Varios cargadores arrastraban un inmenso bloque de
tenéxtetl
recientemente cortado hacia arriba por el largo declive que, a semejanza de una tabla encorvada y escarpada, ascendía en forma de caracol entre el fondo y la cima de la cantera. Eso lo hacían a base de pura fuerza muscular, teniendo cada hombre alrededor de su frente una banda de tela que se amarraba a la red hecha de cuerda que arrastraba el bloque. En algún lugar muy arriba de la rampa, el bloque se deslizó demasiado hacia la orilla o se inclinó por alguna irregularidad del camino. Sea lo que fuere, giró lenta e implacablemente de lado y cayó. Hubo muchos gritos y si los cargadores no se hubiesen arrancado de sus frentes las bandas de tela, hubieran caído por la orilla junto con el bloque. A causa del ruido de la cantera, un hombre que estaba abajo no oyó los gritos, así es que el bloque le cayó encima y uno de sus filos, como una azuela de piedra, lo partió en dos exactamente a la altura de la cintura.
El bloque de piedra había hecho una muesca tan profunda en el piso de tierra de la cantera, que se quedó allí balanceándose sobre sus ángulos. Así que mi padre y todos los demás hombres que corrieron precipitadamente al lugar, pudieron sin mucha dificultad hacerlo caer a un lado. Se quedaron pasmados cuando vieron que la víctima de los dioses estaba todavía viva y aún consciente. Pasando desapercibido por la excitación de los demás, me acerqué y vi al hombre, que estaba dividido en dos partes. Desde la cintura para arriba, su cuerpo desnudo y sudoroso estaba intacto y sin ninguna herida, pero su cintura estaba comprimida en una forma ancha y plana, de tal manera que su cuerpo parecía una azuela o un cincel. La piedra lo había cortado instantánea (piel, carne, estómago, columna vertebral) y limpiamente y le había cerrado la herida, de tal modo que no había ni una gota de sangre. Él hubiera podido ser un muñeco de trapo cortado por la mitad y luego cosido por la cintura. Su mitad inferior, con su taparrabo, yacía separada de él, con el borde igualmente cortado y sin sangrar, aunque las piernas se movían espasmódica y ligeramente y esa mitad de su cuerpo estaba orinando y defecando copiosamente.
La herida parecía haber entumecido todos los nervios cortados de tal manera que el hombre ni siquiera sentía dolor. Levantando su cabeza miró, un poco extrañado, su otra mitad. Para evitarle ese espectáculo, los otros hombres rápida y tiernamente transportaron a cierta distancia de ahí lo que quedaba de él y lo apoyaron contra la pared de la cantera. Él flexionó sus brazos, cerró y abrió sus manos, movió su cabeza de un lado a otro y dijo con voz admirada:
«Todavía me puedo mover y hablar. Os puedo ver a todos vosotros, compañeros. Puedo extender la mano, tocaros y sentiros. Oigo los martillos golpeando y huelo el polvo áspero del
tenextli
. Estoy vivo todavía. Esto es maravilloso».
«Sí, lo es —dijo mi padre con voz ronca—. Pero no puede ser por mucho tiempo, Xícama. No tiene caso ni siquiera mandar traer un
tícitl
. Tú querrás un sacerdote. ¿De qué dios, Xícama?».
El hombre pensó un momento. «Cuando ya no pueda hacer nada más, pronto saludaré a todos los dioses, pero mientras todavía pueda hablar es mejor que hable con La Que Come Suciedad».
La llamada fue transmitida a lo alto de la cantera y de allí un mensajero fue corriendo velozmente para traer un
tlamacazqui
de la diosa Tlazoltéotl o La Que Come Suciedad. A pesar de que su nombre no era bello, era una diosa muy compasiva. Era a ella a quien los hombres moribundos confesaban todos sus pecados y malos hechos —a menudo los hombres vivos también lo hacían, cuando se sentían particularmente angustiados o deprimidos por algo que habían hecho—, así Tlazoltéotl se podía tragar todos sus pecados y éstos desaparecían como si nunca hubiesen sido cometidos. Así los pecados de un hombre no irían con él, para contar en su contra o para ser un fantasma en su memoria, a cualesquiera de los mundos del más allá adonde fuera enviado.
Mientras esperábamos al sacerdote, Xícama apartaba los ojos de sí mismo, de su cuerpo que parecía estar dentro de una hendidura del piso de roca y hablaba tranquila y casi alegremente con mi padre. Le dio recados para sus padres, para su futura viuda y para sus hijos, que pronto quedarían huérfanos, e hizo sugestiones acerca de las disposiciones sobre la pequeña propiedad que poseía, y se preguntaba en voz alta qué sería de su familia cuando su proveedor se hubiera ido.
«No preocupes tu mente —dijo mi padre—. Es tu
tonali
que los dioses tomen tu vida a cambio de la prosperidad de nosotros, los que nos quedamos. Para dar gracias por el sacrificio consumado en ti, nosotros y el Señor Gobernador daremos una compensación adecuada a tu viuda».
«Entonces ella tendrá una herencia respetable —dijo Xícama aliviado—. Ella todavía es una mujer joven y hermosa. Por favor, Cabeza Inclinada, persuádela para que se vuelva a casar».
«Así lo haré. ¿Alguna otra cosa?».
«No —dijo Xícama. Miró alrededor y sonrió—. Nunca pensé que me sentiría apesadumbrado al ver por última vez esta cantera funesta. ¿Sabes, Cabeza Inclinada, que aun en estos momentos esta fosa de piedra se ve bonita y atrayente? Con las nubes blancas allá arriba, el cielo tan azul y aquí la piedra blanca… como nubes encima y abajo del azul. Si aún pudiera, me gustaría ver los árboles verdes más allá de la orilla…».
«Los verás —prometió mi padre—, pero después de que hayas terminado con el sacerdote. Sería mejor no moverte hasta entonces».
El
tlamacazqui
llegó, en el todo de su negro, sus vestiduras negras flotando al viento, su pelo negro endurecido con sangre seca y su cara cenicienta que jamás se lavaba. El era la única oscuridad y sombra que manchaba el límpido azul y blanco del cual Xícama lamentaba despedirse. Todos los demás hombres se alejaron para darles privacía. (Y mi padre, que me descubrió entre ellos, se enojó y me ordenó que me fuera; eso no era para ser visto por un muchachito). Mientras Xícama estaba ocupado con el sacerdote, cuatro hombres recogieron su apestosa mitad inferior, todavía estremeciéndose, para transportarla arriba de la cantera. Uno de ellos vomitó en el camino.
Evidentemente Xícama no había llevado una vida muy vil, ya que no le tomó mucho tiempo confesarse con La Que Come Suciedad de lo que se arrepentía de haber hecho o dejado por hacer. Cuando el sacerdote le había absuelto por parte de Tlazoltéotl, y después de haber dicho todas las palabras rituales y todos los gestos, se hizo a un lado. Cuatro hombres levantaron y tomaron cuidadosamente el pedazo viviente que era Xícama y lo llevaron lo más rápidamente que pudieron, sin zarandearlo, por el declive, hacia arriba de la cantera. Tenían la esperanza de que viviera el tiempo suficiente para poder llegar a su aldea y despedirse personalmente de su familia y presentar sus respetos a aquellos dioses que él personalmente hubiera preferido. Pero en algún lugar, en lo alto del caracol, su cuerpo dividido empezó a abrirse dejando escapar su sangre y su desayuno, además de otras substancias. Ya no pudo hablar y dejó de respirar, sus ojos se cerraron para siempre y nunca llegó a ver, otra vez, los árboles verdes.
Una parte de la piedra caliza de Xaltocan había sido utilizada hace mucho tiempo para la construcción de la
icpac tlamanacali
y
teocaltin
de nuestra isla, nuestra pirámide con sus templos diversos, como ustedes les llaman. Una parte de la piedra excavada siempre fue reservada para los impuestos que pagábamos a la tesorería de la nación y para nuestro tributo anual al Venerado Orador y a su Consejo de Voceros. (El Uey-Tlatoáni Motecuzoma había muerto cuando yo tenía tres años de edad y en aquel mismo año el gobierno y el trono habían sido entregados a su hijo Axayácatl, Cara de Agua). Otra parte de la piedra era reservada para el provecho de nuestro
tecutli
, o gobernador, para algunos otros nobles de rango y también para los gastos de la isla: construcción de canoas para el transporte, compra de esclavos para los trabajos menos agradables, pago de los sueldos de los canteros y cosas parecidas. Sin embargo, siempre sobraba mucho de nuestro producto mineral para la exportación y para trueque.
Gracias a esto, Xaltocan pudo importar y cambiar mercancías, que nuestro
tecutli
repartía entre sus súbditos, según su nivel social y sus méritos. Además permitía a toda la gente de la isla construir sus casas con esa piedra caliza tan a la mano, a excepción, claro, de los esclavos y otras clases bajas. Por eso, Xaltocan era diferente de la mayoría de las otras comunidades de estas tierras, en donde las casas eran construidas frecuentemente con ladrillos de barro secados al sol, o con madera, o con cañas, en donde muchas familias vivían apretadas en un solo edificio comunal e inclusive en cuevas en el flanco de algún cerro. Aunque nuestra casa tenía solamente tres cuartos, sus pisos también eran de losas de piedra caliza, lisa y blanca. No había muchos palacios en El Único Mundo que pudieran sentirse orgullosos de haber sido construidos con materiales tan finos. El uso de nuestra piedra para la construcción, significó también que nuestra isla no quedó desnuda de sus árboles, como sucedió en muchos otros lugares poblados del valle.
En mi tiempo, el gobernador de Xaltocan era Tlauquéchotltzin, el Señor Garza Roja, un hombre cuyos lejanos antepasados habían sido de los primeros colonizadores mexica en la isla y el hombre que ocupaba el rango más alto entre la nobleza local. Eso garantizaba su cargo como nuestro
tecutli
de por vida, como era la costumbre en la mayoría de los distritos y comunidades, y como representante nuestro ante el Consejo de Voceros encabezado por el Venerado Orador y como gobernador de la isla, de sus canteras, el lago que le circundaba y cada uno de sus habitantes, excepto en cierta medida de los sacerdotes, quienes mantenían que sólo debían lealtad a los dioses.
No todas las comunidades tenían tanta suerte con su
tecutli
como la nuestra en Xaltocan. Se esperaba que un miembro de la nobleza viviera a la altura de su posición social, o sea,
ser noble
, pero no todos lo eran. Ningún
pili
nacido dentro de la nobleza podía ser rebajado a una clase más baja, sin importar cuán innoble fuese su conducta. Sin embargo, si su conducta era inexcusable, podía ser cesado de su puesto o aun ser sentenciado a muerte por sus camaradas. También debo mencionar que la mayoría de los nobles lo eran por haber nacido de padres nobles, pero no era imposible para un simple plebeyo ganar el derecho a esa clase superior.
Recuerdo a dos hombres de Xaltocan quienes habían sido elevados a la nobleza y se les había dado un ingreso estimable de por vida. Uno era Colótic-Miztli, un viejo guerrero que en otro tiempo había cumplido con su nombre de Fiero Cugar de la Montaña, haciendo algún hecho de armas en alguna guerra ya olvidada contra algún antiguo enemigo. Esto le había costado tantas cicatrices que era horrible verlo, pero había ganado así el codiciado sufijo de Mitzin a su nombre: Miztzin, Señor Cugar de la Montaña. El otro era Quali-Améyatl, o Fuente Buena, un joven arquitecto de buenas maneras que no hizo otra cosa más notable que diseñar unos jardines en el palacio del gobernador. Pero Améyatl era tan bien parecido como Miztzin era repugnante, y durante su trabajo en el palacio había ganado el corazón de una joven que se llamaba Ahuachtli, Gota de Rocío, quien por casualidad era la hija del gobernador. Cuando se casó con ella, vino a ser Améyatzin, el Señor Fuente.
Como creo que ya indiqué, nuestro Señor Garza Roja era un
tecutli
jovial y generoso, pero sobre todo un hombre justo. Cuando su propia hija Gota de Rocío se cansó de su Señor Fuente, plebeyo de nacimiento y fue sorprendida en adulterio con un
pili
noble de nacimiento, Garza Roja ordenó que ambos fueran sentenciados a muerte. Muchos otros nobles le pidieron que perdonara la vida de la joven mujer y que en su lugar la desterrara de la isla. Incluso el esposo juró a su suegro que él ya había perdonado el adulterio de su esposa y que tanto él como Gota de Rocío se irían a alguna nación lejana. Aunque todos sabíamos cuánto amaba a su hija, el gobernador no se dejó influenciar. Dijo: «Me llamarían injusto si por mi propia hija no obedezco una ley que se hace cumplir a mis súbditos». Y dijo a su yerno: «La gente dirá algún día que tú perdonaste a mi hija en deferencia a mi puesto y no por tu propia y libre voluntad». Y ordenó que todas las mujeres y jovencitas de Xaltocan fueran a su palacio para ser testigos de la ejecución de Gota de Rocío. «Especialmente las nubiles y las doncellas —dijo él—, porque son muy excitables y quizás se inclinen a simpatizar con la infidelidad de mi hija e inclusive envidiarla. Dejemos, pues, que se sobresalten con su muerte, para que en su lugar se concentren en la severidad de las consecuencias».
Así es que mi madre fue a la ejecución y llevó consigo a Tzitzitlini. Mi madre dijo que la vil Gota de Rocío y su amante habían sido estrangulados con sogas disfrazadas de guirnaldas de flores a la vista de toda la población, y que la joven mujer aceptó muy mal su castigo, con súplicas, luchas y terrores, y que Fuente Buena, su traicionado marido, lloró por ella, pero que el Señor Garza Roja había estado observando sin ninguna expresión en su rostro. Tzitzi no hizo ningún comentario sobre el espectáculo, pero me contó que en el palacio conoció al joven hermano de la mujer condenada, Pactli, el hijo de Garza Roja.
«Él me miró largamente —dijo ella con un escalofrío— y me sonrió enseñando sus dientes. ¿Puedes creer tal cosa en un día semejante? Fue una mirada que me puso la carne de ganso».
Yo apostaría que Garza Roja no sonrió aquel día. Sin embargo, creo que ustedes pueden comprender por qué toda la gente de la isla estimaba tanto a su gobernador siendo tan justo e imparcial. De verdad, todos esperábamos que el Señor Garza Roja viviera muchos años, ya que no nos sentíamos felices ante la idea de llegar a ser gobernados por su hijo Pactli. El nombre significaba Alegría, un nombre mal dado como ningún otro, pues el joven Alegría era malo y despótico por naturaleza mucho antes de que llegara a usar el
máxtlatl
de la edad adulta. Ese retoño odioso de un padre tan cortés, no se asociaba libremente con ningún muchacho de la clase media, como Tlatli, Chimali y yo, y de todas maneras era uno o dos años mayor. Sin embargo, cuando mi hermana empezó a florecer en belleza y Pactli empezó a manifestar un gran interés por ella, mi hermana y yo llegamos a compartir un odio especial hacia él, pero eso todavía estaba en el futuro.