Muchas de mis aventuras durante ese tiempo no valen la pena de ser contadas y no busqué comercio, ni me cargué con nuevas adquisiciones y si hubiera habido algunos descubrimientos fortuitos, como el del colmillo gigante que encontré en otro tiempo, cuando trataba de alejarme de la miseria, pasé sin verlos. La única aventura memorable que tuve, y que caí en ella por accidente, fue la siguiente:
Estaba cerca de la costa del oeste, en la tierra de Nauyar Ixú, una de las provincias o dependencias más remotas hacia el noroeste de Michihuacan. Había estado vagando por allí con el único deseo de ver el volcán que había estado en continua y visible erupción casi por espacio de un mes, y amenazaba con no parar nunca. Al volcán le llaman el Tzeboruko, que quiere decir, El que Bufa con Ira, pero estaba haciendo más que eso: estaba rugiendo con rabia, como una inundación guerrera bajando a las profundidades de Mictlan. Un humo gris negruzco se levantaba por encima de él, lanzando llamas de fuego color jacinto que se elevaban hacia el cielo y había estado así durante tantos días, que el cielo entero estaba sucio y en todo Nauyar Ixú, durante todo el día, pareció como un crepúsculo. De esa nube llovía constantemente una ceniza gris, suave, caliente y acre. Desde el cráter llegaba el incesante gruñido rabioso de la diosa del volcán, Chántico, que lanzaba gotas de fiera lava roja, que desde la distancia parecían piedrecitas que salían disparadas hacia arriba y arrojadas muy lejos, pero eran inmensos peñascos arrojados con violencia.
El Tzeboruko se alzaba exactamente enfrente de un río que cruzaba un valle, y vertía su efusión sobre el cauce de ese río, pero las aguas eran poco profundas, así es que no podían enfriar, endurecer y detener la roca líquida; el agua simplemente chisporroteaba un instante al primer contacto con la lava, luego levantaba una nube de vapor antes de desaparecer bajo el empuje de ésta. Cada ola caliente de ardiente lava, vomitada por el cráter, se deslizaba embravecida a un lado de la montaña, bajando directamente sobre el valle, luego se movía más despacio, hasta que sólo chorreaba enfriándose y tornándose oscura. Pero al endurecerse se convertía en una superficie lisa por la que pasaría la siguiente ola, que llegaría más lejos antes de detenerse. Así, para cuando yo llegué a ver el espectáculo, la lava, como una larga lengua roja, se extendía a lo lejos sobre el río, cuyas aguas cubría. El calor que desprendía la roca fundida y las nubes de vapor eran tan intensos, que no me podía aproximar a ninguna parte de la montaña. Nadie podía, ni nadie lo deseaba. La mayoría de la gente de los alrededores, estaban recogiendo tristemente sus pertenencias para poderse ir lejos. Me explicaron que erupciones pasadas habían devastado totalmente el río hasta tan lejos que habían alcanzado la costa, quizás unas veinte largas-carreras de largo. Y esa erupción fue así. Trataré de explicarles, reverendos escribanos, la furia de la erupción, pues es la única forma de que ustedes me crean, cuando les cuente cómo me lanzó finalmente fuera de El Único Mundo, hacia lo desconocido.
No teniendo nada que hacer, pasé algunos días andando alrededor del río de lava, o lo más cerca que pude a un lado de su calor chamusqueante y de sus humos irrespirables, mientras que implacablemente hacía hervir el agua del río, llenando todo su lecho de orilla a orilla. La lava se movía como una ola de cieno, a una velocidad como la del paso de un hombre caminando despacio, así cuando cada noche instalaba mi campamento en algún lugar más alto, comía algo de mis provisiones y me enrollaba en mi cobija para dormir, a la mañana siguiente, cuando despertaba, encontraba que la lava se había movido ya tan lejos de mí que tenía que apurarme para alcanzarla. Pero aunque el Tzebóruko disminuía la distancia detrás de mí, no dejaba de escupir lava, así es que continué acompañando su chorro, sólo para ver hasta dónde
podría
llegar. Después de varios días de continuar así, llegué al océano del oeste. El valle se estrechaba allí, entre dos tierras altas, y el río desembocaba en las aguas de una playa larga, profunda y ondulante, que formaba una gran bahía de agua color azul turquesa. Allí habían varias cabañas hechas de cañas, pero no se veía a nadie por los alrededores; claramente se notaba que los pescadores, como la gente que vivía tierra adentro, habían huido; pero algunos dejaron sobre la playa varios
acali
de mar con sus remos. Eso me dio la idea de remar mar adentro para poder ver desde la bahía, a una distancia prudente, cómo la lava hacía contacto con el mar. El río, poco profundo, había sido incapaz de resistir el avance de la lava, pero yo sabía que las aguas inextinguibles del océano la detendrían. El encuentro, pensé, debía de ser algo que valiera la pena verse.
Sin embargo, tuve que esperar hasta el siguiente día y para entonces había puesto mi bulto de viaje dentro de una canoa, había remado más allá de las rompientes y estaba exactamente en medio de la bahía. Podía ver a través de mi topacio cómo esa lava sofocante se extendía y arrastraba a través de la playa, avanzando en un ancho frente, hacia la línea del agua. Tierra adentro, casi nada era visible, sólo podía darme cuenta, a través del humo oscuro y de las cenizas que caían, de los relámpagos rojizos y los centelleos refulgentes y ocasionales del Tzebóruko, que seguía vomitando desde las entrañas de Mictlan.
Luego ese cieno rojo ardiente y ondulante, al llegar al agua, pareció vacilar y fruncirse, y en lugar de arrastrarse, chocó ferozmente con el océano. Durante aquellos primeros días, allá en donde estaba el río, cuando la roca fundida y el agua fría se encontraban, el sonido que producían era casi como un chillido humano y un convulsivo jadeo, pero en el mar, el sonido era como un bramido poderoso, lanzado por un dios herido inesperadamente, un dios ultrajado y sorprendido. Fue un tumulto compuesto por dos sonidos: el océano que hirvió tan de repente que estalló en vapor, y la lava que chisporroteó al endurecerse tan repentinamente que saltó en fragmentos a todo lo largo de la orilla del mar. El vapor subió tan alto, como un peñasco hecho de una nube, y una llovizna caliente empezó a caer sobre mí, y mi
acali
bailoteó tan abruptamente que casi me caigo de él. Me cogí de sus laterales y por eso dejé caer los remos por la borda.
La canoa continuó caracoleando hacia atrás, conforme el océano reculaba ante ese cieno tan poco amigable. Luego el mar se recobró de su aparente sorpresa, y volvió a romper sobre la playa otra vez, pero la roca fundida seguía avanzando todavía; el clamor era ininterrumpido y la nube se elevaba como si tratara de alcanzar el cielo, que era el lugar al que las nubes pertenecían; y el océano, sintiéndose agraviado, reculaba nuevamente. Esa vasta bahía se movía hacia atrás y hacia adelante cada vez, por una cantidad de veces que no pude ni contar, pues estaba mareado de tanto vaivén. Aunque por lo menos me pude dar cuenta de que esos movimientos me llevaban cada vez más lejos de tierra, mar adentro. En las agitadas aguas que estaban alrededor de mi canoa, que hacía cabriolas, había peces y otras criaturas marinas sobre la superficie, las más de ellas, panza arriba.
Todo el día, hasta cuando el crepúsculo se tornó todavía más oscuro, mi canoa continuó moviéndose, una ola hacia la playa, tres mar adentro. Con la última luz del día, vi que estaba precisamente entre las dos puntas de tierra que le daban entrada a la bahía, pero demasiado lejos para nadar hacia alguna de ellas y más allá estaba el vacío ilimitado del océano. No/podía hacer nada, excepto dos cosas. Me incliné sobre la canoa y cogí del agua cuantos pescados muertos pude alcanzar y los amontoné en una de las esquinas de mi canoa. Luego me acosté con mi cabeza sobre mi bulto empapado me dormí.
Cuando desperté a la mañana siguiente, pude haber pensado que había soñado todo aquel tumulto, excepto porque todavía estaba a merced de las olas en un
acali
y la playa estaba tan lejos que sólo alcanzaba a reconocer sus contornos, por los perfiles dentados de las montañas azul claro. Pero el sol se levantaba sobre un cielo despejado, no había ni señal de humo ni de cenizas, y no se podía ver al Tzebóruko eruptando entre las montañas distantes; el océano estaba tan quieto como el lago de Xaltocan en un día de verano. Usando mi topacio, fijé mi ojo en la línea de tierra y traté de imprimir su perfil en mi visión. Luego cerré mis ojos por unos momentos antes de volverlos a abrir otra vez, para ver si algo había cambiado en la visión que recordaba. Después de haber hecho esto varias veces, me pude dar cuenta de que las montañas que estaban más cerca se movían pasando a las que estaban más atrás, de izquierda a derecha. Entonces, era obvio que había sido arrastrado por una corriente oceánica que me estaba llevando hacia el norte, pero atemorizantemente lejos de la playa. Traté de desviar la canoa hacia la tierra, intentando remar con mis manos, pero pronto me olvidé del asunto. Había una aleta rondando en la superficie quieta del agua, y algo golpeó tan fuertemente mi canoa, que ésta dio un brinco. Cuando miré hacia ese lado, vi que habían quedado unos profundos arañazos en la fuerte caoba y una aleta vertical, como un escudo de guerra ovalado, cortaba el agua cerca de mí. Le dio la vuelta a mi canoa dos o tres veces antes de desaparecer, con un poderoso giro dentro del agua y desde entonces tuve buen cuidado de no poner ni un dedo fuera de ese refugio protector de madera.
«Bien —me dije—, he escapado de cualquier peligro que me amenazaba en el volcán. Ahora no tengo nada que temer, excepto ser devorado por los monstruos del mar, o morir de hambre o arrugado por el sol y la sed, o perecer ahogado cuando el mar se encrespe». Pensé acerca de Quetzalcóalt, aquel lejano gobernante de los tolteca, quien de forma parecida había flotado mar adentro en el otro océano del este, y que posteriormente llegó a ser el más querido de todos los dioses, el único dios adorado por pueblos muy distantes unos de otros, que no tenían nada en común. Por supuesto, me recordé a mí mismo, que una multitud de sus respetuosos vasallos habían ido a la playa para verlo partir, y que lo lloraron cuando él no regresó, y después fueron a informar a los otros pueblos de que Quetzalcóatl el hombre debía ser reverenciado como Quetzalcóatl el dios. En cuanto a mí, ni siquiera una simple persona me había visto en la playa, o sabía algo acerca de mí, y era casi seguro que si nunca más volvía, no habría una demanda popular para elevarme a la calidad de dios. «Así —me dije a mí mismo—, ya que no tengo la esperanza de convertirme en un dios, debo hacer lo mejor que puedo para que lo que queda de este hombre, dure el mayor tiempo posible».
Tenía veintitrés peces, de los que reconocí a diez como pertenecientes a especies comestibles. Dos de ésos los limpié con mi daga y me los comí crudos, aunque no totalmente, por lo menos estaban un poco cocidos por aquella bahía que parecía una caldera. Los otros trece peces, que no sabía si eran comestibles o no, los destripé y haciéndolos tiras los exprimí dentro de mi cuenco para extraer cada gota de su jugo. Guardé en mi bulto de viaje el cuenco y los ocho pescados comestibles que me quedaban, para que no estuvieran expuestos directamente a los rayos del sol. Todavía pude comer dos peces más al día siguiente, pues aún no estaban del todo echados a perder. Pero al tercer día, en verdad que me tuve que forzar a comer dos más, tratando de tragar los pedazos sin masticarlos, de lo resbaladizos y babosos que estaban y tuve que tirar los que me quedaban por la borda. Por algún tiempo, después de eso, mi único alimento, aparte de lamer mis labios dolorosamente agrietados, fue un pequeño sorbo, de vez en cuando, del jugo de pescado contenido en mi cuenco. Creo que también fue en ese tercer día en el mar, cuando vi por última vez el pico de una montaña, y El Único Mundo desapareció tras el horizonte del este. La corriente me había llevado totalmente fuera de la vista de la tierra y no había ni un lugar alrededor en donde poner pie, y créanme, que nunca antes había tenido esa clase de experiencia en toda mi vida. Me preguntaba si al fin sería arrojado a Las Islas de las Mujeres, de las que había oído muchas historias, aunque ninguno de los que me las contó había estado allí personalmente. De acuerdo con las leyendas, ésas eran unas islas habitadas solamente por mujeres, que pasaban todo el tiempo buceando para encontrar ostras, y luego extraían las perlas-corazón que en esas ostras crecían muy grandes. Sólo una vez al año, las mujeres veían hombres, cuando un número de éstos iban en canoas desde la tierra para hacer un trueque con ellas, de algodón y otras cosas necesarias, a cambio de las perlas recolectadas, y mientras estaban allí, ellos copulaban con las mujeres. De los bebés que luego nacían de ese breve acoplamiento, las mujeres sólo conservaban a las niñas, y a los niños los ahogaban. Por lo menos eso decían las historias que se contaban. Yo medité acerca de lo que me pasaría si desembarcaba en Las Islas de las Mujeres, sin que me esperaran y sin ser invitado. ¿Me matarían inmediatamente o sufriría cierto tipo de violación masiva, a la inversa? Pero nunca llegué a esas islas imaginarias ni a ninguna otra.
Fui impulsado y mecido miserablemente a través de aquellas aguas sin fin. El océano me rodeaba por todas partes y yo me sentía de lo más infeliz, como una hormiga que hubiera caído en el fondo de una urna azul, con paredes tan resbaladizas que era imposible escalar. Las noches no eran tan enervantes, si dejaba a un lado mi topacio y no miraba la profusión abrumadora de estrellas. En la oscuridad, podía imaginarme que estaba en algún lugar a salvo, en cualquier lugar sólido, en un bosque en tierra firme y aun dentro de mi casa. Podía pretender que el movimiento del bote era el de una
gishe
, hamaca, y así quedaba profundamente dormido.
Al paso de los días, sin embargo, ya no pude pretender que estaba en ningún lado que no fuera exactamente en medio de esa inmensidad aterradoramente azul, caliente y sin sombra. Afortunadamente para mi salud mental había algunas cosas que ver durante la luz del día, además de esa extensión de agua sin fin e inhóspita. Aunque algunas de esas otras cosas tampoco eran muy particularmente agradables, me obligué a mí mismo a mirarlas a través de mi cristal, y a examinarlas de cerca, tanto como las circunstancias me lo permitían y a especular acerca de su naturaleza.
Algunas de las pocas cosas que vi, sabía qué eran, aunque nunca las había visto antes. El pez espada de un color azul plata, más grande que yo, que le gustaba brincar fuera del agua y por un momento bailar sobre su cola. También había allí otro tipo de pez espada, todavía más grande, plano y pardo, con aletas planas a lo largo de su cuerpo, como las alas ondulantes de las ardillas voladoras. Yo reconocí a esos peces por sus trompas inicuas, pues los guerreros de algunas tribus de la costa las usaban como armas. Temí que algunos de esos peces pudieran destrozar mi
acali
con sus espadas o trompas, pero ninguno lo hizo. Otras de las cosas que vi, mientras flotaba en el océano del oeste, eran totalmente desconocidas para mí. Había incontables criaturas pequeñas, con largas aletas que usaban como alas, pues saltaban del agua y se elevaban a distancias prodigiosas. Yo las hubiera tomado por cierta clase de insectos acuáticos, pero uno de ellos cayó en mi canoa, y yo lo agarré y me lo comí casi al instante y sabía a pescado. Había unos grandes peces de un azul grisáceo, inmensos, que me miraban con ojos inteligentes y me sonreían, y eran más simpáticos que amenazantes. Un gran número de ellos acompañaron a mi
acali
por largos períodos y me entretenían haciendo acrobacias en el agua, que practicaban al unísono. Sin embargo, había un pez al que le tenía mucho miedo; el más grande de todos: unos grises muy grandotes, que de vez en cuando emergían, uno o dos, o muchos de ellos, y por medio día, podían flotar perezosamente, alrededor de mí, como si imploraran un poco de aire fresco y un poco de sol, que es una conducta muy rara en un pez. Y lo que todavía hacían que se parecieran menos a un pez, era su tamaño y forma, pues eran las criaturas más grandes de todas las que yo había visto en mi vida. No los culpo, reverendos frailes, si no me creen, pues cada uno de esos monstruos era tan largo como de un extremo al otro de la plaza que está más allá de esta ventana, y cada uno de ellos era ancho y voluminoso, proporcionado a su longitud. Una vez, cuando estaba en el Xoconochco, muchos años antes, me sirvieron una comida que contenía un pescado llamado
yeyemichi
, y el cocinero me dijo que el
yeyemichi
era el pescado más grande del océano. Lo que yo comí en esa ocasión, en verdad que sólo fue un pedacito de esas grandes pirámides nadadoras que veía entonces en el océano del oeste, y ahora siento de todo corazón no haber buscado y conocido, para expresarle mi admiración, a ese hombre heroico o al ejército de hombres, que capturaron y arrastraron a través de las olas, a ese pez.