En aquellos días creíamos que un héroe muerto al servicio de un señor poderoso o sacrificado en homenaje de una alta divinidad, aseguraba una vida sempiterna en el más esplendoroso de los mundos del más allá, en donde sería recompensado y agasajado con bienaventuranzas por toda la eternidad. Ahora, el cristianismo nos dice que
todos
podemos tener la esperanza a un espléndido cielo similar, pero consideremos. Aun el más heroico de los hombres muriendo por la más honorable de las causas, aun el más devoto de los cristianos muriendo mártir con la certeza de alcanzar el Cielo, nunca volverán a sentir las caricias que los rayos lunares dejarán caer sobre sus rostros, en sombras de luz, mientras caminan bajo las ramas de los cipreses de este mundo. Un placer frívolo, tan pequeño, tan simple, tan ordinario, pero ya jamás volverán a disfrutar. Eso es la muerte.
Su Ilustrísima demuestra impaciencia. Discúlpeme, Señor Obispo, mi vieja mente me impulsa algunas veces fuera del camino recto, hacia el laberinto de una senda descarriada. Yo sé que algunas cosas que he dicho y algunas otras que diré no serán consideradas por usted como una información estrictamente histórica. Sin embargo, rezo para alcanzar su indulgencia, ya que no sé si tendré otra oportunidad para contar estas cosas. Y por todo lo que cuento, no cuento lo que podría contarse…
Retrocediendo otra vez hacia mi infancia, no puedo pretender que ésta haya sido extraordinaria en ningún sentido, para nuestra época y lugar, puesto que yo era ni más ni menos que un niño ordinario. El número del día y el del año de mi nacimiento no fueron ni afortunados ni desafortunados. No nací durante algún portento ocurrido en el cielo, como por ejemplo un eclipse mordiendo a la luna, que podría haberme roído un labio en forma parecida, o haber dejado una sombra permanente en mi cara, una marca oscura de nacimiento. No tuve ninguna de esas características físicas que nuestra gente consideraba como feos defectos en un hombre: no tuve pelo rizado; ni orejas en forma de asa de jarro; ni barba partida o doble; ni dientes protuberantes de conejo; ni nariz muy achatada, pero tampoco pronunciadamente picuda; ni ombligo saltón; ni lunares visibles. Afortunadamente para mí, mi pelo creció lacio, sin ningún remolino que se levantara o que se rizara.
Mi compañero de infancia, Chimali, tenía uno de esos remolinos encrespados y durante toda su juventud, prudentemente y aun con miedo, lo conservó muy corto y aplastado con
óxitl
. Recuerdo una vez, cuando éramos niños, que él tuvo que llevar una calabaza sobre su cabeza durante todo un día. Los escribanos sonríen; es mejor que lo explique. Los cazadores de aves de Xaltocan agarraban patos y gansos de la manera más práctica y en buen número, poniendo largas redes sostenidas por varas clavadas aquí y allá en las partes poco profundas sobre las aguas del lago; entonces, haciendo un gran ruido, asustaban a las aves, de tal manera que éstas empezaban a volar repentinamente, quedando atrapadas en las redes. Sin embargo, nosotros, los niños de Xaltocan, teníamos nuestro propio método, verdaderamente astuto. Cortábamos la parte de arriba de una calabaza y la dejábamos hueca, haciéndole un hoyo por el cual podíamos ver y respirar. Nos poníamos dicha calabaza sobre la cabeza y, chapoteando como perritos, nos acercábamos al lugar en donde los patos y los gansos nadaban plácidamente en el lago. Como nuestros cuerpos eran invisibles dentro del agua, las aves no parecían encontrar nada alarmante en una o dos calabazas que se aproximaban flotando lentamente. Nos acercábamos lo suficiente como para agarrar las patas del ave y de un rápido tirón la metíamos dentro del agua. No siempre era fácil; hasta una cerceta pequeña podía presentar batalla a un niñito, pero generalmente podíamos mantener a las aves sumergidas hasta que éstas se sofocaban y se debilitaban. La maniobra rara vez causaba perturbación en el resto de la parvada que nadaba cerca.
Chimali y yo pasábamos el día en ese deporte y para cuando nos sentíamos cansados y desistíamos de seguir, teníamos amontonados en la orilla de la playa un respetable número de patos. Fue en ese momento cuando descubrimos que con el baño se le disolvía a Chimali el
óxitl
que usaba para aplacar su remolino, y su pelo quedaba detrás de la cabeza como si fuera un penacho. Estábamos al lado de la isla más lejano de nuestra aldea, lo que significaba que Chimali tendría que cruzar todo Xaltocan.
«
¡Ayya, pochéoa!
», se quejó. Esta expresión solamente se refiere a una ventosidad maloliente y apestosa, pero de haber sido escuchada por un adulto le hubiera valido una buena tunda de azotes con una vara espinosa, pues era una expresión demasiado vehemente para un niño de ocho o nueve años.
«Podemos volver por el agua —le sugerí— y nadar alrededor de la isla, si nos quedamos lo suficientemente alejados de la orilla».
«Quizá tú puedas hacerlo —me dijo Chimali—. Yo estoy tan lleno de agua y tan sin aliento que me hundiría en seguida. Mejor que esperemos a que anochezca para regresar a casa caminando».
Me encogí de hombros. «Durante el día corres el riesgo de que un sacerdote vea tu remolino y dé la noticia de ello, pero en la oscuridad corres el riesgo de encontrarte con algún monstruo más terrible, como Viento de la Noche. Yo estoy contigo, así es que tú decides».
Nos sentamos a pensar un rato y mientras, inconscientemente, nos pusimos a comer hormigas. En esa temporada del año las había por todas partes y sus abdómenes estaban llenos de miel. Así es que, cogíamos a los insectos y les mordíamos el trasero para tomar una gotita de miel, pero destilaban tan poquita que por muchas hormigas que comiéramos no aplacábamos nuestra hambre.
«¡Ya sé! —dijo Chimali al fin—. Llevaré puesta mi calabaza durante todo el camino de regreso a casa».
Y eso fue lo que hizo. Por supuesto que no podía ver muy bien por el agujero de su calabaza, así es que yo le guiaba, aunque los dos veníamos considerablemente cargados con el peso de nuestros patos muertos. Esto significaba que Chimali tropezaba continuamente, cayéndose entre las raíces de los árboles o en las zanjas del camino. Por fortuna nunca se hizo pedazos su calabaza. Sin embargo, me reí de él durante todo el camino, los perros le ladraban y como el crepúsculo se nos echó encima antes de llegar a la casa, Chimali hubiera podido asustar y aterrorizar a cualquier persona, que viajando al anochecer lo hubiese visto. Por otra parte, eso no debía haber sido motivo de risa. Había una buena razón para que Chimali fuera siempre cauto y cuidadoso con su indómito pelo. Y es que, como verán ustedes, cualquier niño con remolino era especialmente preferido por los sacerdotes cuando necesitaban de un joven para sus sacrificios. No me pregunten por qué. Ningún sacerdote me dijo jamás el porqué. Pues ¿cuándo un sacerdote ha dado alguna vez una buena razón para imponernos las reglas irracionales que nos hace vivir, o por hacernos sentir el miedo, la culpa o la vergüenza que tenemos que sufrir cuando algunas veces las violamos?
Eso no significa que quiera dar la impresión de que cualquiera de nosotros, jóvenes o viejos, viviéramos en constante aprensión. Excepto por unos cuantos caprichos arbitrarios, como esa predilección de los sacerdotes por los muchachos con remolinos en su pelo, nuestra religión y los sacerdotes que la interpretaban, no nos cargaban con muchas demandas onerosas. Ninguna de las otras autoridades lo hicieron tampoco. Debíamos obediencia a nuestros soberanos y gobernadores, por supuesto, teníamos ciertas obligaciones para los
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nobles y prestábamos atención a los consejos de nuestros
tlamatintin
, hombres sabios. Yo había nacido en la clase media de nuestra sociedad, los
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, «los afortunados», llamados así porque estábamos libres de las pesadas responsabilidades de las clases altas, como éramos igualmente libres también de ser maltratados como frecuentemente lo eran las clases bajas.
En nuestro tiempo habían solamente unas pocas leyes, deliberadamente pocas, para que cada hombre pudiera guardarlas, todas, en su corazón y en su cabeza, y no tuviera ninguna excusa para quebrantarlas aduciendo ignorancia. Por eso, nuestras leyes no estaban escritas como las suyas, ni eran pegadas en sitios públicos como ustedes lo hacen, así un hombre no tenía que estar consultando continuamente la larga lista de edictos, reglas y regulaciones, para poder así medir hasta su más pequeña acción de «si debería» o «no debería». Conforme a sus normas, nuestras pocas leyes les pueden parecer ridículas y vagas, y los castigos por sus infracciones les parecerán indebidamente rigurosos. Nuestras leyes fueron hechas para el bien de todos y todos las obedecían, conociendo de antemano las espantosas consecuencias de no acatarlas. Aquellos que no lo hicieron, desaparecieron.
Por ejemplo, de acuerdo con las leyes que ustedes trajeron de España, un ladrón es castigado con la muerte. También para nosotros era así. Sin embargo, por sus leyes un hombre hambriento que roba algo de comer es un ladrón. Esto no era así en nuestro tiempo. Una de nuestras leyes decía que en cualquier campo sembrado de maíz a la vera de los caminos públicos, las cuatro primeras hileras de varas eran accesibles a los caminantes. Así cualquier viajero podía tomar de un tirón cuantas mazorcas de maíz necesitara para su panza vacía. Pero el hombre que por avaricia, buscando enriquecerse, saqueara aquel campo de maíz para colectar un saco, ya sea para atesorarlo o para comerciar con él, si era atrapado, moría. De este modo esa ley encerraba dos cosas buenas: que el ladrón sería curado para siempre de robar y que el hombre hambriento no muriera de hambre.
Nuestras vidas, las de los
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, eran regidas más por costumbres y tradiciones que por leyes. Conservadas por largos años, muchas de ellas gobernaban la conducta de los adultos o de las tribus o de comunidades enteras. Aun cuando como niño todavía no había crecido más allá del apelativo de Siete Flor, ya me había dado cuenta de la insistencia tradicional de que un varón debe ser valiente, fuerte, galante, trabajador y honesto y de que una mujer debe ser modesta, casta, gentil, trabajadora y humilde.
Todo el tiempo que no pasé jugando con mis juguetes —la mayoría de ellos eran miniaturas de armas de guerra o réplicas de los aperos de trabajo usados por mi padre— y todo el tiempo que no pasé jugando con Chimali, con Tlatli y con otros niños de mi edad, lo pasé en compañía de mi padre, cuando él no estaba trabajando en la cantera. Aunque yo le llamaba Tata, como todos los niños llaman infantilmente a sus padres, su nombre era Tepetzalan, que significa Valle, como el valle que está entre las montañas de la tierra firme, en donde él había nacido. Como creció muy por encima de la estatura normal de nuestros hombres, ese nombre que se le había dado a los siete años fue después ridículo. Todos nuestros vecinos y sus compañeros en la cantera le llamaban con apodos referentes a su alta estatura: como Toca Estrellas, Cabeza Inclinada y otros parecidos.
Por cierto que él tenía que agachar mucho la cabeza cuando me dirigía las pláticas tradicionales de padre a hijo. Si por casualidad me veía imitando descaradamente el caminar arrastrado del viejo jorobado Tzapátic, el hombre que recolectaba la basura de nuestra aldea, mi padre me decía severamente:
«Ten cuidado, Chapulín (él siempre me llamaba con apodos cariñosos), de no burlarte de los ancianos, de los enfermos, de los incapacitados o de cualquier persona que haya caído en algún error o transgresión. Ni los insultes ni los desprecies, más bien humíllate ante los dioses y tiembla, no sea que ellos dejen caer sobre ti las mismas miserias».
O si yo no mostraba interés en lo que mi padre trataba de enseñarme acerca de su oficio, ya que cualquier niño
macehuali
que no aspirara a la vida de guerrero, se esperaba que siguiera los pasos de su padre, él se agachaba y me decía sinceramente:
«No huyas de cualquier labor que los dioses te asignen, hijo, sino que debes estar contento. Rezo para que ellos te otorguen méritos y buena fortuna, pero cualquier cosa que te den, recíbela con gratitud. Aunque te den solamente un pequeño don, no lo desdeñes, porque los dioses pueden quitarte lo poco que tienes. En caso de que la dádiva que recibas sea muy grande, quizá un gran talento, ni seas orgulloso ni te vanaglories, más bien recuerda que los dioses deben haber negado ese
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a otra persona, para que tú lo pudieras tener».
Algunas veces, sin instigación alguna y con su cara grande ligeramente sonrojada, mi padre me echaría un pequeño sermón Que no tendría ningún significado para mí. Algo así como:
«Vive limpiamente y no seas disoluto, Chapulín, o los dioses se enojarán y te cubrirán de infamia. Contrólate, hijo, hasta que conozcas a la joven que los dioses han destinado para lúe sea tu esposa, porque ellos saben arreglar todas las cosas con propiedad. Sobre todo, nunca juegues con la esposa de otro hombre».
Eso me parecía una recomendación innecesaria, porque yo vivía limpiamente. Como todos los demás mexica, a excepción de nuestros sacerdotes, me bañaba dos veces al día en agua caliente y jabonosa, nadaba frecuentemente en el lago y periódicamente sudaba los restantes «malos humores» en la casita de vapor de la aldea. Me limpiaba mis dientes por la mañana y por la noche con una mezcla de miel y cenizas blancas. En cuanto a «jugar», yo no conocía a ningún hombre en la isla que tuviera una esposa de mi edad, y de todos modos nosotros, los muchachos, no incluíamos a las niñas en nuestros juegos. Todas estas prédicas de padre a hijo eran nada más que recitaciones de loro transmitidas a través de generaciones, palabra por palabra, como el discurso de la comadrona en el momento de mi nacimiento. Sólo en estas ocasiones mi padre Tepetzalan hablaba largamente; por lo demás, él era un hombre taciturno. El ruido que había en la cantera no daba lugar para pláticas y en casa la cháchara incesante y quejosa de mi madre no le daba oportunidad de decir ni siquiera una palabra. A Tata no le importaba. Él siempre había preferido la acción a las palabras, y me enseñó más coa su ejemplo que con sus arengas de loro. Si a mi Tata de veras le faltaban algunas de las cualidades que se esperaban de nuestros hombres, fuerza, valentía y todo eso, ese defecto consistía solamente en dejarse intimidar e insultar por mi Tene. Mi madre era una de las hembras menos típicas entre todas las
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de Xaltocan: la menos modesta, la menos dócil, la menos humilde. Era una pendenciera consumada, la tirana de nuestra pequeña familia y la que atosigaba a todos nuestros vecinos. Sin embargo, creyéndose un modelo de perfección, había caído en un estado de insatisfacción perpetuo y enojoso hacia todo lo que la rodeaba. Si aprendí algo útil de mi Tene, fue el estar algunas veces insatisfecho
conmigo mismo
.