Dio un paso hacia atrás y su boca se abrió silenciosamente, mientras su cara enrojecida por la ira se tornaba pálida otra vez. Las palabras tardaron en salirle. «Tú… ¿me engañaste? Esto… ¿esto no es una broma?».
«En todo caso no es su broma, sino la mía —dijo el encorvado—. Yo estaba a un lado del lago cuando un joven señor, muy bien vestido, untado y perfumado desembarcó del
acali
privado de mi señora, y descaradamente inició su camino con este anillo altamente visible y reconocible sobre el dedo pequeño de su gran mano. Parecía una flagrante indiscreción, si no ya una transgresión. Llamé a unos guardias para quitarle el anillo y luego la carta que portaba. Yo traje estas cosas en su lugar».
«¿Tú… tú… pero con qué autoridad… cómo te atreves a entrometerte? —farfulló—. ¡Trae! Este hombre ha confesado ser un ladrón. ¡Mátalo! Te ordeno matar a este hombre, aquí, delante de mí».
«No, mi señora —dije todavía gentilmente, porque casi empezaba a sentir piedad de ella—. Esta vez voy a desobedecerla. Yo creo que por fin usted ha revelado su propia verdad a otra persona, así es que creo que estoy libre de toda obligación de obediencia y también creo que usted ya no matará a nadie más».
Ella se volvió velozmente y abrió la puerta de un tirón hacia el corredor. Quizás pensaba huir, pero cuando el centinela que estaba afuera se volvió hacia ella impidiéndole el paso, le dijo severamente: «Guardia, aquí tengo a un ladrón y a un traidor. Ese pordiosero lleva puesto mi anillo robado, y este plebeyo ha desobedecido mis órdenes directas. Quiero que tome a los dos y…».
«Perdón, mi señora —murmuró el guardia—. Yo ya tengo mis órdenes del Uey-Tlatoani. Ordenes diferentes».
Ella se quedó con la boca abierta.
Yo dije: «Guardia, présteme su lanza un momento».
Dudó por un instante, pero luego me la alargó. Caminé hacia el nicho que estaba en su aposento y que tenía la estatua del jardinero Xali-Otli y con toda mi fuerza aventé la lanza apuntándola sobre la barbilla de la estatua. La cabeza pintada se rompió, pegó contra el piso y rodó, su arcilla se quebró y se desmoronó. Cuando la cabeza rebotó y se detuvo contra la pared al otro lado de la habitación, era una calavera pelada, blanca y reluciente, el rostro más limpio y honesto del hombre. El pordiosero parduzco miró todo sin expresión, pero las inmensas pupilas de Muñeca de Jade parecían haberse tragado sus ojos por entero. Eran líquidos charcos negros de terror. Devolví el arma al guardia y le pregunté:
«¿Cuáles son sus órdenes, entonces?».
«Usted y su esclavo deben permanecer en su departamento. La Señora-Reina y la mujer que le sirve deben permanecer aquí en éste. Todos ustedes quedan en custodia y bajo vigilancia mientras sus habitaciones son registradas y hasta que sean citados ante la presencia del Venerado Orador».
Dije al hombre de cacao: «¿Quizás usted quiera venir por un rato a mi cautiverio, venerable anciano y tomar una taza de
chocólatl
?».
«No —dijo él, arrancando su vista de la expuesta calavera—. Tengo ordenado referir todos los sucesos de esta noche. Creo que el Señor Nezahualpili ahora ordenará una búsqueda más exhaustiva… en los estudios de escultura y en otros lugares».
Hice el gesto de besar la tierra. «Entonces les deseo buenas noches a usted anciano y a usted, mi señora». Ella se volvió hacia mí, pero no creo que me viera. Regresé a mi departamento para encontrarme con que había sido registrado por el Señor Hueso Fuerte y por algunos otros ayudantes confidenciales del Venerado Orador. Ellos ya habían encontrado mis dibujos de Muñeca de Jade y de Algo Delicado.
Dice usted, mi Señor Obispo, que asiste a esta sesión porque está interesado en oír cómo eran llevados a efecto nuestros procesos judiciales. Pues no es indispensable que yo le describa el juicio de Muñeca de Jade. Su Ilustrísima puede encontrarlo minuciosamente asentado en los archivos de la Corte de Texcoco, si se toma la molestia de examinar esos libros. Su Ilustrísima también puede encontrarlo escrito en las historias de otras tierras, y aun oírlo en los cuentos regionales que explica la gente plebeya, porque el escándalo que causó todavía es recordado y relatado, especialmente por nuestras mujeres. Nezahualpili invitó a los gobernantes de cada nación vecina y a todos sus
tlamatínime
, hombres sabios, y a todos los
tecutlin
de cada una de las provincias, para asistir al juicio. Incluso los invitó a traer a sus esposas y a las mujeres nobles de sus cortes. Él hizo esto en parte para demostrar públicamente, que aun una mujer nacida de ilustre cuna no podía pecar impunemente, y en parte para demostrar su implacable determinación de castigar la perfidia de Muñeca de Jade en contra de él. Sin embargo, había todavía otra razón. La adúltera a juzgar era la hija del más poderoso gobernante de todas estas tierras, el Venerado Orador Auízotl, el bilioso y belicoso Uey-Tlatoani de los mexica. Al invitarlo a él y a los altos oficiales de las otras naciones, Nezahualpili procuró también demostrar que los procedimientos serían conducidos con absoluta justicia. Fue quizás que por esta razón, por la que Nezahualpili se sentó a un lado durante el juicio. Él delegó la responsabilidad de preguntar a los acusados y testigos a dos partes desinteresadas: su Mujer Serpiente, el Señor Hueso Fuerte y a un
tlamatini
, juez, llamado Tepítztic.
La sala de justicia de Texcoco estaba llena en toda su capacidad. Debió de ser la reunión más grande de gobernantes (unos amigos, otros neutrales y otros enemigos), convocada hasta entonces en un mismo lugar. Sólo Auítzotl estaba ausente. Naturalmente no quiso exponerse a sí mismo a la desgracia de ser mirado con escarnio y lástima mientras la vergüenza de su propia hija era inexorablemente revelada. En su lugar, mandó al Mujer Serpiente de Tenochtitlan. Sin embargo, entre los otros muchos señores que sí asistieron, estaba el gobernador de Xal-tocan, Garza Roja, el padre de Pactli. Se sentó y sufrió su humillación con la
cabeza
, inclinada durante todo el juicio. Las pocas veces que levantó sus viejos ojos entristecidos y legañosos, fue para fijarlos en mí. Yo creo que él estaba recordando la observación que había hecho hacía ya mucho tiempo, cuando comentó acerca de mis ambiciones juveniles: «Cualquiera que sea la ocupación a la que te dediques, joven, la harás muy bien».
Las interrogaciones hechas a todas las personas que se vieron involucradas fueron lentas, detalladas, tediosas y muy seguido repetidas. Solamente recuerdo las preguntas y respuestas más pertinentes, para contarlas a Su Ilustrísima. Las dos personas acusadas principalmente eran, por supuesto, Muñeca de Jade y el Señor Alegría. El fue el primero en ser llamado y llegó pálido y tembloroso a prestar juramento. Entre las muchas otras preguntas hechas por los interrogadores estaban éstas:
«Usted fue visto por los guardias del palacio, Pactzin, en los terrenos del ala del palacio destinada a la muy real señora Chalchiunénetzin. Es una ofensa capital que cualquier hombre no autorizado entre con cualquier razón o bajo cualquier pretexto, en los terrenos reservados a las señoras de la Corte. ¿Sabía usted esto?».
Él tragó saliva fuertemente y dijo con voz débil: «Sí», y selló su sentencia. Muñeca de Jade fue la siguiente y entre las numerosas preguntas que le hicieron, una de sus respuestas produjo conmoción en la audiencia. El juez Tepítztic dijo: «Usted ha admitido, mi señora, que fueron los trabajadores de su cocina privada los que mataron y prepararon los esqueletos de sus amantes, para hacer la base de sus estatuas. Nosotros pensamos que ni el más degradado de los esclavos habría hecho ese trabajo, a menos que estuviera bajo un maltrato excesivo. ¿Cuál fue la persuasión que usted utilizó?».
En su dulce voz de niñita, ella dijo: «Mucho tiempo antes, puse mis propios guardias en la cocina para ver que los trabajadores no tomaran nada de comida, ni siquiera probaran la que cocinaban para mí. Los tuve muñéndose de hambre hasta que estuvieron dispuestos… en hacer cualquier cosa que yo les ordenara. Una vez que ellos cumplieron mis órdenes por primera vez y después de alimentarlos muy bien otra vez, ya no necesitaron de más persuasión o de ser tratados de otra manera o vigilados por los guardias…».
El resto de sus palabras se perdió por la conmoción general. Mi pequeño esclavo Cózcatl estaba vomitando y tuvo que ser sacado de la sala por un rato. Yo sabía lo que él sentía y mi estómago también se revolvió ligeramente, pues nuestros alimentos habían venido de esa misma cocina.
Como cómplice principal de Muñeca de Jade, fui llamado en seguida. Narré todas mis actividades a su servicio sin omitir nada. Cuando llegué a la parte correspondiente a Algo Delicado, fui interrumpido por un alboroto que venía de la sala. El viudo demente de Nemalhuili tuvo que ser detenido por los guardias para que no se precipitara sobre mí y me ahorcara, y fue sacado de la sala gritando y echando espuma por la boca. Cuando llegué al final de mi narración, el Señor Hueso Fuerte me miró abiertamente con desprecio y dijo:
«Al menos una confesión franca. ¿Tiene algo que decir en su defensa o para mitigar su sentencia?».
Dije: «No, mi señor».
Con lo cual una voz se dejó oír: «Si el escribano Nube Oscura declina defenderse a sí mismo —dijo Nezahualpili—, ¿puedo decir algunas palabras de atenuación, mis señores jueces?».
Los dos examinadores asintieron de mala gana, pues obviamente no deseaban que se me exculpara, pero no les era posible rehusarse a su Uey-Tlatoani.
Nezahualpili dijo: «Durante su asistencia a la señora Chalchiunénetl este joven estuvo actuando, aunque muy tontamente, bajo mis órdenes expresas de servir a la señora sin ninguna pregunta y obedeciendo cada una de sus órdenes. Admito que mis órdenes fueron mal expresadas. También ha quedado demostrado que finalmente Nube Oscura aprovechó la única manera posible de divulgar la verdad acerca de la adúltera y asesina señora. Si él no lo hubiera hecho, mis señores jueces, es muy posible que todavía estuviéramos sufriendo las muertes de muchas otras víctimas».
El juez Tepítztic gruñó: «Nuestro Señor Nezahualpili, sus palabras generosas serán tomadas en consideración en el recuento de nuestras deliberaciones. —Me miró fija y severamente otra vez—. Sólo tengo otra pregunta más para el demandado. ¿Se acostó
usted
, Tlilétic-Mixtli, alguna vez con la señora Muñeca de Jade?».
Yo dije: «No, mi señor».
Era evidente que ellos esperaban cogerme en una mentira aborrecible, porque los examinadores llamaron a mi esclavo Cózcatl y le preguntaron: «¿Sabes si tu amo tuvo alguna vez relaciones sexuales con la señora Chalchiunénetl?».
Él dijo con su vocecita musical: «No, mis señores».
Tepítztic persistió: «Pero él tuvo muchas oportunidades».
Cózcatl dijo inflexiblemente: «No, mis señores. Cuantas veces mi amo estuvo en compañía de la señora por el espacio de tiempo que fuera, yo siempre estuve presente a su servicio. No, ni mi amo ni ningún otro hombre de la Corte se acostó con la señora, excepto uno y eso fue durante la ausencia de mi amo en la fiesta, una noche cuando la señora no pudo encontrar un compañero de fuera».
Los jueces se inclinaron hacia él. «¿Algún hombre del palacio?
¿Quién?
».
Cózcatl dijo: «Yo», y los jueces oscilaron hacia atrás.
«
¿Tú?
—dijo Hueso Fuerte, sin poder creerlo—. ¿Cuántos años tienes, esclavo?».
«Acabo de cumplir los once, mi señor».
«Habla más fuerte, muchacho. ¿Nos estás tratando de decir que tú serviste como compañero sexual de la acusada adúltera? ¿Que tú efectivamente tuviste acoplamiento con ella? ¿Que tú tienes un
tepule capaz
de…?».
«¿Mi
tepule
? —gritó Cózcatl conmocionado, cometiendo la impertinencia de interrumpir al juez—. ¡Mis señores, ese miembro solamente es para hacer las aguas! Yo serví a mi señora con la boca, como ella me dijo que era lo apropiado. Yo nunca tocaría a una señora noble con algo tan sucio como un
tepule
…».
Si él dijo alguna otra cosa, fue ahogado por las carcajadas de los espectadores. Aun los dos jueces hicieron el esfuerzo de mantener sus caras impasibles. Éste fue el único momento jovial de aquel día horrible.
Tlatli fue el último cómplice en ser llamado. Había olvidado mencionar que, en las noches en que los guardias de Nezahualpili invadieron el estudio, Chimali, por alguna razón fortuita, había estado ausente. No había habido motivo para que Nezahualpili o sus ayudantes sospecharan la existencia de un segundo artista. Aparentemente ningún otro de los acusados se tomó la molestia de mencionar a Chimali y así Tlatli había podido pretender que él había estado trabajando solo.
Hueso Fuerte dijo: «Chicuace-Cali Ixtac-Tlatli, usted ha admitido que ciertas estatuas que se han presentado como evidencia, fueron hechas por usted».
«Sí, mis señores —dijo él firmemente—. Difícilmente podría negarlo. Ustedes verán en ellas mi firma: el glifo de la cabeza del halcón grabado y abajo la marca sangrienta de mi mano». Sus ojos buscaron los míos, suplicando silencio como diciendo: «Perdona a
mi mujer
», y yo guardé silencio.
Finalmente los dos jueces se retiraron a una habitación privada para sus deliberaciones. Todos los demás que estaban en la sala de justicia dieron gracias de poder salir de esa grande pero mal ventilada habitación, para disfrutar un poco de aire fresco o fumar un
poquíetl
afuera, en los jardines. Nosotros los demandados nos quedamos, cada uno con un guardia armado y alerta parado a nuestro lado y cuidadosamente evitábamos cruzar nuestras miradas. No pasó mucho tiempo antes de que los jueces regresaran y la sala se volviera a llenar. El Mujer Serpiente, Señor Hueso Fuerte hizo el prefacio de rutina anunciando:
«Nosotros, los examinadores, hemos deliberado únicamente sobre las evidencias y testimonios presentados aquí, y hemos llegado a nuestras decisiones sin ninguna malicia o favor, sin la intervención de ninguna otra persona, con la asistencia solamente de Tónantzin, la gentil diosa de la ley, la misericordia y la justicia».
Sacó una hoja de papel fino y basándose en ella pronunció primero: «Nosotros encontramos que el escribano acusado, Chicome-Xóchitl Tlilétic-Mixtli, merece la absolución, porque sus acciones, aunque culpables, no fueron mal intencionadas y además están mitigadas por sus otros servicios prestados a la Corte. Sin embargo… —Hueso Fuerte lanzó una mirada al Venerado Orador y después a mí—. Recomendamos que para su absolución sea desterrado de este reino como un forastero que ha abusado de su hospitalidad».