón de Sangre—. Bien, y aquella otra de plumas, ¿para qué sirve?».
Hubo de nuevo otros intercambios de miradas y un largo silencio hasta que Chimali tímidamente aventuró: «La llevamos para demostrar lo orgullosos que estamos de ser mexica».
«Ésa no es la contestación correcta —dijo el maestro—, pero al menos es una respuesta varonil y por eso no te doy una paliza. Sin embargo observad, muchachos, cómo flota ese pendón sobre el viento».
Todos miramos hacia allí. No había suficiente aire ese día para sostener erguida la banderola. Colgaba en un ángulo hacia el suelo y…
«¡Está flotando a nuestra izquierda! —gritó otro muchacho con gran excitación—. ¡Nosotros
no
apuntamos mal! ¡El viento llevó nuestras flechas lejos del blanco!».
«Si no dieron en el blanco —dijo el maestro, secamente— es porque sí apuntasteis mal. Echar la culpa al dios del viento no os excusa. Al apuntar, debéis tener en cuenta todas las condiciones prevalecientes. Una de ellas es la fuerza y la dirección en la cual Ehécatl está soplando su trompeta de viento. Para este propósito está el pendón de plumas. Hacia el lado que éste cuelgue, os indicará hacia dónde llevará el viento vuestras flechas. La altura en que esté os dirá con cuánta fuerza las llevará el viento. Solamente con una larga práctica podréis aprender a juzgar. Quiero que todos marchéis hacia allá y recuperéis vuestras flechas. Cuando lo hayáis hecho, os giráis hacia acá, formáis una línea y me disparáis. El primero que me dé un golpe de flecha será eximido por diez días hasta de las palizas de las que sea merecedor».
No caminamos sino que jubilosamente corrimos a recoger nuestras flechas y disparamos, pero ninguno de nosotros dio en el blanco.
Para pelear a una distancia más corta del alcance del arco y la flecha, teníamos la jabalina, una angosta y afilada hoja de obsidiana montada en un palo corto. Sin plumas, su exactitud y su poder de penetración dependían en ser lanzada con la mayor fuerza posible.
«Por eso la jabalina no se lanza sin ayuda —dijo Extli-Quani—, sino con este palo
atlatl
para aventar. Al principio este método os parecerá incómodo, pero después de mucha práctica sentiréis el
atlatl
como lo que en realidad es: una extensión del propio brazo y un redoblamiento de la propia fuerza. A una distancia de más o menos treinta pasos largos, se puede guiar la jabalina para agujerear limpiamente un árbol tan grueso como un hombre. Imaginaos, muchachos, lo que pasará cuando la lancéis contra un
hombre
».
También teníamos la lanza larga, cuya punta terminaba en una obsidiana ancha y afilada y que se usaba para arrojar, para punzar, clavar y agujerear al enemigo antes de que éste estuviera demasiado cerca de uno. Pero para la inevitable lucha cuerpo a cuerpo usábamos la espada llamada
maquáhuitl
. Su nombre sonaba bastante inocentemente, «la madera hambrienta», pero era una de las armas más terribles y letales con que contábamos. La
maquáhuitl
era una estaca plana de la madera más dura, de una longitud equivalente al brazo de un hombre y la anchura de la mano, y a todo lo largo de sus dos orillas estaban insertadas agudas hojas de obsidiana. El puño de la espada era lo suficientemente largo como para permitir que el arma se esgrimiera con una mano o con ambas, y estaba tallado de tal manera que los dedos del que lo sostenía se acomodaban con facilidad. Los fragmentos cortantes no estaban simplemente acuñados dentro de la madera, sino que como la espada dependía tanto de ellos, se les había agregado magia. Las cuchillas de obsidiana estaban sólidamente pegadas con un líquido encantado hecho de hule y de la preciosa
copali
, resina perfumada, mezclada con la sangre fresca donada por los sacerdotes del dios de la guerra, Huitzilopochtli.
Siendo tan brillante como el cristal de cuarzo y tan negra como Mictlan, el mundo de ultratumba, la obsidiana lucía inicua en la punta de una flecha, de una lanza o en el filo de una
maquáhuitl
. Apropiadamente convertida en hojuela, la piedra es tan afilada que puede cortar sutilmente como lo hace algunas veces una brizna de pasto o partir tan profundamente como lo hace un hacha. El único defecto de la piedra es que es muy quebradiza; puede hacerse pedazos contra el escudo o la espada del oponente. Sin embargo, en las manos de un guerrero experto, el filo de obsidiana de una
maquáhuitl
puede acuchillar carne y hueso tan limpiamente como un matorral de cizaña… y en toda gran guerra, como Glotón de Sangre nunca dejó de recordarnos, el enemigo no es otra cosa más que cizaña que debe ser abatida. Así como nuestras flechas, jabalinas y lanzas de práctica eran cubiertas con hule en las puntas, nuestras
maquáhuime
de imitación eran inofensivas. Estaban hechas con madera ligera y flexible, para que la espada se rompiera antes de asestar un golpe demasiado fuerte. En lugar de los filos de obsidiana, las orillas estaban guarnecidas sólo con mechones de plumas suaves. Antes de que dos estudiantes libraran un duelo a espada, el maestro mojaba estas plumas en pintura roja, así es que cada golpe recibido se registraba tan vívidamente como una herida real y la marca duraba casi tanto tiempo como duraría la de una herida. En muy poco tiempo estuve tan pintado por estas marcas en cara y cuerpo, que me avergonzaba de verme así en público. Fue entonces cuando solicité una audiencia privada con nuestro
quáchic
. Era un anciano recio, duro como la obsidiana y probablemente sin más preparación en otra cosa que no fuera la guerra, pero no era un necio estúpido.