«
Totorí… ilapeztia
—dije sin aliento—. Se está poniendo enardecidamente caliente…».
Con su mano libre, Tzitzi se levantó su falda y ansiosamente desenredó su
tzotzomatli
, bragas. Tuvo que abrir las piernas para quitarse esa ropa interior y yo vi su
tepili
lo suficientemente cerca como para poderlo distinguir claramente. Siempre había tenido entre sus piernas nada más que una especie de hoyuelo cerrado o plegado, que incluso era casi imperceptible pues estaba cubierto por un ligero vello de finos cabellos. Sin embargo, en ese momento su hoyuelo se estaba abriendo por sí mismo, como…
Ayya
. Fray Domingo ha tumbado y roto su tintero. Vaya, y ahora se va. Sin duda se ha de sentir afligido por el accidente.
Aprovecho esta interrupción, para mencionar que algunos de nuestros hombres y mujeres tienen un vestigio de
ymaxtli
, que es el vello que cubre las partes privadas entre las piernas. Sin embargo, a la mayor parte de la gente de nuestra raza no les crece ni el más mínimo vello en esos lugares, ni en ninguna otra parte del cuerpo, a excepción del pelo exuberante de la cabeza. Incluso nuestros hombres casi no tienen barba y la abundancia de ésta en el rostro es considerado como una fea desfiguración. Las madres bañaban diariamente a sus bebés varones escaldándoles la cara con agua caliente con cal y generalmente, como en mi caso por ejemplo, este tratamiento abatía el crecimiento de la barba, en toda la vida de un hombre.
No regresa Fray Domingo. ¿Continúo mis señores o espero?
Muy bien. Entonces regreso a lo alto de acuella colina, tan distante y tan lejana, en donde yacía aturdido y maravillado, mientras mi hermana trabajaba afanosamente para tomar ventaja de mi condición.
Como decía, su
tepili
estaba abierto por sí mismo, desdoblándose como una flor, destacando sus pétalos rojizos suaves contra el perfecto color cervato de su piel, y los pétalos, incluso, relucían como si hubieran sido mojados con rocío. Para mí, la flor, por primera vez abierta de Tzitzitlini, daba una suave fragancia almizcleña como la de la llamada caléndula. Mientras tanto, todo alrededor de mi hermana, alrededor de su cara, de su cuerpo y de sus partes descubiertas, en toda ella, estaba todavía pulsando y reflejándose aquellas inexplicables listas y oleadas de varios colores.
Arrojó a un lado mi manto para que no le estorbara y levantó una de sus piernas para sentarse por encima de mi cuerpo. Se movía con urgencia, pero con el temblor de la nerviosidad y de la inexperiencia. Con una de sus pequeñas manos, sostenía trémulamente mi
tepule
apuntándolo hacia ella y con la otra parecía tratar de abrir lo más posible los pétalos de su
tepili
flor. Como ya he dicho anteriormente, Tzitzi ya había tenido práctica utilizando un huso de madera, como en ese momento me estaba utilizando a mí, pero su
chitoli
, membrana, todavía estaba muy cerrada. En cuanto a mí, mi
tepule
, por supuesto, no era todavía del tamaño del de un hombre, aunque ahora sé que gracias a las manipulaciones de Tzitzi llegó a tomar más rápidamente las dimensiones de la madurez o más allá de ésa, si es que otras mujeres me han dicho la verdad. De todos modos, Tzitzi era todavía virgen y mi miembro por lo menos era más grande que cualquier huso pequeño y delgado.
Hubo un momento de angustia y frustración. Los ojos de mi hermana estaban apretados y respiraba como un corredor en plena competición; se desesperaba porque pasara algo. Yo hubiera ayudado de saber qué era lo que se suponía que debía pasar y si no hubiese estado tan entorpecido en todo mi cuerpo a excepción de esa parte. Entonces, abruptamente, la entrada dio paso. Tzitzi y yo gritamos simultáneamente, yo por la sorpresa y ella, quizás, de placer o de dolor. Para mi gran pasmo y de una manera que todavía no podía entender completamente, yo
estaba dentro de mi hermana
, envuelto, calentado y humedecido por ella, y de pronto, cuando ella empezó a mover su cuerpo hacia adelante y hacia atrás en un suave ritmo, me estaba dando gentilmente masaje.
Me sentía aturrullado, la sensación de mi
tepule
calientemente asido y lentamente frotado se diseminaba por todas las partes de mi ser. La neblina de joya de agua alrededor de mi hermana parecía crecer y brillar más, incluyéndome también a mí. Podía sentir la vibración y el hormigueo en todo mi cuerpo. Mi hermana estrechó algo más esa pequeña extensión de mi carne; me sentía totalmente absorbido por ella, dentro de Tzitzitlini, dentro del sonido de campanitas tocando. El placer creció hasta tal grado que creí no poder soportarlo por más tiempo; entonces culminó con un pequeño estallido mucho más delicioso, una especie de explosión suave, como las asclepias que al impulso del viento desparraman y avientan sus esponjosas motas blancas. En ese mismo instante, Tzitzi dejó de jadear y lanzó un gemido suave y prolongado, y aun yo en mi gran ignorancia, en la media inconsciencia de mi propio y dulce delirio, comprendí que provenía de su delicioso relajamiento.
Ella se desplomó a mi lado, y su cabello largo y sedoso cayó como una oleada sobre mi rostro. Descansamos así por un tiempo, los dos jadeando con fuerza. Lentamente me di cuenta de que los extraños colores se desvanecían y desaparecían, y que en lo alto el cielo dejaba de girar. Sin levantar su rostro para mirarme, apoyada sobre mi pecho, mi hermana me preguntó tímida y quedamente: «¿Te arrepientes, mi hermano?».
«¡Arrepentirme!», exclamé, espantado y haciendo volar a una codorniz que se paseaba por el césped, cerca de nosotros.
«¿Entonces lo podemos hacer otra vez?», murmuró, todavía sin mirarme. Pensé acerca de eso. «¿Es que se puede hacer otra vez?», interrogué. La pregunta no era tan estúpidamente jocosa como sonaba; dije eso en una ignorancia comprensible. Mi miembro se había deslizado fuera de ella y yacía en ese momento mojado y frío y había regresado a su tamaño natural. No se me puede ridicularizar por haber pensado que quizás a un hombre solamente le estaba permitido tener
una
experiencia como ésa en toda su vida.
«No quiero decir que en este momento —dijo Tzitzi—. Los obreros regresarán de un momento a otro. Pero, ¿lo podemos hacer otro día?».
«¡
Ayyo
, si podemos, todos los días!».
Levantándose sobre sus codos y mirándome a la cara, sus labios sonrieron de nuevo traviesamente. «¿Y tendré que engañarte la próxima vez?».
«¿Engañarme?».
«Los colores que viste, el mareo y el entorpecimiento. Cometí un gran pecado, mi hermano. Robé uno de los hongos de su urna en el templo de la pirámide y lo cociné con tus pescados».
Ella había hecho algo osado y peligroso, aparte de pecaminoso. Los pequeños hongos negros eran llamados
teonanácatl
, «carne de los dioses», lo que indicaba cuán escasos y preciosos eran. Los conseguían, a un gran precio, en alguna montaña sagrada en lo más profundo de las tierras Mixteca y eran para que los comieran ciertos sacerdotes y adivinos profesionales, y solamente en aquellas ocasiones muy especiales en que fuera necesario ver el futuro. Seguramente hubieran matado a Tzitzi en el mismo lugar de haberla sorprendido hurtando algo tan sagrado.
«No, nunca vuelvas a hacer esto —le dije—. ¿Por qué lo hiciste?».
«Porque quería hacer… lo que acabamos de hacer y… temía que tú te resistieras si te dabas cuenta claramente de lo que estábamos haciendo».
Ahora me pregunto si lo hubiera hecho. No me resistí entonces ni tampoco ni una sola vez después, y cada una de las experiencias subsecuentes fue igualmente maravillosa para mí, aun sin el encanto de los colores y el vértigo.
Sí, mi hermana y yo copulamos innumerables veces durante los años siguientes, mientras estuve viviendo todavía en mi hogar, cada vez que teníamos oportunidad, durante el tiempo de la comida en la cantera, en partes despobladas en la playa, dos o tres veces en nuestra casa cuando sabíamos que nuestros padres se ausentarían por un tiempo conveniente.
Los dos aprendimos mutuamente a no ser tan desmañados en el acto, pero naturalmente los dos éramos inexpertos, ninguno de nosotros hubiera pensado en hacer estos actos con ninguna otra persona, así es que no sabíamos mucho cómo enseñarnos el uno al otro. No fue sino hasta mucho más tarde que descubrimos que lo podíamos hacer conmigo arriba y después de eso inventamos otras posiciones, numerosas y variadas.
Así, pues, mi hermana se deslizó fuera de mí y se desperezó lujuriosamente. Nuestros vientres estaban húmedos y manchados con un poco de sangre de la ruptura de su
chitoli
y con otro líquido, mi
omícetl
, blanco como el
octli
, pero más pegajoso. Tzitzi arrancó un poco de zacate seco y lo metió en la jarra de agua que había traído con mi comida y me lavó y se lavó hasta que quedamos limpios, para que no hubiera ningún rastro delator en nuestras ropas. Luego volvió a ponerse sus bragas, arregló nuevamente su ropa arrugada, me besó en los labios y diciéndome «gracias» —que debí haber pensado en decir yo primero— acomodó la jarra entre la servilleta del
itácatl
, y se fue corriendo por el herboso declive, brincando alegremente, como la niña que en realidad era.
Allí, entonces y de esa manera, mis señores escribanos, terminaron los caminos y los días de mi niñez.
I H S
S. C. C. M.
Santificada, Cesárea, Católica Majestad,
el Emperador Don Carlos, nuestro Señor Rey:
Muy Eminente Majestad: desde esta Ciudad de México, capital de la Nueva España, en este día de la Fiesta de la Circuncisión y primer día del Año de Nuestro Señor, mil quinientos veinte y nueve, os saludo.
Por requerimiento de Vuestra Majestad, envío otra parte de la historia del azteca. Este vuestro siervo, necesariamente obediente aunque todavía renuente os suplica que le permitáis citar a Varius Géminus, cuando en una ocasión él se acercó a su emperador con alguna
vexata quaestio
: «Quien se atreve a hablar delante de ti, oh César, no conoce tu grandeza; quien no se atreve a hablar delante de ti, no conoce tu bondad».
Corriendo el riesgo de daros afrenta y de recibir de vos una reprensión, os rogamos, Señor, que deis vuestro consentimiento para abandonar este proyecto pernicioso. En vista de que Vuestra Majestad ha leído recientemente, en la porción previa de este manuscrito entregado en vuestras reales manos, la confesión casual del indio de haber cometido el abominable pecado de incesto —un acto prohibido inclusive por la escasa
lex non scripta
observada por sus propios compañeros bárbaros; un acto proscrito en todo el mundo, lo mismo el civilizado que el incivilizado; un acto abjurado inclusive por gentes degeneradas como los vascos, los griegos y los ingleses; un acto imposible de condonar aunque fue cometido antes de que este despreciable pecador tuviera conocimiento de la moral cristiana—, por todas estas razones, nos, confiadamente esperamos que Vuestra Pía Majestad estuvieseis lo suficientemente asqueado como para ordenar la inmediata suspensión del discurso del azteca, si es que no al azteca mismo.
Sin embargo, este humilde clérigo de Vuestra Majestad jamás ha desobedecido una orden dada por su soberano. Así es que nos, estamos añadiendo las páginas recolectadas desde nuestro último envío. Continuaremos manteniendo a nuestros escribanos e intérprete en esa ocupación obligada y odiosa para seguir añadiendo más páginas, hasta que llegue el día en que nuestro Muy Estimado Emperador se digne poner fin a esto. Nos, solamente os suplicamos y urgimos, Señor, para que cuando hayáis leído la siguiente parte de la narración del azteca, que contiene episodios que podrían asquear a Sodoma, Vuestra Majestad reconsidere la orden de continuar con esta crónica.
Que la luz de Nuestro Señor Jesucristo ilumine y guíe por siempre los pasos de Vuestra Majestad, es el devoto deseo del misionero y legado de Su S.C.C.M.,
(ecce signum)
ZUMÁRRAGA
Durante el tiempo del que he estado hablando, cuando recibí el nombre de Topo, iba todavía a la escuela. Todos los días al atardecer, cuando se terminaba el día de trabajo, yo y todos los demás niños mayores de siete años de todas las aldeas de Xaltocan, íbamos o a la Casa del Desarrollo de la Fuerza o, junto con las niñas, a la Casa del Aprendizaje de Modales. En la primera, los muchachos aguantábamos rigurosos ejercicios físicos y éramos instruidos en el
tlachtli
, juego de pelota, y en los rudimentos del manejo de las armas de guerra. En la segunda, nosotros y las niñas de nuestra edad recibíamos alguna instrucción un poco superficial acerca de la historia de nuestra nación y de otras tierras; una educación algo intensiva sobre la naturaleza de nuestros dioses y los numerosos festivales dedicados a ellos, como también se nos instruía en las artes del canto ritual, la danza y la ejecución de instrumentos musicales para la celebración de todas esas ceremonias religiosas. Era solamente en esas
tepolchcaltin
o escuelas elementales, donde podíamos asociarnos de igual a igual con los niños de la nobleza y aun con unos pocos niños esclavos que habían demostrado poseer una inteligencia lo suficientemente brillante como para ser educados. Esta enseñanza elemental que comprendía cortesía, devoción, gracia y destreza, se consideraba un estudio más que suficiente para nosotros, los jóvenes de la clase media, y un alto honor para el corto número de niños esclavos que fueran considerados dignos y capaces de cualquier enseñanza.
Sin embargo, ningún niño esclavo, como tampoco ninguna niña aunque ésta perteneciera a la nobleza y muy pocos de nosotros los muchachos de la clase media podíamos aspirar a una mayor educación de la que nos era dada en las Casas de Modales y Fuerza. Los hijos de nuestros nobles usualmente dejaban la isla para ir a una de las
calmécactin
, ya que no había esta clase de escuelas en Xaltocan. Estas instituciones de alto aprendizaje estaban formadas por grupos de sacerdotes especiales dedicados a la enseñanza y sus estudiantes aprendían a ser sacerdotes, funcionarios gubernamentales, escribanos, historiadores, artistas, físicos o profesionales en cualquier otra rama. Entrar a un
calmécac
no estaba prohibido para cualquier muchacho de la clase media, pero la asistencia y pensión eran demasiado costosas para la mayoría de las familias, a menos que el niño fuera aceptado gratis o pagando muy poco, por haber demostrado una gran distinción en la escuela elemental.