«Un lugar de descanso para el Señor Viento de la Noche», leí en voz alta, sonriéndome.
«Estás leyendo exactamente lo mismo que cuando nos conocimos, en la otra banca, hace ya algunos años», dijo una voz desde la oscuridad.
Di un salto por la sorpresa, luego traté de distinguir la figura al otro lado de la banca. Otra vez llevaba un manto y sandalias de buena calidad, pero gastadas por el viaje. Otra vez estaba cubierto por el polvo del camino y sus facciones cobrizas eran indistintas. Pero para entonces yo ya había crecido considerablemente y estaba probablemente tan lleno de polvo como él, así es que me maravillé de que me hubiera podido reconocer. Cuando pude recobrar la voz le dije:
«Sí, Yanquícatzin, es una extraordinaria coincidencia».
«No deberías llamarme Señor Forastero —gruñó tan malhumorado como yo lo recordaba—. Aquí
tú
eres el forastero».
«Es verdad, mi señor —dije—. Y aquí he aprendido a leer más que los simples glifos de las bancas de los caminos».
«Eso espero», dijo secameate.
«Sí, y gracias al Uey-Tlatoani Nezahualpili —expliqué—. Que por su generosa invitación he podido disfrutar de varios meses de alto aprendizaje en las escuelas de su Corte».
«¿Y qué has hecho para ganar ese favor?».
«Bien,
haría
cualquier cosa, pues le estoy muy agradecido a mi benefactor y estoy ansioso por pagárselo, pero todavía no he conocido al Venerado Orador y nadie más me ha dado alguna otra cosa que hacer, a excepción de mis tareas escolares. Me siento incómodo de pensar que soy solamente un parásito».
«Quizá Nezahualpili sólo esté esperando ver si pruebas ser una persona digna de confianza y también, para oírte decir que tú harías
cualquier cosa
por él».
«Sí que lo haría. Cualquier cosa que él me pidiera».
«Me atrevería a decir que con el tiempo te pedirá algo».
«Eso espero, mi señor».
Nos quedamos sentados por algún tiempo en silencio, excepto por el sonido del viento gimiendo entre los edificios, como Chocacíualt, La Llorona, por siempre vagando. Finalmente el hombre cubierto de polvo dijo sarcásticamente:
«Estás ansioso por ser útil en la Corte, pero permaneces sentado aquí y el palacio está allá». Señaló en dirección de la calle.
Me estaba despidiendo tan secamente como la otra vez. Me levanté y recogí mis bultos diciendo con algo de resentimiento: «Como me lo sugiere mi impaciente señor, me voy.
Mixpantzinco
».
«
Ximopanolti
», me dijo con indiferencia, arrastrando la palabra. Me paré debajo del alto poste de la antorcha en la próxima esquina y miré hacia atrás, pero la luz no llegaba lo suficientemente lejos como para iluminar el banco. Si el forastero sucio por el camino todavía estaba sentado allí, yo no podía distinguirlo. Todo lo que veía era un pequeño remolino rojo hecho por los pétalos del
tapachini
, que danzaban a lo largo del camino arremolinados por el viento de la noche.
Finalmente encontré el palacio y hallé también a mi esclavo Cózcatl esperándome para mostrarme mis habitaciones. Ese palacio de Texcoco era mucho más grande que el de Texcotzinco, debía tener miles de cuartos; aunque en el centro de la ciudad no había tanto espacio para que sus anexos necesarios se extendieran y se acomodaran alrededor. De todas maneras, los terrenos del palacio de Texcoco eran extensos y aun en medio de su ciudad principal a Nezahualpili no se le había negado, evidentemente, sus jardines, arboledas, fuentes y demás.
Había también allí un laberinto viviente que ocupaba un terreno lo suficientemente grande como para que fueran necesarias veinte familias para cultivarlo. Había sido plantado por alguno de sus reales antepasados hacía ya mucho tiempo, y desde entonces había estado creciendo, aunque estaba recortado primorosamente. Para entonces era una avenida paralela de impenetrables arbustos espinosos, dos veces la altura de un hombre, que se torcía, se bifurcaba y se doblaba sobre sí misma. Había una sola abertura en la pared verde del exterior y se decía que cualquier persona que entrara por allí podría, después de dar muchas vueltas, encontrar un camino que conducía a un pequeño claro en el centro del laberinto, pero le sería imposible encontrar la ruta de regreso. Solamente el viejo jardinero de palacio sabía el camino para salir de él; un secreto, incluso para el Uey-Tlatoani, que había sido guardado tradicionalmente a través de su familia. Así es que a nadie le estaba permitido entrar allí sin el viejo jardinero como guía, excepto como un castigo. El ocasional convicto violador de alguna ley era sentenciado a ser llevado desnudo, a punta de espada si fuera necesario, y dejado solo dentro del laberinto. Después de un mes aproximadamente, el jardinero iba y recogía lo que hubiera quedado del cuerpo, rasgado por las espinas, picoteado por las aves y comido por los gusanos.
Un día, después de mi regreso, estaba esperando a que mi lección empezara cuando el joven príncipe Huexotzinca se me acercó. Después de darme la bienvenida por mi regreso a la Corte, me dijo por casualidad: «Mi padre estará muy contento de verte en la sala del trono cuando tengas tiempo, Cabeza Inclinada».
¡Cuando tenga tiempo! Con cuánta cortesía el más alto de los acolhua citaba a su presencia a este forastero inferior, que había estado engordando bajo su hospitalidad. Naturalmente abandoné la sala de estudio y fui, casi corriendo a todo lo largo de las galerías del edificio, así es que estaba casi sin aliento cuando al fin caí sobre una rodilla en el umbral del gran salón del trono, haciendo el gesto de besar la tierra y diciendo débilmente: «En su augusta presencia, Venerado Orador».
«
Ximopanolti
, Cabeza Inclinada. —Como me quedé inclinado en mi humilde posición, me dijo—: Puedes levantarte, Topo». Cuando me levanté, como me quedé parado en donde estaba, me dijo: «Puedes venir aquí, Nube Oscura. —Así lo hice, despacio y respetuosamente, y él me dijo sonriendo—: Tienes tantos nombres como el de un pájaro que vuela sobre todas las naciones del mundo y que es llamado por diferentes nombres por cada pueblo. —Con un espantamoscas que empuñaba en la mano me indicó una de las varias
icpaltin
que estaban en fila, formando un semicírculo ante el trono y dijo—: Siéntate».
La silla de Nezahualpili no era ni mucho más grande ni mucho más impresionante que la
icpali
de patas cortas en la que yo estaba sentado, pero se encontraba colocada sobre un tablado, así es que tenía que alzar la cabeza para mirarlo. Él estaba sentado con sus piernas, no formalmente cruzadas bajo de sí o con las rodillas enfrente, sino lánguidamente extendidas a lo largo cruzándolas sobre los tobillos. Si bien el salón del trono tenía colgando de sus paredes tapices trabajados en pluma y paneles pintados, no había más muebles, a excepción del trono, que esas sillas bajas para los visitantes y, directamente enfrente del Uey-Tlatoani, estaba colocada una mesa baja de ónix negro en la cual reposaba, dándole la cara, una calavera de blancura fulgurante.
«Mi padre, Nezahualcóyolt la puso ahí —dijo Nezahualpili al notar que mis ojos estaban posados sobre ella—. No sé por qué. Pudo haber sido algún enemigo desaparecido, sobre el cual se deleitara en mirar de mala manera. O alguien muy amado cuya pérdida jamás dejó de lamentar. O quizá la conservó por la misma razón que yo, para aclarar mis pensamientos, mis palabras y mis decisiones».
Yo pregunté: «¿Y cómo lo hace usted, Señor Orador?».
«Vienen a este salón mensajeros portando amenazas de guerra u ofrecimientos de paz. Vienen aquí demandantes cargados de agravios; pedigüeños pidiendo favores. Cuando se dirigen a mí, sus rostros se tuercen de ira o se deprimen por la miseria o sonríen fingiendo devoción, pero sus labios siempre se mueven rápidos ya que tienen que echar fuera sus discursos, ensayados previamente, en el tiempo asignado a cada audiencia. Así, mientras los escucho, no veo sus rostros sino a la calavera».
Solamente pude preguntar: «¿Por qué, mi señor?».
«Porque es el rostro más limpio y más honesto del hombre. Ningún gesto de engaño, ningún guiño astuto, ninguna sonrisa servil. Solamente fija una sonrisa burlona y eterna, como una mofa a cada una de las preocupaciones del hombre por las urgencias de la vida. Cuando cualquier visitante aboga porque el Uey-Tlatoani dé un fallo aquí, en ese momento yo contemporizo, disimulo, fumo un
poquíetl
o dos, mientras miro largamente a la calavera. Esto me recuerda que las palabras que digo a un embajador o a un pedigüeño, muy bien pudieran ser las últimas de mi vida, quedando en pie tanto como mis decretos, ¿y qué efectos tendrían sobre aquellos que todavía viven?
Ayyo
, esta calavera muchas veces me ha servido para prevenirme en contra de la impaciencia o de las decisiones impulsivas. —Nezahualpili desvió su mirada de la calavera hacia mí y rió—. Cuando la cabeza vivió, por todo lo que sé, no era más que la de un idiota parlanchín, sin embargo, muerta y silenciosa, en verdad que es un sabio consejero».
Dije: «Creo, mi señor, que el consejero más sabio sería de poca utilidad, excepto para un hombre que fuera lo suficientemente sabio como para considerar su consejo».
«Tomo eso como un cumplido, Cabeza Inclinada, y te doy las gracias. Dime entonces, ¿fui lo suficientemente sabio como para traerte aquí desde Xaltocan?».
«No lo puedo decir, mi señor. Porque desconozco por qué lo hizo».
«Desde los tiempos de Nezahualcóyolt, la ciudad de Texcoco ha ido ganando fama como un centro de conocimientos y cultura, pero este lugar no se perpetúa necesariamente a sí mismo. Las familias nobles pueden engendrar tontos y haraganes, yo puedo nombrar algunos que engendré, así es que no dudamos en importar talentos de cualquier parte e incluso infundir sangre extranjera. Tú parecías un prospecto prometedor, así es que aquí estás».
«¿Para quedarme, Señor Orador?».
«Eso depende de ti, de tu
tonali
y de las circunstancias, que ni tú ni yo lo podemos prever. Sin embargo, tus maestros me han dado buenos informes de ti, en el período de prueba que ya pasaste entre nosotros. Así es que creo que ya es tiempo de que vengas a ser un participante más activo en la vida de la Corte».
«He tenido la esperanza de poder llegar a compensar su generosidad, mi señor. ¿Quiere usted decir que se me dará un empleo en el que pueda ser útil?».
«Si esto es de tu agrado. Durante tu reciente ausencia tomé otra esposa. Su nombre es Chalchiunénetl, Muñeca de Jade».
No dije nada, pero pensaba confusamente si él por alguna razón había cambiado de tema. Sin embargo, Nezahualpili continuó:
«Es la hija mayor de Auítzotl. Un regalo de él para señalar su ascensión como nuevo Uey-Tlatoani de Tenochtitlan. Así es que ella es mexícatl como tú. Tiene quince años de edad, y con esa edad podría ser tu hermana mayor. Nuestra ceremonia de matrimonio ha sido celebrada debidamente, pero por supuesto la consumación física se ha pospuesto hasta que Muñeca de Jade crezca y sea más madura».
Me quedé callado aunque bien hubiera podido decir, incluso al sabio Nezahualpili, algo acerca de las capacidades físicas de las doncellas adolescentes mexica. Él continuó: «Como era lo adecuado, se le ha dado un pequeño ejército de damas de compañía y el ala este entera para sus habitaciones y para sus criados; cocina privada y demás, un palacio en miniatura, así es que ella no carecerá de nada tocante a comodidad, servicio y compañía femenina. Sin embargo me pregunto si tú querrás consentir, Cabeza Inclinada, en unirte a su comitiva. Sería bueno para Chalchiunénetl tener por lo menos la compañía de un hombre, siendo éste un hermano mexícatl. Al mismo tiempo me podrías servir a mí, instruyendo a la muchacha en nuestras costumbres, enseñándole el estilo de hablar de Texcoco, preparándola para ser una consorte de la cual me pueda sentir orgulloso».
Dije desconsolado: «Quizá Chalchiunénetzin no considerará en una forma muy bondadosa el hecho de que sea nombrado su guardián, Señor Orador. Una muchacha joven puede ser voluntariosa, irreprimida y celosa de su libertad…».
«Bien que lo sé —suspiró Nezahualpili—. Tengo dos o tres hijas alrededor de esa misma edad. Siendo Muñeca de Jade princesa, hija de un Uey-Tlatoani y reina y esposa de otro, es muy probable que incluso sea más arrebatada. No condenaría ni a mi peor enemigo a ser el
guardián
de hembras jóvenes y briosas. Pero creo, Topo, que por lo menos encontrarás agradable el verla».
Debió de tirar de algún cordón de campana escondido un poco antes, porque me hizo una seña para que mirara hacia la puerta. Me giré y vi a una muchacha delgada, ricamente ataviada con la falda y blusa ceremonial y un tocado en la cabeza, que venía caminando despacio de un modo regio, hasta el entablado. Su rostro era perfecto, su porte altivo y sus ojos modestamente bajos.
«Querida —dijo Nezahualpili—, éste es Mixtli, de quien ya te he hablado. ¿Quieres tenerle en tu comitiva como compañero y protector?».
«Si mi señor marido así lo desea y el joven Mixtli está conforme, me sentiré muy complacida de considerarlo como mi hermano mayor».
Levantó sus largas pestañas y me miró, y sus ojos eran como lagunas insondables y pequeñas en lo profundo de los bosques. Después averigüé que ella se ponía habitualmente dentro de los ojos unas gotas del jugo de la hierba
camopálxíhuitl
, que agranda mucho las pupilas y eso hacía que sus ojos brillaran como joyas. Pero también era la causa de que evitara las luces brillantes y aun la luz del día, pues con sus pupilas tan dilatadas veía tan poco como yo.
«Muy bien», dijo el Venerado Orador, frotándose las manos con satisfacción. Yo me preguntaba con cierto recelo cuánto tiempo había estado en conferencia con su calavera consejera, antes de decidir ese arreglo. A mí me dijo:
«Sólo te pido que le des la dirección y el consejo que le ofrecería un hermano, Cabeza Inclinada. No espero que corrijas o castigues a la Señora Muñeca de Jade. En cualquier caso, sería una ofensa capital que un plebeyo levantara su mano o su voz contra de una mujer noble. Tampoco espero de ti que juegues a ser su carcelero o espía o el chismoso de sus confidencias. Me sentiría muy satisfecho, Topo, si dedicaras a tu señora hermana todo el tiempo libre que te quede de tus estudios y trabajos escolares. Que le sirvieras con la misma devoción y discreción con la que me sirves a mí o la Primera Señora Tolana Tecíuapil. Ya os podéis ir, jóvenes;
xinopanólti
, y familiarizaros el uno con el otro».