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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (107 page)

Ella se detuvo para respirar y yo, que me sentía bastante avergonzado conmigo mismo, le dije sinceramente: «Yo soy quien debo pedirte disculpas, Beu. Has llegado en el mejor momento posible. Los padres que había tomado prestados para Cocoton, han regresado a sus propios asuntos, así es que la niña sólo me tiene a mí, y debo reconocer tristemente que tengo muy poca experiencia como padre. Cuando te digo que eres bien venida, no te estoy diciendo sólo una formalidad. Como madre sustituía para mi hija, seguro que tú serás la mejor después de Zyanya».

«La mejor, después», repitió ella no demostrando gran entusiasmo por mi cumplido.

«En muchos sentidos —dije—, tú podrás enseñarle a hablar el lenguaje lóochi tan fluido como nuestro náhuatl. Tú puedes hacer que ella sea tan encantadora y cortés como esos niños de la Gente Nube que tanto admiré. De verdad, que solamente tú podrás enseñarle
todas
esas cosas que Zyanya era. Este mundo será mejor cuando haya otra Zyanya».

«Otra Zyanya. Sí».

Yo concluí: «Puedes considerar esta casa, desde ahora y para siempre, como tu hogar y a la niña como tu pupila y los esclavos están a tus órdenes. Daré órdenes en este momento de que tu cuarto sea totalmente vaciado, limpiado y vuelto a amueblar a tu gusto. Cualquier cosa que necesites o desees, no necesitas preguntar, hermana Beu, sólo tienes que decirlo. —Pareció como si ella fuera a decir algo, pero cambió de idea. Yo seguí—: Y en estos momentos… llega Migajita del mercado». La niñita entró a la habitación, radiante en su manto de un amarillo dorado. Ella miró largamente a Beu Ribé y movió su cabeza como si estuviera recordando dónde había visto ese rostro antes. Yo no pude saber si ella se daba cuenta de que lo había visto muy seguido en sus espejos.

«¿No me quieres hablar? —dijo Beu, casi sin voz por la emoción—. He esperado tanto tiempo…».

Cocoton dijo tímidamente y deteniendo el aliento: «¿Tene…?».

«¡Oh, querida!», exclamó Luna que Espera, y las lágrimas asomaron a sus ojos, cuando ella se arrodilló y extendió sus brazos hacia la niñita, que feliz se dejó envolver por ellos.

«¡Muerte! —rugió el alto sacerdote de Huitzilopochtli, desde lo alto de la Gran Pirámide—. Fue la muerte la que dejó caer el manto del Venerado Orador sobre tus hombros. Señor Motecuzoma Xocóyotl y a su debido tiempo la muerte vendrá por ti, y entonces tendrás que dar cuenta a los dioses, por la manera en que llevaste ese manto y ejerciste tu alto oficio».

Él continuó así, en la forma usual en que los sacerdotes menosprecian a sus sufridos oyentes, mientras yo y mis compañeros campeones, los nobles mexica, los dignatarios extranjeros y sus nobles, mientras todos nosotros sufríamos abotagados bajo nuestros yelmos, plumas, pieles, armaduras y otros trajes llenos de color y esplendor. Los varios miles de otros mexica que se apiñaban en El Corazón del Único Mundo, no llevaban más que los engorrosos mantos de algodón por lo que espero que disfrutaran más de la ceremonia de inauguración que nosotros.

El sacerdote dijo: «Motecuzoma Xocóyotzin, desde este día tu corazón debe ser como el de un viejo: solemne, serio y severo. Tienes que saber, mi señor, que el trono de un UeyTlatoani no está acojinado para yacer en él, en el ocio y el placer, sino para yacer en él en sufrimiento, trabajo y preocupación».

Yo dudo que Motecuzoma estuviera sudando como todos nosotros, a pesar de llevar puestos dos mantos, uno negro y otro azul, los dos bordados de calaveras y otros símbolos, para recordarle que aun hasta un Venerado Orador muere algún día. Incluso dudo que Motecuzoma sudara alguna vez. Por supuesto que nunca puse ni un dedo sobre su piel, pero siempre parecía tan frío y seco.

El sacerdote siguió: «Desde este día, mi señor, debes convertirte en un árbol de gran sombra para que la multitud pueda encontrar refugio entre sus ramas y se apoyen en la fuerza de tu tronco».

Aunque la ocasión era solemne y bastante impresionante, lo fue menos que en otras coronaciones anteriores durante mi vida, aunque no fui testigo de ellas, como las de Axayáctl, Tixoc y Auítzotl, ya que Motecuzoma fue nada más confirmado en el oficio en que ya había trabajado por dos años.

Y el sacerdote dijo: «Mi señor, usted debe gobernar y defender a su pueblo y tratarlo con justicia. Usted debe castigar al débil y corregir al desobediente. Usted debe ser diligente en procurar todas las guerras que sean necesarias. Usted debe dar una especial atención a los requerimientos de los dioses, a sus templos y a sus sacerdotes, que no les falten ofrendas y sacrificios. Así los dioses se sentirán contentos y mirarán por usted y por su pueblo, y todos los asuntos de los mexica prosperarán».

Desde donde yo estaba, las banderas de plumas, que suavemente se movían, se alineaban a lo largo de la escalera de la Gran Pirámide y parecían convergir hacia las alturas, como una flecha apuntando las figuras distantes y pequeñas de nuestro nuevo Venerado Orador y del viejo sacerdote que en ese momento ponía sobre su cabeza la corona de piel enjoyada. Al fin se calló el sacerdote y Motecuzoma habló:

«Grande y respetuoso sacerdote, tus palabras pudieron haber sido dichas por el mismo y poderoso Huitzilopochtli. Tus palabras me han dado mucho en qué reflexionar. Y rezo para poder llegar a efectuar el sabio consejo que me has dado. Gracias por tu fervor y aprecio el amor con que has hablado. Si he de llegar a ser el hombre que mi pueblo desea que sea, debo recordar siempre tus palabras sabias, tus advertencias, tus amonestaciones…».

Listos hasta para destrozar las mismas nubes del cielo cuando Motecuzoma terminara su discurso de aceptación, las hileras de sacerdotes tenían ya en sus manos las conchas trompetas, los músicos levantaban sus baquetas y tenían listas sus flautas. Y Motecuzoma siguió: «Estoy muy orgulloso de volver a poner en el trono el nombre estimado de mi venerado abuelo. Estoy orgulloso de llamarme Motecuzoma El Joven. Y en honor de la nación que voy a guiar, una nación todavía más poderosa que en los tiempos de mi abuelo, mi primer decreto en este cargo que ya ocupo, es no volver a llamar a los Venerados Oradores de los mexica por ese título, sino por otro todavía más adecuado. —Él se volvió para dar la cara a la multitud que llenaba la plaza y levantando su bastón de oro, gritó—: Desde estos momentos, mi pueblo, serás gobernado, defendido y guiado hasta alcanzar las más grandes alturas por Motecuzoma Xocóyotzin, ¡Cem-Anáhuac Uey-Tlatoani!».

Si a todos los que estábamos en la plaza nos hubieran arrullado hasta dormir, con todos esos discursos que tuvimos que aguantar por medio día, tendríamos que haber despertado con ese grito resonante que pareció hacer que toda la isla trepitara. Y en ese mismo instante se dejó oír el sonido producido por las flautas, los trinos, los broncos bramidos de las conchas y el increíble retumbar de unos veinte tambores que arrancan el corazón, todos a un mismo tiempo. Pero creo que los músicos, también podrían haber estado dormidos y que sus instrumentos hubieran permanecido mudos, si no hubiera sido por el impacto que las últimas palabras de Motecuzoma produjeron en todos nosotros.

Entre nosotros los campeones Águila, nos intercambiamos miradas y pude ver cómo los numerosos gobernantes extranjeros se intercambiaban gestos de desagrado. Aun la gente del pueblo se mostraba sorprendida por el anuncio del nuevo señor, y nadie estaba muy complacido ante esa audacia. Cada uno de los gobernantes anteriores, en toda la historia de nuestra nación, se habían sentido satisfechos con ser llamados solamente Uey-Tlatoani de los mexica. Pero Motecuzoma acababa de extender su dominio hasta los horizontes más lejanos, en todas direcciones.

Se acababa de conferir un nuevo título: Venerado Orador de todo el Único Mundo.

Cuando arrastrando los pies llegué a mi casa esa noche, otra vez estaba ansioso por quitarme todo el plumaje que llevaba, y meterme en una nube de limpio vapor, así es que hice un simple saludo a mi hija, en lugar de cargarla y aventarla hacia arriba de mi cabeza para luego abrazarla, como acostumbraba a hacer. Estaba sentada en el piso, sin ropa y arqueaba el cuerpo hacia atrás, mientras sostenía un
tézcatl
, espejo, tras su cabeza, tratando de mirarse su espalda desnuda y estaba demasiado absorta en eso, como para tomar en cuenta mi llegada. Encontré a Beu en la habitación de al lado y le pregunté qué estaba haciendo Coco ton.

«Está en la edad de hacer preguntas».

«¿Acerca de espejos?».

«Acerca de su propio cuerpo —dijo Beu y añadió con desprecio—. Su Tene Cosquillosa le contó un sinnúmero de ignorantes conjeturas. ¿Sabes que una vez Cocoton le preguntó que por qué a ella no le colgaba nada enfrente, como lo que tenía su compañerito de juegos? ¿Y sabes lo que le dijo Cosquillosa? Que si Cocoton era buena en este mundo, ella sería recompensada en la otra vida, al reencarnarse siendo un niño».

Como estaba muy cansado y malhumorado, y no muy contento con la carga de mi propio cuerpo, sólo murmuré: «Nunca sabré por qué las mujeres pueden pensar en que sea una
recompensa
el nacer hombre».

«Es exactamente lo que le dije a Cocoton —dijo Beu con afectación—. Que una mujer es muy superior. También está más bien hecha, no teniendo una excrecencia como ese colgajo de enfrente».

«¿Y está tratando de ver si en su lugar no le crece una cola por detrás?», pregunté, indicando a la niña que trataba de verse la parte baja de su espalda, con el espejo.

«No. Es sólo que se dio cuenta de que cada uno de sus compañeros de juego tiene la
tlacihuitztli, y
me preguntó si ella también tenía una, pues no se había dado cuenta. Así es que está tratando de examinarla».

Quizás ustedes, reverendos frailes, como todos los españoles que han llegado recientemente, no estén familiarizados con la
tlacihuitztli
, marca, pues tengo entendido que los niños blancos no la tienen. Y si es que aparece en los cuerpos de sus negros, supongo que no se notará. Pero todos nuestros infantes nacen con ella: una mancha oscura como si fuera un moretón en la parte baja de la espalda. Puede ser tan grande como un platito o tan pequeña como una uña y no puede tener ninguna función, aunque gradualmente disminuye hasta borrarse pues a los diez años más o menos, desaparece totalmente.

«Le dije a Cocoton —continuó Beu— que cuando la
tlacihuitztli
desapareciera, ella sería una pequeña señora».

«¿Una señora a los diez años de edad? No le des unas ideas tan caprichosas».

Beu dijo con altivez: «¿Como algunas ideas tontas que tú le das, Zaa?».

«¿Yo? —exclamé perplejo—. Yo siempre he contestado a sus preguntas de la manera más honesta que he podido».

«Cocoton me dijo que un día que la llevaste a pasear al nuevo parque de Chapultépec, ella te preguntó por qué el pasto era verde y que tú le respondiste que para que ella no caminara en el cielo por error».

«Oh —dije—. Bueno, fue la respuesta más honesta que pude encontrar. ¿Sabes alguna otra mejor?».

«El pasto es verde —dijo Beu autoritariamente— porque los dioses han decidido que sea así».

Yo dije: «
Ayya
, eso nunca se me hubiera ocurrido. Tienes razón. —Asentí con la cabeza—. No hay duda de eso. —Ella sonrió complacida de su sabiduría y de sus conocimientos—. Pero dime, ¿por qué los dioses escogieron el
verde
en lugar del rojo, o el amarillo o algún otro color?».

Ah, Su Ilustrísima llega a tiempo para esclarecerme algo. En el tercer día de la Creación, ¿no es así? Según usted ha recitado las palabras de nuestro Señor Dios. «A cada cosa que se arrastra por la tierra. Yo le he dado cada una de las hierbas verdes». Uno difícilmente podría diferir de eso. Que la hierba es verde es evidente hasta para uno que no es Cristiano y por supuesto nosotros los Cristianos sabemos que nuestro Señor Dios la hizo así. Yo simplemente me pregunto, todavía, después de todos los años que han pasado desde que mi hija lo inquirió, ¿por qué nuestro Señor Dios la hizo
verde
en lugar de…?

¿Motecuzoma? ¿Que cómo era?

Ah, ya entiendo. A Su Ilustrísima le interesa oír cosas más importantes: usted se impacienta, con mucha razón, al escuchar trivialidades como el color de la hierba, y esas pequeñas y queridas cosas, que a través de los años recuerdo de mi pequeña familia. No obstante, el gran Señor Motecuzoma, en cualquier lugar que yazca olvidado ahora, no es más que una tiznada materia descompuesta enterrada, y quizás solamente discernible por la hierba que crece, brillantemente verde, en el lugar en que él yace. Para mí, parece que el Señor Dios tomó más cuidado en mantener Su hierba verde, que lo que Él se preocupa por mantener verde el recuerdo de los grandes nobles.

Sí, sí, Su Ilustrísima. Cesaré ya en mis vanas reflexiones. Echaré mi mente hacia atrás para satisfacer su curiosidad acerca de la naturaleza del hombre, Motecuzoma Xocóyotzin. Y ese hombre era solamente eso, un simple hombre. Como ya lo he dicho, él era aproximadamente un año más joven que yo, lo que quiere decir que cuando él tomó el trono de los mexica, o de todo el Único Mundo, como lo haría, tenía treinta y cinco años. Tenía el promedio de estatura de los mexica, pero su cuerpo era tan delgado y su cabeza tan chica, que esta desproporción le hacía parecer mucho más chaparro de lo que en realidad era. Su complexión era fina, de un color de cobre pálido, sus ojos tenían un brillo frío y hubiera podido ser guapo, si no hubiera sido por su nariz que era demasiado chata, pues sus aletas se extendían muy abiertas.

En la ceremonia de coronación, cuando Motecuzoma se quitó los mantos negro y azul, que significaban humildad, estaba envuelto en unas vestiduras que sobrepasaban toda riqueza, que allí mismo quedó establecido la clase de gusto con que se favorecería a partir de entonces. En cada una de sus apariciones en público, cada uno de sus trajes era diferente de los otros en diseño y en cada detalle, pero su suntuosidad era siempre más o menos como la que voy a describir:

Usaba, ya sea un
máxtlatl
de suave piel roja o de algodón ricamente bordado, cuyos extremos le colgaban hasta las rodillas, adelante y atrás. Ese taparrabo tan amplio, sospecho que lo había adoptado para prevenir que alguna postura accidental pusiera al descubierto la malformación de sus genitales, y trataba de evitarlo. Sus sandalias eran doradas y algunas veces, si solo aparecía delante del pueblo y no tenía que caminar mucho, las suelas eran de oro sólido. Utilizaba toda clase de adornos^ como una cadena de oro con medallón, sobre el pecho, que lo cubría casi totalmente; un pendiente para su labio inferior, hecho de cristal que envolvía una pluma del pájaro pescador; orejeras de jade y turquesa en la nariz. Su cabeza estaba coronada por una diadema de oro, de donde partía un penacho de largas plumas o uno maravilloso con plumas del
quétzotl tótotl
y cada una de ellas era del largo de un brazo. Sin embargo, lo que más sobresalía de su vestimenta era su manto, que siempre era del mismo largo, de los hombros a los tobillos, y siempre hecho con las más bellas plumas de los pájaros más raros y más preciosos, primorosamente trabajadas. Tenía mantos hechos con todas las plumas escarlatas, con todas las plumas amarillas, todas en azul o en verde, o algunos de plumas combinadas en diversos colores. Pero el que recuerdo más y el más bello, era un manto voluminoso hecho con miles de plumas multicolores, iridiscentes y centelleantes, de colibríes. Si le recuerdo a usted que la pluma de un colibrí, es un poco más grande que las cejas afelpadas y pequeñas de un insecto grande, Su Ilustrísima, es para que usted pueda apreciar el talento, el trabajo y el ingenio de los artesanos en plumas, para hacer ese manto y el inestimable valor de esa verdadera obra de arte.

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