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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (140 page)

Uno de los ancianos consejeros, diplomáticamente, completó la diversión al hacerle una señal a otro de los mensajeros para que hablara. Ése, inmediatamente empezó a balbucir muy rápido y mezclando los lenguajes. Era evidente que había estado presente por lo menos en una de las conferencias entre su gobernante y los visitantes, y estaba repitiendo cada una de las palabras que habían hablado entre ellos. También era evidente que el jefe blanco hablaba en español y después otro de los visitantes lo traducía al maya y después eso era traducido al náhuatl para que lo pudiera entender Patzinca, y después de que Patzinca había contestado, era otra vez traducido al jefe blanco de la misma manera.

«Afortunadamente está usted aquí, Mixtli —me dijo Motecuzoma—. Aunque el náhuatl está muy mal hablado, por lo menos podremos coger sentido, con suficientes repeticiones. Mientras que las otras lenguas… ¿puede decirnos qué es lo que ellos quieren decir?».

Me hubiera gustado poder hacerlo con una traducción inmediata y fluida, pero en verdad entendía tan poco como todos los presentes, incluyendo al que estaba revolcando las palabras. El acento del mensajero totonaca era más que un impedimento, pero tampoco su gobernante hablaba bien el náhuatl, ya que él sólo había aprendido ese lenguaje para conversar con sus superiores. También, como el dialecto maya era una traducción de la tribu xiu y aunque yo era bastante competente en esa lengua, era muy difícil de comprender, pues aparentemente el traductor blanco no era muy ducho en esa lengua. Y entonces, por supuesto que yo no hablaba fluidamente el español, además de que había muchas palabras en español como «rey» y «virrey» que no existían en ninguno de nuestros lenguajes, y por lo tanto no se podían traducir ni en xiu ni en náhuatl. Un poco abatido tuve que confesar a Motecuzoma:

«Quizás yo también, mi señor, oyendo varias repeticiones pueda sacar algo limpio de todo esto. Pues de momento lo único que puedo decirle es que la palabra que más pronuncia en la lengua del hombre blanco es “cortés”».

Motecuzoma dijo desalentado: «Una palabra».

«Eso quiere decir cortesía, Señor Orador, o gentil, o bien educado, o bondadoso».

Los ojos de Motecuzoma se iluminaron un poco y dijo: «Bueno, por lo menos eso no pronostica nada malo, si los forasteros hablan de gentileza y bondad». Me contuve de hacerle notar que los forasteros no habían tenido una conducta muy gentil cuando asaltaron las tierras de Cupilco.

Después de vacilar un momento, Motecuzoma nos dijo a mí y a su hermano, el jefe guerrero Cuitláhuac, que nos lleváramos a los mensajeros a algún lado y escucháramos todo lo que tenían que decir, tantas veces como fuera necesario, hasta que pudiéramos reducir todo el flujo de sus palabras a un informe coherente de lo que había sucedido en la nación totonaca. Así es que los llevamos a mi casa, en donde Beu nos dio suficiente comida y bebidas para todos, y dedicamos varios días completos a escucharlos. Uno de los mensajeros repitió una y otra vez el mensaje que había enviado Patzinca, los otros tres, repitieron una y otra vez toda aquella palabrería que memorizaron en las varias conferencias, en diversas lenguas, que tuvo Patzinca con sus visitantes. Cuitláhuac se concentró en las porciones recitadas en náhuatl, yo en las xiu y español, hasta que nuestros oídos y cerebros estaban bien embotados. Sin embargo, de ese flujo de palabras pudimos al fin sacar algo en limpio que yo puse en palabras-pintadas.

Cuitláhuac y yo percibimos que la situación era ésta. Los hombres blancos parecían estar escandalizados porque los totonaca o cualquier otro pueblo tuvieran que sentir temor o estar subyugados a la dominación de un gobernante «extranjero» llamado Motecuzoma. Les ofrecieron utilizar sus armas, únicas e invencibles, para «liberar» a los totonaca y a otros que desearan igualmente verse libres del despotismo de Motecuzoma, con la condición de que esos pueblos se aliaran a su Rey Don Carlos, quien todavía era más extranjero. Nosotros sabíamos que algunas naciones gustosamente se unirían para destruir a los mexica, pues ninguna de ellas había estado muy
complacida
de tener que pagar tributo a Tenochtitlan, y Motecuzoma había hecho que los mexica fuéramos todavía menos populares en todo El Único Mundo. Sin embargo, los hombres blancos habían añadido otra condición a su ofrecimiento de liberación, y la aceptación de ésta por cualquier aliado sería tanto como cometer un acto de rebelión todavía más horroroso.

Nuestro Señor y Nuestra Señora, dijeron los hombres blancos, estaban celosos de todas sus deidades y se sentían asqueados con la práctica de sacrificios humanos. Todos los pueblos que deseasen liberarse de la dominación de los mexica, debían, también, adorar al nuevo dios y a la nueva diosa. Deberían evitar toda ofrenda sangrienta, tenían que tirar o destruir todas sus estatuas y todos los templos dedicados a sus viejas deidades, y en su lugar pondrían las cruces que representaban a Nuestro Señor y las imágenes de Nuestra Señora que los hombres blancos les proporcionarían. Cuitláhuac y yo estuvimos de acuerdo en que los totonaca y cualquier otro pueblo descontento podría ver una gran ventaja en deponer a Motecuzoma y a todos sus mexica que se esparcían por doquier y ponerse de lado del Rey Don Carlos, que estaba todavía más lejos e invisible. Pero también estábamos seguros que ningún pueblo estaría dispuesto a renunciar a los antiguos dioses, inmensurablemente más atemorizantes que
cualquier
gobernante en la tierra y por lo tanto correr el riesgo de ser destruidos, ellos y hasta todo El Único Mundo, por un terremoto. Nos dimos cuenta por sus mensajeros que hasta el voluble Patzinca estaba espantado ante esa sugestión.

Así es que ésa era la narración y las conclusiones que nosotros recogimos y que llevamos al palacio. Motecuzoma puso sobre sus piernas el libro de papel de corteza que le entregué, y lo fue leyendo melancólicamente, pasando hoja por hoja, mientras yo contaba lo que había escrito, en voz alta para beneficio del Consejo de Voceros que estaba allí reunido. Pero esa reunión, como la anterior, fue interrumpida por el mayordomo de palacio que nos anunció que otros recién llegados imploraban audiencia inmediata.

Eran los cinco registradores que habían estado en Tzempoalan cuando los hombres blancos llegaron. Como todos los oficiales que viajaban recogiendo los tributos de esas tierras, ellos portaban sus más ricos mantos, sus penachos de plumas y las insignias de su oficio —para impresionar y atemorizar a los qué pagaban el tributo—, pero ellos entraron en el salón del trono como pájaros que hubieran sido zarandeados por una tormenta. Estaban desgreñados, sucios, flacos y sin resuello, parte porque, como dijeron ellos, habían llegado de Tzempoalan a paso rápido, pero principalmente porque habían pasado muchos días y noches confinados en la maldita jaula prisión en donde los había encerrado Patzinca, y en donde no había facilidades sanitarias.

«¿Qué locura está sucediendo allí?», preguntó Motecuzoma.

Uno de ellos suspiró cansado y dijo: «
Ayya
, mi señor, es indescriptible».

«¡Tonterías! —dijo Motecuzoma—. Todo lo que puede sobrevivir es descriptible. ¿Cómo se las arreglaron para escapar?».

«No escapamos, Señor Orador. El jefe de los extranjeros blancos, en secreto, nos abrió la jaula».

Todos parpadeamos y Motecuzoma exclamó: «
¿En secreto?
».

«Sí, mi señor. El hombre blanco que se llama Cortés…».

«¿Su
nombre
es Cortés?», exclamó Motecuzoma taladrándome con la mirada, pero yo sólo pude encogerme de hombros impotente y poner una cara de confundido, igual a la de él. Aunque los recordadores de palabras habían memorizado partes de las conversaciones, con las cuales me dieron la idea de que era un nombre.

El recién llegado continuó, paciente y cansadamente: «El hombre blanco, Cortés, llegó a nuestra jaula en secreto una noche, cuando no había totonacas en los alrededores y lo hizo acompañado por dos intérpretes. Abrió la puerta de la jaula con sus propias manos. Por medio de sus intérpretes nos dijo que su nombre era Cortés y que huyéramos para salvar nuestras vidas y nos pidió que trajéramos sus respetos y saludos a nuestro Venerado Orador. El hombre blanco Cortés desea que usted sepa, mi señor, que los totonaca se quieren rebelar y que Patzinca nos puso en prisión a pesar de que Cortés le previno con urgencia de que no debía tratar así tan rudamente a los enviados del poderoso Motecuzoma. Cortés desea que usted sepa, mi señor, que ha escuchado mucho acerca del poderoso Motecuzoma y que es un ferviente admirador de usted y que él de buena gana se arriesgó a ponerse bajo la furia del traicionero Patzinca, mandándonos de regreso sanos y salvos como una muestra de simpatía. También desea que sepa que él utilizará toda su persuasión para evitar que los totonaca se levanten en contra de usted. A cambio de mantener la paz, Señor Orador, el hombre blanco Cortés sólo pide que lo invite a Tenochtitlan, así él podrá personalmente rendir homenaje al más grande gobernante de todas estas tierras».

«Bien —dijo Motecuzoma sonriendo y sentándose muy derecho en su trono, inconscientemente componiéndose ante esa muestra de adulación—. El hombre blanco forastero tiene un nombre adecuado, Cortés».

Sin embargo su Mujer;, Serpiente, Tlácotzin, le preguntó al hombre que acababa de hablar: «¿Y usted cree lo que le dijo el hombre blanco?».

«Señor Mujer Serpiente, sólo le puedo decir lo que sé. Que fuimos hechos prisioneros por los totonaca y liberados por el hombre Cortés».

Tlácotzin se volvió hacia Motecuzoma: «Nos han dicho los mismos mensajeros de Patzinca que éste puso las manos sobre estos funcionarios, sólo después de que se lo ordenó el jefe de los hombres blancos».

Motecuzoma dijo con incertidumbre: «Patzinca pudo haber mentido, por algunas razones aviesas».

«Yo conozco a los totonaca —dijo Tlácotzin desdeñosamente—. Ninguno de ellos, incluyendo a Patzinca, tiene el coraje de rebelarse o el ingenio para ser hipócrita. No sin ayuda».

«Si me permites hablar, Señor Hermano —dijo Cuitláhuac—. Todavía no has terminado de leer el informe que preparamos el Campeón Mixtli y yo. Las palabras que repetimos ahí son las palabras exactas que se dijeron el hombre Cortés y el Señor Patzinca. Y no están de acuerdo con el mensaje que acabamos de recibir de ese tal Cortés. No hay duda de que él engañó astutamente y con maña a Patzinca para que cometiera una traición y que ha mentido desvergonzadamente a los registradores».

«Eso no tiene sentido —objetó Motecuzoma—. ¿Por qué habría de incitar a Patzinca para que nos traicionara aprisionando a estos hombres y luego negarlo dejándolos libres por sí mismo?».

«Quería tener la seguridad de que nosotros culpáramos a los totonaca por la traición —resumió el Mujer Serpiente—. Ahora que los funcionarios han regresado, Patzinca debe estar aterrorizado y preparando su ejército en contra nuestra, esperando la represalia. Cuando ese ejército lo haya reunido sólo para defenderse, el hombre Cortés lo puede incitar fácilmente para que lo utilice no para defenderse sino para atacar».

Cuitláhuac añadió: «Y eso
está
totalmente de acuerdo con nuestras conclusiones, ¿no es así, Mixtli?».

«Sí, mis señores —dije, dirigiéndome a todos los presentes—. El jefe blanco Cortés claramente desea
algo
de nosotros los mexica y utilizará la fuerza si es necesario. La amenaza es implícita en el mensaje que trajeron los registradores, tan astutamente puestos en libertad. El precio que pide por mantener a los totonaca tranquilos es que lo invitemos aquí. Si esa invitación se le rehúsa, él utilizará a los totonaca y quizás a otros para que los ayuden a pelear aquí».

«Entonces nosotros podemos anticiparnos a eso —dijo Motecuzoma— extendiéndole la invitación que solicita. Después de todo, él sólo dice que desea presentar sus respetos y está bien que lo haga. Si viene sin su ejército, sólo con una escolta de sus oficiales de alto rango, ciertamente que nadie le causará daño aquí. Yo creo que lo que él desea es pedir permiso para asentar una colonia en la costa. Ya sabemos que estos forasteros son por naturaleza isleños y marineros. Si sólo desean una porción de playa cerca del mar…».

«Siento cierta vacilación al contradecir a mi Venerado Orador —dijo una voz enronquecida—, pero los hombres blancos desean algo más que una porción de playa. —El que así hablaba era uno de los registradores que habían regresado—. Antes de haber salido libres de Tzempoala, vimos el resplandor de las llamas de unos grandes fuegos en dirección del océano y uno de los mensajeros llegó corriendo de la bahía en donde los hombres blancos habían anclado sus once barcos y eventualmente oímos lo que había pasado. A una orden del hombre Cortés, sus soldados desmantelaron y quitaron cada cosa útil de diez de esos barcos y luego los quemaron hasta convertirlos en cenizas. Sólo uno de los barcos quedó, aparentemente para servir de correo entre aquí y el lugar de donde vienen los hombres blancos, cualquiera que ése sea».

Motecuzoma dijo con irritación: «Esto cada vez tiene menos sentido. ¿Por qué habrían de destruir los únicos medios que tienen de transporte? ¿Me está tratando de decir que todos esos hombres extranjeros están locos?».

«No lo sé, Señor Orador —dijo el hombre de la voz enronquecida—. Yo sólo sé esto. Esos cientos de guerreros blancos están ahora en la costa, sin medios para regresar de donde vinieron. Al jefe Cortés ya no se le puede persuadir o forzar para que se vaya, porque con su propia acción, ya no puede. Para regresar tiene que hacerlo por el mar y no creo que piense quedarse allí donde está. Su única alternativa es caminar tierra adentro. Creo que el Campeón Águila Mixtli lo ha predecido correctamente, él marchará hacia acá, hacia Tenochtitlan».

Pareciendo tan problemático e inseguro como el desgraciado Patzinca de Tzempoalan, nuestro Venerado Orador se negó a tomar alguna rápida decisión o a ordenar alguna acción inmediata. Nos ordenó que despejáramos el salón del trono y que lo dejáramos solo. «Tengo que pensar profundamente en esos asuntos —dijo— y estudiar de cerca esta narración recopilada de mi hermano y el Campeón Mixtli. Debo conversar con los dioses. Cuando haya determinado lo que se debe hacer, les comunicaré mis decisiones. Por ahora, necesito estar solo».

Así que los cinco harapientos registradores se fueron para descansar al fin, el Consejo de Voceros se dispersó y yo me fui a casa. Aunque Luna que Espera y yo rara vez hablábamos mucho entre nosotros y cuando lo hacíamos sólo tratábamos asuntos de la casa, en esa ocasión sentí la necesidad de hablar con alguien. Le relaté las cosas que habían estado pasando en la costa y en la corte y las molestas aprensiones que estaban causando. Ella dijo con suavidad: «Motecuzoma teme que sea el fin de nuestro mundo, ¿y tú, Zaa?».

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