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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (137 page)

Me giré hacia mi izquierda, levanté mi cristal y vi al mismo hombre encorvado, de color cacao, vestido con jirones que había visto muy seguido en mi vida. Me volví a mi derecha y vi a aquel otro mejor vestido, pero sucio y cansado, que había visto antes, aunque no tan seguido. Supongo que debí de brincar y lanzar un fuerte grito, pero sólo me reí entre dientes como un borracho, dándome cuenta de que eran simplemente visiones producidas por todo el
octli
que había ingerido. Todavía riendo me dirigí a ambos:

«Venerables señores, ¿no se han ido a la tumba con su personificador?».

El hombre de color cacao sonrió enseñando los pocos dientes que tenía: «Hubo un tiempo en que tú creías que éramos dioses. Supusiste que yo era Huehuetéotl, El Más Viejo de Todos los Viejos Dioses, el que fue más venerado en estas tierras, mucho antes de que lo fueran los otros».

«Y yo era el dios Yoali Ehécatl —dijo el hombre sucio—. El Viento de la Noche, quien puede arrebatar a los viajeros que caminan despreocupados por la noche, o recompensarlos, de acuerdo a su voluntad».

Yo asentí, decidido a seguirles el humor aunque ellos sólo fueran alucinaciones. «Es verdad, mis señores, de que yo una vez fui joven y crédulo. Pero luego supe que el pasatiempo favorito de Nezahualpili era vagar disfrazado por el mundo».

«¿Y eso hace que no creas en los dioses?», me preguntó el hombre color cacao. Yo hipé y dije: «Déjeme aclarar esto. Nunca me he encontrado con ninguno, excepto ustedes dos».

El hombre polvoriento murmuró oscuramente: «Pudiera ser que los verdaderos dioses sólo aparecieran cuando están cerca de desaparecer».

Yo les dije: «Entonces, será mejor que ustedes desaparezcan, y se vayan a donde deben estar. Nezahualpili no se sentirá muy contento caminando por ese horrendo camino hacia Mictlan, mientras dos de sus formas incorpóreas están todavía en este mundo».

El hombre color cacao se rió. «Quizás no podamos dejarte, viejo amigo. Hemos seguido por tanto tiempo tu destino en
tus
diferentes personalidades: como Mixtli, el Topo, Cabeza Inclinada, ¡Trae!, como Zaa Nayázú, Ek Muyal, Sukurú…».

Yo le interrumpí: «Usted recuerda todos mis nombres mejor que yo».

«¡Entonces, recuerda los nuestros! —dijo cortante—. Yo soy Huehuetéotl y éste es Yoali Ehécatl».

«Para ser unos simples aparecidos —gruñí—, ustedes son abominablemente persistentes e insistentes. Hace mucho que no había estado tan borracho como ahora, la última vez debió de haber sido hace unos siete u ocho años. Y ahora recuerdo… que entonces dije que algún día encontraría a un dios en alguna parte y entonces le preguntaría… le preguntaría esto: ¿por qué los dioses tenían que dejarme vivir por tanto tiempo, mientras que hacían morir a todas aquellas personas que estaban cerca de mi corazón? Mi querida hermana, mi amada esposa, mi hijo recién nacido, mi adorada hija y tantos amigos cercanos, aunque fueran cariños pasajeros…».

«Eso tiene una fácil respuesta —dijo la harapienta aparición que se llamaba a sí misma El Más Viejo de Todos los Viejos Dioses—: Esas personas fueron, por decirlo así, los martillos y los cinceles con que te hemos esculpido y ellos se rompieron o fueron descartados. Tú, no. Tú has aguantado todos los golpes, las raspaduras y las asperezas».

Yo asentí con la solemnidad de la borrachera y dije: «Ésa es la respuesta de un borracho, si es que es una respuesta».

La polvorienta aparición que se llamaba a sí misma Viento de la Noche dijo: «De toda la gente, Mixtli, tú eres el que más sabes que una estatua o un monumento no llega ya esculpido a la cantera de piedra caliza. Debe ser cortado con hachas, alisado con polvo de obsidiana y expuesto a los elementos para que se endurezca. Y hasta que no está cortado, endurecido y pulido no se puede utilizar».

«¿Utilizar? —dije con aspereza—. Al final de mis caminos y de mis días ya mermados, ¿para qué podría ser útil?».

Viento de la Noche dijo: «Yo mencioné un monumento. Lo único que tienes que hacer es estar en pie y derecho, pero no siempre es una cosa fácil de hacer».

«Y no se consigue fácilmente —dijo El Más Viejo de Todos los Dioses Viejos—. Esta misma noche, tu Venerado Orador Motecuzoma ha cometido un error irreparable y cometerá otros. Una tormenta de fuego y sangre se aproxima, Mixtli. Has sido tallado y endurecido con un solo propósito, que puedas sobrevivir a ella».

Volví a hipar y pregunté: «¿Y por qué yo?».

El Más Viejo dijo: «Hace mucho tiempo, un día tú estuviste parado al lado de una colina, no lejos de aquí, indeciso si escalarla o no. Entonces yo te dije que ningún hombre podría jamás vivir cualquier vida, que no fuera la que él escogiera. Tú escogiste subir la cuesta. Los dioses te elegimos y te ayudamos». Yo reí con una risa horrible.

«Oh, tú no puedes apreciar nuestras intenciones —admitió—, no más que la piedra puede reconocer los beneficios que le da el martillo y el cincel. Pero sí te ayudamos. Y ahora tienes que devolver los favores recibidos».

«Tú sobrevivirás a la tormenta», dijo Viento de la Noche. El Más Viejo continuó: «Los dioses te ayudaron a llegar a ser un conocedor de palabras; luego para que viajaras a muchas partes, para ver, aprender y adquirir mucha experiencia. Es por eso que tú, más que ningún otro hombre, sabrás cómo era el Único Mundo». «¿Era?», repetí.

El Más Viejo hizo un gesto como de barrer con su brazo delgado. «Todo esto va a desaparecer de la vista, del tacto y de cualquier otra sensación y sentido humano. Sólo existirá en la memoria. Y tú serás el encargado de recoger y transmitir esos recuerdos».

«Tú perseverarás», dijo Viento de la Noche.

El Más Viejo cogió mi hombro y dijo con un dejo de infinita melancolía: «Algún día, cuando todo se haya ido… para nunca volverse a ver… algunos hombres levantarán las cenizas de estas tierras y ellos se maravillarán y se preguntarán. Tú tienes los recuerdos y las palabras para contar la magnificencia de El Único Mundo, para que así nunca sea olvidado. ¡Tú, Mixtli! Cuando todos los monumentos de todas estas tierras hayan caído, cuando incluso la Gran Pirámide haya caído, tú no lo harás». «Tú permanecerás en pie», dijo Viento de la Noche. Yo me reí otra vez, mofándome ante la absurda idea de que la Gran Pirámide se cayera alguna vez. Todavía tratando de seguirles el humor a los dos fantasmas censores, les dije: «Mis señores, yo no estoy hecho de piedra. Sólo soy un hombre y un hombre es el más frágil de los monumentos».

Pero no escuché ninguna respuesta o censura. Las apariciones se habían ido tan rápidamente como habían llegado y yo estaba hablando solo.

Desde la distancia en donde estaba sentado, la antorcha de la calle parpadeaba sus caprichosas llamas azules. Bajo esa luz mortecina, las flores rojas del
tapachini
que caían sobre mí se veían oscuras, de un color carmesí, como si lloviznara gotas de sangre. Me estremecí de horror, pues sentí algo que ya había experimentado una vez, mucho tiempo antes —cuando por primera vez me había parado a la orilla de la noche, a la orilla de la oscuridad—, el sentimiento de encontrarme totalmente solo en el mundo, desolado y perdido. El lugar en donde estaba sentado era sólo una pequeña isla dentro de la luz azul y opaca y todo lo que le rodeaba estaba oscuro, vacío y el suave gemido del viento nocturno, y el viento gemía: «Recuerda…».

Cuando fui despertado por el guarda que hacía su ronda, apagando las antorchas de la calle, al amanecer, me reí de mi conducta de borracho, tan impropia, e incluso de mi sueño tan tonto. Caminé de regreso al palacio, entumecido por haber dormido en la banca de piedra fría, esperando encontrar a toda la corte todavía dormida. Pero había una gran excitación allí, todo el mundo estaba levantado y se movía de un lado para otro y un buen número de guerreros mexica armados estaban inexplicablemente apostados en todas las puertas del edificio. Cuando encontré al príncipe Huexotzinca y ceñudo me dio la noticia, entonces empecé a preguntarme si el encuentro de la noche pasada había sido en realidad un sueño. Pues la nueva era que Motecuzoma había hecho una cosa muy baja y jamás oída. Ya he dicho que era una tradición inviolable que en una solemne ceremonia como el funeral de algún alto gobernante, no se echara a perder ésta con un asesinato o con algún otro tipo de traición. También he dicho que el ejército acolhua había sido dado de baja por el difunto Nezahualpili y las pocas tropas que todavía estaban bajo las armas, no estaban preparadas para rechazar invasiones. Como también les dije, Motecuzoma había enviado al funeral a su Mujer Serpiente y al jefe de su ejército, Cuitláhuac. Pero no les he dicho, porque no lo sabía, que Cuitláhuac había llevado consigo un
acali
de guerra con sesenta buenos guerreros mexica, quienes habían desembarcado secretamente, a las afueras de Texcoco. Durante la noche, mientras en la confusión de mi borrachera estaba conversando con mis alucinaciones o conmigo mismo, Cuitláhuac y sus guerreros habían derrotado a los guardias de palacio, habían tomado el edificio y el Mujer Serpiente había citado a todos sus habitantes para que escucharan lo que iba a proclamar. El Príncipe Flor Oscura
no
sería coronado como el sucesor al trono padre. Motecuzoma, como jefe supremo de la Triple Alianza, había decretado que el gobernante de Texcoco sería, en lugar de él, uno de los príncipes menores, Cacama, Mazorca de Maíz, de veinte años de edad e hijo de Nezahualpili y de una de sus concubinas, que no incidentalmente era la hermana menor de Motecuzoma.

Ese despliegue de coacción era inaudito y censurable, pero indisputable. Aunque la política pacifista de Nezahualpili hubiera sido admirable en un principio, desgraciada y tristemente dejó a su pueblo incapacitado para resistir cuando los mexica se mezclaran en sus asuntos. El Príncipe Heredero Flor Oscura demostró la más furiosa y oscura indignación, pero fue todo lo que pudo hacer. El Jefe Cuitláhuac no era un hombre malo a pesar de ser hermano de Motecuzoma y de haber seguido sus órdenes, así es que expresó sus condolencias al desposeído príncipe y le aconsejó que se fuera silenciosamente lo más lejos posible, antes de que Motecuzoma pudiera tener la buena idea, muy práctica por cierto, de hacerlo su prisionero o de eliminarlo.

Así es que Flor Oscura se fue ese mismo día, acompañado por sus cortesanos, sirvientes y guardias personales y de un buen número de otros nobles, que estaban igualmente enfurecidos por lo que había sucedido, todos ellos prometiendo a viva voz que tomarían venganza por haber sido traicionados por un aliado que lo había sido durante mucho tiempo. El resto de la gente de Texcoco sólo pudo quedarse impotentemente ultrajada y preparándose para asistir a la coronación del sobrino de Motecuzoma, como Cacámatzin, Uey-Tlatoani de los acolhua.

No me quedé a la ceremonia. Yo era mexícatl y en esos momentos un mexícatl no era muy popular en Texcoco, y en verdad que no me sentía muy orgulloso de ser un jnexícatl. Aun mi antiguo compañero de escuela, Huexotzinca, me miraba pensativo, probablemente preguntándose si yo había hablado veladamente de esa traición cuando le había dicho:

«Motecuzoma no amará a tu hermano más de lo que amó a tu padre». Así es que me fui y regresé a Tenochtitlan, en donde todos los sacerdotes jubilosamente estaban preparando ritos especiales en casi todos los templos, para celebrar «la estratagema tan astuta de nuestro Venerado Orador». Y Cacámatzin apenas había calentado con sus nalgas la silla del trono de Texcoco, cuando le fue anunciado que la política de su padre sería derogada, llamando a lista nuevamente a todas las tropas acolhua, para ayudar a su tío Motecuzoma a llevar a efecto otra batalla ofensiva en contra de la eternamente beligerante nación de Texcala. Tampoco esa guerra tuvo éxito, principalmente porque el nuevo aliado de Motecuzoma, joven y belicoso, no fue de mucha ayuda para él, a pesar de que lo había seleccionado personalmente y de que era su pariente. Cacama no era ni amado ni temido por sus súbditos y su llamada a todos los guerreros fue absolutamente ignorada. Aunque en seguida él hizo una llamada severa para el reclutamiento, sólo unos pocos hombres, comparativamente, respondieron a ésta, y eso con mucha reluctancia, y demostraron ser muy negligentes en la batalla. Otros acolhua, quienes de otra manera hubieran estado ansiosos de tomar las armas, se excusaron diciendo que ya eran muy viejos para pelear o que habían caído enfermos durante los años de paz que Nezahualpili había decretado o que eran padres de una gran familia a la que no podían dejar. La verdad era que ellos eran fieles al Príncipe Heredero que debió ser su Venerado Orador.

Al dejar Texcoco, Flor Oscura se había ido a alguna otra residencia campestre de la familia real, en algún lugar al norte en las montañas y había empezado a fortificar una guarnición allí. Además de los nobles y sus familias que se habían ido, voluntariamente, al exilio con él, muchos otros acolhua se unieron a esa compañía: campeones y guerreros que habían servido bajo las órdenes directas de su padre. Había otros hombres también que aunque no podían dejar sus hogares o negocios permanentemente y que por eso se tuvieron que quedar en los dominios de Cacama, se escurrían por intervalos al reducto que Flor Oscura tenía en la montaña, para adiestrarse y practicar con las otras tropas. Todos esos hechos eran desconocidos por mí en ese tiempo, como también lo eran a la mayoría de la gente. Era un secreto muy bien guardado el que Flor Oscura se estaba preparando, despacio y cuidadosamente, para rescatar su trono de las manos del usurpador, aunque tuviera que pelear con toda la Triple Alianza.

Mientras tanto, la disposición de Motecuzoma, venenosa la mayor parte del tiempo, no había adelantado mucho. Sospechaba que había caído mucho en el ánimo y en la estima de los otros gobernantes, por su intervención dominante en los asuntos de Texcoco. Se sentía humillado por haber fallado, una vez más, en su intento de humillar a Texcala, y no estaba muy complacido con su sobrino Cacama. Entonces, como si no tuviera suficientes cosas que le causaran preocupación y fastidio, otras todavía más problemáticas empezaron a ocurrir.

La muerte de Nezahualpili casi pudo haber sido la señal para que se cumplieran sus oscuras predicciones. En el mes El Árbol Se Levanta que siguió a su funeral, un mensajero-veloz maya llegó con más noticias perturbadoras acerca de que los extraños hombres blancos habían vuelto otra vez a Uluümil Kutz y esa vez no fueron dos, sino cientos. Habían llegado en tres barcos, que echaron anclas en el puerto del pueblo de Kimpech, en la playa oeste de la península, y habían remado hacia la playa en sus grandes canoas. La gente de Kimpech, la que no había sido diezmada por las pequeñas viruelas, resignadamente los dejaron desembarcar sin molestarlos u oponerse. Sin embargo, los hombres blancos entraron en un templo, todos en grupo, y sin hacer siquiera un gesto para pedir permiso, empezaron a arrancar la ornamentación dorada del templo, a lo cual, la población local arremetió en contra de ellos. O por lo menos lo Intentaron, según dijo el mensajero, pues las armas de los guerreros kimpech se estrellaban contra los cuerpos de metal de los hombres blancos y entonces éstos habían gritado «¡Santiago!», como un grito de guerra y pelearon retrocediendo a sus barcos, con unos palos que llevaban, pero que no eran palos ni estacas. Los palos esos lanzaban truenos y luces como lo hace el dios Chak cuando está enojado, y muchos maya cayeron muertos a gran distancia por lo que escupían esos palos. Por supuesto que ahora todos sabemos lo que el mensajero estaba tratando de describir, la armadura de acero de sus soldados y sus arcabuces que matan desde lejos, pero en aquel tiempo esa historia parecía la de un demente.

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