Me acuerdo de haber sido castigado por mi padre, corporalmente, solamente en una ocasión, cuando lo merecía plenamente. Nosotros, los niños de Xaltocan, teníamos permiso y aun éramos alentados a matar a las aves que, como los cuervos y mirlos, picoteaban las cosechas de nuestras
chinampa
, lo que hacíamos con unas cerbatanas de caña que expulsaban unas bolitas de barro. Un día, por cierto tipo de perversidad traviesa, soplé una bolita contra la pequeña codorniz domesticada que teníamos en nuestra casa. (La mayoría de las casas tenían una de estas aves como mascota, para controlar a los alacranes y otras clases de bichos). Entonces, para aumentar mi crimen, traté de culpar a mi amigo Tlatli de la muerte del ave. A mi padre no le costó mucho averiguar la verdad. El asesinato de la inofensiva codorniz podría haber sido castigado moderadamente, pero no así el pecado estrictamente prohibido de
mentir
. Mi Tata tuvo que infligirme el castigo prescrito por «hablar escupiendo flemas», que era así como le llamábamos a una mentira. Él se sintió mal cuando lo hizo. Atravesó mi labio inferior con una espina de maguey, dejándola ahí hasta que me llegó el tiempo de ir a dormir.
¡
Ayya ouiya
, el dolor, la mortificación, el dolor, las lágrimas de mi arrepentimiento, el dolor!
Ese castigo me dejó una huella tan profunda, que yo a mi vez lo he dejado grabado en los archivos de nuestra tierra. Si ustedes han visto nuestra escritura-pintada, habrán observado pinturas de personas o de otros seres con un pequeño símbolo enroscado como un pergamino emanando de ellos. Ese símbolo representa un
náhuatl
, que significa una lengua, un lenguaje, un discurso o sonido. Esto indica que la figura está hablando o emitiendo algún sonido. Si el
náhuatl
está enroscado más de lo ordinario y elaborado con el glifo que representa una mariposa o una flor, significa que la persona está recitando poesía o está cantando. Cuando llegué a ser escribano, agregué otra figura a nuestra escritura-pintada: el
náhuatl
atravesado por una espina de maguey y pronto todos los demás escribanos lo adoptaron. Así cuando vean ese glifo antes de una figura sabrán que se está viendo la pintura de alguien que miente.
Los castigos que más frecuentemente nos daba mi madre eran infligidos sin tardanza, sin compasión y sin remordimiento; yo sospecho que incluso con algo de placer en dar una pena, además que corregir. Ésos, quizá, no dejaron legado en la historia-pintada de esta tierra como la lengua atravesada por una espina, pero ciertamente afectaron la historia de nuestras vidas: la de mi hermana y la mía. Recuerdo haber visto a mi madre golpear una noche a mi hermana con un manojo de ortigas hasta dejarle rojas las nalgas, porque la muchacha había sido culpable de inmodestia. Debo decirles que inmodestia no tiene el mismo significado para nosotros que para ustedes, los hombres blancos; entendemos por inmodestia una indecente exposición de alguna parte del cuerpo que debe estar cubierta por la ropa. En cuestiones de ropa, nosotros los niños de ambos sexos íbamos totalmente desnudos, lo que permitía la temperatura, hasta que teníamos la edad de cuatro o cinco años. Después cubríamos nuestra desnudez con un largo rectángulo de tela tosca que atábamos a uno de los hombros y plegábamos el resto alrededor de nuestro cuerpo, hasta la mitad del muslo. Cuando éramos considerados adultos, o sea a la edad de trece años, los varones empezábamos a usar el
máxtlatl
, taparrabos, bajo nuestro manto exterior. Más o menos a esa misma edad, dependiendo de su primer sangrado, las niñas recibían la tradicional blusa y falda de las mujeres, además de una
tozotzomatli
, una ropa interior muy parecida a lo que ustedes llaman bragas.
Perdonen si mi narración está llena de pequeños detalles, pero trato de establecer el tiempo de la paliza dada a mi hermana. Nueve Caña había recibido el nombre de Tzitzitlini un poco antes —que quiere decir «el sonido de campanitas tocando»—, así es que ella ya había pasado de los siete años. Sin embargo, yo vi sus partes inferiores ser golpeadas hasta ser desolladas, lo que quiere decir que todavía no usaba bragas, por lo tanto aún no había cumplido los trece años. Considerando todas estas cosas estimo que tendría diez u once años. Y lo que ella había hecho para merecer esa paliza, la única cosa de la que era culpable, había sido el murmurar, soñadora: «Oigo tambores y música tocando. Me pregunto en dónde están bailando esta noche». Para nuestra madre eso era una falta de inmodestia. Tzitzi estaba anhelando una frivolidad cuando debería estarse aplicando en el telar o en alguna otra cosa igualmente tediosa.
¿Conocen ustedes el
chili
? ¿Esa vaina vegetal que usamos en nuestra cocina? Aunque hay diferentes grados de picante entre las distintas variedades, todos los
chiltin
son tan picantes al paladar, pero
tan
picantes, que no es de extrañar que el nombre «chili» derive de nuestras palabras «afilar» y «aguzar». Como toda cocinera, mi madre utilizaba los
chiltin
en la forma usual, pero también tenía otro uso para ellos, que casi titubeo en mencionar, puesto que sus inquisidores tienen ya suficientes instrumentos de tortura.
Un día, cuando tenía cuatro o cinco años, me senté con Tlatli y Chimali en la puerta de nuestro patio, jugando
patli
, «el juego de los frijoles». Éste no era el mismo juego que los hombres mayores jugaban, apostando con exceso. Un juego que en ocasiones había causado la ruina de una familia o la muerte de alguien en una riña. No, nosotros, los tres niños, simplemente habíamos dibujado un círculo en la tierra y cada uno puso un
choloani
, frijolsaltarín, en el centro. El objeto del juego era ver cuál de los frijoles, calentados por la acción del sol, sería el primero en saltar fuera del círculo. El mío tenía la tendencia a flojear y yo gruñí alguna imprecación, quizá dije «
¡pocheoa!
» o algo por el estilo. De repente estaba pies para arriba, suspendido sobre la tierra. Mi Tene me había agarrado con violencia de los tobillos. Vi las caras invertidas de Chimali y Tlatli, sus ojos y sus bocas abiertas por la sorpresa, antes de haber desaparecido dentro de la casa hasta las tres piedras del hogar. Mi madre cambió la forma de asirme, de tal manera que con una mano arrojó un puñado de
chili
rojo y seco en la lumbre. Cuando estuvo crujiendo y lanzó hacia arriba un humo denso, amarillento, mi Tene me tomó otra vez por los tobillos y me suspendió cabeza abajo sobre ese acre humo. Dejo a su imaginación los siguientes momentos, pero creo que estuve a punto de morirme. Recuerdo que mis ojos lloraban continuamente medio mes después y no podía aspirar ni superficialmente sin sentir como si inhalara llamas y lajas. Después de eso me sentí muy afortunado, pues nuestras costumbres no dictaban que un niño pasase mucho tiempo en compañía de su madre y ya tenía una buena razón para no estar en su compañía. Por esa causa huía de ella, como mi amigo Chimali, el del pelo hirsuto, huía de los sacerdotes de la isla. Aunque ella viniera a buscarme para ordenarme alguna tarea o recado, siempre me podía refugiar en la seguridad de la colina en donde estaban los hornos para quemar la cal. Los canteros tenían la creencia de que no se le debía permitir a ninguna mujer acercarse jamás a los hornos, o la calidad de la cal se echaría a perder, y ni siquiera una mujer como mi madre se atrevería a hacerlo. Sin embargo, la pobrecita de Tzitzitlini no tenía tal refugio.
De acuerdo con la costumbre y con su
tonali
, una mujer tenía que aprender el trabajo de mujer y esposa: cocinar, hilar, tejer, coser, bordar; así es que mi hermana debía pasar la mayor parte del día bajo los ojos vigilantes y la ágil lengua de nuestra madre. Su lengua no perdía ninguna oportunidad para decir a mi hermana una de las tradicionales arengas de madre a hija. Cuando Tzitzi me repitió algunas, estuvimos de acuerdo en que habían sido confeccionadas, por algún lejano antepasado, más para el beneficio de la madre que de la hija.
«Debes atender siempre, hija, al servicio de los dioses y a dar comodidad a tus padres. Si tu madre te llama no te esperes a que te hable dos veces, ve siempre al instante. Cuando te ordene una tarea, no contestes insolentemente y no demuestres renuencia para hacerla. Lo que es más, si tu Tene llama a otro y aquél no va rápidamente, ve tú misma a ver qué es lo que desea y hazlo tú y hazlo bien».
Otros sermones eran consejos típicos sobre la modestia, la virtud y la castidad, y ni siquiera Tzitzi y yo pudimos encontrar error en ellos. Sabíamos que desde que ella cumpliera los trece años hasta que tuviera más o menos veintidós años y estuviera casada adecuadamente, ningún hombre podría ni siquiera hablarle en público, ni ella a él.
«Si en un sitio público te encuentras con un joven que te guste, no lo demuestres, no des señal alguna, no sea que vayas a inflamar sus pasiones. Ten cuidado de no tener familiaridades impropias con los hombres, no cedas a los impulsos primitivos de tu corazón o enturbiarás de suciedad tu carácter como lo hace el lodo con el agua».
Probablemente Tzitzitlini nunca hubiera desobedecido esa única prohibición razonable, pero cuando tenía doce años empezó a sentir, seguramente, las primeras sensaciones sexuales y alguna curiosidad acerca del sexo. Tal vez para ocultar lo que ella consideraba sentimientos impropios e indecibles, trató de darles salida privada y solitariamente. Lo único que sé es que, un día nuestra madre regresó del mercado inesperadamente a casa y encontró a mi hermana recostada en su esterilla desnuda de la cintura hacia abajo, haciendo un acto que yo no entendí hasta mucho después. La había encontrado jugando con sus
tepili
, partes, y utilizando un pequeño uso de madera para ese propósito.
Oigo que Su Ilustrísima murmura en voz baja y veo que recoge las faldas de su hábito de una manera casi protectora. ¿Le ofendí en alguna forma contándole con toda franqueza lo que sucedió? He tratado de no utilizar palabras vulgares para narrarlo. Supongo, que dado que esas palabras vulgares abundan en nuestros respectivos idiomas, los actos que describen no son extraños entre nuestros pueblos.
Para castigar la ofensa que Tzitzitlini hizo contra su propio cuerpo, nuestra Tene tomó el frasco que contenía el polvo de
chili
seco y tomando un puño lo frotó violentamente, quemando la expuesta y tierna
tepili
. Aunque ella sofocaba los gritos de su hija tapándole la boca con la colcha, los oí, fui corriendo y le pregunté entrecortadamente: «¿Debo de ir a traer al
tícitl
?». «¡No, no un físico! —me gritó nuestra madre violentamente—. ¡Lo que tu hermana ha hecho es demasiado vergonzoso para que se sepa más allá de estas paredes!».
Tzitzi sorbía su llanto y también ella me rogó: «No estoy muy lastimada, hermanito, no llames al físico. No menciones esto a nadie, ni siquiera a nuestro Tata. Es más, procura olvidar que sabes algo acerca de esto, te lo ruego».
Quizás hubiera ignorado mi tirana madre, pero no a mi querida hermana. Aunque entonces yo no sabía la razón por la cual ella rehusaba una ayuda, la respetaba y me fui de ahí para preocuparme y preguntarme solo.
¡Ahora pienso que debí haber hecho
algo
! Y no hacer caso a ninguna de las dos, por lo que sucedió más tarde, ya que la crueldad infligida por nuestra madre en esa ocasión, en la que trató de desalentar las urgencias sexuales que apenas se despertaban en Tzitzi, tuvo un efecto totalmente contrario. Creo que desde entonces las partes
tepili
de mi hermana se quemaban como una garganta ampollada con
chili
, calientes y sedientas, clamando por ser apagadas. Creo que no hubieran pasado muchos años antes de que mi querida hermana Tzitzitlini se hubiera ido a «ahorcajarse al camino», como nosotros decimos de una ramera depravada y promiscua. Ésa, era la profundidad más sórdida en la que una joven decente
mexicatl
podría caer, o por lo menos así lo pensaba hasta que conocí el destino aún más terrible en que finalmente cayó mi hermana.
Cuál fue su conducta, lo que ella llegó a ser y cómo la llegaron a llamar, lo contaré a su debido tiempo. Sin embargo, quiero decir solamente una cosa aquí. Quiero decir que para mí, ella siempre fue y siempre será Tzitzitlini, «el sonido de campanitas tocando».
I H S
S. C. C. M.
Santificada, Cesárea, Católica Majestad,
el Emperador Don Carlos, nuestro Señor Rey:
Que la serena y benéfica luz de Nuestro Señor Jesucristo caiga eternamente sobre Vuestra Majestad Don Carlos, por la gracia divina nombrado Emperador, etcétera, etcétera. Muy Augusta Majestad: desde esta ciudad de México, capital de la Nueva España, en la fiesta de San Miguel Arcángel y de Todos los Ángeles, en el año de Nuestro Señor de mil quinientos veinte y nueve, os saludo.
Vuestra Majestad ordena que continuemos enviando porciones adicionales de la llamada Historia Azteca «tan pronto como las páginas sean recopiladas». Señor, esto sorprende y ofende gravemente a vuestro bien intencionado capellán. Nos, ni por todos los reinos del dominio de Vuestra Majestad, soñaríamos con disputar los deseos y las decisiones de nuestro soberano. Pero creíamos que habíamos expuesto claramente en nuestra carta anterior, la objeción a esta crónica que a diario va siendo más detestable y habíamos esperado que la recomendación del Obispo delegado de Vuestra Majestad no hubiera sido desdeñada tan fácilmente.
Somos conscientes de la preocupación de Vuestra Graciosa Majestad por el deseo de informarse lo más minuciosamente posible acerca, inclusive, de sus remotos súbditos para poder gobernarlos más sabia y benéficamente. De hecho, hemos respetado esa valiosa y meritoria preocupación desde el primer mandato de Vuestra Majestad, que personalmente nos encomendó: la exterminación de las brujas de Navarra. Desde esa sublime y prodigiosa purificación por fuego, aquella provincia, una vez disidente, ha sido entre todas las demás la más obediente y subordinada a la soberanía de Vuestra Majestad. Vuestro humilde servidor intenta igualar esta asiduidad y arrancar los viejos demonios de estas nuevas provincias, metiendo en cintura al vicio y espoleando la virtud, para llevar igualmente a estas tierras a someterse a Vuestra Majestad y a la Santa Cruz.
Seguramente que nada puede ser intentado en el servicio de Vuestra Majestad, que no sea bendecido por Dios. Y, ciertamente Vuestra Muy Poderosa Señoría, debería tener conocimiento de lo que concierne a esta tierra, porque es tan ilimitada y maravillosa, que Vuestra Majestad bien puede llamarse Emperador sobre ella con no menos orgullo con que lo hace de Alemania, que por la gracia de Dios también es ahora posesión de Vuestra Majestad. Sin embargo, al supervisar la transcripción de esta historia de lo que ahora es la Nueva España, solamente Dios sabe cuánto hemos sido atormentado, injuriado y molestado por las emanaciones nauseabundas e inextinguibles del narrador. Este azteca es un Acolus con una bolsa inacabable de vientos. No podríamos quejarnos de eso si se limitara a lo que nosotros le hemos pedido: una relación a la manera de San Gregorio de Tours y de otros historiadores clásicos: nombres de personajes distinguidos, sumarios breves sobre sus carreras, fechas prominentes, lugares, batallas, etcétera.