«Entonces, una cámara conyugal, mi señor —me dijo estando de acuerdo—. Pero, algunas veces —volvió sobre lo mismo, casual, como conversando—, después de un día agotador de viaje, hasta la pareja más bien avenida puede estar fatigada. La Corte de Tzintzuntzaní, se juzgaría negligente si sus huéspedes se sintieran demasiado fatigados, como para poderse complacer el uno al otro. Por lo tanto, les ofrecemos un servicio llamado
atanatanárani
. Éste engrandece al hombre adecuadamente y a la mujer la hace más receptiva, quizás hasta un extremo del que ninguno de ustedes ha disfrutado jamás».
La palabra
atanatanárani
, hasta donde pude desenmarañar sus elementos, sólo significaba «juntarse a un mismo tiempo». Antes de poder averiguar acerca de cómo se puede engrandecer cualquier cosa, juntándola a un mismo tiempo, él se había inclinado ante nosotros, dentro de nuestras habitaciones y dándose la vuelta cerró tras de sí la puerta lacada. La habitación alumbrada por lámparas, tenía una de las camas más grandes, más suaves y con más gran profusión de cobijas que yo nunca había visto antes. También nos estaban esperando dos esclavos ya de edad: un hombre y una mujer. Yo los miré con cierta aprensión, pero sólo me pidieron permiso para preparar nuestros baños. Junto a la recámara había dos baños completos, para cada uno de nosotros, incluyendo su bañera y su cuarto de vapor, ya listo. Mi sirviente me ayudó a bañarme con esponja y luego me frotó vigorosamente con piedra pómez, en el cuarto de vapor, pero no hizo nada más, nada que me molestara. Pensé que los esclavos, el baño de agua y de vapor, era lo que el Príncipe Heredero había querido decir por: «un servicio llamado
atanatanárani
». Si era eso, no era sino una cosa agradable y civilizada, nada obscena y que había funcionado muy bien. Me sentía fresco, con la piel hormigueante y mucho más «adecuado» para, como dijo Tzímtzicha, poder «satisfacer» a mi mujer. Su esclava se inclinó al mismo tiempo que mi esclavo, antes de salir y ella y yo salimos de los baños para encontrar que la cámara principal estaba completamente oscura. Los cortinajes estaban corridos y las lámparas de aceite apagadas, así es que nos tomó algún tiempo encontrarnos en ese inmenso cuarto, y otro momento más para encontrar la inmensa cama. Era una noche calurosa; sólo la cobija de encima había sido doblada. Nos deslizamos en ella y descansamos uno junto al otro, sobre nuestras espaldas, contentos de momento con poder disfrutar de una suavidad de nube bajo de nosotros.
Zyanya murmuró adormilada: «Sabes, Zaa, todavía me siento borracha como una abeja. —Entonces, súbitamente dio un pequeño respingo y jadeó—: ¡
Ayyo
, estás muy ardiente! Me cogiste por sorpresa».
Yo estuve a punto de exclamar lo mismo. Me toqué abajo, donde una manita me manoseaba con gentileza suavemente; había supuesto que era su mano y exclamé asombrado: «¡Zyanya!».
Casi al mismo tiempo ella dijo: «Zaa, puedo sentirlo… es un
niño
que está aquí abajo. Jugando con mi… jugando conmigo».
«También yo tengo uno —dije todavía muy sorprendido—. Nos estaban esperando bajo los cobertores. ¿Qué vamos a hacer ahora?».
Yo esperaba que ella dijera: «¡patear!» o «¡gritar!» o que hiciera ambas cosas, pero en lugar de eso, dio otro pequeño respingo, rió sofocada y repitió mi pregunta: «¿Qué vamos a hacer? ¿Qué está haciendo el tuyo?».
Le dije lo que estaba haciendo.
«El mío, lo mismo».
«No es desagradable».
«No, decididamente no».
«Deben de estar adiestrados para esto».
«Pero no para su propia satisfacción. Esté, por lo menos, parece demasiado joven».
«No. Lo hacen sólo para aumentar nuestro placer, como dijo el príncipe».
«Ellos pueden ser castigados, si nosotros los rechazamos».
Ahora, yo hago estos comentarios con voz fría y desapasionada, pero no fue así. Estábamos hablándonos con voces roncas y frases entrecortadas por involuntarios jadeos y movimientos.
«El tuyo, ¿es niño o niña? No puedo estirarme lo suficiente como para…».
«Yo tampoco. ¿Tiene importancia?».
«No. Pero estoy palpando un rostro que me parece bello. Las pestañas son lo suficientemente largas como para… ¡ah!, ¡sí!, ¡con las pestañas!».
«Están bien adiestrados».
«Oh, exquisitamente. Me pregunto si cada uno de ellos fue enseñado especialmente para… quiero decir…».
«Cambiémoslos y veremos».
Los dos niños no objetaron nada por cambiar de lugar y su ejecución no disminuyó en lo más mínimo. Quizás la boca juguetona de éste, era más caliente y mojada, acabando de hacer lo que…
Bueno, no quiero entretenerme mucho en este episodio; Zyanya y yo pronto caímos en un frenesí, besándonos cada vez más apasionadamente, agarrándonos y arañándonos; haciendo otras cosas arriba de la cintura, mientras los muchachos estaban más ocupados que nunca abajo. Cuando ya no me pude contener más, nos apareamos como jaguares copulando y los muchachos, apretándose fuera de nosotros, bullían sobre nuestros cuerpos, deditos aquí, lengüecitas allá.
Esto no sucedió sólo una vez, fueron más veces de las que me puedo acordar. Después de cada eyaculación, los niños descansaban un ratito contra nuestros cuerpos jadeantes y sudorosos, y luego, muy delicadamente, se nos volvían a insinuar y empezaban a importunarnos y a acariciarnos. Se movían hacia atrás y hacia adelante de Zyanya a mí, algunas veces individualmente y otras juntos, de tal manera que entonces podía ser atendido por los dos y por mi esposa y luego, ambos muchachos y yo podíamos concentrarnos en ella. No terminó esta actividad, hasta que ella y yo ya no pudimos más y nos hundimos en un sueño profundo. Nunca averiguamos ni el sexo, ni la edad o apariencia de nuestros
ata-natanárani
acompañantes. Cuando despertamos muy temprano en la mañana, ya se habían ido.
Lo que me despertó fue un arañazo en la puerta. Estando sólo medio consciente, me levanté y abrí. No vi nada más que la oscuridad que precede a la aurora a través del balcón, y la gran fuente que estaba más allá del vestíbulo, hasta que un dedo arañó mi pierna. Sentí un estremecimiento y miré hacia abajo y allí estaba la Señora Pareja, tan desnudas como yo. En ellas todo se veía doble, todo cuatros, o más bien debería de decir ochos. Las dos estaban sonriendo lascivamente, engarruñadas entre mis piernas.
«Cosa muy agradable», dijo Izquierda.
«La de él, también», dijo Derecha, sacudiendo su cabeza en dirección a la recámara del viejo, según supuse.
«¿Qué hacéis aquí?», les pregunté tan ferozmente como se podía hacer en un susurro. Una de sus ocho extremidades se levantó y puso en mi mano la daga de Yquíngare. Investigué el oscuro metal, mucho más oscuro en las tinieblas y dejé correr mi pulgar a lo largo de su filo. En verdad que era afiloso y puntiagudo.
«¡Lo hicisteis!», dije, sintiendo una intempestiva gratitud, casi afecto, por ese monstruo agachado a mis pies.
«Fácil», dijo Derecha.
«Él puso ropas a un lado cama», dijo Izquierda.
«Él puso eso en mí —dijo Derecha, picando mi
tepuli
y haciéndome saltar otra vez—. Agradable».
«Yo me aburrí —dijo Izquierda—. Nada que hacer. Sólo vaivén. Yo busqué entre ropas, sentí algo redondo, encontré cuchillo».
«Ella sostuvo cuchillo mientras yo tenía diversión —dijo Derecha—. Yo sostuve cuchillo mientras ella tenía diversión. Ella sostuvo cuchillo mientras…».
«¿Y ahora?», la interrumpí.
«Él ronca al fin. Nosotras trajimos cuchillo. Ahora nosotras despertarlo. Tener más diversión».
Como si les hubiera sido muy difícil esperar, antes de que pudiera darles las gracias, las gemelas se fueron a paso acelerado como lo haría un cangrejo, a lo largo del pasillo oscuro. En lugar de darles las gracias a ellas, se las di a las propiedades aparentemente fuertes de la leche mamada y entré otra vez a la recámara, para esperar la salida del sol. Los cortesanos de Tzintzuntzaní no parecían ser muy madrugadores. Sólo el Príncipe Heredero Tzímtzicha se nos unió en el desayuno a Zyanya y a mí. Le dije al viejo príncipe que mi cortejo y yo debíamos de ponernos en camino. Que parecía obvio que su padre estaba gozando de su regalo, así es que no deseábamos haraganear por los alrededores y hacer que él interrumpiera su placer, sólo para entretener a unos huéspedes que no habían sido invitados. El príncipe dijo con suavidad:
«Bien, si ustedes sienten que deben de partir, no los detendremos, excepto por una formalidad. Un registro de sus personas, de sus posesiones, fardos y de cualquier cosa que ustedes se lleven. Puedo asegurarles que no intentamos insultarlos; yo también tengo que sufrir esto cada vez que viajo a cualquier parte».
Me encogí de hombros con tanta indiferencia como cuando uno lo rodea un grupo de guardias armados. Discretamente y con respeto, pero también cabalmente, ellos golpearon ligeramente todas las partes de nuestras vestiduras, tanto mías como de Zyanya; después nos pidieron que nos quitáramos por un momento nuestras sandalias. En el jardín que estaba enfrente de palacio hicieron lo mismo con nuestros guardias y cargadores, deshicieron todos nuestros fardos, incluso tocaron todos los cojines y las cortinas de las sillas de manos. Para entonces, otras gentes ya se habían levantado y andaban por los alrededores, la mayoría eran niños del palacio que observaban todos esos procedimientos con ojos brillantes y conocedores. Miré a Zyanya. Estaba mirando de cerca a los niños, tratando de saber cuál de ellos… Cuando me vio sonriéndole, se puso tan colorada como la pequeña hoja de metal que ya sin su mango de madera llevaba escondida en mi cuello bajo mi cabello.
Los guardias le dijeron a Tzímtzicha que no llevábamos nada que no hubiéramos traído. Su mal humor cambió inmediatamente, y mostrándose amigable, dijo: «Entonces, por supuesto que nosotros insistimos en que usted le lleve
algo
, como un regalo recíproco, a su Uey-Tlatoani. —Él me alargó un pequeño saco de piel, y más tarde vi que contenía una cantidad de las más finas perlas, corazones-de-ostiones—. Y —continuó él— algo todavía más precioso, que podrá caber en esa litera tan grande que ustedes traen. No sé lo que hará mi padre sin ella, ya que es su posesión más preciada, pero ésa ha sido su orden». Y diciendo eso nos dio a la tremenda mujer rapada que había alimentado al viejo en la cena de la noche anterior.
Era por lo menos dos veces más pesada que las gemelas juntas, y en todo el camino de regreso a casa, los cargadores se tuvieron que turnar continuamente para poder sobrevivir, y toda la comitiva se detenía más o menos cada larga-carrera y esperábamos impacientes, mientras la nodriza sin ninguna vergüenza se sacaba la leche con los dedos para aliviar la presión. Zyanya rió todo el camino de regreso y siguió riendo aun cuando Auítzotl mandó que me dieran garrote allí mismo, cuando le presenté su regalo. Entonces, rápidamente, le expliqué lo que aparentemente podía hacer por el viejo marchito de Yquíngare; él la miró apreciativamente y canceló la orden de estrangularme, y Zyanya siguió riendo tanto que al Venerado Orador y a mí no nos quedó más remedio que unirnos a su risa. Si Auítzotl consiguió tener un vigor mayor con ella, la mujer-lechera fue el botín más valioso que lo que llegó a ser la daga de metal asesino. Nuestros forjadores de metales mexica la estudiaron ansiosamente, raspándola profundamente, tomando limaduras de ella y por último llegaron a la conclusión de que estaba hecha con una mezcla de cobre y estaño. Pero por más que trataron, nunca pudieron encontrar las proporciones adecuadas, las temperaturas o algo por el estilo, así es que nunca tuvieron éxito en copiar la aleación del metal. Sin embargo, como el estaño no existía en estas tierras, a excepción hecha de los pedacitos cruciformes que usábamos como moneda corriente para canjear y ya que éstos nos llegaban a través de las rutas comerciales del sur, desde algún país lejano y desconocido, pasando de mano en mano, Auítzotl pudo por lo menos ordenar una confiscación inmediata y continua de todos ellos. Así es que el estaño desapareció como moneda circulante y ya que no teníamos otro uso que darle, supongo que Auítzotl solamente lo apiló en algún lugar, fuera de la vista.
En cierto modo ése fue un gesto interesado: si nosotros los mexica no podíamos tener el secreto del metal, nadie más lo podría tener. Pero para entonces los purémpecha ya tenían suficientes armas como para que Tenochtitlan jamás se sintiera animado a declararles la guerra, y al detener los envíos de estaño, por lo menos preveníamos que siguieran haciendo más armas adicionales, las suficientes como para que se envalentonaran y nos declararan la guerra. Así es que supongo que puedo decir que mi misión en llichihuacan no fue del todo inútil.
Más o menos por el tiempo en que regresamos de Michihuacan, Zyanya y yo cumplimos los siete años de casados, y me atrevería a decir que mis amigos nos miraban como una vieja pareja, y tanto ella como yo veíamos nuestra vida en común fija en su curso, no susceptible de cambios o rompimientos, y éramos lo suficientemente felices el uno con el otro, que nos sentíamos satisfechos de estar así. Pero los dioses lo quisieron de un modo diferente y Zyanya me lo dejó saber de la siguiente manera:
Una tarde habíamos estado de visita con la Primera Señora en sus alcobas de palacio. Cuando ya nos íbamos, vimos en el corredor a ese animal-lechero de mujer traído de la Corte de Tzint-zuntzaní. Sospecho que Auítzotl simplemente la dejaba vivir en palacio, como una sirvienta en general, pero en aquella ocasión hice un comentario jocoso acerca de la «nodrizamojada», esperando que Zyanya se riera. En lugar de eso, ella me dijo en un tono demasiado cortante para ella:
«Zaa, no debes hacer bromas vulgares acerca de la leche. Acerca de la leche de las madres. Acerca de las madres».
«No si eso te ofende. Pero, ¿por qué habría de ofenderte?».
Tímida, ansiosa y aprensivamente ella dijo: «En algún tiempo, al término de este año, yo… yo seré… yo seré un animal de leche».
Me la quedé mirando. Me tomó un tiempo comprender y antes de que pudiera responder, ella añadió: «Lo había sospechado desde hace poco tiempo, pero hace dos días que nuestro
tícitl
, físico, me lo confirmó. He estado tratando de pensar de qué manera te lo podía decir con palabras suaves y dulces. Y ahora —lloriqueó sintiéndose infeliz— sólo sé soltártelo así. Zaa, ¿adónde vas? ¡
No me dejes, Zaa
!».
Me fui corriendo, sí, y de una manera poco digna, pero sólo para conseguir una silla de manos de palacio, para que ella no caminara de regreso a casa. Ella rió y dijo: «Eso es ridículo —cuando insistí en levantarla para ponerla sobre los cojines de la silla—. Pero, ¿quiere decir esto, Zaa, que estás contento?».