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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (25 page)

Hizo una pausa intencionada y sonrió; yo enrojecí de nuevo al escuchar gritar a todo el grupo en coro:

«¡La Gente de la Mala Hierba!».

«Entiendo, joven señor, que usted ha hecho algunos ensayos tratando de aprender por sí mismo algo de lectura y escritura —me dijo ásperamente el Señor Maestro de Conocer Palabras, como si creyera que tal educación de hágalo-usted-mismo fuera imposible—. Tengo entendido que ha traído una muestra de su trabajo».

Respetuosamente le entregué una larga tira plegada de papel de corteza, de la cual me sentía muy orgulloso. La había dibujado con mucho cuidado y pintado con los colores brillantes que me había dado Chimali. El Señor Maestro tomó el compacto libro y comenzó a desdoblar lentamente sus páginas.

Era una narración de un incidente famoso en la historia de los mexica, cuando acababan de llegar al valle y cuando la nación más poderosa era la de los culhua. El soberano de los culhua era Cóxcox, quien había declarado la guerra al pueblo de Xochimilco e invitado a los recién llegados mexica a combatir como sus aliados. Cuando se había obtenido la victoria, los guerreros culhua regresaron con sus prisioneros xochimilca, en cambio los guerreros mexica regresaron sin ninguno y Cóxcox los tachó de cobardes. Entonces los guerreros mexica abrieron los sacos que cargaban y los vaciaron, dejando salir montones de orejas, todas del lado izquierdo, que habían cortado a la multitud xochimilca que habían vencido. Cóxcox se quedó pasmado y a la vez contento, y desde ese momento los mexica fueron contados y reconocidos como muy buenos guerreros.

Pensé que había trabajado muy bien el episodio con las palabras-pintadas, sobre todo en la meticulosidad con que describí las innumerables orejas y la expresión de pasmo en la cara de Cóxcox. Esperaba, casi congratulándome a mí mismo, la apreciación del Señor Maestro por mi brillante trabajo.

Sin embargo, él estaba ceñudo mientras daba rápidos vistazos a las páginas del libro, que pasaba mirando de un lado a otro de las tiras plegadas; finalmente me preguntó: «¿En qué dirección se supone que se debe leer esto?».

Perplejo le dije: «En Xaltocan, mi señor, desdoblamos las páginas a la izquierda. Es decir, para que podamos leer cada tira de izquierda a derecha».

«¡Sí, sí! —dijo severamente—.
Todos
acostumbramos a leer de izquierda a derecha, pero tu libro no tiene ninguna indicación de que se deba de leer así».

«¿Indicación?», dije.

«Supongamos que se te ordena escribir en una inscripción que se tendrá que leer en otra dirección, en el friso de un templo o en una columna, por ejemplo, en donde la arquitectura requerirá que sea leído de derecha a izquierda o incluso de arriba hacia abajo».

Nunca se me había ocurrido esa posibilidad y así se lo dije.

«Naturalmente que cuando un escribano tiene que pintar a dos personas o a dos dioses conversando, éstos deben ser pintados cara a cara —me dijo con impaciencia—. Sin embargo, hay una regla básica. La mayoría de los individuos
tienen que mirar de cara hacia la dirección en que la escritura se deberá leer
».

Creo que tragué saliva ruidosamente.

«¿Nunca te diste cuenta de esta regla tan simple de escritura? —dijo con disgusto—. ¿Tienes el descaro de mostrarme esto? —Y me lo lanzó sin ni siquiera tomarse la molestia de volverlo a doblar—. Cuando mañana asistas a tu primera clase de conocer-palabras, únete al grupo que está allá».

Apuntó a través del prado hacia un grupo que estaba tomando su lección alrededor de uno de los pabellones. Me sentí descorazonado y todo mi orgullo se evaporó. Incluso a esa distancia podía darme cuenta de que todos los estudiantes tenían la mitad de mi estatura y de mi edad.

Era muy mortificante sentarme entre
infantes
, para empezar desde el principio en ambas materias de historia y de conocimientos de palabras, como si nunca se me hubiera enseñado nada, como si nunca me hubiera esforzado por aprender nada. Así es que me sentí muy contento al descubrir que en el estudio de la poesía, por lo menos, había sólo un grupo de estudiantes, que no estaban divididos en principiantes, aprendices y avanzados, y por este motivo no quedé rezagado en la clase. Entre los estudiantes se encontraban dos príncipes de los alcolhua, el joven Huexotzinca y su medio hermano mayor, el Príncipe Heredero IxtlilXóchitl; había otros nobles que casi rayaban en la ancianidad y también hijas y mujeres de los
pípiltin
; también asistían más esclavos de los que había visto en otras materias. Parece que no importaba mucho el autor del poema ni el tema, tanto si era la alabanza a un dios o a un héroe, la narración de un hecho histórico, una canción de amor, una lamentación o una composición satírica; ese poema no se tomaría en consideración por la edad del poeta, su sexo, su posición social, su educación o su experiencia. Un poema simplemente lo es o no lo es. Vive o no existe. Se hacía y era recordado o se olvidaba tan rápidamente como si nunca se hubiese compuesto. Y en esa clase sólo me contentaba con sentarme y escuchar, temeroso de intentar mis propios poemas. No fue sino hasta que pasaron muchos años que pude componer uno y desde entonces lo he escuchado recitar aun a forasteros. Así es que ese poema vivió, pero es tan pequeño que no puedo llamarme poeta por eso. Recuerdo muy vívidamente la primera vez que asistí a la lección de poesía. Un visitante distinguido había sido invitado por el Señor Maestro a leer sus composiciones y estaba a punto de empezar cuando yo llegué y me senté sobre el pasto, al final del numeroso grupo. No podía verlo bien a esa distancia, pero sí me di cuenta de que era medianamente alto y bien constituido, tenía más o menos la edad de la Señora de Tolan, llevaba un manto de algodón bordado sujeto con un broche de oro y no portaba ningún adorno que hiciera notar su clase social o su oficio. Así es que juzgué que era un poeta profesional, con el talento suficiente como para haber sido recompensado con una pensión y un lugar en la Corte. Él arregló varias hojas de papel de corteza que tenía en su mano y dio una al esclavo que estaba sentado a sus pies con las piernas cruzadas, sosteniendo sobre ellas un tamborcillo. Entonces el visitante anunció, con una voz que aunque suave se escuchaba bien: «Con permiso del Señor Maestro, mis señores estudiantes, hoy no recitaré ninguna de mis composiciones, sino que recitaré las de un poeta más grande y más sabio. Mi padre».

«
Ayyo
, con mi permiso y
placer
», dijo el Señor Maestro moviendo benignamente la cabeza. Los estudiantes murmuraron colectivamente
ayyo
en señal de aprobación, como si cada uno ya conociera los poemas del padre del poeta.

Por todo lo que les he contado acerca de nuestra escritura-pintada, reverendos frailes, ya se habrán dado cuenta de que es inadecuada para la poesía. Nuestros poemas o se transmitían oralmente, o no se conservaban. Cualquiera que escuchaba un poema y le gustaba podía memorizarlo y transmitirlo a otra persona, que a su vez hacía lo mismo. Para ayudar a memorizarlo a los que escuchaban, un poema usualmente era construido de tal manera que las sílabas de sus palabras tenían un ritmo regular y los sonidos eran repetidos en los finales de sus líneas.

Los papeles que el visitante traía tenían solamente las palabras-pintadas para asegurar su memoria y no olvidar u omitir alguna línea, para recordar aquí o allá la importancia de alguna palabra o algún pasaje que su padre, el poeta, hubiese trabajado en un tono especial. El papel que le daba a su esclavo cada vez que empezaba a recitar un nuevo poema, tenía marcado los compases a seguir. En cada papel había rayas de pintura, unas cortas y otras más largas; varias unidas y otras espaciadas. Éstas señalaban al esclavo qué ritmo debía golpear con su mano en el tambor para acompañar la recitación del poeta: algunas veces murmurante, otras con un riguroso énfasis en las palabras y otras como el suave palpitar de un corazón, entre las pausas de las líneas.

Los poemas que el visitante recitó y cantó aquel día fueron felizmente expresados en una cadencia dulce, pero todos tenían un dejo de triste melancolía, como cuando un otoño prematuro penetra calladamente en medio del verano. Después de tantas gavillas de años y sin tener las palabras-pintadas para ayudar a mi memoria, sin ningún tambor que marque sus tiempos y sus pausas, todavía puedo repetir uno de ellos:

Hice una canción en alabanza de la vida,

un mundo tan brillante como de un quetzal la pluma

de cielos turquesa y dorada luz solar,

torrentes de piedrajade, jardines brotar…

Pero el oro puede fundirse, las joyas se romperán.

Las flores se marchitan, sus pétalos se esparcen;

desposeídos de sus hojas, los árboles se entristecen.

El sol se va, las sombras espantosas llegarán.

Ve la belleza perderse, nuestros amores enfriados.

Los dioses desamparan sus altares desgastados.

¿Por qué mi canción de repente me acribilla?

Cuando el recital concluyó, la multitud que escuchaba respetuosa y atentamente se levantó y se separó. Unos vagaban a solas repitiendo, una y otra vez, uno o varios poemas, hasta fijar las palabras en su memoria. Yo era uno de ésos. Otros rodearon al visitante y, besando la tierra delante de él, lo agasajaban dándole las gracias y felicitándolo. Yo estaba caminando en círculos sobre el pasto con la cabeza inclinada, repitiéndome a mí mismo el poema que acabo de recitarles a ustedes, cuando se me aproximó el joven príncipe Huexotzinca.

«Te he estado escuchando, Cabeza Inclinada —me dijo—. Yo también creo que ése es el mejor poema de todos. Y ése me inspiró un poema que está bulléndome en la mente. ¿Quieres ser tan amable de escucharlo?».

«Me honra en ser el primero», dije y él recitó este poema:

Ustedes me dicen, entonces, que tengo que perecer

como también tas flores que cultivé perecerán.

¿De mi nombre nada quedará,

nadie mi fama recordará?

Pero los jardines que planté, son jóvenes y crecerán…

Las canciones que canté, ¡cantándose seguirán!

Le dije: «Pienso que es un poema muy bueno, Huexotzíncatzin, y muy real. Seguro que el Señor Maestro te dará su aprobación». Y no estaba adulando servilmente al príncipe, pues como ustedes pueden comprobar, he recordado también ese poema, durante toda mi vida.

«De hecho —continué—, pudiera haber sido compuesto por el gran poeta cuyas composiciones acabamos de escuchar».

«
Yya
, no, Cabeza Inclinada —me increpó—. Ningún poeta de nuestro tiempo podrá igualarse con el incomparable Nezahualcóyotl».

«¿Quién?».

«¿No lo sabes? ¿No reconociste a mi padre cuando recitaba? Él leía las composiciones de
su padre
, mi abuelo, el Venerado Orador Cóyotl Ayuno».

«¿Cómo? ¿El hombre que recitó era Nezahualpili? —exclamé—. Pero no llevaba ninguna insignia de su dignidad. Ninguna corona o manto emplumado, ningún cayado o bandera…».

«Oh, él tiene sus excentricidades. Excepto en las reuniones de estado, mi padre jamás se viste como cualquier Uey-Tlatoani. Cree que un hombre sólo debe ostentar las muestras de sus hazañas. Medallas ganadas o cicatrices, no cosas adquiridas por herencia, compradas o en matrimonio. ¿Pero quieres decir que no has sido todavía presentado a él? ¡Ven!».

Sin embargo, parecía que Nezahualpili tenía también cierta aversión a que su gente le demostrara abiertamente su aprecio, porque cuando el príncipe y yo nos abrimos paso a codazos entre la multitud de estudiantes, él ya se había ido.

La Señora de Tolan no me había engañado cuando me dijo que tendría que trabajar muy duro en la escuela, pero no quiero aburrirlos, reverendos frailes, contándoles mi quehacer diario, ni los sucesos mundanos de mis días o las gavillas de trabajo que llevaba a mis habitaciones al final de cada jornada. Solamente les diré que aprendí aritmética, cómo llevar libros de cuentas y cómo calcular el cambio entre las varias monedas que existían. Estudié también la geografía de estas tierras, si bien en aquel tiempo no se
conocía
mucho acerca de las que estaban mucho más allá de las nuestras, y que más tarde descubrí explorándolas personalmente. Mientras tanto gozaba y adelantaba cada vez más en mis estudios del conocimiento de las palabras, siendo cada vez más hábil en lectura y escritura. Creo que también progresé mucho con las lecciones de historia, aun cuando éstas refutaran las más fomentadas alabanzas y creencias de los mexica. El Señor Maestro Neltitica compartía generosamente su tiempo con nosotros, incluso dándonos a algunos lecciones privadas. Me acuerdo de una de ellas, cuando se sentó conmigo y con otro muchacho mucho más joven llamado Póyec, hijo de un noble de Texcoco.

«Desgraciadamente hay una brecha en la historia mexica —dijo el maestro— como una grieta ancha hecha en la tierra por un terremoto».

Y mientras disertaba, se iba preparando un
poquíetl
para fumar. Era como tubo hueco y delgado hecho sustancialmente de hueso o de piedrajade, decorativamente tallado, con una boquilla al final de uno de sus lados. En el lado opuesto, que también está abierto, se insertaba un pedacito seco de caña o papel enrollado, firmemente relleno con hojas secas y finamente picadas de la planta
picíetl
. Algunas veces se mezclaba con hierbas y especias para añadir así sabor y fragancia. El que la usa debe sostener el tubo entre sus dedos y prender fuego, en el extremo opuesto, a la caña o al papel. Su contenido empieza a convertirse lentamente en cenizas humeantes, mientras el que la usa chupa una pizca del humo, lo inhala y, puff, lo hecha fuera otra vez.

Después de darle lumbre con un carbón del brasero, Neltitica dijo: «Solamente hace unas cuantas gavillas de años que el Venerado Orador de los mexica, Itzcoátl, Serpiente de Obsidiana, fraguó la Triple Alianza: mexica-acolhua-tepaneca, siendo por supuesto los mexica la parte dominante. Teniendo segura la eminencia de su pueblo, Serpiente de Obsidiana decretó entonces que se quemaran todos los libros de los días pasados y se escribieran nuevas narraciones para glorificar el pasado de los mexica, para dar a éstos una antigüedad espuria».

Miré al azuloso humo que se levantaba de su
poquíetl
y murmuré: «Libros… quemados…». Era difícil creer que un Uey-Tla-toani tuviera el corazón de quemar algo tan precioso, irreparable e inviolable como los libros.

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