«¿También? —jadeé, y una banda invisible apretó dolorosamente mi pecho. La vieja esclava rompió a llorar violentamente y no pudo responder. Dejé caer las cosas que llevaba y la zarandeé por los hombros—. ¿La niña? —pregunté. Ella movió su cabeza, pero no les podría decir si fue para negar o para asentir. La zarandeé de nuevo fieramente y dije—: ¡Habla, mujer!».
«Fue nuestra señora Zyanya —dijo otra voz detrás de ella; era el sirviente Estrella Cantadora, quien había llegado a la puerta estrujándose las manos—. Yo lo vi todo. Traté de detenerla».
No dejé que se fuera Turquesa o hubiera caído. Sólo pude decir: «Cuéntamelo, Estrella Cantadora».
«Entonces sepa mi amo que ayer, al atardecer, en el momento en que las antorchas de las calles son encendidas usualmente, aunque por supuesto no las encendieron pues la calle parecía una catarata. Sólo vino un hombre, era arrastrado por la corriente y golpeado contra los postes de las antorchas y contra los escalones de las casas. Él trataba por todos los medios de poner pie en algo o de cogerse de algo para detenerse, pero aun cuando él estaba a bastante distancia, pude ver que era un baldado y que él no…».
Tan ásperamente como me lo permitió mi agonía y debilidad, le dije: «¿Qué tiene que ver todo eso con mi esposa? ¿En dónde está?».
«Ella
estaba
en la ventana de enfrente —dijo él apuntando y continuó con deliberado enojo—. Ella había estado todo el día allí, preocupada y esperando su regreso, mi señor. Yo estaba con ella cuando el hombre llegó, golpeado y azotado calle abajo y ella me gritó que debíamos de salvarlo. Naturalmente que yo no estaba muy ansioso de meterme en las aguas rugientes y le dije: “Mi señora, puedo reconocerlo desde aquí. Es sólo un viejo desgraciado, que últimamente ha estado trabajando en las canoas de la basura, que dan servicio a este barrio. No vale la pena que nadie se tome la molestia por él”».
Estrella Cantadora hizo una pausa, tragó saliva y dijo roncamente: «No me quejaré si mi amo me pega, o me vende o me mata, porque debí haber ido a salvar al hombre, pues mi señora lanzándome una mirada de indignación, fue por sí misma. Se dirigió hacia la puerta y bajó la escalera, mientras yo miraba desde esa ventana, e inclinándose sobre la corriente lo pescó».
Él volvió a hacer una pausa y yo dije irritado: «¿Y bien? ¿Si los dos están a salvo…?».
Estrella Cantadora denegó con la cabeza. «Eso es lo que no comprendo. Claro, que los escalones estaban mojados y resbaladizos, mi señor, pero parece que… parece que mi señora habló con el hombre y empezó a alejarse de él, pero entonces… entonces el agua se los llevó. Se llevó a los dos ya que él la estaba agarrando. Sólo pude ver cómo un bulto era arrastrado ante mi vista, ya que los dos estaban juntos. Entonces corrí hacia fuera y me metí en la corriente detrás de ellos».
«Estrella Cantadora casi se ahoga, mi señor —dijo Turquesa sollozando—. Él trató, él realmente trató…».
«No había ni señal de ellos —resumió miserablemente—. Hacia el final de la calle, cierto número de casas de adobe se acababan de caer… quizás sobre ellos, creo yo. Sin embargo, estaba ya muy oscuro para poder ver y las maderas que flotaban me habían golpeado y estaba casi sin conocimiento. Me agarré a la puerta de una casa, cogiéndome con fuerza y así pasé toda la noche».
«Llegó a la casa cuando las aguas bajaron esta mañana —dijo Turquesa—. Después los dos fuimos afuera y buscamos».
«¿Y no encontrasteis nada?», gruñí.
«Sólo encontramos al hombre —dijo Estrella Cantadora—. Medio enterrado bajo los ladrillos caídos, como yo lo había sospechado».
Turquesa dijo: «Todavía no le hemos dicho nada a Cocoton acerca de su madre. ¿Quiere mi señor ir con ella ahora, allá arriba?».
«¿Y decirle lo que ni yo mismo puedo creer? —gemí. Hice acopio de mi última reserva de energía, para enderezar mi cuerpo doblegado y dije—: No, no lo haré. Ven, Estrella Cantadora, busquemos otra vez».
Más allá de mi casa, la calle se deslizaba en un declive suave conforme nos aproximábamos al puente que cruzaba el canal, así es que las casas allí abajo, naturalmente, habían sido golpeadas con más violencia por la muralla de agua. También allí era en donde estaban las casas más pobremente construidas, de madera y adobe. Como había dicho Estrella Cantadora, ya no existían más casas allí; solo había montones de ladrillos de lodo y paja, medio rotos, medio disueltos, astillas de tablones y pedazos de muebles. El sirviente apuntó a un bulto de tela que sobresalía entre ellos y dijo:
«Ahí está ese desgraciado. No ha sido ninguna pérdida para nadie. Vivía vendiéndose a sí mismo, a los hombres que trabajaban en las chalupas recolectadoras de basura. Aquellos que no tenían con que pagar una mujer lo utilizaban a él, pues sólo cobraba una semilla de cacao».
Él yacía boca abajo. Era una cosa con harapos sucios y pelo gris, largo y enmarañado. Usé mi pie para voltearlo boca arriba y lo miré por última vez. Chimali me miraba con sus cuencas vacías y con su boca abierta.
No fue en ese momento, sino más tarde cuando pude pensar, cuando recordé las palabras de Estrella Cantadora; de que el hombre había estado últimamente a bordo de las chalupas de recolección de basura, de nuestro vecindario. Me preguntaba: ¿Había descubierto Chimali, recientemente, en dónde vivía yo? ¿Había llegado buscándome, tanteando ciegamente, con la esperanza de tener otra oportunidad para infligirme un daño a mí o a los míos? ¿Le había dado la inundación una oportunidad, como para hacerme el daño más doloroso y a la vez haberlo puesto más allá y para siempre, del alcance de mi venganza? ¿O toda la tragedia había sido una maquinación lúgubre y alegre de los dioses? Parece que ellos se divierten en disponer una concatenación de sucesos que de otra forma vendrían a parecer inverosímiles, inexplicables e increíbles.
Nunca lo sabré.
En ese momento, sólo sabía que mi esposa había desaparecido, que no podía aceptar su desaparición y que tenía que buscarla. Así es que le dije a Estrella Cantadora: «Si este hombre maldito está aquí, también tiene que estar Zyanya. Moveremos cada uno de todos estos millones de adobes. Yo empezaré ahora mismo, mientras tú vas a conseguir más manos para que nos ayuden. ¡Ve!».
Estrella Cantadora salió corriendo y yo me incliné para levantar y poner a un lado una viga de madera y así continué, agachándome y lanzando todo hacia atrás de mí. La tarde ya había caído cuando recobré el conocimiento en mi cama; los dos sirvientes se inclinaban solícitos sobre mí. Lo primero que pregunté fue: «¿La encontrasteis? —Y los regañé cuando los dos negaron tristemente con la cabeza—. ¡Os dije que removierais cada ladrillo!».
«Amo, no se puede hacer —sollozó Estrella Cantadora—. El agua volvió a subir. Yo regresé y lo encontré a usted apenas a tiempo, de no ser por eso, usted se habría ahogado».
«Nos preguntábamos si debíamos volverle en sí —dijo Turquesa con manifiesta ansiedad—. El Venerado Orador ha ordenado que toda la ciudad sea evacuada antes de que el agua la cubra totalmente».
Y así me senté esa noche a un lado de la colina sin poder dormir, en medio de una multitud de fugitivos dormidos. «Mucho andar», había dicho Cocoton, durante el camino. Ya que sólo la gente que salió primero de Tenochtitlan encontró alojamiento en la tierra firme, los que llegaron después simplemente se detuvieron en cualquier lugar en donde se pudieran acostar, a campo abierto. «Noche oscura», dijo mi hija muy apropiadamente. Nosotros cuatro ni siquiera encontramos un árbol bajo el cual guarecernos, pero Turquesa había llevado cobijas. Ella, Estrella Cantadora y Cocoton se envolvieron y durmieron abrigados, pero, yo me senté con la cobija sobre mis hombros y miré hacia abajo, hacia mi hija, mi migajita, el remanente único y precioso de mi esposa y sentí dolor.
Hace algún tiempo, mis señores frailes, yo traté de describir a Zyanya comparándola con la generosa y útil planta del maguey, pero hay algo que se me olvidó decirles acerca de él. Una vez en su vida, sólo una, le crece una simple vara cubierta totalmente de flores amarillas de dulce fragancia y luego el maguey muere.
Esa noche, traté con todas mis fuerzas de hallar alivio a mi pena, recordando las aseveraciones untuosas de los sacerdotes, que siempre decían: la muerte no debe ser motivo de aflicción o de tristeza. La muerte, decían los sacerdotes, es solamente el despertar del sueño en que uno ha vivido. Quizás sí. Sus sacerdotes Cristianos dicen cosas parecidas. Sin embargo, esas palabras no me confortaban mucho, a mí que había quedado atrás de ese sueño, vivo, solo, triste. Así es que pasé esa noche acordándome de Zyanya y del tiempo, demasiado breve, que pasamos juntos antes de que su sueño terminara. Todavía recuerdo…
Una vez, cuando fuimos a Michihuacan, ella vio una flor que nunca había visto, que crecía en la grieta de una peña, algo más arriba de nuestras cabezas, y a ella le gustó mucho y dijo que le gustaría tener una de ésas para plantarla en el jardín de nuestra casa; yo habría podido trepar fácilmente y arrancarla para ella…
Otra vez, oh, no fue en ninguna ocasión en particular, ella pasó el día enamorada, cosa muy frecuente en Zyanya, y compuso una pequeña canción y luego hizo la melodía y pasó todo el día cantándola por lo bajo, hasta que la grabó en su memoria, luego me preguntó que si le podría comprar una de esas flautas de arcilla, de las que eran llamadas agua murmurante, para poder tocar en ella su canción. Yo le dije que sí, que lo haría la próxima vez que viera a un músico conocido mío y que lo iba a persuadir para que me hiciera una, pero se me olvidó y ella, viendo que tenía otras cosas en mi mente, nunca me lo recordó. Y otra vez…
Ayya
, cuántas otras veces más…
Oh, yo sé que ella nunca dudó de que la amara, pero ¿por qué dejé pasar la más pequeña oportunidad para demostrárselo? Yo sé que ella perdonaba mis lapsos ocasionales de descuido y mis negligencias triviales; probablemente las olvidaba al instante, lo que yo nunca he podido hacer. Desde entonces, a través de todos los años de mi vida, he estado recordando ese o aquel tiempo en que debí haber hecho eso o aquello y no lo hice, y que nunca volvería a tener la oportunidad de hacerlo. Mientras que las cosas que quisiera recordar persisten en no llegar a mi memoria. Oh, si pudiera recordar las palabras de aquella pequeña canción que ella compuso cuando se sentía tan feliz, o tan sólo la melodía, podría susurrarlas algunas veces para mí. O si supiera qué fue lo que me dijo cuando el viento se llevó sus palabras, la última vez que la vi…
Cuando al fin regresamos a la isla, la mayor parte de la ciudad estaba en ruinas, tanto que los primeros escombros que se apilaron en nuestra calle no se distinguían de los que habían caído después. Trabajadores y esclavos ya estaban quitando los despojos, salvando los bloques de piedra caliza que no se habían roto y que se podrían utilizar otra vez, y nivelando los cimientos para volver a construir. Pero el cuerpo de Zyanya nunca se encontró, no se halló ni una huella de ella; ni siquiera uno de sus anillos o una sandalia. Ella se desvaneció tan completa e irreparablemente como aquella cancioncita que una vez compuso. Sin embargo, mis señores, yo sé que ella todavía está aquí en algún lado, aunque desde entonces dos nuevas ciudades se han construido sucesivamente sobre su tumba perdida. Yo lo sé, porque ella no llevó consigo el pedacito de jade que asegura su pasaje hacia el mundo del más allá. Muchas veces, ya muy de noche, he caminado por esas calles llamándola suavemente. Lo hice en Tenochtitlan y también lo he hecho en esta Ciudad de México; un hombre viejo duerme muy poco en la noche. Aunque he visto muchos aparecidos, ninguno ha sido ella. Solamente me he encontrado con espíritus desgraciados o malvados y ninguno de ellos ha sido Zyanya, en eso no puedo equivocarme, ya que ella fue feliz toda su vida y murió mientras trataba de hacer el bien. Yo he visto y reconocido a muchos guerreros mexica muertos; la ciudad está llena de esos espectros abrumados de angustia. He visto a La Llorona; ella es como una voluta de niebla arrastrada por el viento, pero con forma de mujer; he escuchado su aullido lastimero. Sin embargo no me ha asustado, antes al contrario, siento piedad por ella porque también he conocido lo que es perder a un ser querido, pero, cuando ella no me asustaba con su aullido, huía de mis palabras de consuelo. Una vez, me pareció que me encontré y conversé con dos dioses vagabundos, Viento de la Noche y El Más Viejo de Todos los Dioses. De todas formas, eso fue lo que ellos dijeron ser, pero no me hicieron ningún daño, juzgando que ya había bastante en mi vida.
Algunas veces, en calles completamente oscuras y desiertas, me pareció escuchar la alegre risa de Zyanya. Hubiera podido ser un producto de mi imaginación senil, pero cada vez la risa estuvo acompañada por un reflejo de luz en la oscuridad, muy parecido al mechón blanco que tenía en su pelo negro. Pudiera haber sido también un truco de mi vista débil, pues la visión desaparecía cada vez que me llevaba, desmañadamente, mi topacio hacia el ojo. De todas maneras, yo sé que ella está aquí, en alguna parte y no necesito de ninguna evidencia, por mucho que la desee.
He estado considerando este asunto y me pregunto: ¿Sólo me encuentro con esos dolientes y misántropos ciudadanos de la noche, porque me parezco mucho a ellos? ¿Es posible que las personas que tienen un carácter mejor y un corazón alegre, puedan percibir con más facilidad a los fantasmas más gentiles? Yo les suplico, mis señores frailes, si alguno de sus hombres buenos llegara a encontrarse con Zyanya, alguna noche, ¿me lo dirían? La reconocerán inmediatamente y no se espantarán ante un fantasma de tanta belleza. Ella seguirá pareciendo una muchacha de veinte años, como lo era entonces, pues la muerte por lo menos le ahorró las enfermedades y la marchitez que trae consigo la vejez. Ustedes reconocerán su sonrisa, ya que no podrán dejar de sonreírle a su vez. Y si ella hablara… Pero no, ustedes no comprenderán lo que ella diga. Solamente tengan la bondad de decirme que la vieron. Ella sigue caminando por estas calles, yo lo sé. Ella está aquí y lo estará por siempre.
I H S
S. C. C. M.
Santificada, Cesárea, Católica Majestad,
el Emperador Don Carlos, nuestro Señor Rey:
Real y Temible Majestad, nuestro Rey Supremo: desde esta Ciudad de México, capital de la Nueva España, en el día de San Papahnutius, mártir, en el año de Nuestro Señor de mil quinientos treinta, os saludo.
Es una atención típica de Nuestro Compasivo Soberano que os apiadéis del Protector de los Indios de Vuestra Majestad y que pidáis más detalles sobre los problemas y obstáculos que nos, diariamente afrontamos en nuestro oficio.