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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (9 page)

Dirigí mis ojos hacia la ciudad que estaba más allá de la zona de los muelles. Brillaba, pulsaba, resplandecía de blanco a la luz temprana del sol. Eso hizo que me sintiera orgulloso de mi isla natal, porque los edificios que no habían sido construidos con la blanca piedra caliza estaban aplanados con el yeso blanco, y yo sabía que la mayor parte de aquel material llegaba de Xaltocan. Aunque los edificios estaban adornados con frescos, franjas y paneles con pinturas de vividos colores y mosaicos, el efecto dominante era el de una ciudad tan blanca que casi parecía plateada y tan resplandeciente que casi lastimaba mis ojos. En esos momentos, las luces de la noche anterior ya estaban totalmente extinguidas y sólo desde alguna parte el fuego quieto de un templo enviaba una cinta de humo hacia el cielo. Entonces vi una nueva maravilla: en la cumbre de cada azotea, de cada templo, de cada palacio de la ciudad, de cada una de las partes más sobresalientemente altas, se proyectaba un asta y en cada una flotaba un estandarte. Éstos no eran cuadrados, triangulares o rectangulares como las insignias de batalla; eran mucho más largos y anchos. Totalmente blancos excepto por la insignia de colores que portaban. Algunas de éstas las pude reconocer, como la de la ciudad, la del Venerado Orador Axayácatl, las de algunos dioses; pero otras no me eran familiares, deberían de ser las insignias de los nobles locales y de los dioses particulares de la ciudad.

Las banderas de sus hombres blancos son siempre pedazos de tela, muy a menudo con blasones muy elaborados, pero que no dejan de ser simples hilachos que cuelgan flojamente de sus astas, o tremolean y chasquean al viento como la ropa lavada por una mujer rústica y tendida a secar sobre las espinas de los cactos. Por contraste, estas banderolas increíblemente largas de Tenochtitlan estaban entretejidas con plumas, plumas a las que se les habían quitado los cañones y solamente se había utilizado para el tejido la parte más suave de ellas. No estaban ni pintadas ni teñidas. Las banderas estaban tejidas intrincadamente con plumas de colores naturales: de garzas blancas para la parte del fondo de las banderas, y para los diseños de las insignias los variados tonos de rojo de las guacamayas, cardenales y papagayos, los diversos azules de los grajos y las garzas, los amarillos de los tucanes y de las tángaras.
Ayyo
, ustedes oyen la verdad, beso la tierra, habían allí todos los colores e iridiscencias que solamente se pueden encontrar en la naturaleza viva y no en las mezclas de pinturas que hacen los hombres.

Lo más maravilloso era que estas banderolas no se combaban ni aleteaban, sino que flotaban. No soplaba el viento esa mañana, solamente el movimiento de la gente en las calles y de los
acaltin
en los canales hacían la suficiente corriente de aire como para sostener esos pendones tan grandes y tan ligeros a la vez. Como grandes pájaros reacios a volar lejos, contentos de flotar soñando, los estandartes estaban suspendidos, totalmente extendidos en el aire. Las miles de banderas emplumadas ondulaban, gentil y silenciosamente como por arte de magia, sobre las torres y los pináculos de esa mágica ciudad-isla.

Teniendo la osadía de apoyarme demasiado peligrosamente afuera de la ventana, podía ver a lo lejos, por el sudeste, los picos de los dos volcanes llamados Popocatépelt e Ixtaccíhuatl
[2]
, la montaña del Incienso Ardiendo y la montaña de la Mujer Blanca. A pesar de que ya estábamos en la estación seca y los días eran calurosos, las dos montañas estaban coronadas de nieve, la primera que veía en mi vida, y el candente incienso que se hallaba en las profundidades del Popocatépetl producía un penacho de humo azul que flotaba sobre su cumbre, tan perezosamente como las banderolas flotaban sobre Tenochtitlan. Desde la ventana insté a mi padre para que se levantara. Debía de estar cansado y deseoso de dormir más, pero se levantó sin ninguna queja, con una sonrisa de comprensión hacia mi deseo de salir.

El desembarcó y entrega de nuestro cargamento era responsabilidad del jefe encargado de fletes del lanchón, así es que mi padre y yo teníamos todo el día para nosotros. Él traía solamente el encargo de comprar algunas cosas para mi madre, por lo que dirigimos nuestros pasos hacia el norte, hacia Tlaltelolco.

Como ustedes saben, reverendos frailes, esta parte de la isla que ahora ustedes llaman Santiago está separada de la parte sur solamente por un extenso canal atravesado por varios puentes. Sin embargo, Tlaltelolco fue por muchos años una ciudad independiente, con sus propios gobernantes, y trató siempre, osadamente, de aventajar a Tenochtitlan, pretendiendo ser la primera ciudad mexica. Las ilusiones de superioridad de Tlaftelolco fueron por mucho tiempo toleradas humorísticamente por nuestros Venerados Oradores. Pero cuando su último gobernante Moquíhuix tuvo el descaro de construir la pirámide-templo más alta de todas las que había en los cuatro distritos de Tenochtitlan, el Uey-Tlatoáni Axayácatl, justificadamente, se sintió humillado. Así es que ordenó a sus hechiceros hostigar a ese vecino ya intolerable. Si la historia es cierta, a Moquíhuix le habló la cara de una pared de piedra labrada que estaba en la sala del trono. Lo que le dijo acerca de su virilidad fue tan insultante que Moquíhuix, agarrando una cachiporra de guerra, pulverizó el grabado. Después, cuando Moquíhuix fue a la cama con su real compañera, los labios de sus
tepili
, partes, también le hablaron, menospreciando su virilidad. Esos sucesos, aparte de dejar impotente a Moquíhuix incluso con sus concubinas, le asustaron muchísimo, pero aun así no rindió vasallaje al Venerado Orador. Por lo que al principio del mismo año en que yo había hecho la visita del día de mi nombre, Axayácatl tuvo que tomar Tlaltelolco por las armas. El mismo Axayácatl, personalmente, lanzó a Moquíhuix desde lo alto de su propia pirámide, dejándole sus sesos bien destrozados. Unos cuantos meses después de aquel suceso, cuando mi padre y yo visitamos Tlaltelolco y aunque seguía siendo una ciudad muy bella de templos, palacios y pirámides, se sentía satisfecha de ser el quinto distrito de Tenochtitlan, y un lugar de mercado dependiente de la ciudad.

Su inmensa área de mercado abierto me pareció que era tan grande como toda nuestra isla de Xaltocan, más rica, más llena de gentes y mucho más ruidosa. Esa área estaba separada por amplios corredores limitados en cuadros en donde los mercaderes extendían su mercancía sobre mesas o lienzos, y cada uno de esos cuadros estaban designados a diferentes clases de mercancías. Allí había secciones para los forjadores de oro y plata; para los que trabajaban las plumas; para los vendedores de verduras y condimentos; de carne y animales vivos; de artículos de cuero y ropa; de esclavos y perros; de cerámica y trastos de cobre; de medicinas y cosméticos; de cuerdas, reatas y fibras; de estridentes pájaros, changos y otras mascotas. Ah, bueno, este mercado ha sido restaurado y sin duda ustedes ya lo conocen. Aunque mi padre y yo fuimos temprano, el lugar ya estaba lleno de una muchedumbre de compradores. La mayor parte de ellos eran
macehualtin
como nosotros, pero también había señores y damas
pipiltin
, apuntando imperiosamente hacia los artículos que deseaban y dejando que sus esclavos regatearan el precio.

Fuimos muy afortunados por haber llegado temprano, o por lo menos yo lo fui, ya que en uno de los puestos del mercado se estaba vendiendo un artículo tan perecedero que se hubiera acabado antes de media mañana, y entre todos los alimentos que se vendían era el más exótico y delicado. Era nieve. Había sido traída a diez carreras largas desde la cumbre del Ixtaccüiuatl hasta aquí, por relevos de mensajeros veloces corriendo a través del frío de la noche. El mercader la guardaba en unas jarras de grueso barro cocido, tapadas con montones de esterillas de fibra. Un cono de nieve costaba veinte semillas de cacao. Éste era el jornal promedio de un día completo de trabajo de cualquier obrero en la nación mexica. Por cuatrocientas semillas de cacao se podía comprar para toda la vida un esclavo bastante fuerte y saludable. Así es que la nieve era, por peso, la mercancía más cara de todo el mercado, incluyendo las joyas más costosas en los puestos de los forjadores de oro. Sólo unos cuantos de los
pipiltin
podían comprar ese raro refresco. No obstante, nos dijo el hombre de la nieve, vendía siempre toda su provisión en la mañana, antes de que ésta se derritiera. Mi padre se quejó: «Yo recuerdo el año Uno Conejo, cuando del cielo estuvo “nevando nieve” por seis días seguidos. La nieve no solamente fue gratis para el que la quisiera, sino que también fue una calamidad». Pero se apaciguó y dijo al vendedor: «Bueno, porque es el cumpleaños
chicoxíhuitl
del niño…».

Desligando su morral del hombro contó veinte semillas de cacao. El mercader examinó una por una para estar seguro de no entrar una falsificación hecha de madera o una semilla agujereada y rellena de tierra. Entonces destapó una de sus jarras, sacó un cucharón colmado de esa preciosa golosina y con pequeños golpes la acomodó dentro de un cono hecho con una hoja enroscada, luego lo roció con una especie de jarabe dulce y me lo entregó. Golosamente tragué un poco y estuve a punto de escupirlo de lo frío que estaba. Me destempló los dientes y me dio dolor de cabeza y, sin embargo, fue una de las cosas más deliciosas que probé en mi infancia. Lo sostuve para que mi padre lo probara y aunque le dio una lamida que obviamente saboreó tanto como yo, pretendió que no quería más. «No lo muerdas, Mixtli —me dijo—. Chúpalo, así te durará más».

Cuando mi padre hubo comprado todo lo que mi madre le había encargado, y después de haberlo enviado con un cargador a nuestra embarcación, fuimos otra vez hacia el sur, hacia el centro de la ciudad. La mayoría de los edificios de Tenochtitlan eran de dos y algunas veces hasta de tres pisos de alto, y muchos de ellos se veían todavía más altos porque estaban construidos sobre pilares para evitar la humedad. La isla en sí no era más alta que la estatura de dos hombres por encima de las aguas del lago de Texcoco. Así es que en aquellos días había tantas calles como canales cruzando la ciudad. En algunas partes, los canales y las calles corrían paralelos, así la gente que caminaba podía platicar con la que iba en las canoas. En algunas esquinas, frente a nosotros, podíamos ver gente apretujada alborotando de un lado a otro; en otras, solamente el destello de las canoas al pasar. Algunas de ellas eran embarcaciones de alquiler para pasajeros, para llevar a aquellas personas que tenían prisa, a través de la ciudad, de una manera más rápida de lo que ellos pudieran caminar. Otras, eran los
acáltin
privados de los nobles, que estaban muy decorados y pintados con toldos arriba para protegerlos del sol. Las calles estaban fuertemente apisonadas y planas con una superficie de barro; los canales tenían bancos de mampostería. El agua de muchos canales estaba casi al mismo nivel de las calles, de tal manera que los puentes para transeúntes podían girar sobre sí mismos, hacia un lado, mientras pasaba una canoa. Con la red de canales, el lago de Texcoco prácticamente venía a ser parte de la ciudad, así como también las tres calzadas principales hacían que la ciudad formara parte de la tierra firme. Al final de la isla, aquellas calles anchas se convertían en amplios caminos-puentes de piedra, por los cuales un hombre podía encaminarse a cinco ciudades diferentes de la tierra firme, hacia el norte, el oeste y el sur. Había otro tramo que no era una calzada sino un acueducto. Éste sostenía una gamella de curvadas baldosas, tan ancha y espesa que los dos brazos de un hombre no la podrían estrechar y que hasta nuestros días surte de agua fresca a la ciudad, desde el manantial de Chapultépec en la tierra firme, por el sudoeste. Debido a que tanto los caminos como las rutas acuáticas de los lagos convergían a Tenochtitlan, mi padre y yo mirábamos desfilar el constante comercio, tanto de la nación mexica como el de otras naciones. Por todas partes, cerca de nosotros, había cargadores agobiados bajo el peso de la carga que soportaban sobre sus espaldas, ayudados por las bandas de tela que usaban en sus frentes. Por todas partes había canoas de todos los tamaños, transportando productos en pilas altas que eran llevados y traídos al mercado de Tlaltelolco o los tributos de los pueblos subordinados, yendo hacia los palacios o a la casa del tesoro o a los almacenes de depósito de la nación.

Solamente las multicolores canastas de frutas podían dar una idea de cuán extendido estaba el comercio. Allí había guayabas y chirimoyas de las tierras Otomí, hacia el norte; pinas de las tierras Totonaca, hacia el mar del este; papayas amarillas de Michihuacan, hacia el oeste; papayas rojas de Chiapán, lejos hacia el sur, y de las tierras Tzapoteca, del cercano sur, las frutas tzapotin que dan su nombre a la región.

También de la nación tzapoteca venían bolsas de pequeños insectos secos que servían para teñir, produciendo diferentes tonalidades de rojos. Del cercano Xochimilco traían toda clase de flores y plantas que yo no creía que existieran. De las selvas del lejano sur venían cajas llenas de pájaros de gran colorido o fardos llenos de sus plumas. De las Tierras Calientes, tanto del este como del oeste, llegaban bolsas de cacao para hacer
chocólatl
y bolsas llenas de vainas de orquídeas negras con las cuales se hace la vainilla. De las costas de la tierra Olmeca, en el sureste, venía el producto que le dio nombre a su pueblo:
oli
, largas tiras de goma que luego serían trenzadas para convertirse en las duras pelotas usadas en nuestro antiguo juego de
tlachtli
. Incluso Texcala, la nación perennemente enemiga de nosotros los mexica, nos mandaba su precioso
copali
, la aromática resina con la que hacíamos perfumes e inciensos.

De todas partes llegaban sacos y fardos de maíz, frijol y algodón, y hacinados y graznando los
huaxolome
vivos (esa ave doméstica negra y esponjada que ustedes llaman gallipavo) y canastas de sus huevos; jaulas de los comestibles
techichi
, perros, pelones y mudos; ancas de venados, de conejos y carne de verraco; jarras llenas del agua dulce y clara de la savia del maguey o de la fermentación blanca y espesa de ese jugo, la bebida que emborracha, llamada
octli

Cuando mi padre me estaba haciendo notar esas cosas y diciéndome sus nombres, una voz lo interrumpió: «Por sólo dos semillas de cacao, mi señor, te diré los caminos y los días que moran más allá del día-de-nombre de tu hijo Mixtli».

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