Dije: «No te lo hubiera propuesto si no te considerara algo más que un saco de huesos y viento».
«Bueno, los dioses lo saben, no quiero volver a tomar parte en alguna otra ridícula campaña como aquella de Texcala. Y mi única alternativa es,
¡ayya!
es enseñar otra vez en la Casa del Desarrollo de la Fuerza. Pero,
¡ayyo!
, volver a ver esas tierras lejanas otra vez… —Miró hacia el horizonte, hacia el sur—. ¡Por los huevos de granito del Gran Huitzi, sí! Te doy las gracias por tu ofrecimiento y lo acepto con gusto, joven Perdido en Nie… er… ¿patrón?».
«Socio —dije—. Tú, yo y Cózcatl vamos a compartir por partes iguales cualquier cosa que traigamos de vuelta. Y espero que me llames Mixtli».
«Entonces, Mixtli, permíteme hacer la primera tarea para prepararnos. Déjame ir a Azcapotzalco para comprar allí esclavos. Yo tengo una mano vieja para juzgar la carne del hombre y conozco a esos tratantes que hacen algunas trampas astutas. Por ejemplo, cebando con una mezcla de cera de abejas disolviéndola sobre la piel de un pecho flaco».
Exclamé: «¿Pero con qué objeto?».
«La cera da endurecimiento y abulta los músculos pectorales de un hombre como los de un
tocotini
volador, o da a una mujer unos pechos como los de aquellas legendarias y diversas perlas que habitan en La Isla de las Mujeres. Claro que si vas en un día caluroso, las tetas de las mujeres caerán hasta sus rodillas. Oh, no te preocupes; no compraré ninguna esclava. A menos de que las cosas en el sur hayan cambiado drásticamente, no nos harán falta voluntarias como cocineras, lavanderas y también quien nos caliente la cama».
Así es que Glotón de Sangre tomó mis plumas de oro fundido y fue al mercado de esclavos de Azcapotzalco, en la tierra firme, y después de cuatro días de elegir y cerrar tratos volvió con doce hombres fuertes y magros. Ninguno de ellos pertenecía a la misma tribu ni tampoco habían sido de un mismo vendedor; ésa era una precaución que Glotón de Sangre había tomado, con el fin de que ninguno de ellos fueran amigos o
cuilontin
, amantes, quienes pudieran conspirar un amotinamiento o una huida. Cada uno de ellos llegó con su nombre, pero nosotros no nos tomamos la molestia de memorizarlos y simplemente los llamábamos como Ce, Ome, Yeyi y así; esto es: número Uno, Dos, Tres, hasta el Doce. Durante esos días de preparativos, el físico de palacio había permitido a Cózcatl dejar la cama cada vez por un período más largo y finalmente le quitó las puntadas y los vendajes, recetándole ejercicios para su total restablecimiento. Pronto el muchacho estuvo tan saludable y contento como antes, y lo único que le recordaba la herida que había sufrido era que ahora para orinar, se tenía que poner en cuclillas como las mujeres para no mojarse. Mientras tanto yo ya había hecho el cambio en la Casa de los Pochteca, dando mis mercancías de alta calidad y recibiendo a cambio cerca de dieciséis veces su valor en mercancías más sencillas. Después necesité seleccionar y comprar el equipo y las provisiones para nuestra expedición y los tres ancianos que me habían examinado estuvieron muy gustosos de ayudarme en eso también. Sospecho que gozaron siendo delegados para esa tarea o reviviendo viejos tiempos, discutiendo sobre cuál sería la fibra más fuerte y comparando la de maguey con la de yute para
mayácatl
, debatiendo las respectivas ventajas de llevar el agua en bolsas de piel de venado (en las que no se pierde ni una gota) o llevarla en jarras de barro (en las que se evapora algo de agua, pero ésta se conserva mucho más fresca), instruyéndome con mapas rudos e imprecisos que me dieron e impartiéndome toda clase de consejos adquiridos en sus años de experiencia.
«La única comida que se transporta a sí misma son los
techichi
, perros. Lleva un gran hato de ellos contigo, Mixtli. Ellos mismos buscarán su comida y agua, y son demasiados tímidos para volverse salvajes. Naturalmente la carne de perro no es de lo más sabrosa, pero tú estarás muy contento de tenerlos a mano cuando escasee la caza de animales salvajes».
«Cuando caces un animal salvaje, Mixtli, no necesitas cargar y guardar la carne hasta que pierda su suavidad y su buen sabor. Envuélvela en hojas de árbol de papaya y te durará suave y sabrosa por más de una noche».
«Si necesitas papel para llevar tus cuentas, arranca hojas de cualquier parra. Escribe en ellas con cualquier ramita afilada y las líneas blancas que quedarán en las hojas verdes, durarán tanto como en papel pintado».
«Ten cuidado con las mujeres en aquellas tierras en donde los ejércitos mexica han sido invasores. Algunas han sido tan maltratadas por nuestros guerreros y guardan tanto rencor, que después, ellas han dejado que sus partes íntimas sean infectadas, deliberadamente, por la terrible enfermedad
nanaua
. Cualquiera de ellas se acostará con cualquier viajero mexica para vengarse, y así éste finalmente llegará a sufrir la podredumbre de su
tepule y
de su cerebro».
Muy temprano en la mañana del día Uno-Serpiente, dejamos Tenochtitlan Cózcatl, Glotón de Sangre, yo y nuestros doce esclavos cargados bajo el peso de sus fardos y el hato de perros gordos que retozaban cerca de nuestros pies. Nos encaminamos a lo largo de la avenida que nos llevaría hacia el sur a través del lago. A nuestra derecha, al oeste, en el lugar más cercano a la tierra firme, se levantaba el monte de Chapultépec. En la superficie de sus rocas, el primer Motecuzoma hizo tallar su retrato en un tamaño gigantesco y cada uno de los Uey-Tlatoani que le sucedieron siguió su ejemplo. De acuerdo con eso, el inmenso retrato de Auítzotl estaba casi terminado; sin embargo, nosotros no nos pudimos dar cuenta de ninguno de los detalles de los rasgos de la escultura, porque el monte no estaba todavía iluminado por la luz del día. Era nuestro mes
panquetzaliztli
, que vendría a ser a mediados de su noviembre, cuando el sol se levanta tarde y hacia el sureste, exactamente detrás del pico del Popocatépetl.
Cuando empezamos a caminar sobre el camino-puente, no había nada que verse en esa dirección a excepción de la neblina usual, coloreada por la luz opalina del inminente amanecer. Pero muy despacio la neblina fue disminuyendo y gradualmente la simétrica y maciza forma del volcán llegó a ser discernible, como si él se estuviera moviendo de su eterno lugar y viniendo a nuestro encuentro. Cuando el velo de la niebla se disipó totalmente, la montaña era visible en toda su magnitud. Su cono cubierto de nieve irradiaba detrás de él en un halo glorioso de sol. Entonces, pareciendo como si saliera del mismo cráter, Tonatíu se levantó y el día llegó; el lago resplandecía, todas las tierras alrededor se veían bañadas de una pálida luz dorada y de pálidas sombras purpúreas. Al mismo instante, el incienso hirviente del volcán exhaló una voluta de humo azul que se levantó y tomó la forma de un gigantesco hongo. Eso tenía que ser un buen augurio para nuestra jornada: el sol llameando sobre la cresta nevada del Popocatépetl y haciéndola brillar como ónix blanco incrustado con todas las joyas del mundo, mientras la montaña a su vez nos saludaba con un humo que se elevaba perezosamente, diciendo:
«Ustedes parten, gente mía, pero yo quedo, como siempre me he quedado y siempre me quedaré, como un faro para guiarlos de regreso sanos y salvos».
I H S
S. C. C. M.
Santificada, Cesárea, Católica Majestad,
el Emperador Don Carlos, nuestro Señor Rey:
Real e Imperial Majestad, nuestro Muy Reverendo Gobernante, desde esta ciudad de México capital de la Nueva España, en el segundo día después del Domingo de Rogaciones, en el año de. Nuestro Señor mil quinientos treinta, os saludo.
De acuerdo con la petición de Vuestra Estimada Majestad en su reciente carta, nos, debemos confesar que somos incapaces de señalar a Vuestra Majestad el número exacto de indios prisioneros sacrificados por los aztecas en esa ocasión, hace ya más de cuarenta años, de la dedicación a su Gran Pirámide. Hace mucho tiempo que la Gran Pirámide desapareció, así es que no queda ninguna anotación sobre la cantidad de víctimas en ese día, si es que alguna vez la hubo.
Aun nuestro cronista azteca, que estuvo presente en aquella ocasión, es incapaz de mencionar un número exacto, sino que nada más llega a la aproximación de «miles», aunque es muy probable que el viejo charlatán exagere con el objeto de hacer parecer ese día (y ese edificio) más importante históricamente. Nuestros precursores, los misioneros franciscanos, han calculado el número de víctimas de ese día entre cuatro mil y
ochenta
mil. Pero esos buenos hermanos deben de haber aumentado excesivamente la cifra, también, quizás inconscientemente influidos por la fuerte repulsión que sentían hacia ese hecho, o quizá para impresionarnos a nosotros, su recién llegado Obispo, con la inherente bestialidad de la población nativa.
No, difícilmente necesitamos utilizar la exageración para tratar de persuadiros que los indios han nacido salvajes y depravados. Ciertamente que podríamos creer eso, ya que contamos con la evidencia diaria del narrador, cuya presencia debemos soportar por las órdenes de Vuestra Muy Magnífica Majestad. A través de estos meses, sus pocas aportaciones que pudieran contener algún valor o interés, han sido hechas a un lado por sus divagaciones viles y venenosas. Adrede nos ha causado náusea, al interrumpir sus relatos de ceremonias solemnes, viajes significativos y sucesos casuales, sólo para detenerse en algún pasaje de algún hecho transitorio lascivo, ya sea de su vida o de la de otro, y describir en la forma más minuciosamente detallada el placer que éste daba, en todas las formas físicas posibles y en una manera muy a menudo repugnante y sucia, incluyendo aquella perversión de la cual San Pablo decía: «No dejéis que eso sea nombrado entre vosotros».
En cuanto a lo que hemos aprendido sobre el carácter del azteca, nos, podríamos realmente creer que los aztecas de buena gana hubieran matado ochenta mil hombres en su Gran Pirámide y en un solo día, excepto que esa matanza fue del todo imposible. Aunque sus sacerdotes-ejecutores hubieran trabajado incesantemente las veinticuatro horas del día, habrían tenido que matar cincuenta y cinco hombres por minuto durante todo ese tiempo, casi un hombre por segundo. Y aun el número menor de víctimas que se estima, es difícil de creer. Teniendo nosotros mismos alguna experiencia en ejecuciones masivas, nos es muy difícil creer que esa gente tan primitiva podría haber dispuesto de miles de cadáveres antes de que empezara la putrefacción y con ello engendrara la peste dentro de la ciudad. Sin embargo, ya sea que la cifra de hombres muertos en aquel día haya sido ochenta mil o solamente diez, cientos o miles, de todas maneras esa cantidad sería execrable para cualquier Cristiano y un horror para cualquier ser civilizado, ya que tantos murieron en nombre de una religión falsa y para la gloria de unos ídolos demoníacos. Por este motivo, a vuestra orden e instigación, Señor, en los diecisiete meses desde nuestra llegada aquí, han sido destruidos quinientos treinta y dos templos de diferentes tamaños; desde estructuras elaboradas en las altas pirámides hasta simples altares erigidos dentro de cuevas naturales.
Han sido destruidos más de veintiún mil ídolos de diferentes tamaños, desde monstruosos monolitos tallados hasta pequeñas figuras caseras hechas de arcilla. Para ninguno de ellos se volverá a hacer un sacrificio humano y nos, continuaremos buscando y destruyendo los que vayan quedando, conforme se vayan expandiendo las fronteras de la Nueva España. Aunque ésta no fuera la función y la orden de nuestro oficio, siempre seguiría siendo nuestro mayor esfuerzo, el buscar hasta encontrar y destruir al Demonio en cualquier disfraz que él asuma aquí. En vista de esto, nos, deseamos llamar la atención de Vuestra Majestad, particularmente en la última parte de la crónica de nuestro azteca, en las páginas anexadas, en donde él dice que ciertos paganos al sur de esta Nueva España, ya han reconocido a una especie de Dios Único Todopoderoso y tienen un símbolo gemelo al de la Santa Cruz, mucho antes de la llegada de cualquiera de los misioneros de nuestra Santa Iglesia. El capellán de Vuestra Majestad se inclina a tomar esa aseveración con cierta duda, francamente por la mala opinión que tenemos del informante.
En España, Señor, en nuestros oficios de Inquisidor Provincial de Navarra y como Guardián de los descreídos y mendigos de la Institución de Reforma de Abrojo, hemos conocido a tantos réprobos incorregibles como para no reconocer a otro más, sin importar el color de su piel. Éste, en los raros momentos en que no está obsesionado por el demonio de la concupiscencia, evidencia las otras faltas y debilidades del común de los mortales, aunque en este caso algunas de ellas más perversas. Nos, lo consideramos con tanta doblez como esos despreciables judíos «marranos» de España quienes se someten al bautismo, que van a nuestras iglesias y que incluso comen carne de cerdo, pero que todavía mantienen y practican en secreto las ceremonias de su prohibido judaísmo.
A pesar de nuestras suspicacias y reservas, nos, debemos de mantener una mente abierta. Así es que si este viejo odioso no está mintiendo caprichosamente o mofándose de nosotros, entonces, esa nación que está hacia el sur y que proclama devoción a un ser más alto y que tiene como sagrado el símbolo cruciforme, debe ser considerada como una anomalía genuina para el interés de los teólogos. Por esta razón, nos, hemos enviado una misión de frailes Dominicos a esa región para que investiguen dicho fenómeno y nos, haremos llegar los resultados a Vuestra Majestad en cuanto los tengamos.
Mientras tanto, Señor, que Nuestro Señor Dios junto con Jesús Su Único Hijo, derrame todo género de bendiciones sobre Vuestra Inefable Majestad, que os dejen prosperar en todas vuestras empresas y que os vean tan benéficamente como vuestro S.C.C.M., leal siervo,
(ecce signum)
ZUMÁRRAGA
Creo que recuerdo todos los incidentes de cada uno de los días de aquella primera expedición, de ida y de vuelta. En las últimas jornadas no llegué a darle importancia a las menores calamidades y aun a algunas mayores, como los pies ampollados y las manos encallecidas, al tiempo enervantemente caliente o dolorosamente frío, o algunas veces a las náuseas provocadas por los alimentos que comí y las aguas que bebí y que también me provocaron retortijones, o a la no poca frecuente necesidad de no poder encontrar ni comida ni agua. Aprendí a insensibilizarme, como un sacerdote drogado en trance, para endurecerme hasta tal grado que no llegara ni siquiera a notar la cantidad de días tristes y caminos en los cuales nada pasaba en lo absoluto; cuando no había nada que hacer más que seguir adelante a través del campo, en donde no había ningún interés de color o variedad. Pero en esa primera jornada, simplemente porque
era
la primera, cada uno de los objetos o cualquier cosa que ocurriera tuvo interés para mí, aun las fatigas e incomodidades usuales y concienzudamente anotaba cada noche, con mis palabras-pintadas, todo lo que acontecía en la expedición. Tengo la esperanza de que esos papeles de corteza doblados fueran útiles y aprovechables al Venerado Orador Auítzotl a quien se los entregué cuando regresamos. Seguramente que encontró porciones de ellos difíciles de descifrar, debido a que sufrieron los embates del tiempo, inmersiones en las corrientes que vadeábamos y siendo muy a menudo ensuciados por mi propio sudor. Puesto que Auítzotl tenía considerablemente más experiencia como viajero que yo en aquel tiempo, probablemente también debió de haber sonreído ante muchas de mis narraciones ingenuamente ensalzadas más de lo ordinario y obviamente elaboradas.