Si esa ceremonia no fue la más elaborada, popular y que valiera la pena de verse en toda la historia de los mexica, fue ciertamente la más grandiosa a la que asistí en mi tiempo. El Corazón del Único Mundo estaba lleno de una masa compacta de gente, del colorido de los vestidos, del olor de los perfumes, del esplendor de las plumas, del oro, del calor de los cuerpos, de joyas deslumbrantes, de sudor. Una de las razones de tal aglomeración era que se tenía que mantener un camino abierto, con cordones hechos por guardias que unían sus brazos para poder resistir el empuje del tumulto, para que la línea de prisioneros pudieran caminar hacia la pirámide y ascender al altar del sacrificio. Pero también los espectadores estaban más apretujados por el hecho de que la superficie de la plaza había sido reducida por las construcciones, hechas a través de los años, de numerosos templos nuevos, sin mencionar la gradual extensión que la Gran Pirámide había ido adquiriendo.
Ya que Su Ilustrísima jamás la vio, quizá sea bueno describirle ese
icpac
tlamanacali. Su base estaba hecha en forma de cuadrado; ciento cincuenta pasos de una esquina a otra, sus cuatro muros en declive se alzaban hasta llegar a medir setenta pasos a la cumbre de la pirámide. La escalera ascendía de frente e inclinada ligeramente hacia el oeste dividiéndose en dos, por un lado se ascendía y por el otro se descendía, separados por un pequeño canal de desagüe ornamentado, por el cual escurría la sangre hacia abajo. Había un descansillo al llegar a los primeros cincuenta y dos escalones, que angostos se elevaban hacia una terraza que circulaba en una tercera parte de altura a la pirámide. Después se levantaban otros ciento cuatro escalones que culminaban en la plataforma de la cumbre, en donde se encontraban los templos y sus dependencias. A cada lado de cada trece escalones, había en la escalera una imagen de piedra de algún dios mayor o menor, en cuyo puño sostenía un asta con una bandera de plumas blancas. Banderas blancas que impulsadas por el viento, flotaban como grandes nubes.
Para un hombre que estuviera al pie de la Gran Pirámide las estructuras que se encontraban en su cumbre le eran invisibles, pues desde abajo él sólo podría ver las dos extensas escaleras ascendentes, viéndose muy angostas y pareciendo alzarse más alto de lo que en realidad se elevaban, hacia el cielo azul o hacia el sol. Un
xochimiqui
subiendo afanosamente las escaleras hacia su Muerte-Florida, debía de haber sentido que en realidad subía hacia los altos cielos de los dioses.
Al alcanzar la cumbre, lo primero que encontraría sería la pequeña piedra triangular para sacrificios, en medio de los dos templos. En un sentido, esos
teocaltin
representaban la guerra y la paz, ya que el de la derecha pertenecía a Huitzilopochtli, el responsable de nuestras hazañas guerreras, y el de la izquierda era el de Tláloc, el responsable de nuestras cosechas y de nuestra prosperidad en tiempos de paz. Quizá debería de haber habido con todo derecho un tercer
teocali
para el sol Tonatíu; sin embargo, él ya tenía un santuario separado en una modesta pirámide, en alguna parte de la plaza, como otros dioses importantes. También había en la plaza el
coateocali
, en el cual estaban en fila las imágenes de numerosos dioses de las naciones conquistadas.
Los templos nuevos de Tláloc y Huitzilopochtli, en la cumbre de la nueva Gran Pirámide, no eran más que dos habitaciones cuadradas, conteniendo cada una la estatua hueca del dios hecha de piedra, con su boca ancha bien abierta para recibir su alimento. Sin embargo cada templo se veía más alto e impresionante porque su techo de forma piramidal terminaba en una torre de piedra, con los incisos de Huitzilopochtli en diseños angulares y pintados de rojo, y los incisos de Tláloc en diseños redondos y pintados de azul. El resto de la pirámide, como ya lo he mencionado, estaba predominantemente en yeso blanco que deslumbraba tanto como plata, pero las dos serpenteantes balaustradas, que flanqueaban a cada lado de la doble escalera, estaban pintadas de rojo, azul y verde, simulando escamas de reptiles y terminadas en grandes cabezas de serpientes, que sobresalían hacia fuera del nivel del piso, completamente recamadas de oro batido.
Cuando la ceremonia comenzó, al primer rayo de luz del día, los principales sacerdotes de Tláloc y Huitzilopochtli, con todos sus asistentes, estaban agrupados o se movían inquietos alrededor de los templos en lo alto de la pirámide, haciendo aquellas cosas que los sacerdotes hacen en el último momento. En la terraza que circundaba la pirámide estaban los más distinguidos huéspedes: el Venerado Orador de Tenochtitlan, Auítzotl, con el Venerado Orador de Texcoco, Nezahualpili, y el Venerado Orador de Tlacopan, Chimalpopoca. También estaban allí los gobernantes de otras ciudades, provincias y naciones, que venían de los más lejanos dominios de los mexica, desde las tierras de los tzapoteca, de los mixteca, de los totonaca, de los huaxteca y de algunas naciones cuyos nombres ni siquiera conocía. Por supuesto que no estaba presente nuestro implacable enemigo, el gobernante de Texcala, Xicotenga, pero el Yquígare de Michihuacan sí estaba allí.
Piense en esto, Su Ilustrísima. Si su Capitán General Cortés hubiese llegado a la plaza en ese día, hubiera podido consumar nuestra ruina con una matanza rápida y fácil de todos nuestros legítimos gobernantes. Él hubiera podido proclamarse, allí y entonces, como el señor de todo lo que ahora es prácticamente la Nueva España, y nuestros pueblos, ya sin gobernantes, difícilmente le hubieran disputado su derecho. Ellos hubieran sido como un animal degollado al que se le puede tironear o azotar fútilmente. Hubiéramos sido esparcidos y ahora me doy cuenta de que eso nos hubiera ahorrado entonces toda la miseria y sufrimientos que tuvimos que soportar después. Pero en aquel día, ¡
yyo ayyo
!, en aquel día en que celebrábamos el poderío mexica, ni siquiera teníamos una sospecha de la existencia del hombre blanco. En aquel entonces creíamos que nuestnos hqbiera ahorrado ros caminos y nuestros días estaban guiados más allá de un ilimitado futuro. En verdad que nosotros todavía tuvimos muchos años de vigor y gloria antes de la llegada de ustedes. Y es por eso que estoy contento, a pesar de lo que ahora me doy cuenta, de que ningún intruso echara a perder ese espléndido día. Las primeras horas de la mañana fueron dedicadas a entretenimientos. Había mucho canto y baile realizado por los artistas de esta Casa de Canto en la cual estamos ahora sentados, Su Ilustrísima, y estaban mucho mejor adiestrados profesionalmente que otros artistas que yo había visto o escuchado en Texcoco o en Xaltocan, si bien ninguno de ellos igualaba en gracia a mi perdida Tzitzitlini. Allí estaban los instrumentos que me eran familiares: el sencillo tambor de trueno, los diversos tambores de dioses, los tambores de agua, las calabazas suspendidas, las flautas de caña y de hueso de canilla y las flautas de
camote
. Pero los cantantes y danzantes estaba acompañados por el conjunto de otros instrumentos que yo no había visto en ninguna otra parte. Uno era llamado «las aguas murmurantes», era una flauta de agua que lanzaba unas notas gorgojeantes al bullir, con un efecto de eco. Había ahí también otra flauta hecha de barro, cortada en forma de un disco delgado y el que la tocaba no movía ni los labios ni los dedos, movía su cabeza alrededor mientras soplaba dentro de la boquilla, así una bolita de barro que había dentro de la flauta giraba alrededor del círculo hasta detenerse en uno o en otro agujero. Y por supuesto, había muchos de esos mismos instrumentos, una multitud de ellos. La música que producían debía de ser audible para todas las personas que estaban en sus casas, en cada una de las comunidades alrededor de los cinco lagos.
Los músicos, cantantes y danzantes hicieron sus interpretaciones en los escalones más bajos de la pirámide y en un espacio abierto directamente enfrente de ella. Cuando se cansaban, eran reemplazados por acróbatas. Hombres muy fuertes que levantaban piedras prodigiosamente pesadas, o que se lanzaban unos a otros bellas muchachas escasamente vestidas, como si éstas fueran plumas. Acróbatas que excedían a los conejos y saltamontes en sus brincos, volteretas y fantásticos saltos mortales. O ellos se colocaban sobre los hombros de otros, diez, luego veinte, luego cuarenta hombres al mismo tiempo, para formar una representación humana de la Gran Pirámide. Cómicos enanos haciendo pantomimas grotescas e indecentes. Malabaristas cuyos juegos eran increíbles, con
tlachtli
, pelotas, lanzándolas al aire de una mano a otra, en intrincados y entrelazados diseños…
No, Su Ilustrísima, no quiero dar a entender que toda la mañana se ocupaba en entretenimientos como simples diversiones (como usted quiere dar a entender) para alumbrar el horror que seguía (como quiere usted decir), y yo no sé lo que usted quiere decir por «carne de circo». Su Ilustrísima no debe deducir que estos regocijos eran en ningún momento irreverentes. Cada uno de los que representaban sus trucos o talentos en particular lo hacía para honrar a los dioses en ese día. Si las representaciones no eran tristes sino alegres, se debía a que se quería lisonjear a los dioses y tenerlos en buena disposición para recibir con gratitud nuestras ofrendas posteriores.
Todo
lo que se hizo esa mañana estaba de alguna manera conectado con nuestras creencias religiosas, costumbres o tradiciones, aunque esa relación no podría ser evidente inmediatamente para un observador extranjero como Su Ilustrísima. Por ejemplo, allí estaban los
tocotine
, que habían venido invitados por los totonaca, cuyas tierras estaban a un lado del océano y cuyo arte distintivo lo habían inventado ellos o quizá lo había inspirado su dios. Su representación requería la erección de un tronco de árbol excepcionalmente alto, que se sostenía metiéndose en un hoyo excavado especialmente en el mármol de la plaza. Un pájaro vivo era puesto dentro del hoyo y masacrado cuando el tronco era insertado en él, así su sangre sería la que les daría fuerza a los
tocotine
para que ellos pudieran volar. Sí, volar. El palo erigido alcanzaba una altura tan aterradora como la de la Gran Pirámide. En la punta se colocaba una delgada plataforma de madera, no más grande de lo que pueden encerrar los brazos de un hombre. Enroscados alrededor del tronco estaban los cabos sueltos de unas sogas muy fuertes. Cinco hombres trepaban hasta su cumbre, uno de ellos llevando un tambor pequeño y una flauta atados a su taparrabo, los otros cuatro sin ninguna carga, excepto por una profusión de brillantes plumas. De hecho, estaban totalmente desnudos a excepción de esas plumas pegadas a sus brazos. Llegando a lo alto de la plataforma, los cuatro hombres emplumados de alguna forma se sentaban en la orilla de ese pedazo de madera, mientras el quinto caminaba sobre ella muy despacio y con precaución hasta llegar a su centro.
Allí, en ese lugar tan constreñido, se paraba, vertiginosamente alto, y entonces movía un pie y luego el otro y después empezaba a bailar, acompañándose con el tamborcillo y la flauta. Tamborileaba y golpeaba el tamborcillo con una mano, mientras que con la otra manipulaba los agujeros de la flauta al soplar por ella. Para todos los que observábamos desde abajo de la plaza, silenciosamente deteniendo el aliento, la música llegaba con un sonido sordo y ligero. Mientras tanto, los otros cuatro hombres estaban haciendo algo con mucha precaución, se estaban amarrando las puntas de las sogas que colgaban del palo a sus cinturas, aunque nosotros no podíamos verlos, pues estaban demasiado alto. Cuando ellos estuvieron listos, el bailarín hizo cierta señal a los músicos de la plaza.
¡
Ba-ra-ROOM
! Sonaron los tambores de trueno y hubo una estruendosa conjunción de música y tambores que hizo saltar a los espectadores, y, en el mismo instante, los cuatro hombres en lo alto del palo también saltaron hacia el espacio. Ellos quedaron colgando y extendieron a todo lo largo sus emplumados brazos. Cada hombre llevaba las plumas de diferentes pájaros, las rojas de la guacamaya, las azules del pájaro pescador, las verdes del perico y las amarillas del tucán. Sus brazos eran como las alas extendidas de esos pájaros. Ese primer salto los llevó a cierta distancia de la plataforma, sin embargo, las sogas alrededor de sus cinturas les dieron un pequeño tirón. Todos ellos hubieran podido estrellarse contra el palo, si no fuera por la forma tan ingeniosa en que estaban enroscadas las cuerdas. El salto inicial los hizo girar en un círculo, despacio, alrededor del tronco, cada hombre equidistante de los otros y cada uno de ellos en la grácil postura de alas desplegadas, como pájaros aleteando.
Mientras el hombre que estaba en la cumbre seguía danzando y los músicos abajo seguían tocando, vibrando, cantando en acompañamiento, los cuatro hombres-pájaros continuaban volando en círculo conforme las sogas se iban desenredando del tronco, y cada vez que se desenredaban el círculo se hacía más grande y la vuelta más despacio, mientras empezaban a bajar lentamente. Pero los hombres estaban tan habituados a volar, que, como los pájaros, podían batir sus brazos emplumados de tal manera que se levantaban y descendían, y se remontaban y bajaban en su vuelo, pasándose unos a otros como si también ellos danzaran en toda la dimensión del cielo.
La soga de cada hombre se iba desenredando trece veces alrededor y hacia abajo a todo lo largo del tronco. En su último circuito, cuando sus cuerpos se estaban moviendo en el más ancho y más prolongado círculo, casi tocando las piedras de la plaza, ellos arquearon sus cuerpos y plegaron sus alas contra el viento, exactamente en la forma en que los pájaros descienden, y así fue como tocaron el suelo con sus pies y mientras las sogas se aflojaban ellos corrieron a detenerlas. Los cuatro hicieron eso al mismo tiempo. Entonces uno de ellos sostuvo su soga fuertemente tirante para que el quinto hombre se deslizara a través de ella hasta el suelo.
Si Su Ilustrísima ha leído algunas de las explicaciones previas de nuestras creencias, se habrá dado usted cuenta de que el arte de los
tocotine
no era un simple juego acrobático, sino que cada aspecto de éste tenía un significado. Los cuatro voladores estaban en parte emplumados y en parte desnudos, como Quetzalcoátl, la Serpiente Emplumada. Los cuatro hombres que circunvolaron y el hombre que danzaba en la cumbre, representaban nuestros cinco puntos de alcance: norte, este, oeste, sur y centro. Las trece vueltas de cada soga correspondían a los trece días y número de años de nuestro calendario ceremonial. Y cuatro veces trece, por supuesto, es igual a cincuenta y dos, el número de años de una gavilla de años. Había otras aplicaciones más sutiles, la palabra
tocotine
significa «los sembradores», pero no me extenderé en estas cosas, porque me doy cuenta de que Su Ilustrísima está ansioso por escuchar la parte correspondiente a los sacrificios de dedicación de la ceremonia.