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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (32 page)

Traté otra vez de convencerla. En verdad que hice todo lo que pude por disuadirla, aunque yo no pensé que hubiera alguien que lo creyera después.

«Mi Señora, recuerde quién es usted y el linaje del cual desciende. Usted es la bisnieta del venerado Motecuzoma y él
nació
de una virgen. Su padre tiró una gema dentro del jardín de su amada y ella la tomó y se la puso en su flor y en ese momento concibió al niño Motecuzoma, antes de que ella jamás se hubiera casado o acoplado con su padre. Así usted tiene una herencia de pureza y virginidad que no debería de mancillar con…».

Ella me interrumpió riéndose. «¡Trae, yo no soy virgen! Para tu conocimiento. Me debiste haber reprendido cuando tenía nueve o diez años de edad. Entonces
era
virgen».

Se me ocurrió tardíamente el girarme y decirle a Cózcatl: «Es mejor que te… Ya te puedes ir, niño».

Muñeca de Jade dijo: «¿Conoces esas esculturas que hacen los bestiales huaxteca? ¿Las estatuas de madera que les sobresale un miembro de hombre? Mi padre Auítzotl conserva una colgada en una pared de nuestro palacio, como una curiosidad para divertir y pasmar a sus amigos. También interesa a las mujeres. Ésta ha sido restregada, alisada y abrillantada por todas aquellas que lo han manipulado admiradas al pasar. Mujeres nobles, sirvientas, mozas y yo misma».

Le dije: «No creo que yo debiera escuchar…», pero ella ignoró mis protestas y continuó.

«Tenía que arrastrar contra la pared un gran arcón de madera que servía para almacenar cosas, en el cual me subía para poder alcanzar esa figura. Me tomó muchas semanas de sufrimiento, porque después de cada uno de mis primeros intentos tenía que esperar y descansar por un tiempo, hasta que mi inadecuada
tepili
dejaba de dolerme. Pero persistí, restregándome cada vez más fuerte y llegó el día del triunfo cuando finalmente me las arreglé para meterme la punta de esa cosa tremenda. Poquito a poquito fui penetrándomelo cada vez más. Desde entonces, quizá he estado con unos cien hombres, pero ninguno de ellos me ha dado jamás la sensación que gocé en aquellos días en que frotaba mis partes contra la cruda talla de los huaxteca».

Supliqué: «No debería saber estas cosas, mi señora».

Se encogió de hombros. «No estoy excusando mi naturaleza. Esa clase de relajamiento es algo que debo tener y debo tener seguido y
tendré
. Hasta podría usarte para ese propósito. ¡Trae! No eres intrépido y no dirías nada en contra mía, pues sé que obedecerás el mandato de Nezahualpili de no ser chismoso. Pero eso no impediría que confesaras tu
propia
culpa por nuestro acoplamiento y sería la ruina para los dos. Así…».

Me tendió el dibujo que había hecho del sencillo mensajero-veloz y un anillo que se quitó del dedo. «Dale esto. Es el regalo de bodas de mi Señor Esposo y no hay otro anillo como éste».

Era de oro rojo con una gran esmeralda de valor incalculable. Esas raras piedras eran traídas por mercaderes que se aventuraban muy lejos, hasta la tierra de Quautemalan, el límite más lejano hacia el sur de nuestras rutas comerciales, y las esmeraldas ni siquiera venían de allí, sino de alguna tierra de nombre desconocido, a una distancia también desconocida más allá del sur de Quautemalan. El anillo era de esos cuyo diseño estaba hecho para ser sostenido verticalmente en la mano, porque contenía un círculo colgante de pendientes de jade, que solamente se podían mostrar bien cuando el que lo portaba levantaba la mano. El anillo estaba hecho a la medida del dedo de en medio de Muñeca de Jade. Yo solamente podía ponérmelo apretadamente en mi dedo pequeño.

«No, no debes llevarlo puesto —dijo la joven previniéndome—. Ni él tampoco. Este anillo puede ser reconocido por cualquier persona que lo vea. Es solamente para que él lo lleve escondido y lo muestre al guardia de la puerta este, esta medianoche. A la vista del anillo el guardia lo dejará pasar. Pitza lo estará esperando un poco adentro para conducirlo hasta aquí».

«¿Esta noche? —dije—. Pero debo encontrarlo antes, mi señora. Quizás haya sido enviado con algún mensaje. Y quién sabe adónde».

«Esta noche —dijo ella—. Ya he estado por bastante tiempo privada de eso».

No sé lo que Chalchiunénetl me hubiera hecho de no haber podido encontrar al hombre, pero pude localizarlo y me acerqué a él como si yo fuera un joven noble y le llevara un mensaje para ser entregado por él. Deliberadamente, no le di mi nombre pero él me dijo: «Yo soy Yeyac-Netztlin, a las órdenes de mi señor».

«A las órdenes de una señora —le corregí—. Ella desea que te presentes a medianoche en el palacio para atenderla».

Él me miró preocupado y dijo: «Es muy difícil llevar un mensaje corriendo a cualquier distancia en la noche, mi señor…».

Pero entonces su mirada cayó sobre el anillo que tenía en la palma de mi mano y abriendo mucho los ojos dijo: «Por
esa
señora, por supuesto que sí. Ni la medianoche o Mictlan podrían impedirme hacerle un servicio».

«Éste es un servicio que requiere discreción —dije con un sabor amargo en la boca—. Enseña este anillo al guardia de la puerta este para que te deje pasar».

«Oigo y obedezco, mi señor. Estaré allí».

Y sí estuvo. Yo permanecí despierto, escuchando detrás de la puerta hasta que oí a Pitza, que guiaba a Yeyac-Neztlin, llamar con las puntas de los dedos a la puerta del otro lado del corredor. Después de eso no oí nada más, así es que no supe cuánto tiempo estuvo ni cómo se fue. Y no quise volver a escuchar sus siguientes visitas, así es que no supe cuántas fueron. Sin embargo pasó un mes antes de que Muñeca de Jade, bostezando aburrida, me pidiera que empezara a dibujar nuevos retratos, así es que aparentemente Yeyac-Netztlin la satisfizo por ese espacio de tiempo. Como el nombre del mensajero-veloz significaba apropiadamente «Piernas Largas», quizá también estuviera bien dotado de algún otro miembro. Aunque Chalchiunénetl no había pedido nada de mi tiempo durante ese mes, eso no quería decir que yo no tuviera preocupaciones. El Venerado Orador venía cada ocho o nueve días para corresponder a las invitaciones que le hacía la mimada y supuestamente paciente princesa-reina. Con frecuencia, yo tenía que estar presente en las habitaciones y me esforzaba por no sudar visiblemente en esas entrevistas. Sólo me preguntaba el porqué, en nombre de todos los dioses, Nezahualpili no podía notar o darse cuenta de que estaba casado con una mujer madura y lista para ser saboreada inmediatamente por él. O por cualquier otro hombre. Todos los joyeros que trabajan el jade dicen que este mineral es fácil de encontrar entre las piedras comunes del campo, porque proclama su propia presencia y actividad. Ellos dicen que sólo se tiene que ir al campo cuando empieza a salir el sol y se pueden ver varias piedras aquí o allá que están exhalando un lánguido pero inconfundible vapor que anuncia orgullosamente: «Hay jade dentro de mí. Ven y tómalo». Como la preciada piedra de la cual lleva su nombre, Muñeca de Jade emanaba un indefinible nimbo, esencia o vibración que decía a cada hombre: «Aquí estoy. Ven y tómame». ¿Podría ser que el Uey-Tlatoani fuera el único hombre en toda la creación que no sintiera sus ardores y su disposición? ¿O sería realmente impotente como decía la joven reina?

No. Cuando los vi y los escuché juntos, comprendí que él estaba manifestando una consideración caballerosa y reprimiéndose. Pues Muñeca de Jade en su reluctante perversidad de tener sólo un amante, había hecho que
él
no viera a la doncella casadera y nubil, sino a una adolescente delicada e inmadura que en último momento había sido dada en un matrimonio político.

Durante sus visitas no era la Muñeca de Jade que tan bien conocíamos sus esclavos y yo, y también presumiblemente Yeyac-Netztlin. Llevaba vestidos que escondían sus curvas provocativas y que la hacían tan delgada y frágil como una niña. De algún modo ella suprimía esa aureola de flagrante sexualidad, por no mencionar su usual arrogancia e irascibilidad. Jamás usó en aquellos momentos el rudo apodo de ¡Trae! cuando se refería a mí. De alguna forma escondía a la verdadera Muñeca de Jade —
topeo petlacalco
— «en una bolsa, en una caja», como diríamos nosotros de un secreto.

En presencia de su señor, ni se recostaba lánguidamente, ni se sentaba siquiera en una silla. Se arrodillaba a sus pies, con las rodillas rectamente juntas, sus ojos modesta y castamente bajos y hablaba aniñadamente entre murmullos. Ella incluso me hubiera engañado a mí, haciéndome creer que no tenía más de diez años, si no hubiera sido porque sabía perfectamente que ya había pasado de esa edad.

«Espero que encuentres tu vida menos constreñida, ahora que tienes la compañía de Mixtli», dijo Nezahualpili.

«
Ayyo
, sí, mi señor —dijo ella mostrando los hoyuelos de sus mejillas—. Él es un acompañante inapreciable. Mixtli me muestra muchas cosas y me las explica. Ayer me llevó a la biblioteca de poesías de tu estimado padre y me recitó algunos de sus poemas».

«¿Y te gustaron?», preguntó el Uey-Tlatoani.

«Oh, sí. Aunque creo que me gustaría más oír alguno de los tuyos, mi Señor Marido».

De acuerdo con esto, Nezahualpili dijo con bastante modestia: «Por supuesto, suenan mejor cuando mi tamborcillo me acompaña», y recitó y cantó algunas de sus composiciones. Una de ellas en la que alababa la caída del sol, concluía:

…Como un ramo de brillantes flores

nuestro Dios radiante, nuestro encendido dios

el sol, se introduce en un vaso de esplendorosas joyas,

y el día así, ha concluido.

«Precioso —suspiró Muñeca de Jade—. Me hace sentir un Poco melancólica».

«¿La puesta del sol?», preguntó Nezahualpili.

«No, mi señor. El mencionar a los dioses. Yo sé que con el tiempo llegaré a familiarizarme con todos los de tu pueblo, pero mientras tanto, no tengo aquí conmigo ninguno de mis viejos dioses a los que estoy tan acostumbrada. ¿Sería impertinente si te pidiera permiso, mi Venerado Esposo, para poner en estas habitaciones algunas estatuas de mis dioses familiares favoritos?» «Mi querida Muñequita —dijo él con indulgencia—. Puedes hacer o tener todo lo que te haga feliz, para que no eches de menos tu hogar. Te mandaré a Píxquitl, el escultor que reside en el palacio, y tú le darás instrucciones para que talle aquellos dioses que tu querido corazón desea».

Cuando en esa ocasión Nezahualpili dejó las habitaciones, me hizo una seña para que lo acompañara. Fui, aunque silenciosamente ordenándoles todavía a mis poros mojados que dejaran de sudar, porque estaba completamente seguro de que Nezahualpili me iba a preguntar acerca de las actividades de Chalchiunénetl, cuando ella no estaba visitando las bibliotecas. Mas con gran alivio de mi parte, el Venerado Orador me preguntó acerca de mis propias actividades.

«¿No es para ti una gran carga, Topo, dedicar tanto tiempo a tu señora hermana?», me preguntó con amabilidad.

«No, mi señor —mentí—. Ella es muy considerada ya que no se entremete en mi tiempo de estudio. Es solamente en las tardes cuando conversamos o paseamos alrededor del palacio o vagamos por la ciudad».

«En cuanto a conversación —dijo él—, quisiera pedirte que hicieras algún esfuerzo por tratar de corregir su acento mexícatl. Tú aprendiste muy rápido nuestra manera de hablar en Texcoco. Anímala a que hable más elegantemente, Cabeza Inclinada».

«Sí, mi señor. Lo intentaré».

Él continuó: «Tu Señor Maestro de Conocimientos de Palabras me dijo que has hecho progresos rápidos y admirables en el arte de la escritura-pintada. ¿Podrías disponer un poco más de tiempo para poner en práctica esta habilidad?».

«¡Estoy seguro, mi señor! —exclamé ansiosa y ardientemente—.
Haré
tiempo».

Y así, al fin inicié mi carrera de escribano y fue en gran parte gracias al padre de Muñeca de Jade, Auítzotl. Inmediatamente después de haber sido coronado como Uey-Tlatoani de Tenochtitlan, Auítzotl había demostrado dramáticamente sus hazañas como gobernante, declarando la guerra a los huaxteca de la costa noreste. Conduciendo personalmente un ejército combinado de mexica, acolhua y tecpaneca, atacó y ganó la guerra en menos de un mes. Los ejércitos trajeron mucho botín y las tierras conquistadas tuvieron, como siempre, que pagar el tributo anual. El saqueo y la recaudación del tributo eran divididos entre las Tres Alianzas como se acostumbraba: dos quintas partes para Tenochtitlan, dos quintas partes para Texcoco y una quinta parte para Tlacopan.

El trabajo que Nezahualpili me encargó era dibujar en el libro de cuentas las partidas del tributo recibido y esperado de los huaxteca, y también dar entrada a varios artículos como turquesas, cacao, mantos, faldas, blusas de algodón y algodón en crudo, que debía anotar en otros libros en donde se llevaban las cuentas de las mercancías de los almacenes de Texcoco. Era una tarea con la que ejercitaba dos conocimientos: la aritmética y la escritura-pintada y me lancé a ese trabajo con gran placer y la consciente determinación de hacerlo bien. Pero como ya he dicho, también Muñeca de Jade se valía de mi talento y me llamó de nuevo para ordenarme reanudar la búsqueda y los bosquejos de «hombres guapos». Aprovechó también la oportunidad para quejarse con malhumor acerca de la
falta
de talento del escultor de palacio.

«Como mi Señor Esposo me lo permitió, ordené esta estatua y le di instrucciones precisas a ese viejo escultor tonto, que él me mandó. Pero mira, ¡Trae! Una monstruosidad».

Era la figura de un nombre en tamaño natural esculpido en barro, pintada en color de piel natural y cocida hasta adquirir mucha dureza. No representaba a ningún dios de los mexica que yo pudiera reconocer, pero había algo en ella que me era familiar.

«Se supone que los acolhua son expertos en las artes —continuó diciendo la joven con desdén—. Entérate de esto, ¡Trae! Su muy renombrado maestro escultor es un inepto, comparado con algunos artistas sin renombre cuyos trabajos he visto en mi tierra. Si Píxquitl no hace mi siguiente estatua mejor que ésta, mandaré traer de Tenochtitlan a esas nulidades para avergonzarlo. ¡Ve y dile eso!».

Tenía la sospecha de que la joven señora solamente estaba preparando alguna excusa para poder importar no a unos artistas, sino a algunos de sus amantes anteriores que recordaba con afecto. Sin embargo como ella me lo mandó, fui a ver al escultor a quien encontré en su estudio de palacio. Había gran estrépito producido por los martillos y los cinceles de sus estudiantes y aprendices, y por el rugido del fuego del horno, así es que necesité gritar para que él pudiera oír las quejas y la amenaza de Muñeca de Jade.

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