Sin embargo, no es posible restringir a esta catarata humana de sus divagaciones sobre los aspectos más sórdidos y repelentes de su historia y de la de su pueblo. Estamos de acuerdo en que este indio era un pagano hasta su bautismo hace solamente unos pocos años. Debemos conceder con caridad que las atrocidades infernales que cometió y de las que fue testigo durante su vida pasada fueron hechas o condonadas en la ignorancia de la moral cristiana, pero ahora, que por lo menos se llama cristiano, uno esperaría de él que, si es que
tiene
que concentrarse en los episodios más bestiales de su vida y de su tiempo, por lo menos manifestara una contrición humilde y decente, de conformidad a los horrores que describe con esos detalles tan lascivos.
Él no lo hace. No siente ningún horror ante esas enormidades. Ni siquiera enrojece ante las muchas ofensas a Nuestro Señor y ante a la decencia común contra la cual está golpeando constantemente los oídos de nuestros frailes escribanos: idolatría, pretensiones de magia, supersticiones, sed y deseo de sangre, obscenidades y actos contra natura, y otros pecados tan viles que nos abstenemos de mencionarlos aquí. Excepto por la orden de Vuestra Majestad de «que todo sea expuesto con mucho detalle», no permitiríamos a nuestros escribanos poner parte de la narración del azteca en lo escrito en el pergamino.
Sin embargo, este humilde siervo de Vuestra Majestad nunca ha desobedecido una orden real. Intentaremos contener nuestra náusea y considerar las murmuraciones perniciosas del indio simplemente como la evidencia de que, durante su vida, el Enemigo le presentó muchas clases de tentaciones y pruebas, que Dios permitió para aumentar la fuerza del alma del azteca. Esto nos recuerda que no es pequeña la evidencia de la grandeza de Dios, porque Él escoge no a los sabios y a los fuertes, sino a los humildes y débiles para ser, igualmente, instrumentos y beneficiarios de Su Misericordia. La Ley de Dios nos recuerda y nos obliga a extender una medida más de tolerancia hacia aquellos quienes todavía no han apagado su sed en las fuentes de la Fe, más que aquellos que habiendo ya saciado su sed, están acostumbrados a ella.
Así es que trataremos de contener nuestro disgusto. Retendremos al indio con nosotros y le dejaremos continuar vomitando sus inmundicias hasta recibir la opinión de Vuestra Majestad acerca de las siguientes páginas de su historia. Afortunadamente, en este momento en particular, no tenemos ningún trabajo urgente para sus cinco asistentes. La única recompensa que recibe esta criatura es que le dejamos compartir nuestra comida y le hemos puesto en un cuarto de la despensa que ya no se utiliza una esterilla de paja en donde dormir, aquellas noches que no las pasa atendiendo a su esposa, aparentemente achacosa, a quien lleva las sobras de nuestra merienda.
Confiamos en que pronto nos veremos libres de él y de la miasma asquerosa que le rodea. Estamos seguros de que cuando vos leáis las páginas siguientes, Señor —indescriptiblemente más horripilantes que las anteriores—, compartiréis nuestra repulsión y gritaréis: «¡No más de esta suciedad!», como David gritó: «¡No lo publiquéis, no sea que los descreídos se regocijen!».
Anhelantes y ansiosamente esperamos la orden de Vuestra Estimada Majestad, en el siguiente barco-correo, de que todas las páginas recopiladas en el ínterin sean destruidas y así poder echar fuera de nuestros recintos a este bárbaro reprensible.
Que Dios Nuestro Señor sostenga y preserve a Vuestra Más Excelentísima Majestad por muchos años en Su santo servicio.
De S.C.C.M., fiel siervo y capellán orante,
(ecce signum)
ZUMÁRRAGA
¿Que no va a asistir hoy Su Ilustrísima, señores escribanos? ¿Debo continuar, entonces?
Ah, ya veo. Él leerá mis palabras en sus hojas de papel, a su placer. Muy bien. Entonces permítanme dejar, por el momento, la crónica excesivamente personal de mi familia y la mía. Para que ustedes no tengan la impresión de que yo y algunos otros que he mencionado vivíamos separados del resto de la humanidad en algún tipo de aislamiento, les daré una visión más amplia. Iré hacia atrás y lejos en mi mente, en mi memoria, para hacerles ver mejor como un todo nuestra relación con nuestro mundo. A éste nosotros le llamábamos CemAnáhuac, que quiere decir El Único Mundo. Sus exploradores pronto descubrieron que éste está situado entre dos océanos ilimitados al este y al oeste. Las húmedas Tierras Calientes a las orillas de los océanos no se extienden mucho tierra adentro, sino que se inclinan hacia arriba para convertirse en sierras desmesuradamente altas, teniendo entre sus cadenas de sierras, orientales y occidentales, una alta meseta. Ésta está tan cerca del cielo que el aire es ligero, limpio y de una claridad deslumbrante. Nuestros días aquí son siempre suaves como en la primavera, aun durante la temporada de lluvias en mitad del verano, hasta que llega el seco invierno, cuando Títitl, el dios de los días más cortos del año, elige algunos de estos días para hacerlos fríos o incluso dolorosamente fríos.
La parte más poblada de todo El Único Mundo es esa depresión en forma de cuenca que está en la meseta y que actualmente ustedes lo llaman el Valle de México. Ahí se encuentran los lagos que hacen de este área un lugar muy atractivo para la vida humana. En realidad, solamente hay un lago enorme, apretado por la tierra en dos lugares de manera que hay tres grandes cuerpos de agua conectados por unos estrechos más angostos. El lago más pequeño, que está más al sur, es alimentado por arroyos claros formados por las nieves derretidas de las montañas. El lago que está más al norte y de tamaño mediano, donde yo pasé mis primeros años, es de agua rojiza y salada, demasiado astringente para ser potable, porque está rodeado de tierras minerales que dejan sus sales en el agua. El lago central, Texcoco, mucho más grande que los otros dos juntos y mezclado con aguas salinas y frescas, tiene una calidad ligeramente áspera.
A pesar de que hay solamente un lago, o tres, si ustedes quieren, siempre los hemos dividido por cinco nombres. El lago de Texcoco, de color turbio, es el único que tiene un solo nombre. El lago más pequeño y cristalino, que está al sur, se llama el lago de Xochimilco en su parte alta: El Jardín de las Flores, porque es el vivero de las plantas más preciosas de todas las tierras alrededor. En su parte inferior, el lago es llamado Chalco, por la nación chalca que vive en su orilla. El lago que está más al norte, aunque también es un solo cuerpo de agua, está dividido asimismo. El pueblo que vive en Tzumpanco, que significa Isla en Forma de Calavera, le llama a su mitad el lago Tzumpanco. El pueblo donde nací, Xaltocan, que significa Isla de los Cuyos, llama a su porción el lago de Xaltocan.
En un sentido, yo podría comparar a estos lagos con nuestros dioses —nuestros antiguos dioses—. He escuchado a ustedes, los cristianos, quejarse de nuestra «multitud» de dioses y diosas, quienes tenían soberanía sobre cada faceta de la naturaleza y del comportamiento humano. Los he escuchado lamentarse de que nunca han podido entender ni comprender el funcionamiento de nuestro atestado panteísmo. Sin embargo, yo he contado y comparado. Yo no creo que nosotros dependiéramos de tantas deidades mayores y menores, por lo menos no tanto como ustedes —el Señor Dios, Su Hijo Jesús, el Espíritu Santo, la Virgen María, además de todos los otros Seres Altos a quienes ustedes llaman Ángeles y Apóstoles y Santos; cada uno de ellos patrón gobernante de alguna faceta única de su mundo, de sus días, de sus
tonalin
y aun de cada uno de los días de su calendario—. En verdad, creo que nosotros reconocíamos menos deidades, pero a cada una de las nuestras les encargábamos diferentes funciones a la vez.
Para un geógrafo, hay un solo lago en el valle. Para un barquero remando su
acali
laboriosamente, hay tres cuerpos anchos de agua conectados entre sí. Para la gente que vive sobre o alrededor de los lagos hay cinco separados y distinguidos por sus nombres. De la misma manera, ninguno de nuestros dioses y diosas tenía una sola cara, una sola responsabilidad, un solo nombre. Como nuestro lago de tres lagos, un solo dios podía incorporar una trinidad de aspectos…
¿Eso les pone ceñudos, reverendos frailes? Muy bien, un dios podía tener
dos
aspectos o cinco. O veinte.
Dependiendo de la estación del año: la temporada de lluvias o la temporada seca, días largos o cortos, temporadas de siembra o de cosecha, y dependiendo de las circunstancias: períodos de guerra o de paz, de abundancia o de hambre, de gobernantes benévolos o crueles, las obligaciones de un solo dios variaban y también su actitud hacia nosotros; por lo tanto, también variaba nuestro modo de reverenciarlo, celebrarlo o aplacarlo. Para verlo de otra manera, nuestras vidas podrían ser como los tres lagos: amargo, dulce o blandamente indiferente, como él lo eligiera.
Mientras tanto, ambos, los estados de ánimo del dios y los sucesos ocurridos en nuestro mundo, podían ser vistos de muy diferente manera por los diversos seguidores de ese dios. La victoria de un ejército es la derrota de otro, ¿no es verdad? Así el dios, o la diosa podía ser visto simultáneamente como premiando o castigando, exigiendo o dando, haciendo bien o mal. Si ustedes pudieran abarcar todas las infinitas combinaciones de circunstancias, comprenderían la variedad de atributos que nosotros veíamos en cada dios, la cantidad de aspectos que cada uno asumía y aun la mayor cantidad de nombres que les dábamos: en reverencia, en agradecimiento, en respeto o por temor.
Sin embargo, no voy a insistir en eso. Permítanme regresar de lo místico a lo físico. Hablaré de cosas demostradas por los cinco sentidos que aun los animales irracionales poseen. La isla de Xaltocan es realmente casi una roca gigantesca asentada en medio del lago salado y bastante retirada de la tierra firme. Si no hubiera sido por los tres manantiales naturales de agua fresca que salían burbujeando de la roca, la isla nunca hubiera sido poblada, pero en mi tiempo sostenía quizás a unas dos mil personas distribuidas entre veinte aldeas. La roca era nuestro apoyo en más de un sentido, porque era
tenéxtetl
, piedra caliza, un producto por demás valioso. En su estado natural, esta clase de piedra es bastante suave y fácil de ser tallada, aun con nuestros toscos aperos de madera, piedra, cobre despuntado y obsidiana quebradiza, tan inferiores a los suyos de hierro y acero.
Mi padre Tepetzalan era un maestro cantero, uno de los muchos que dirigían a los trabajadores menos capacitados. Recuerdo una ocasión en que él me llevó a su cantera para enseñarme sobre su trabajo.
«Tú no lo puedes ver —me dijo—, pero aquí… y aquí… corren las fisuras y estrías naturales de este estrato en particular de
tenéxtelt
. Aunque son invisibles al ojo inexperto, tú aprenderás a adivinarlas».
Yo nunca pude hacerlo, pero él no perdió la esperanza. Yo observaba mientras él marcaba la cara de la piedra con brochazos de
óxitl
negro. Luego vinieron otros obreros para martillar cuñas de madera dentro de las pequeñas grietas que mi padre había marcado; tenían sus rostros pálidos por el sudor y el polvo mezclado. Después de que mojaran esas cuñas con agua, regresamos a casa y pasaron algunos días, durante los cuales los obreros conservaban bien húmedas las cuñas para que se hincharan y ejercieran una creciente presión dentro de la piedra. Entonces mi padre y yo volvimos otra vez a la cantera. Nos paramos en su borde y miramos hacia abajo. Él me dijo: «Observa ahora, Chapulín».
Pareció como si la piedra sólo hubiera estado aguardando la presencia de mi padre y su permiso, porque de repente, y por su propia voluntad, la cara de la cantera emitió un crujido que hendió el aire y se partió. Parte de ella se vino abajo rodando en inmensos trozos como cubos, otras partes se partían en forma de tablas cuadradas y planas, y todos ellos cayeron intactos dentro de unas redes hechas de cuerda, que habían sido extendidas para recibirlos antes de que pudieran hacerse pedazos contra el piso de la cantera. Fuimos hacia abajo y mi padre inspeccionó todo con satisfacción.
«Solamente un poco de tallado con las azuelas —dijo—, un poco de pulido de obsidiana y agua, y éstos —y él apuntó los bloques de piedra caliza— serán perfectos para la construcción, mientras que éstas —y señaló las tablas tan grandes como el piso de nuestra casa y tan delgadas como mi brazo— serán los paneles de las fachadas».
Froté la superficie de uno de los bloques que me llegaba hasta la cintura. Sentí su tacto, como la cera y polvoriento a la vez.
«Oh, al principio, cuando se separan de la piedra madre, están demasiado suaves para cualquier uso —dijo mi padre. Pasó la uña de su pulgar por la piedra y dejó una marca profunda—. Después de algún tiempo de estar expuestos al aire, se hacen más sólidos, duros y tan imperecederos como el granito. Pero mientras todavía está suave, nuestra
tenéxtetl
piedra, puede ser esculpida con cualquier piedra más dura o ser cortada con una sierrecilla de obsidiana».
La mayor parte de la piedra caliza de nuestra isla era enviada a tierra firme o a la capital, para ser usada en paredes, pisos y techos de edificios. Sin embargo, debido a la facilidad con que se trabajaba en ella, había también muchos escultores trabajando en las canteras. Esos artistas escogían los bloques de piedra caliza de más fina calidad y cuando todavía estaban muy suaves los tallaban, convirtiéndolos en estatuas de nuestros dioses, gobernantes y otros héroes. Utilizando las más perfectas tablas de piedra, las tallaban y labraban en bajorrelieves y frisos con los que se decorarían palacios y templos. También utilizaban los trozos descartados de piedra para esculpir las figurillas de dioses domésticos que en todas partes las familias acostumbraban a atesorar. En nuestra casa, por supuesto, teníamos las de Tonatíu y Tláloc, y la diosa del maíz, Chicomecóatl, y la diosa del hogar, Chantico. Mi hermana Tzitzitlini incluso tenía para sí una figura de Xochiquétzal, diosa del amor y de las flores, a la cual todas las jóvenes rezaban pidiendo un esposo amante y adecuado.
Las astillas y otros desperdicios de las canteras eran quemados en los hornos que ya mencioné, de los que sacábamos polvo de cal, otro producto valioso. Este
tenextli
es esencial para unir los bloques de un edificio. También se usa para dar una apariencia mejor a aquellos edificios que están hechos con materiales más baratos. Mezclada con agua, la cal se utiliza con los granos de maíz que nuestras mujeres suelen moler convirtiéndolos en masa para las
tlaxcaltin
, tortillas, y para otros alimentos. La cal de Xaltocan era inclusive usada por cierta clase de mujeres como cosmético; con ella blanqueaban su pelo oscuro o pardo hasta lograr un tono de amarillo, poco natural, como el que tienen algunas de sus mujeres españolas. Por supuesto, los dioses no daban nada absolutamente gratis, y de vez en cuando exigían un tributo por la gran cantidad de piedra caliza que excavábamos de Xaltocan. Por casualidad yo estaba en la cantera de mi padre el día en que los dioses decidieron tomar un sacrificio.