En la mañana número seis de la jornada, nos encontramos en el área en donde las rutas comerciales convergen. En algún momento de aquella misma mañana cruzamos una invisible frontera y entramos en las tierras empobrecidas de los mixteca o los tya nuü, como ellos mismos se llamaban, Hombres de la Tierra. Si bien esa nación no era enemiga de los mexíca, tampoco se inclinaba a proteger a los viajeros
pochteca
ni advertía a su gente de no tomar una ventaja criminal sobre las caravanas mercantiles.
«Estamos en una nación en la que tenemos la posibilidad de encontrarnos con bandidos —previno Glotón de Sangre—. Ellos se ocultan en las cercanías de los caminos esperando emboscar a las caravanas cuando van o regresan hacia Tenochtitlan».
«¿Por qué aquí? —pregunté—. ¿Por qué no más hacia el norte en donde las rutas se juntan y las caravanas son más numerosas?».
«Por esa misma razón. Más atrás, las caravanas muy a menudo viajan en gran compañía y son demasiado grandes para ser atacadas, a menos de que lo sean con un pequeño ejército. En cambio aquí, las caravanas que van hacia el sur se dividen y las que regresan no se encuentran ni se mezclan con las otras. En todo caso, nosotros somos una caza pequeña, pero un grupo de ladrones no nos ignorará».
Así es que Glotón de Sangre se adelantó lejos de nosotros como una vanguardia. Cózcatl me dijo que sólo podía ver al viejo guerrero a la distancia, cuando cruzábamos lugares extremadamente anchos y llanos, libres de arbustos o árboles. Pero nuestro explorador no nos gritó ningún aviso para prevenirnos contra algún peligro y así pasó la mañana, mientras caminábamos detrás de él, casi oculto por el polvo del camino. Con nuestros mantos tratábamos de cubrirnos las narices y la boca a fin de protegernos del polvo, pero éste hacía que nos lloraran los ojos y nuestra respiración fuera difícil. Luego el camino se elevó hacia un montecillo y allí encontramos a Glotón de Sangre esperándonos sentado a la mitad de ese camino, con sus armas diestramente a ambos lados de él, sobre la hierba polvorienta, listas para ser usadas.
«Deteneos aquí —dijo quedamente—. Ellos ya se han dado cuenta por la nube de polvo de que vosotros os estáis acercando, pero todavía no saben cuántos somos. Son ocho tya nuü y no son unos tipos muy delicados que digamos. Están agachados a la derecha del camino por donde éste pasa entre unos árboles y hierba alta. Les daremos once de los nuestros, ya que si fuéramos menos no habríamos podido levantar esa nube de polvo y podrían sospechar algún truco con lo cual sería muy difícil manejarlos».
«¿Manejarlos, cómo? —pregunté—. ¿Y qué quieres decir con darles once de los nuestros?».
Él hizo un movimiento para indicar silencio, fue hacia lo alto de la elevación, se dejó caer en el suelo y reptó para mirar un momento, luego se arrastró hacia atrás otra vez, se levantó y vino a juntarse con nosotros.
«Sólo se pueden ver cuatro, ya —dijo y resopló desdeñosamente—. Un truco muy viejo. Es mediodía, así es que los cuatro pretenderán ser humildes viajeros mixteca descansando a la sombra de los árboles y preparando un bocado para la comida del mediodía. Cortésmente nos invitarán a compartir su comida y cuando todos seamos muy amigos, sentados juntos en su compañía cerca del fuego con nuestras armas yaciendo a un lado, los otros cuatro escondidos en las inmediaciones se acercarán y… ¡
yya ayya
!».
«¿Entonces qué es lo que vamos a hacer?».
«Exactamente eso mismo. Imitar su emboscada, pero desde una distancia mucho mayor. Quiero decir que algunos de nosotros lo haremos. Déjame ver. Cuatro, Diez y Seis, vosotros sois los más grandes y los que utilizáis mejor las armas. Quitaos los bultos y dejadlos aquí. Traed sólo las lanzas y venid conmigo». Glotón de Sangre también dejó sus otras armas en el suelo y solamente tomó su
maquáhuitl
. «Mixtli, tú y Cózcatl y todos los demás id derechos hacia la trampa, como si no hubierais sido prevenidos. Aceptad su invitación, descansad y comed. Solamente no parezcáis
muy
estúpidos y confiados o también sospecharán».
Glotón de Sangre suavemente les dio ciertas instrucciones que no pude oír a los tres esclavos. Luego Diez y él desaparecieron rodeando por un lado el montecillo y Cuatro y Seis por el otro lado. Yo miré a Cózcatl y nos sonreímos para darnos mutua confianza. A los nueve esclavos que quedaban les dije: «Ya lo oísteis. Simplemente haced lo que os ordene y no habléis ni una sola palabra. Vamos».
Caminamos en una sola hilera subiendo y bajando la cuesta hacia el otro lado. Levanté un brazo en señal de saludo cuando vimos a los cuatro hombres. Estaban alimentando con astillas un fuego recién prendido.
«
¡Quáli potin zanenenque!
—nos dijo uno de ellos al aproximarnos—. ¡Bien venidos, compañeros viajeros! —Él habló en náhuatl y sonrió amigablemente—. Dejadme deciros que hemos venido caminando muchas largas-carreras a lo largo de este camino y éste es el único lugar con sombra. ¿Querréis compartirlo con nosotros y quizá también un poco de nuestra humilde comida?». Sostenía por las orejas dos conejos muertos.
«Descansaremos con mucho gusto —le dije haciendo un movimiento para que el resto se acomodara como quisiera—. Pero esos animales tan flacos difícilmente podrán alimentaros a vosotros cuatro. Varios de mis otros cargadores están cazando por los alrededores en este momento. Quizás nos traigan suficiente caza como para hacer una comida suculenta, que vosotros podréis compartir con nosotros».
El que había hablado cambió su sonrisa por una mirada ofendida y dijo reprochándome:
«Nos tomas por bandidos ya que tan pronto hablas del número de tus hombres. Y ésa no es una forma muy amigable de hablar. Nosotros somos los que deberíamos estar preocupados, ya que sólo somos cuatro contra once. Sugiero que todos nosotros pongamos nuestras armas a un lado». Y pretendiendo la más pura inocencia desligó y lanzó lejos la
maquáhuitl
que llevaba. Sus tres compañeros sonrieron e hicieron lo mismo.
Yo también sonreí amigablemente y apoyé mi jabalina contra un árbol, haciendo una señal a mis hombres. Éstos también pusieron ostensiblemente sus armas fuera de su alcance. Me senté cerca del fuego que habían hecho los cuatro mixteca, dos de los cuales estaban en esos momentos acomodando los cuerpos pelados de los conejos a través de ramas verdes y acomodándolos apropiadamente sobre las llamas.
«Dime, amigo —dije al que parecía ser el jefe—. ¿Cómo está el camino desde aquí hasta el sur? ¿Hay algún peligro del que nos podáis prevenir?».
«¡En verdad que sí! —dijo con sus ojos brillantes—. Hay bandidos en las inmediaciones. La gente pobre como nosotros no tiene que temer nada de ellos, pero me atrevería a decir que vosotros lleváis mercancías de mucho valor. Deberías contratarnos para que os protegiéramos».
Dije: «Gracias por la oferta, pero no soy lo suficientemente rico como para pagar una escolta armada. Mis cargadores y yo nos podemos proteger».
«Los cargadores no son buenos como guardias. Y sin guardias es seguro que os robarán. —Dijo eso con toda franqueza exponiendo un hecho, pero luego habló con una voz engañosamente persuasiva—. Tengo otra sugerencia. No arriesguéis vuestras mercancías por el camino, dejadlas con nosotros para su salvaguarda, mientras vosotros viajáis sin ser molestados».
Yo me reí.
«Yo creo, mi joven amigo, que nosotros podemos persuadirte de que esto sería lo mejor para tu propio interés».
«Y yo creo, amigo, que ahora es tiempo de llamar a mis cargadores que andan de cacería».
«Hazlo —se burló él—. O permíteme llamarlos en tu lugar».
Yo le dije: «Gracias».
Por un momento me miró un poco perplejo, pero debió de haber decidido que todavía yo tenía la esperanza de escapar de su trampa con una simple bravata. Dio un fuerte grito y al mismo tiempo él y sus tres compañeros tomaron sus armas. También en ese momento Glotón de Sangre, Cuatro, Seis y Diez aparecieron simultáneamente en el camino, pero todos desde diferentes direcciones. Los tya nuü se quedaron helados por la sorpresa, con sus espadas en alto, como si fueran unas de tantas estatuas de guerreros en acción.
«¡Una buena cacería, amo Mixtli! —tronó Glotón de Sangre—. Y veo que tenemos huéspedes. Bien, traemos para dar y repartir». Dejó caer lo que traía cargando y lo mismo hicieron los esclavos. Cada uno de ellos dejó caer una cabeza humana cortada.
«Venid amigos, estoy seguro de que podréis reconocer una buena comida en cuanto la veáis —dijo Glotón de Sangre jovialmente a los bandidos que quedaban, quienes habían tomado una posición defensiva de espaldas a un árbol grande, aunque nos miraban temblando—. Tirad vuestras armas y no seáis tímidos. Venid y comed hasta hartaros».
Los cuatro hombres miraban nerviosos alrededor. Para entonces nosotros también ya estábamos armados. Brincaron del susto cuando Glotón de Sangre elevó su voz a un rugido:
«
¡Dije que tirarais las espadas!
—Ellos lo hicieron—. ¡
Dije que vinierais
! —Ellos se aproximaron hasta que los restos quedaron a sus pies—. ¡
Dije que comierais
! —Ellos retrocedieron y después de recoger los restos de sus compañeros muertos se dirigieron hacia el fuego—. ¡No, sin
cocinar
! —rugió despiadadamente Glotón de Sangre—. El fuego es para los conejos y los conejos son para nosotros. Dije
¡comed!
».
Así es que los cuatro hombres se pusieron en cuclillas en donde estaban y empezaron a roer miserablemente. En una cabeza no cocinada hay muy poco que masticar, excepto los labios, las mejillas y lengua.
Glotón de Sangre dijo a nuestros esclavos: «Tomad sus
maquáhuime y
destruidlas, después registrad sus bolsillos a ver si llevan algunas cosas de valor que nos puedan servir».
Seis tomó las espadas y cada una a su tiempo las golpeó contra una roca hasta que las orillas de obsidiana quedaron hechas polvo. Diez y Cuatro buscaron entre las pertenencias de los bandidos, incluso dentro de la ropa que llevaban puesta. No había nada excepto las cosas más indispensables para viajar: aperos de ocote y musgo seco para hacer fuego, varitas para limpiarse los dientes y cosas por el estilo.
Glotón de Sangre dijo: «Esos conejos parecen estar ya listos. Empieza a trincharlos, Cózcatl. —Se volvió hacia los tya nuü que roían—. ¡
Y vosotros
! Es descortés dejarnos comer solos. Así es que seguid comiendo todo el tiempo en que nosotros lo hacemos».
Los cuatro desdichados ya habían vomitado varias veces mientras comían, pero hicieron lo que se les mandó, tirando con sus dientes los restos cartilaginosos de lo que habían sido orejas y narices. Ese espectáculo era suficientemente repugnante como para que Cózcatl y yo perdiéramos el apetito que pudiésemos haber sentido, pero el viejo y duro guerrero y nuestros doce esclavos cayeron sobre los conejos comiéndolos con avidez.
Finalmente, Glotón de Sangre vino a donde estábamos sentados Cózcatl y yo dando la espalda a los que comían, y limpiándose con su mano callosa la boca grasienta, dijo:
«Podemos tomarlos como esclavos, pero alguien tendrá siempre que estarlos vigilando contra cualquier alevosía que nos puedan hacer. En mi opinión, no vale la pena».
Yo le dije: «Por lo que más quieras, mátalos. Se ven muy cerca de morir en estos momentos».
«No —dijo pensativamente Glotón de Sangre, chupándose un diente—. Yo sugiero que los dejemos ir. Los bandidos no emplean corredores-veloces o llamadores-a-lo-lejos, pero tienen sus sistemas para intercambiar información acerca de las tropas que se deben evitar y de los viajeros que están listos para ser robados. Si estos cuatro quedan libres para ir a esparcir su historia en todas partes, otra banda de ladrones se lo pensará al menos dos veces antes de atacarnos».
«Vaya que si se lo pensarán», dije al hombre que no hacía mucho tiempo se había descrito a sí mismo como un saco de huesos y viento.
Así es que recuperamos los bultos de Cuatro, Seis y Diez y las armas esparcidas de Glotón de Sangre y continuamos nuestro camino. Los tya nuü no se escaparon inmediatamente poniendo más distancia entre nosotros, sino que enfermos y exhaustos se quedaron simplemente sentados en donde nosotros los dejamos, demasiado débiles hasta para tirar lejos de sí las ensangrentadas y peludas calaveras cubiertas de moscas que todavía sostenían sobre sus rodillas.
Ese día, a la caída del sol, nos encontramos en medio de un valle verde, placentero y totalmente inhabitado. Ahí no se veía ni una aldea o posada, ni siquiera un refugio hecho por la mano del hombre.
Glotón de Sangre nos hizo seguir andando hasta que llegamos a un riachuelo de agua fresca y allí nos enseñó cómo acampar. Por primera vez en toda la jornada, usamos nuestros aperos y yesca para encender fuego y en él cocinamos nuestra comida de la noche o por lo menos lo hicieron los esclavos Diez y Tres. Luego sacamos de nuestros bultos las cobijas para hacer nuestras camas sobre el terreno. Todos estábamos conscientes de que allí no había muros alrededor del campamento y ningún tejado sobre él; que no éramos ningún ejército numeroso para protegernos, mutuamente, que allí sólo estaba la noche y sus criaturas, todas ellas alrededor de nosotros, y que esa noche el dios Viento de la Noche soplaba fríamente. Después de haber comido, me paré a la orilla del círculo de luz que daba nuestro fuego y miré hacia la oscuridad; ésta era tan profunda que aun si yo hubiera podido ver, no habría visto nada. No había luna y sí alguna estrella, aunque eran imperceptibles para mí. No era como mi única campaña militar, en la que los sucesos nos habían llevado a mí y a otros a tierras extranjeras. A ese sitio yo había ido por mi propia voluntad y allí sentí que estaba vagando sin saber el camino, sin consecuencia, y que de mi parte era más temerario que intrépido. Durante mis noches en el ejército, siempre había habido un tumulto de voces, ruidos y conmoción, el movimiento de una multitud alrededor, En esos momentos, teniendo detrás de mí la luz de un simple fuego de campamento, solamente escuchaba la palabra ocasional y el sumiso sonido que los esclavos hacían lavando los utensilios, alimentando el fuego y quitándoles el polvo a nuestros petates de dormir; el ruido provocado por los perros que se peleaban por los desperdicios de nuestra comida.
Delante de mí, en la oscuridad, no había traza de actividad ni de seres humanos. Yo podría haber mirado tan lejos como la orilla del mundo y no ver ningún otro ser humano o alguna evidencia de que alguno hubiese estado allí. Y lejos en la noche, delante de mí, el viento trajo a mis oídos solamente un sonido, quizás el más solitario que uno pueda oír, la audible y única ululación que se puede percibir desde muy lejos, el gemido del coyote que parece lamentar la pérdida de algo muerto o perdido.