Cuando la mujer finalmente moría después de haber sido zafiamente destrozada y perforada por innumerables flechas, unos sacerdotes participaban por primera vez. Salían del templo de la pirámide, detrás de la cual se habían ocultado, y todavía casi invisibles en la oscuridad de sus negras vestiduras, arrastraban el cuerpo adentro del templo. Allí, rápidamente despellejaban la piel de uno de sus muslos. Un sacerdote se ponía ese gorro cónico encima de su cabeza y salía saltando del templo acompañado por una explosión de música y canto. El joven dios del maíz, Centéotl acababa de nacer. Bajaba brincando las escaleras de la pirámide, juntándose con las bailarinas y todos danzaban el resto de la noche. Si cuento todo esto es porque supongo que la ceremonia de aquel año debió de ser igual a la de todos los anteriores. Tengo que suponerlo porque no me quedé para verla. El generoso príncipe Huexotzinca me prestó otra vez su
acali
y remeros y llegué a Xaltocan para encontrar que los otros, Pactli, Chimali y Tlatli, también habían llegado para esa fiesta desde sus distantes escuelas. De hecho, Pactli había regresado definitivamente, habiendo concluido hacía poco su educación en la
calmécac
. Eso me preocupaba, porque ya no tendría nada que hacer a excepción de esperar a que muriera su padre Garza Roja y le dejara el trono libre. Mientras tanto, Pactli podría concentrar todo su tiempo y fuerza en asegurarse la esposa que él deseaba: mi hermana, quien no quería serlo; y contaba con la ayuda de su más leal aliada: mi madre, la codiciosa de títulos.
Sin embargo, me encontré con una preocupación más inmediata. Tlatli y Chimali se sentían tan anhelantes por verme, que me estaban esperando en el muelle cuando mi canoa atracó y, brincando excitadamente, comenzaron a hablar, a gritar y a reír antes de que yo hubiera puesto el pie en tierra.
«¡Topo, la cosa más maravillosa!».
«¡Nuestro primer encargo, Topo, para hacer obras de arte en el extranjero!».
Me costó un poco de tiempo y unos cuantos gritos antes de poder darme cuenta y comprender lo que me querían decir. Cuando lo comprendí quedé horrorizado. Mis dos amigos eran los artistas mexica de quienes me había hablado Muñeca de Jade. No regresarían a Tenochtitlan después de la fiesta, sino que irían conmigo a Texcoco. Tlatli dijo: «Yo voy a hacer las esculturas y Chimali las va a colorear para que parezcan vivas. Así lo dijo el mensajero que la señora Chalchiunénetl nos envió. ¡Imagínate! La hija de un Uey-Tlatoani y la esposa de otro. Ciertamente ningún otro artista de nuestra edad ha sido tan honrado anteriormente».
Chimali dijo: «¡No teníamos idea de que la señora Muñeca de Jade hubiera visto alguna vez las obras que hacíamos en Tenochtitlan!».
Tlatli dijo: «Que las haya visto y admirado lo suficiente como para llamarnos y para viajar a tantas largas carreras. La señora debe tener muy buen gusto».
Dije sutilmente: «La señora tiene numerosos gustos».
Mis amigos se dieron cuenta de que no compartía su entusiasmo y Chimali me dijo, casi disculpándose: «Éste es nuestro primer trabajo verdadero. Topo. Las estatuas y pinturas que hicimos en la ciudad, no eran más que adornos para el nuevo palacio que se está construyendo para Auítzotl, y no estábamos ni mejor vistos ni mejor pagados que los albañiles. El mensaje también decía que nos estaba esperando un estudio particular totalmente equipado. Es natural que estemos contentos. ¿Hay alguna razón para que no sea así?».
Tlatli dijo: «¿Es que la señora es de esa clase de mujeres tiranas que nos va a hacer trabajar hasta morir?».
Yo podría haberle dicho a Tlatli que lo había expresado sucintamente, cuando habló de llegar a trabajar «hasta morir»; pero en lugar de eso le dije: «La señora tiene algunas excentricidades. Hay mucho tiempo para platicar sobre ella. En estos momentos estoy muy cansado por mi propio trabajo».
«Por supuesto —dijo Tlatli—. Permítenos cargar tu equipaje, Topo. Saluda a tu familia, come y descansa. Y después tienes que contarnos todo acerca de Texcoco y de la Corte de Nezahualpili. No queremos aparecer allá como unos ignorantes provincianos».
En el camino hacia mi casa, los dos siguieron parloteando alegremente acerca de sus perspectivas, pero yo permanecía silencioso pensando profundamente sobre… sus perspectivas. Bien sabía yo que los crímenes de Muñeca de Jade serían algún día descubiertos, y cuando eso sucediera Nezahualpili se vengaría de todos los que habían ayudado o encubierto los adulterios de la joven, sus asesinatos para ocultar las infidelidades y las estatuas que se mofaban de los asesinados. Yo tenía la débil esperanza de ser absuelto, ya que había actuado estrictamente según las órdenes de su mismo esposo. Los otros, los sirvientes y asistentes habían actuado según las órdenes recibidas de
ella
. No hubieran podido desobedecerla, pero ese hecho no les ganaría ninguna misericordia de parte del deshonrado Nezahualpili. Sus cuellos ya estaban adentro del lazo cubierto de guirnaldas. Pitza, el guardián de la puerta, tal vez el maestro Píxquitl y pronto Tlatli y Chimali…
Mi padre y mi hermana me recibieron calurosamente con grandes abrazos, mi madre con abrazo poco animado, disculpándose con la explicación de que sus brazos estaban debilitados y cansados por haber esgrimido la escoba durante todo el día en diversos templos. Siguió hablando con mucho detalle sobre las actividades de las mujeres de la isla, en preparación de la ceremonia de Ochpanitztli, poco de lo cual oí, ya que buscaba algún pretexto para alejarme con Tzitzi en busca de algún lugar solitario. No sólo estaba ansioso por demostrarle algunas de las cosas que había aprendido observando a Muñeca de Jade y Algo Delicado, sino que también deseaba contarle mi equívoca posición en la Corte de Texcoco y pedirle su consejo sobre lo que debía hacer, si es que se podía hacer algo para evitar la ida inminente de Tlatli y Chimali.
La oportunidad nunca llegó. Sobrevino la noche y nuestra madre seguía aún quejándose de la cantidad de trabajo relacionado con El Barrido de la Calle. La noche negra llegó y con ella los sacerdotes de vestiduras negras. Eran cuatro de ellos e iban por mi hermana. Sin siquiera decir un «
mixpantzinco
» al jefe de la casa, pues los sacerdotes siempre habían sido desdeñosos a las cortesías más elementales, uno de ellos preguntó sin dirigirse a nadie en particular: «¿Es aquí donde vive la doncella Chiucnaui-Acatl Tzitzi-tlini?». Su voz era torpe y hablaba emitiendo un ruido como el del gallipavo, y con trabajo le pudimos entender. Ése era el caso de muchos sacerdotes, porque una de sus penitencias favoritas era llenarse la lengua de agujeros y de vez en cuando romperla aún más, haciendo más ancho el agujero al pasar por él cañas, cuerdas o espinas.
«Mi hija —dijo nuestra madre, con un gesto de orgullo señalándola—. Nueve Caña El Sonido De Campanitas Tocando».
«Tzitzitlini —dijo el viejo mugroso dirigiéndose directamente a ella—. Venimos a informarte que has sido escogida para tener el honor de actuar en el papel de la diosa Teteoínan en la última noche de Ochpanitzli».
«No», dijo mi hermana moviendo los labios aunque de ellos no salió ningún sonido. Miró azorada a los cuatro hombres vestidos con sus raídos mantos negros y pasó una mano temblorosa sobre su cara. Su piel de color cervato había adquirido el del pálido ámbar.
«Vendrás con nosotros en este momento —dijo otro sacerdote—. Hay algunas formalidades preliminares».
«No», dijo Tzitzi otra vez, pero esta vez en voz alta. Se giró hacia mí y yo casi me tambaleé por el impacto de su mirada. Sus ojos estaban agrandados por el terror, tan insondablemente negros como los de Muñeca de Jade cuando usaba la droga que dilata la pupila. Mi hermana y yo sabíamos lo que eran las «formalidades preliminares», un examen físico llevado a cabo por los asistentes femeninos de los sacerdotes, para indagar que la doncella que había sido honrada, lo era en verdad. Como ya he dicho, Tzitzi conocía los medios para parecer una virgen impecable y convencer al más suspicaz examinador. Pero no había sido avisada de esa llegada repentina y precipitada de los sacerdotes para llevársela, por lo tanto no había tenido necesidad de prepararse y en esos momentos ya no podía hacerlo.
«Tzitzitlini —dijo mi padre reprendiéndola—. Nadie rechaza a un
tlamacazqui
, ni la orden que él trae. Sería descortés al sacerdote, mostraría desdén por la delegación de mujeres que te ha conferido ese honor y mucho peor, sería un insulto a la misma diosa Teteoínan».
«También molestaría a nuestro estimado gobernador —terció mi madre—. Se le ha dicho ya al Señor Garza Roja quién ha sido la virgen seleccionada para este año, y también a su hijo Pactzin».
«¡Nadie me avisó a mí!», dijo mi hermana con una última chispa de brío. Ella y yo sabíamos para entonces
quién
la había propuesto para el papel de Teteoínan sin consultarla y sin pedirle permiso, y también sabíamos el
porqué
. Así nuestra madre podría tener un crédito indirecto por la ejecución de su hija; para que nuestra madre pudiera enorgullecerse en medio del aplauso aprobador de toda la isla; para que la pantomima pública del acto sexual, que representaría su hija, inflamara todavía más la lascivia del Señor Alegría, y para que estuviera más que nunca dispuesto a elevar a toda nuestra familia a la nobleza a cambio de la muchacha.
«Mis Señores Sacerdotes —dijo Tzitzi suplicando—, verdaderamente no les convengo. No puedo actuar en el papel. No en ese papel. Sería torpe y la gente se reiría. Deshonraría a la diosa…».
«Eso es totalmente falso —dijo uno de los cuatro—. Te hemos visto bailar, muchacha. Ven con nosotros en este momento».
«Los preliminares llevan muy poco tiempo —dijo nuestra madre—. Anda, Tzitzi y cuando regreses discutiremos sobre la hechura de tu traje. Serás la más reluciente Teteoínan que haya dado a luz al bebé Centéotl».
«No —dijo mi hermana otra vez, pero débil y desesperadamente buscando algún otro pretexto—. Es que… es que no es el tiempo adecuado de la luna para mí…».
«¡No es posible decir no! —ladró uno de los sacerdotes—. No hay pretextos aceptables. O vienes muchacha o te llevamos a la fuerza».
Ni ella ni yo tuvimos la oportunidad de despedirnos, pues consideramos que estaría ausente solamente por un corto espacio de tiempo. Mientras Tzitzi caminaba hacia la puerta y los cuatro viejos malolientes la rodeaban, me lanzó una última mirada desesperada. Casi me la perdí, porque entonces yo miraba alrededor del cuarto buscando un arma o cualquier cosa que pudiera servir como tal.
Les juro que si hubiera tenido la
maquáhuitl
de Glotón de Sangre a mano, me habría abierto paso a cuchilladas a través de los sacerdotes y de mis padres, hierbas malas para ser abatidas, y nosotros dos hubiéramos huido hacia algún lugar seguro, en cualquier parte. Pero no había nada afilado ni pesado a mi alcance y hubiera sido inútil por mi parte atacar desarmado. Para entonces yo ya tenía veinte años y era un hombre, y hubiera podido con los cuatro sacerdotes, pero mi padre, templado por su trabajo, podía haberme detenido sin ningún esfuerzo. Además, habrían sospechado, con toda seguridad, interrogado, verificado y el destino se hubiera vuelto contra de nosotros dos…
Desde entonces me he preguntado muy frecuentemente: ¿no hubiera sido eso preferible a lo que sucedió? Un pensamiento como ése pasó como un relámpago por mi mente en aquel momento, pero en mi indecisión vacilé. ¿Fue porque sabía, en algún rincón cobarde de mi mente, que yo no estaba directamente involucrado en la difícil situación de mi hermana Tzitzi; y que probablemente no lo estaría, por lo que fui indeciso, por lo que vacilé? ¿Fue porque tenía una esperanza desesperada de que ella todavía pudiera convencer a las examinadoras; que ella no estaba realmente en peligro de desgracia, lo que me hizo detener? ¿Fue simplemente mi inmutable e inestable
tonali
, o el de ella, lo que me hizo vacilar, lo que me hizo detener?
Jamás lo sabré. Todo lo que sé es que vacilé, me detuve y el momento de actuar se fue, como Tzitzi se fue con su guardia de honor de rapaces sacerdotes, dentro de la oscuridad de la noche.
Ella no regresó a casa esa noche.
Nos quedamos sentados esperando, hasta mucho después del tiempo normal de acostarse, hasta mucho después del trompetazo de la concha del templo a la medianoche. Sin hablar nada. Mi padre se veía preocupado, sin duda por su hija y por la causa de ese inusitado alargamiento de las «formalidades preliminares». Mi madre se veía preocupada, sin duda acerca de la posibilidad de que su proyecto tan cuidadosamente elaborado para su propia exaltación, de alguna manera se hubiera desbaratado. Pero finalmente se rió y dijo: «Claro. Los sacerdotes no mandarán a Tzitzi a casa en la oscuridad. Las vírgenes del templo le habrán dado un cuarto allá para que pase la noche. Somos unos tontos de estarla esperando despiertos. Vayamos a dormir».
Fui a mi esterilla, pero no dormí. Me inquietaba al pensar que si las examinadoras descubrían que Tzitzi no era virgen, ¿y cómo iban a descubrir otra cosa?, los sacerdotes podrían aprovecharse rapazmente de eso. Todos los sacerdotes de nuestros dioses habían hecho ostensiblemente un juramento de celibato, pero ninguna persona inteligente creía que lo cumplían. Las mujeres del templo sostendrían, con verdad, que Tzitzi llegó a ellas ya desprovista de su
chitoli
, membrana, y por lo tanto de su virginidad. De esa condición sólo se la podía culpar a ella por su propio desenfreno anterior. Cuando saliera de nuevo del templo, cualquier cosa que le hubiera pasado en el ínterin no podría achacárseles a los sacerdotes ni probar ningún cargo en contra de ellos.
Me revolvía angustiado sobre mi esterilla, imaginando a esos sacerdotes utilizándola durante la noche, uno tras otro, y regocijadamente llamando a todos los demás de los otros templos de la isla. No porque ellos estuvieran hambrientos sexualmente, pues se suponía que usaban a las mujeres del templo a voluntad. Sin embargo el tipo de mujeres que dedicaban sus vidas al servicio del templo, como ustedes reverendos frailes tal vez hayan observado entre sus propias religiosas, casi nunca eran de facciones o figura como para volver delirante de deseo a un hombre normal. Los sacerdotes debían estar llenos de alegría esa noche al recibir el regalo de carne nueva y joven en la más deseable y bella muchacha de todo Xaltocan, en aquel entonces.
Los veía caer como rebaños sobre el indefenso cuerpo de Tzitzi, en tropeles como buitres sobre un cadáver desamparado. Agitándose como buitres, graznando como buitres, con sus garras de buitres, negros como buitres. Observaban también otro juramento: nunca desvestirse en toda su vida después de haber hecho el juramento sacerdotal. Sin embargo aun violando ese juramento para caer desnudos encima de Tzitzi, sus cuerpos estarían todavía negros, escamosos y fétidos, por no haberse bañado desde que abrazaron el sacerdocio. Tenía la esperanza de que todo fuera producto de mi imaginación febril. Tenía la esperanza de que mi bella y amada hermana no pasara aquella noche como una carroña desgarrada por los buitres. Pero ningún sacerdote habló jamás de su estancia en el templo, ni para afirmar ni para negar mis temores, pues Tzitzi no volvió a casa por la mañana. Un sacerdote de los cuatro que se la habían llevado la noche anterior, vino y su cara estaba exenta de toda expresión cuando dijo simplemente: «Su hija no es idónea para representar a Teteoínan en las ceremonias. En algún momento ha conocido carnalmente por lo menos a un hombre».