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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (135 page)

«Las estatuas de los tolteca en Tolan son mucho
más
altas que cualquiera de nosotros —dijo Motecuzoma tercamente—, y cualquiera que hayan sido los colores con que las pintaron, ya no son perceptibles. Y por todo lo que nosotros sabemos, los tolteca eran de piel blanca. —Yo exhalé un fuerte suspiro de exasperación, aunque él no prestó atención a eso—. Haré que nuestros historiadores investiguen en cada papel archivado, así podremos encontrar y saber cómo
eran
exactamente los tolteca. Mientras tanto, haré que nuestros más grandes sacerdotes pongan esta comida-del-dios en un recipiente mucho más fino y que lo lleven reverentemente a Tolan y lo pongan en donde se encuentran esas esculturas tolteca…».

«Señor Orador —le dije—, en varias de mis conversaciones con esos dos hombres blancos les mencioné repetidas veces el nombre de tolteca y éste no significó nada para ellos».

Él dejó caer su mirada en la comida-del-dios y en las cuentas, y luego sonrió de manera verdaderamente victoriosa. «¡Ya lo ve! Naturalmente que ese nombre no significaría nada para un tolteca genuino, nosotros los llamamos los Maestros Artesanos, ¡
porque no sabemos cómo se llamaban a sí mismos
!».

Bueno, por supuesto que él tenía razón y yo me sentí muy cortado. No pude pensar en nada adecuado con que replicar a eso, así es que sólo murmuré: «Dudo mucho de que ellos se llamaran a sí mismos españoles. Esa palabra, como todo su lenguaje, no guarda ninguna relación con ninguna de las lenguas que yo he conocido en cualquier parte de estas tierras».

«Campeón Águila Mixtli —dijo él—, esos hombres blancos pueden ser, como usted dice, seres humanos, simples hombres, y
también tos tolteca
, descendientes de aquellos que desaparecieron desde hace tanto tiempo. Ese Rey del que ellos hablaron, muy bien puede ser ese dios Quetzalcóatl que se exilió a sí mismo. Puede estar listo en estos momentos, preparando su regreso como él lo había prometido, esperando más allá del mar a que sus súbditos, los tolteca, le informen si nosotros estamos satisfechos con su regreso».

«¿Y estamos
satisfechos
de su regreso, mi señor? —le pregunté descaradamente—. ¿Está
usted
satisfecho de eso? Porque el regreso de Quetzalcóatl despojará de su gobierno a todo gobernante en estas tierras, desde los Venerados Oradores hasta el más bajo jefe de tribu. Él será el gobernante supremo».

Motecuzoma puso una expresión de piadosa humildad. «Ese dios, cuando vuelva, seguramente estará muy agradecido con aquellos que preservaron y aun ensancharon sus dominios y sin duda él hará evidente esa gratitud. Si él me concediera, tan sólo, formar parte de su Congreso de Voceros, me sentiría altamente honrado, como ningún otro ser humano lo haya sido nunca».

Yo le dije: «Señor Orador, yo ya he cometido errores antes. Puede ser que me equivoque de nuevo al creer que esos hombres blancos no son dioses, ni son los enviados de ningún dios. Pero ¿no estará usted cometiendo un error todavía más grande, al suponer que ellos son dioses?».

«¿Suponer? ¡Yo no lo supongo! —me contestó con severidad—. No estoy diciendo, si un dios llega o no, ¡como usted está impertinentemente asegurando! —Se levantó derecho y casi me gritó—: ¡Yo soy el Venerado Orador de El Único Mundo y no digo esto o aquello, sí o no, dioses u hombres, hasta que no haya examinado, observado, esperado y tenido una
certeza
!».

Consideré, al levantarse, que me estaba despidiendo, así que cuando terminó de hablar, caminé hacia atrás y repetidamente besé la tierra, como era el protocolo, salí de la cámara y en el corredor me quité el saco de tela y me fui a casa.

¿En cuanto a la cuestión de si eran dioses y hombres? Bien, Motecuzoma dijo que esperaría hasta tener la certeza y eso fue lo que hizo. Esperó y esperó demasiado y aun cuando ya no importaba más, él todavía no tenía la certeza. Y como él esperó indeciso, al fin murió en desgracia y la última orden que él trató de dar a su pueblo fue igualmente incierta, yo lo sé, porque yo estaba allí y oí la última palabra que Motecuzoma dijo en su vida:

«
¡Mixchía…!
¡Esperen…!».

En esa ocasión, Luna que Espera no hizo nada para echar a perder mi regreso a casa. Para entonces ella tenía el pelo canoso, pero pintó o cortó lo que había quedado de aquel otro mechón blanco que tanto me ofendió. No obstante de que Beu dejó de simular que era su hermana muerta, me encontré con que había adoptado una personalidad muy diferente a la que yo había conocido durante casi media gavilla de años, desde la primera vez que la vi en la cabaña de su madre, en Tecuantépec. Durante todos esos años, cada vez que estábamos juntos, parecía que teníamos que estar peleándonos, insultándonos o en el mejor de los casos manteniendo una tregua. Pero parecía que ella había decidido que hiciéramos el papel de una pareja ya entrada en años, amigable y casada desde hacía mucho tiempo. No sé si eso fue el resultado del castigo que le había infligido, o por el qué dirán de los admirados vecinos, o porque Beu, que había llegado a la edad de los nuncas, se había dicho resignadamente:

«Nunca más tendremos animosidades abiertas entre nosotros».

De todas maneras, su nueva actitud hizo que con facilidad me adaptara otra vez a vivir en la casa y en la ciudad. Antes, siempre, aun en los días cuando mi esposa Zyanya y mi hija Nochipa estaban vivas, siempre había regresado a casa con la idea de volver a partir pronto, en busca de nuevas aventuras, pero cuando regresé esa vez, sentí que lo hacía para quedarme en casa para el resto de mi vida. Si hubiera sido joven, pronto me habría rebelado contra ese proyecto y habría encontrado alguna razón para volver a partir, a viajar, a explorar; o si hubiera sido un hombre pobre, me habría tenido que mover para ganarme la vida, o si Beu hubiera sido la mujer colérica de otros tiempos, yo habría tenido que encontrar
alguna
excusa para tenerme que ir… hasta guiando una tropa de guerreros a algún lugar en donde hubiera guerra. Pero por primera vez en mi vida no tenía ninguna razón o necesidad para irme lejos y recorrer todos los caminos y todos los días. Hasta me persuadí a mí mismo de que
merecía
un largo descanso y la vida fácil que mi riqueza y mi esposa me podían proporcionar. Así es que gradualmente caí en una rutina que ni me exigía ni me recompensaba mucho, pero por lo menos me tenía ocupado y no muy aburrido. Y no hubiera podido hacer eso, si no hubiera sido por el cambio de carácter de Beu.

Cuando digo que ella había cambiado, me refiero a que había logrado con mucho éxito esconder el desagrado y el aborrecimiento que siempre había sentido por mí durante toda su vida. Ella jamás me dio una razón para que yo pensara que esos sentimientos habían muerto en ella, sino que solamente dejó de demostrarlos y esa pequeña ficción fue suficiente para mí. Dejó de mostrarse orgullosa e incisiva y se tornó blanda y dócil en la forma en que lo eran la mayoría de las esposas. En cierto modo, casi echaba de menos a la mujer imperiosa que había sido, pero esa pequeña pena desaparecía por el peso de encima que se me quitaba al no tener que batallar con su testarudez. Cuando Beu disimulaba la personalidad que siempre la había caracterizado y asumía esa otra personalidad de deferencia y solicitud, entonces, yo podía tratarla con la misma cortesía.

Su dedicación a la vida de casada no incluyó la sugestión desdeñosa de que al fin la utilizaría como esposa, cosa que me había estado refrenando de aprovecharme. Nunca sugirió que consumáramos nuestro matrimonio; nunca más volvió a ostentar su feminidad o a incitarme burlonamente; nunca se quejó de que tuviéramos habitaciones separadas. Y yo me alegré mucho de que no lo hiciera. Si hubiera tenido que rechazar sus avances amorosos, la nueva ecuanimidad de nuestras vidas en común se habría visto perturbada, pues habría sido muy difícil para mí el obligarme a abrazarla como esposa. El hecho triste era que Luna que Espera era tan vieja como yo y su edad estaba reflejada en ella. De esa belleza que una vez había sido igual a la de Zyanya, quedaba muy poco, sólo sus bellos ojos y yo rara vez los miraba. En su nuevo papel servicial, Beu trató siempre de permanecer modestamente en un segundo plano, y de la misma manera, siempre hablaba en voz baja. Antes, sus ojos acostumbraban a mirarme con destellos brillantes y su voz, al dirigirse a mí, había sido mordaz, burlona o desdeñosa; pero entonces, con su nuevo disfraz, cuando me hablaba, y esto era muy raras veces, lo hacía con suavidad. Cuando salía de casa por las mañanas acostumbraba a preguntarme: «¿Cuándo desea mi señor que se le sirva su comida y qué desea comer?». Cuando dejaba la casa por las tardes, me prevenía: «Puede ser que haga aire frío, mi señor, y puede enfermarse si no lleva un manto más pesado».

Ya les he dicho que tenía una rutina diaria, y era ésta: salía de casa por las mañanas y por las tardes, para pasar el tiempo en las únicas dos maneras que pude encontrar. Cada mañana iba a la Casa de los Pochteca y pasaba la mayor parte del día allí, conversando, escuchando y bebiendo el rico
chocólatl
que era servido por los criados. Por supuesto que los tres ancianos que me habían entrevistado en esas habitaciones, media gavilla de años antes, habían muerto hacía mucho tiempo, pero habían sido reemplazados por un buen número de hombres como ellos: viejos, gordos, calvos, complacidos y seguros de su propia importancia y de su dirección en el establecimiento. A excepción de que todavía no estaba ni calvo ni gordo y que tampoco me
sentía
viejo, supongo, hubiera podido pasar por uno de ellos, pues lo único que hacía era regodearme en el recuerdo de mis aventuras y en mi presente opulencia.

La llegada ocasional de algún mercader con su caravana, me ofrecía una oportunidad para hacerle una oferta sobre sus mercancías o por la parte de éstas que me gustara. Y antes de que el día terminara, usualmente había convencido a otro
pochtécait
para que comprara mi mercancía, teniendo un beneficio por ella. Podía hacer eso sin tener que dejar, siquiera, mi taza de
chocólatl
, sin tener la necesidad de ver lo que había comprado y vendido. Algunas veces, había en el edificio algunos jóvenes que aspiraban a ser mercaderes, haciendo los preparativos para su primer aventura a alguna parte. Entonces, yo los detenía todo el tiempo que podía, dándoles todo el beneficio de mi experiencia en alguna ruta en particular, por lo menos todo el tiempo que escucharan sin molestarse e inventar algunos encargos urgentes. Sin embargo, la mayoría de los días sólo había unas cuantas personas presentes, yo y algunos
pochteca
ya retirados, que no tenían otro lugar en donde pasar su tiempo de ocio. Así es que nos sentábamos juntos e intercambiábamos historias en lugar de mercancías. Yo escuchaba sus historias de aquellos días en que ellos habían sido más jóvenes y menos ricos, pero con una ambición ilimitada; los días cuando ellos viajaban, cuando enfrentaron riesgos y peligros. Todas nuestras historias eran lo suficientemente interesantes, sin necesidad de adornarse, por lo menos yo no necesitaba exagerar las mías, pero como todos los viejos trataban de que sus cuentos fueran mejores que los de los otros, en lo único de sus experiencias y su variedad, en los peligros que habían tenido que afrontar y la forma tan difícil en que habían podido escapar a ellos, en lo notable de sus adquisiciones que tan astutamente habían conseguido… bien, pues me di cuenta de que algunos de esos hombres empezaron a adornar sus aventuras después de haber contado diez o doce cuentos… En las tardes salía de casa, no para buscar compañía, sino porque quería estar solo para recordar, murmurar y anhelar sin ser observado. Por supuesto que no hubiera objetado nada si mi soledad se hubiera visto interrumpida por el encuentro de alguno de los ya idos. Sin embargo, como ya les he dicho, eso todavía no me ha sucedido. Así es que con serena esperanza y no con expectación, caminaba en la noche por las calles casi vacías de Tenochtitlan, de un lado a otro de la isla, recordando alguna cosa que ocurrió ahí o allí o más allá.

En el norte estaba el camino-puente de Tepeyaca, a través del cual había cargado a mi pequeña cuando habíamos huido de la inundación de la ciudad para buscar un lugar seguro en la tierra firme. En ese tiempo, Nochipa sólo había podido hablar dos palabras a la vez, pero algunas de ellas habían dicho mucho, pues en aquella ocasión ella había dicho: «Noche oscura».

Hacia el sur, estaba el camino-puente hacia Coyohuacan y hacia las tierras lejanas del sur, el camino-puente que yo había cruzado con Cózcatl y Glotón de Sangre en mi primera expedición mercantil. En el amanecer esplendoroso de aquel día, el poderoso volcán Popocatepetl nos había visto partir y parecía que nos decía: «Vosotros os vais, mi gente, pero yo me quedo…».

En medio de la isla había dos grandes plazas. La que estaba más al sur era la de El Corazón del Único Mundo, en donde se alzaba la Gran Pirámide, tan grande, sólida y eterna en su aspecto que el que la veía podría pensar que se levantaría allí por siempre, tanto como se levantaría el Popocatepetl en el distante horizonte. Se me hacía difícil, aun a mí, pensar que era tan viejo que había visto terminar la construcción de esa pirámide, que había estado por muchos años sin terminar, cuando la vi por primera vez.

La plaza que estaba más al norte era la de Tlaltelolco, esa área de mercado amplia y extensa, por la que por primera vez había caminado cogiendo apretadamente la mano de mi padre, y cuando él había pagado generosamente un precio extravagante al comprarme la primera nieve que saboreé en mi vida, mientras le decía al vendedor: «Recuerdo los Tiempos Duros…». Fue entonces cuando me encontré por primera vez con el hombre color cacao, quien tan certeramente me predijo la vida que tenía por venir.

Al recordar eso, me sentí bastante perturbado pues me recordó que todo ese futuro que él había visto, estaba ya en mi pasado. Cosas que alguna vez había visto, ahora se convertían en recuerdos. Para entonces, estaba a punto de completar mi gavilla de años y no muchos hombres han vivido más de esos cincuenta y dos años. ¿Entonces no habría más futuro para mí? Cuando me había estado diciendo a mí mismo que al fin estaba disfrutando, como debía ser, la vida de ocio por la que había trabajado tanto, quizás sólo estaba rehusando confesarme que había sobrevivido a mi utilidad, que había sobrevivido a todas las personas que había amado y que me habían amado. ¿Estaba sólo utilizando un espacio en este mundo, en lo que era llamado a presentarme a otro?

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