Si el Señor Hueso Fuerte venía subiendo detrás de mí, nunca lo vi. Pero al llegar a una de las terrazas más altas, encontré a un hombre recostado indolentemente sobre una banca de piedra. Cuando me acerqué lo suficientemente para verlo más o menos con claridad, recordé haberlo conocido antes. Su piel arrugada era del color del cacao y por única prenda llevaba un harapiento
máxtlatl
. Él se levantó, por lo menos hasta alcanzar la extensión de su encorvada y encogida estatura. Para entonces yo había crecido más que él.
Le saludé con la cortesía tradicional, pero luego le dije en una forma quizás más ruda de lo que deseaba: «Pensé que usted era un mendigo de Tlaltelolco, viejecito. ¿Qué hace usted aquí?».
«Un hombre sin hogar tiene su hogar en cualquier parte del mundo —dijo, como si fuera algo de lo que enorgullecerse—. Estoy aquí para darte la bienvenida a la tierra de los acolhua».
«¡Usted!», exclamé, porque el grotesco anciano parecía aún más una excrecencia, en este frondoso jardín, de lo que me lo había parecido entre la muchedumbre abigarrada del mercado.
«¿Esperabas ser recibido por el Venerado Orador en persona? —preguntó, con una sonrisa burlona que mostraba una dentadura incompleta—. Bienvenido al palacio de Texcotzinco, joven Mixtli. O joven Tozani, joven Malinqui, joven Poyaútla, como quieras que te llame».
«Usted conoció mi nombre hace ya mucho tiempo y ahora conoce todos mis apodos».
«Un hombre que tiene talento para escuchar, puede incluso oír cosas que aún no se han dicho. Tú tendrás otros nombres todavía, en los tiempos por venir».
«Entonces, ¿es que realmente es usted un adivino, anciano? —pregunté, haciendo eco inconscientemente de las palabras pronunciadas por mi padre hace años—. ¿Cómo supo que venía para acá?».
«Ah, que venías acá —dijo ignorando mi pregunta—. Me siento orgulloso de haber tenido una pequeña parte en este arreglo».
«Pues usted sabe mucho más que yo, anciano. Le agradecería sumamente que me aclarara un poco el asunto».
«Entérate, entonces, que nunca te vi antes de aquel día en el mercado de Tlaltelolco, cuando oí casualmente que era el día de tu nombre. Simplemente por curiosidad aproveché la oportunidad para observarte más de cerca. Cuando inspeccioné tus ojos, me di cuenta de tu inminente e incrementada pérdida de larga visión. Esa afección es lo suficientemente rara para que la forma distinta del globo del ojo afectado facilite un fácil diagnóstico. Podía decir con certeza que era tu destino ver las cosas de cerca y verlas como son verdaderamente».
«Usted también dijo que yo
hablaría
con la verdad de esas cosas».
Se encogió de hombros. «Me pareciste lo suficientemente listo, aun siendo un mocoso, como para predecir con seguridad que crecerías con una inteligencia pasable. Un hombre que se ve forzado por su mala vista a mirar todo lo de este mundo a corta distancia y con un buen sentido, también está generalmente inclinado a describir el mundo realmente como es».
«Usted sí que es un tramposo muy diestro —le dije sonriéndome—. Pero, ¿qué tiene que ver todo eso con haber sido llamado a Texcoco?».
«Cada soberano, príncipe y gobernador se rodea de palaciegos serviles y de sabios egoístas, quienes dirán lo que él quiere oír, o lo que ellos quieren que oiga. Un hombre que dice únicamente la verdad es una rareza entre los cortesanos. Yo tenía fe de que llegaras a ser una de esas rarezas y que tus facultades serían apreciadas en una corte algo más noble que la de Xaltocan. Así es que dejé caer una palabra aquí y otra allá…».
Dije con incredulidad: «¿Usted es escuchado por un hombre como Nezahualpili?».
Me miró de una manera que me hizo sentir mucho más pequeño que él. «Ya te lo dije hace mucho tiempo, ¿todavía no lo he demostrado?, que yo también digo la verdad y eso en mi propio detrimento, cuando fácilmente podría hacerme pasar por un omniscente mensajero de los dioses. Nezahualpili no es tan cínico como tú, joven Topo. Él sabe escuchar al más humilde de los hombres, si ese hombre le habla con la verdad».
«Le pido disculpas —le dije después de un momento—. Debería estar agradeciéndole, anciano, no dudando de usted. Y verdaderamente le estoy agradecido por…».
Hizo eso a un lado. «No lo hice tanto por ti. Generalmente recibo un buen pago por mis descubrimientos. Simplemente ocúpate de dar un servicio leal al Uey-Tlatoani y ambos habremos ganado nuestros premios. Anda, vete».
«Pero, ¿adónde? Nadie me ha dicho dónde ni a quién debo presentarme. ¿Voy simplemente a atravesar este cerro y esperar a que me reconozcan?».
«Sí. El palacio está al otro lado y serás recibido con hospitalidad. Lo que yo no te podría decir es si el Venerado Orador te reconocerá la próxima vez que te encuentre».
«Si nunca nos hemos encontrado —me quejé—. No es posible que me reconozca».
«¿Oh? Bueno. Te aconsejo que te congracies con Tolana Tecíuapil, la Señora de Tolan, porque ella es la esposa favorita de las siete que tomó en matrimonio Nezahualpili y según la última cuenta también tiene en su haber cuarenta concubinas. Así es que en el palacio hay aproximadamente unos sesenta hijos y unas cincuenta hijas de Nezahualpili. Yo creo que ni él mismo sabe cuál es la última cuenta, así es que puede ser que te tome por una consecuencia ya olvidada de una de sus peregrinaciones; un hijo que acaba de llegar a casa. Pero no temas, joven Topo, serás recibido con hospitalidad».
Ya me iba, pero me volví de nuevo hacia él. «Pero antes de irme, ¿podría hacerle algún servicio, venerable anciano? Tal vez pueda ayudarle a llegar a la cima del cerro».
«Gracias por tu amable ofrecimiento, pero descansaré aquí un rato todavía. Es mejor que acabes de subir el cerro solo, porque todo el resto de tu vida te espera al otro lado».
Eso me sonó muy portentoso, pero vi una pequeña falacia en él y sonreí de mi perspicacia. «Seguramente que mi vida me espera en cualquier parte que yo vaya desde aquí, solo o no».
El hombre de color cacao sonrió también, aunque irónicamente. «Sí, a tu edad esperan muchas clases de vida. Puedes ir en la dirección que escojas. Puedes ir solo o acompañado. Los compañeros quizás caminarán contigo una distancia larga o corta. Pero al final de tu vida, no importa cuán llenos hayan estado tus caminos y tus días, habrás tenido que aprender lo que todos aprenden. Será entonces demasiado tarde para comenzar de nuevo, demasiado tarde para todo, excepto el remordimiento. Así es que apréndelo en este momento. Ningún hombre ha vivido jamás más que una vida y ésa ha sido escogida por él mismo y la mayor parte la vive solo. —Hizo una pausa y sus ojos se fijaron en los míos—. Entonces, Mixtli, ¿qué camino vas a tomar desde aquí y en compañía de quién?».
Di la vuelta y seguí subiendo el cerro, solo.
I H S
S. C. C. M.
Santificada, Cesárea, Católica Majestad,
el Emperador Don Carlos, nuestro Señor Rey:
Nuestra más Virtuosa Majestad y Sagaz Monarca: desde la Ciudad de México, capital de la Nueva España, en este Día de Fiesta de la Circuncisión y en el Año de Nuestro Señor mil quinientos veinte y nueve, os saludo.
Con el corazón apesadumbrado, pero con mano sumisa, vuestro capellán os envía nuevamente, según vuestra nueva orden, otra recopilación más de los escritos dictados hasta la fecha por nuestro azteca, o Asmodeo, como este siervo de Vuestra Majestad tiende con más frecuencia a considerarlo.
Este vuestro humilde clérigo puede simpatizar con el comentario irónico de Vuestra Majestad, de que la crónica del indio «contiene mucha más información que las fanfarronadas que recibimos incesantemente del recientemente titulado Marqués, el señor Cortés, quien actualmente nos hace el favor de asistir a la Corte». Y aun un Obispo entristecido y malhumorado es capaz de percibir el chiste irónico cuando vos escribís qué «las comunicaciones del indio son las primeras que hemos recibido de la Nueva España que
no
intentan sonsacar con maña un título, o una vasta asignación de las tierras conquistadas, o un préstamo».
Sin embargo, Señor, estamos estupefactos cuando vos relatáis que vuestra real persona y
vuestros cortesanos
estáis «completamente cautivados en la lectura en voz alta de estas páginas». Nos, confiamos en que no sean tomados de una manera superficial nuestros empeños como vasallo de Su Más Eminente Majestad, pero, por nuestros otros juramentos, nos vemos obligados a amonestar lo más solemnemente y
ex officio
contra una indiscreta mayor difusión de esta historia asquerosa.
Su Aguda Majestad debe de haberse dado cuenta seguramente, de que en las páginas anteriores han sido tratados, indiferentemente, sin compunción ni arrepentimiento, tales pecados
inter alia
como homicidio, infanticidio, suicidio, antropofagia, incesto, tortura, prostitución, idolatría y violación al Mandamiento de honrar al padre y a la madre. Si, como se dice, los pecados son las heridas del alma, la de este indio debe de estar sangrando por cada poro.
Pero, por si acaso las insinuaciones más furtivamente deslizadas escapasen a la atención de Vuestra Majestad, permítanos señalar que el procaz azteca se ha atrevido a sugerir que su pueblo se jacta de alguna línea vaga de descendencia de una Primera Pareja, una parodia pagana de Adán y Eva. Sugiere también, que
nosotros tos cristianos
somos idólatras de un panteísmo comparable a la hirviente multitud de demonios que adoraba su pueblo. Con una blasfemia igual, ha sugerido que los Sagrados Sacramentos como el bautismo y la absolución por medio de la confesión y aun la petición de gracia antes de las comidas, eran ya observadas en estas tierras, anterior e independientemente de cualquier conocimiento acerca de Nuestro Señor y Su otorgamiento de los Sacramentos. Pero quizá su más vil sacrilegio es asegurar, como pronto Vuestra Majestad leerá, que uno de sus gobernantes anteriores, un idólatra, ¡
nació de una virgen
!
También Vuestra Majestad hace una pregunta incidental en esta última carta. Aunque nosotros mismos hemos asistido de vez en cuando a las sesiones de la narración del indio, y continuaremos haciéndolo si el tiempo lo permite para hacer preguntas específicas o exigir una explicación sobre algunos de sus comentarios que hemos leído, debemos respetuosamente recordarle a Vuestra Majestad, que el Obispo de México tiene otras obligaciones urgentes que impiden verificar o refutar personalmente cualquiera de las jactancias y aseveraciones de este parlanchín.
Sin embargo. Vuestra Majestad nos pide información sobre una de sus más escandalosas afirmaciones y esperamos sinceramente que esta averiguación sea solamente una chanza humorística de nuestro jovial soberano. En cualquier caso, tenemos que responder: No, Señor, no sabemos nada acerca de las propiedades que el azteca atribuye a la raíz llamada barbasco. No podemos confirmar que «valdría su peso en oro» como un medio de comercio español. Nos, no sabemos nada acerca de esto que pudiera «silenciar la cháchara de las damas de la Corte». La simple sugestión de que Nuestro Señor Dios hubiera creado un vegetal que evitara la concepción de la cristiana vida humana, es repugnante a nuestra sensibilidad y una afrenta a…
Perdonadme, Señor, la mancha de tinta. Nuestra agitación aflige a nuestra mano. Pero
satis superque
…
Como lo ordena Vuestra Majestad, los frailes y el joven lego seguirán anotando estas páginas hasta que —con el tiempo, rezamos— Vuestra Majestad nos ordene que seamos relevados de este deber tan deplorable. O hasta que los mismos frailes ya no puedan aguantar más este trabajo. Creemos que no violamos la confianza del confesionario si solamente mencionamos que en estos últimos meses, las confesiones de dichos hermanos han sido extremadamente fantasmagóricas, espeluznantes de escuchar y necesitadas de las más exigentes penitencias para recibir la absolución.
Que nuestro Señor Jesucristo, Redentor y Maestro, sea siempre el consuelo y la defensa de Vuestra Majestad, contra todas las asechanzas de nuestro Adversario, es la constante oración del capellán de Su S.C.C.M.,
(ecce signum)
ZUMÁRRAGA
El otro lado del cerro era todavía más bello que el que daba hacia el lago de Texcoco. Allí la inclinación era suave por lo que no había terrazas en declive. Los jardines ondulaban hacia abajo y lejos, variadamente regulares e irregulares, con estanques para peces, fuentes y lugares para bañarse, todos ellos destellando. Había amplias extensiones de prados verdes en donde rumiaban algunos venados domesticados; arboledas sombreadas y ocasionalmente un árbol aislado que había sido recortado y podado hasta convertirlo en la estatua de algún animal. Al pie del cerro había muchos edificios, grandes y pequeños, pero todos agradablemente bien proporcionados y construidos a distancias confortables unos de otros. Creí inclusive poder distinguir —ya que vi unos puntos brillantes moviéndose— a algunas personas ricamente vestidas ir de acá para allá en los caminos entre los edificios. En Xaltocan el palacio del Señor Garza Roja había sido un edificio cómodo y bastante grandioso, pero el palacio del Uey-Tlatoani Nezahualpili en Texcotzinco era una
ciudad
completa e idílica. En lo alto del cerro, había una gran cantidad de los «más viejos de los viejos» cipreses, algunos tan gruesos que unos doce hombres con los brazos extendidos no hubieran podido rodear sus troncos, y tan altos que sus emplumadas hojas gris-verde emergían entre el azul claro del cielo. Miré alrededor y divisé, aunque inteligentemente ocultas por la vegetación, las grandes tuberías de barro que surtían de agua a esos jardines y a la ciudad de abajo. Por lo que podía juzgar, las tuberías se perdían en la distancia hacia una montaña aún más alta, al sureste, en donde indudablemente había un manantial de agua pura que se distribuiría dejándola alcanzar su propio nivel.
Como no había podido resistir el vagar admirado entre los diversos jardines y parques a través de los cuales venía bajando, se acercaba ya el crepúsculo cuando por fin llegué a los edificios al pie del cerro. Errante, caminé por los blancos senderos de grava bordeados de flores, encontrándome con mucha gente: hombres y mujeres nobles con ricos mantos, campeones con penachos de plumas y ancianos de apariencia distinguida. Cada uno de ellos, de la manera más amable, me dirigió una palabra o inclinó la cabeza en señal de saludo, como si yo perteneciera a ese lugar; sin embargo, no me sentía con el suficiente valor como para preguntar a cualquiera de esas personas tan distinguidas, dónde me correspondía estar exactamente. Entonces me encontré con un joven más o menos de mi edad, quien parecía no estar ocupado en algo urgente. Se encontraba parado al lado de un venado de pocos años, al cual le empezaban a crecer los cuernos, y le estaba rascando inconscientemente las protuberancias. Quizá éstas al crecer o por lo que fuera, pero aquel venado parecía gozar con esa atención.