Sin embargo, aquellas tierras extranjeras y sus gentes ya han empezado a cambiar, incluso hace mucho tiempo, cuando las incursiones de los
pochteca
y otros exploradores llevaron a ellos artículos, trajes, ideas y palabras que ellos jamás habían conocido antes. Hoy en día, con sus soldados españoles, sus colonos, sus misioneros destruyendo todo por todas partes, no dudo que esas regiones y sus culturas hayan cambiado tanto que ni ellos mismos podrían reconocerse. Así, me sentía muy feliz al pensar que esas cosas ya poco duraderas que yo verifiqué en mi vida pasada, las he dejado registradas para los futuros estudiosos; de cómo eran esas otras tierras, y cómo era su gente en los años en que ellos todavía eran completamente desconocidos para el resto del mundo.
Si al contarles esta primera jornada, mis señores, encuentran algunas de las descripciones o paisajes, personas o sucesos fastidiosamente insubstanciales y con vagos detalles, ustedes pueden achacarlo a mi limitada vista. Si por otro lado, vívidamente les describo algunas otras cosas que pueden suponer que yo no podría haber visto, entonces se darán cuenta de que estoy dando detalles que recolecté en viajes posteriores a lo largo de esa misma ruta, cuando tuve la oportunidad y facilidad de ver más de cerca y más claramente.
En una larga jornada, siguiendo caminos difíciles y fáciles, una hilera de hombres cargados podían hacer por término medio cerca de cinco largas carreras entre el amanecer y el oscurecer. Nosotros cubrimos sólo la mitad de esa distancia en nuestro primer día de marcha, simplemente cruzando el largo camino hacia Coyohuacan, hacia el sur de la tierra firme y deteniéndonos allí para pasar la noche antes de que el sol se ocultara, ya que al día siguiente la caminata no sería fácil. Como ustedes saben, esa parte del lago yace en una cuenca cóncava; para poder salir de allí hacia cualquier dirección, se tiene que escalar y bajar sobre sus laderas. Y las montañas hacia el sur, más allá de Coyohuacan, son las más escabrosas de todas las que circundan esa cuenca.
Hace algunos años, cuando los primeros soldados españoles llegaron a esta nación y yo había logrado por primera vez entender y hablar un poco de su lenguaje, uno de ellos, viendo una fila de
tamémine
fatigados bajo el peso de su carga sostenida en sus espaldas por las bandas colocadas alrededor de sus frentes, me preguntó: «¿Por qué, en nombre de Dios, vosotros, estúpidos brutos, no habéis pensado nunca en inventar una rueda?».
Entonces yo no estaba muy familiarizado con el «nombre de Dios», pero sabía perfectamente lo que era una rueda. Cuando era un niñito tuve un armadillo de juguete hecho de barro, del que tiraba con un cordón. Puesto que las piernas del armadillo no se podían hacer de tal manera que éste pudiera caminar, el juguete estaba montado sobre cuatro ruedecitas de madera para que pudiera moverse. Le dije eso al español y él me preguntó:
«¿Entonces, por todos los diablos, ninguno de vosotros utiliza ruedas para transportar, como las de nuestros cañones y arcones?».
Yo pensé que ésta era una pregunta bastante tonta y se lo dije, y recibí un golpe en mi cara por insolente.
Sí conocíamos la utilidad de las ruedas, ya que habíamos movido cosas extremadamente pesadas como la Piedra del Sol, rodándolas sobre troncos puestos debajo y encima de ellas, pero aun en nuestros pocos caminos bien aplanados o en nuestros pocos caminos mejor pavimentados, esa clase de ruedas hubieran sido inútiles para el trabajo de los lanchones. Tampoco había en estas tierras ninguna clase de animales como sus caballos, muías, bueyes y burros que pudieran tirar de los vehículos con ruedas. Nuestras únicas bestias de carga éramos nosotros mismos y un
tamemi
bien musculoso podía cargar cerca de la mitad de su propio peso por una distancia larga sin fatigarse. Si él hubiera puesto su carga sobre ruedas, para empujarla, simplemente hubiera agregado un peso extra a su carga con las ruedas y éstas hubieran venido a ser un gran estorbo en terreno abrupto.
Ahora, por supuesto, sus españoles han hecho muchos más caminos y sus animales hacen el trabajo mientras los conductores de yuntas cabalgan o caminan sin ninguna carga, siendo muy fácil para ellos. Yo les concedo que una procesión de veinte vagones pesados tirados por cuarenta caballos vale la pena de verse. Nuestro pequeño grupo de tres mercaderes y doce esclavos, seguramente que no se vería tan impresionante, pero nosotros transportábamos todas nuestras mercancías y la mayoría de las provisiones que necesitábamos para la jornada, sobre nuestras propias espaldas y piernas al menos con dos ventajas: no teníamos que cuidar y alimentar a un hato de animales voraces y nuestro medio de transporte
nos
hacía más fuertes cada día.
En verdad, la dura guía de Glotón de Sangre nos hizo a todos endurecernos más de lo necesario para nuestras diligencias. Aun antes de dejar Tenochtitlan y cada noche cuando hacíamos un alto a lo largo del camino, él guiaba a los esclavos, a Cózcatl y a mí cuando no estábamos ocupados en otras cosas, a practicar con las jabalinas y las hondas, que todos llevábamos. Él mismo portaba un formidable arsenal personal de hondas, lanza larga, jabalina y tira dardos; una larga
maquáhuitl
y un cuchillo corto, un arco y una aljaba llena de flechas. No fue difícil para Glotón de Sangre convencer a los esclavos de que serían mejor tratados por nosotros que por cualquier bandido que quisiera «liberarlos» y que por esa buena razón debían ayudarnos a repeler a los que pudieran atacarnos, y les enseñó cómo.
Después de haber pasado la noche en Coyohuacan, nos volvimos a poner en marcha muy temprano a la mañana siguiente, porque Glotón de Sangre había dicho: «Debemos cruzar las tierras malas de Cuicuilco antes de que el sol esté en lo alto». Ese nombre significa El Lugar Del Dulce Cantar y quizás fuera así ese lugar en algún tiempo, pero ya no lo era. Ahora es un estéril lugar de roca gris-negra, de olas que se agitan en su lecho pedregoso y se hinchan sobre la porosa roca marcada. Por su apariencia pudo haber sido una espumosa cascada que se volvió dura y negra por la maldición de un hechicero. En la actualidad es un torrente seco de lava del volcán Xitli, que ha estado muerto por tantas gavillas de años que sólo los dioses saben cuándo hizo erupción y borró El Lugar Del Dulce Cantar. Se ve que obviamente fue una ciudad de algún tamaño, pero nadie sabe qué gente la construyó y vivió allí. El único edificio visible que queda es una pirámide la mitad de la cual está enterrada bajo la profunda orilla de la lava lisa. No está hecha sobre un cuadrado como esas que nosotros los mexica y otras naciones han construido (en franca imitación de las de los tolteca). La pirámide de Cuicuilco, o lo que se alcanza a ver de ella, es una pila cónica circundada por terrazas. La expuesta superficie negra, cualquier que haya sido su dulzura y su canción alguna vez, no es ahora un lugar como para pasar mucho tiempo durante el día, ya que sus rocas porosas de lava succionan el calor del sol y exhalan dos o tres veces más ese calor. Incluso en el frío tempranero de aquella mañana, hace ya mucho tiempo, esa tierra hacia el occidente no era un lugar placentero para ser atravesado. Nada, ni siquiera hierbajos, crecían allí, no se escuchaban los trinos de los pájaros y lo único que se oía era el clamor de nuestros pasos, fuerte y reverberante, como si camináramos sobre una gran jarra de agua vacía, que fuera partida por gigantes.
Pero por lo menos, durante esa parte de la jornada, caminamos en línea recta. El resto del día lo pasamos subiendo la montaña, encorvados por el esfuerzo, o bajándola por su costado para luego volver a escalarla y encorvarnos nuevamente para subir la siguiente montaña. Y la siguiente y la siguiente. Por supuesto que no había ningún peligro o una dificultad verdadera a nuestro paso por esas primeras extensiones, ya que estábamos en la región en que iban todas las rutas de comercio que convergían al sur de Tenochtitlan, y multitudes de viajeros anteriores habían dejado su trazo bien marcado y firmemente estampado. Sin embargo, para una persona inexperta como yo, allí estaba el sudor escurriendo, el dolor de espalda, los pulmones esforzándose en esa desagradable faena. Cuando al fin nos detuvimos para pasar la noche en el valle alto del pueblo de los Xochimilca, aun Glotón de Sangre estaba tan fatigado que sólo nos obligó a hacer una práctica superficial de armas. Luego él y los otros comieron sin mucho apetito y se acostaron sobre sus petates. Yo lo hubiera hecho también, excepto por el hecho de que un grupo de
pochteca
que, de regreso a casa, pasaba también allí la noche y parte de sus jornadas habían sido a lo largo de algunos caminos que yo intentaba tomar, así es que sostuve mis párpados abiertos el tiempo suficiente como para conversar con el
pochtécatt
que estaba al mando del grupo, un hombre de mediana edad, pero todavía fuerte. Su grupo componía una de las mayores expediciones, con cientos de cargadores y protegidos por una cantidad igual de guerreros mexica, así es que estoy seguro de que miró el nuestro con tolerante desdén, pero fue lo suficientemente bondadoso con un principiante como yo. Me dejó desdoblar mis rudos mapas y corrigió muchos detalles de ellos, que eran vagos o que contenían errores, y marcó en ellos los lugares en donde podríamos encontrar agua potable y otras cosas igualmente útiles. Entonces me dijo:
«Nosotros hicimos un comercio muy provechoso por cierta cantidad del precioso colorante carmín de los tzapoteca, pero oí un rumor de un colorante todavía más raro. El púrpura. Algo descubierto últimamente».
Yo le dije: «No hay nada de nuevo acerca del color púrpura».
«Un bello y
permanente
púrpura —dijo él pacientemente—. Uno que no se decolora o se vuelve de un verde feo. Si este colorante verdaderamente existe, será reservado únicamente para la alta nobleza. Vendrá a tener más valor que el oro o las plumas de
quetzal tótott
».
«Ah, un púrpura permanente —dije, inclinando la cabeza—. Es cierto, nunca antes se ha conocido. En verdad que podrá ser vendido a cualquier precio que uno pida. ¿Pero usted no buscó de dónde provenía ese rumor?».
Él negó con la cabeza: «Es una de las desventajas de un grupo numeroso. No puede alejarse prácticamente de las rutas ya conocidas y seguras, o separarse en porciones a la aventura. Hay un gran peligro substancioso en ir a cazar lo insubstancial».
«Mi pequeño grupo podría ir hasta ese lugar», insinué.
Él me miró por un espacio de tiempo, luego se encogió de hombros: «Pasará mucho tiempo antes de que yo vuelva a esos lugares otra vez. —Se inclinó sobre mi mapa y apuntó con su dedo un lugar en particular cerca de la costa del gran océano del sur—. Fue aquí, en Tecuantepec, en donde un mercader tzapotécatl me habló sobre ese nuevo colorante. No me dijo mucho, sólo mencionó un pueblo llamado los chóntaltin, gente feroz e inaccesible. Su nombre significa solamente Los Desconocidos ¿y qué clase de pueblo podría llamarse a sí mismo Los Desconocidos? Mi informante también mencionó caracoles. ¡Caracoles! Yo le pregunto a usted: ¿caracoles y desconocidos, tiene eso algún sentido? Pero si quiere correr el riesgo con tan pequeña evidencia, joven, le deseo muy buena suerte».
A la siguiente tarde llegamos a un pueblo que era, y todavía es, el más bello y hospitalario de las tierras tlahuica. Está situado en una planicie alta y sus edificios no están construidos confusamente, sino separados unos de otros por árboles, arbustos y otra clase de plantas muy bellas, por esta razón el pueblo era llamado Rodeado de Floresta o Quaunáhuac. A este nombre melodioso, sus compatriotas, con su lenguaje turbio, lo distorsionaron al ridículo y derogativo Cuernavaca, y espero que la posteridad nunca se lo perdone. El pueblo, las montañas que lo circundaban, el aire puro y su clima, todo esto había sido una invitación para que Quaunáhuac fuera siempre el lugar de veraneo favorito de los opulentos nobles de Tenochtitlan. El primer Motecuzoma mandó construir para él un modesto palacio de campo en las cercanías y otros gobernantes mexica sucesivamente lo fueron alargando y agregando más edificios al palacio, hasta que en tamaño y lujo llegó a rivalizar con cualquiera de la capital y mucho más que ellos en la extensión de sus bellos jardines y prados. Tengo entendido que su Capitán General Cortés se ha apropiado de él, para hacer su propia residencia señorial. Quizá sea yo disculpado por ustedes, reverendos frailes, si hago notar malignamente que el solo hecho de que él se haya asentado en Quaunáhuac sea la única razón legítima por la cual se ha falseado el nombre del lugar.
Ya que nuestro pequeño grupo había llegado un poco antes de la puesta del sol, no pudimos resistir la tentación de quedarnos y pasar la noche entre las flores y las fragancias de Quaunáhuac. Sin embargo nos levantamos antes que el sol, y con prisa dejamos atrás lo que quedaba de esa sierra.
En cada uno de los lugares en que nos detuvimos, encontramos posada para los viajeros, en donde nosotros, los tres que guiábamos el grupo, o sea Glotón de Sangre, Cózcatl y yo, nos habían dado cuartos separados para dormir, moderadamente confortables, mientras que nuestros esclavos eran amontonados en un largo dormitorio lleno ya de otros cargadores roncando; nuestros bultos de mercancía eran guardados dentro de habitaciones aseguradas y bien custodiadas y nuestros perros eran dejados en el patio de atrás de la cocina, en donde se tiraban los desperdicios para que allí encontraran su comida.
Durante los cinco días que llevábamos viajando, todavía estábamos dentro del área en que las rutas comerciales hacia el sur convergían hacia o fuera de Tenochtitlan, así es que había muchos albergues situados convenientemente para cuando los viajeros se detuvieran a pasar la noche. Además de proveer refugio, provisiones, baños calientes y aceptables comidas, cada una de esas posadas también alquilaba mujeres. No habiendo tenido ninguna mujer por más de un mes más o menos, hubiera podido estar interesado en ese servicio, pero todas esas
maátime
eran tan feas que no me interesaron y de todas formas ellas no deseaban acostarse conmigo, sino que dedicaban sus guiños y sugestivos gestos a los miembros de las caravanas que regresaban.
Glotón de Sangre me explicó: «Ellas esperan seducir a los hombres que han estado por largo tiempo viajando por los caminos y a quienes ya se les ha olvidado cómo es un mujer bonita, y que además ya no pueden esperar a llegar a Tenochtitlan para conseguir a las más bellas mujeres. Tú y yo quizás estemos lo suficientemente desesperados como para tener una
maátitl
de éstas a nuestro regreso, pero por ahora yo sugiero que no gastemos ni nuestro dinero ni nuestra energía. Habrá mujeres a donde vamos y ellas venderán sus favores por cualquier chuchería y muchas de ellas son muy bellas. ¡
Ayyo
, espera poder regocijar tus ojos y tus sentidos con las mujeres de la Gente Nube!».