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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (143 page)

Estaba claro para mí, que aunque los españoles no buscaron ni provocaron una batalla con los totonaca, los
habían
amenazado con bravatas y espantado, como para que ese pueblo reemplazara a todos sus antiguos dioses tan poderosos, por una simple mujer pálida y plácida. Pensé que era la diosa Nuestra Señora de quien había oído hablar, pero no podía comprender qué habían visto los totonaca en ella que fuera superior a los antiguos dioses. En verdad, se veía tan insípida que seguía sin comprender qué atributos de diosa le habían visto para venerarla, incluyendo a los españoles.

Pero un día, mis vagabundeos me llevaron a una barranca cubierta de hierba, un poco tierra adentro, que estaba llena de totonaca que parados escuchaban con evidente estupidez la arenga de una de los sacerdotes españoles que habían venido con los soldados. Esos sacerdotes, como ya les he hecho notar, no se veían tan extranjeros y fuera de lo común como los soldados; sólo el corte de sus cabellos era diferente, porque por otro lado sus vestiduras negras se parecían mucho a las de nuestros sacerdotes y olían casi como ellos, también. El que estaba sermoneando a los allí reunidos lo hacía con la ayuda de los dos intérpretes, Aguilar y Ce-Malinali, que evidentemente tomaba prestados cuando Cortés no los necesitaba. Los totonaca parecían escuchar petrificados su discurso, aunque yo sabía que no podrían entender más que dos palabras de cada diez que tradujera Ce-Malinali al náhuatl. El sacerdote explicaba, entre otras muchas cosas, que Nuestra Señora no era exactamente una diosa, que ella había sido una mujer humana a quien llamaban la Virgen María, porque de alguna manera había quedado virgen, aunque había copulado con el Espíritu Santo del Señor Dios, quien
era
un dios, y ella había dado a luz al Señor Jesús Cristo quien era el Hijo de Dios y que podía andar por este mundo con forma humana. Bien, nada de eso era difícil de comprender, ya que nuestra propia religión tenía muchos dioses quienes habían copulado con mujeres humanas y muchas diosas que habían sido excesivamente promiscuas con ambos, dioses y hombres, quienes prolificaron muchos niños diosecitos, mientras que de alguna manera mantuvieron sin mancha su reputación y su apelativo de Virgen.

Por favor, Su Ilustrísima, estoy contando cómo veía yo esas cosas
cuando
mi mente todavía no había sido instruida en ellas.

También estuve atento a la explicación del sacerdote sobre el acto del bautismo, del que decía que todos nosotros podríamos en ese mismo día participar; aunque normalmente se imponía a los niños recién nacidos: una inmersión de agua que nos obligaría por siempre a adorar y servir al Señor Dios, a cambio de todas sus bondades, que recibiríamos durante toda nuestra vida y en el mundo del más allá. No pude ver mucha diferencia entre eso y las creencias y prácticas de la mayoría de nuestros pueblos, aunque la inmersión se hacía con diferentes dioses puestos en la mente.

Por supuesto que el sacerdote no trató en ese discurso de explicarnos todos los detalles de la Fe Cristiana, con todas sus complicaciones y contradicciones. Y aunque yo era el que mejor podía entender las palabras en español, en xiu y en náhuatl, aun yo me equivoqué en la comprensión y en el pensamiento de esas cosas. Por ejemplo, como el sacerdote habló muy familiarmente de la Virgen María y como yo ya había visto sus estatuas con piel pálida y ojos azules, pensé que Nuestra Señora era una mujer española, que quizá muy pronto cruzaría el océano para visitarnos en persona, y que tal vez trajera con ella a su niñito Jesús. También pensé que el sacerdote estaba hablando de un compatriota suyo, cuando dijo que ese día era el día de San Juan de Damasco y que todos nosotros seríamos honrados cuando se nos diera el nombre de ese santo, al ser bautizados.

Después de eso, él y sus intérpretes llamaron a todos aquellos que desearan abrazar el Cristianismo, para que se arrodillaran, y prácticamente casi todos los totonaca presentes lo hicieron, aunque como era natural ninguna de esa gente lerda tenía idea de lo que pasaba y quizás hasta pensaron que estaban allí para ser sacrificados ritualmente. Sólo unos cuantos viejos y algunos niñitos se fueron; los viejos, si es que entendieron algo, probablemente no vieron ningún beneficio en cargarse con otro dios para lo que les quedaba de vida, y los niños probablemente deseaban disfrutar de otro tipo de juegos.

Aunque el mar no estaba muy lejos, el sacerdote no llevó a toda esa gente allí para una inmersión ceremonial, sino que simplemente caminó entre las filas de los totonaca arrodillados, rociándoles agua con una varita que llevaba en una mano y con la otra dándoles a probar algo. Yo observé y cuando ninguno de los bautizados cayó muerto o presentó algún otro efecto horroroso, decidí quedarme y compartirlo yo también, ya que aparentemente no me haría ningún daño y quizá me pudiera dar alguna ventaja desconocida en mis futuros tratos con los hombres blancos. Así es que recibí unas cuantas gotas de agua en mi cabeza y tomé un poco de sal de la palma de la mano del sacerdote, aunque no era más que sal común y corriente, y algunas palabras que él murmuró sobre mí y que ahora sé que es latín, su lenguaje religioso.

Para concluir, el sacerdote cantó sobre todos nosotros un pequeño discurso en latín y nos dijo que de acuerdo a eso, todos los hombres nos llamaríamos Juan Damasceno y todas las mujeres Juana Damascena, y de esta manera la ceremonia se acabó. Por lo que puedo recordar, ése fue el primer nombre nuevo que adquirí después del de Ojo Orinador, y el último nombre que he adquirido hasta este día. Me atrevería a decir que es un nombre mejor que el de Ojo Orinador, pero debo confesar que muy rara vez he pensado en mí mismo como Juan Damasceno. Sin embargo, supongo que el nombre vivirá más que yo, porque he sido inscrito con él en todos los rollos de registro y otros papeles oficiales del gobierno de esta Nueva España, y probablemente el último registro de todos sin duda dirá que Juan Damasceno murió.

Durante una de las conferencias secretas que por la noche tenía con los señores mexica, en la casa de tela colgante que había sido erigida como morada para ellos, me dijeron:

«Motecuzoma se ha estado preguntando mucho si estos hombres blancos pudieran ser dioses o los tolteca convertidos en dioses, así es que decidimos hacer una prueba. Nosotros le ofrecimos un sacrificio a su guía, el hombre Cortés, matar para él un
xochimiqui
, quizás a alguno de los señores de los totonaca, que estuviera disponible, pero se sintió muy insultado ante nuestra sugestión. Él dijo: “Vosotros sabéis muy bien que el benevolente Quetzalcóatl nunca pidió o permitió sacrificios humanos para él. ¿Por qué habría de permitirlo yo?”. Así es que ahora nosotros no sabemos qué pensar. ¿Cómo podría saber este forastero todo lo relacionado con la Serpiente Emplumada, a menos que…?».

Yo les dije: «La muchacha Ce-Malinali le pudo haber contado todas las leyendas sobre Quetzalcóatl; después de todo, ella nació en algún lugar de esta costa, desde donde Quetzalcóatl se fue».

«Por favor, Mixtzin, no la llame por su nombre común —dijo uno de los señores, pareciendo muy nervioso—. Ella insiste mucho en que se le llame Malintzin».

Yo le dije divertido: «Se ha elevado mucho desde la primera vez que la conocí en un mercado de esclavos».

«No —dijo mi compañero—. Ella era noble antes de ser esclava. Era la hija del señor y la señora de Coatlícamac. Cuando su padre murió y su madre se volvió a casar, su nuevo marido celosa y traicioneramente la vendió como esclava».

«En verdad —dije secamente— que su imaginación ha mejorado mucho desde la primera vez que la encontré, pero claro que ella me
dijo
que haría cualquier cosa para realizar sus ambiciones. Les sugiero a todos ustedes que estén en guardia de las palabras que hablen y que estén al alcance de los oídos de la
Señora
Malinali».

Creo que fue al siguiente día cuando Cortés dispuso, para los señores, una demostración de sus armas maravillosas y de las proezas militares que sus hombres podían hacer. Por supuesto que yo estuve presente entre la multitud de nuestros cargadores y de los totonaca que también se reunieron para observar. Esos plebeyos quedaron despavoridos por lo que vieron; jadeaban a intervalos y murmuraban «
¡Ayya!
» llamando a sus dioses muy seguido. Los emisarios mexica mantuvieron sus caras impasibles, como si no estuvieran muy impresionados y yo estaba muy ocupado memorizando los diversos eventos para poder lanzar alguna exclamación. No obstante, tanto los señores como yo, varias veces brincamos ante el repentino estruendo, tan sorprendidos como cualquiera de los plebeyos. Cortés mandó construir una burda casita hecha de madera, con algunos de los tablones que quedaron de los barcos, tan lejos sobre la playa que apenas era visible desde donde estábamos nosotros. Sobre la playa, enfrente de nosotros, mandó acomodar uno de esos tubos pesados de metal amarillo que eran portados sobre grandes ruedas… No, llamaré a las cosas por sus nombres, adecuadamente. Ese tubo con ruedas altas… era un cañón de bronce que fue apuntado hacia la distante casa de madera. Diez o doce soldados cabalgaban, formando una hilera, sobre la húmeda y dura arena entre el cañón y la línea de la playa. Los caballos llevaban esas sillas de cuero que antes no había comprendido para qué servían, eran sillas de montar con todos sus aditamentos: bridas para guiar a los animales, faldas de un material acojinado, muy parecido al de nuestras armaduras para pelear. Otros hombres se quedaron a un lado de los caballos, con esos sabuesos gigantes que tiraban de las correas de cuero con que los detenían.

Todos los soldados vestían su traje de batalla completo, que los hacía verse muy aguerridos, con esos yelmos de acero brillando sobre sus cabezas y esos corseletes de acero brillando sobre sus justillos de cuero. Llevaban sus espadas envainadas en sus costados, pero cuando montaban sus cabalgaduras llevaban en sus manos unas armas largas muy parecidas a nuestras lanzas, excepto que sus hojas de acero además de ser puntiagudas estaban hechas de tal manera que podían desviar los golpes de cualquier enemigo, mientras cabalgaban. Cortés sonrió a sus guerreros sintiéndose orgulloso de ellos, cuando tomaron sus posiciones. A cada lado de él estaban sus intérpretes, y Ce-Malinali también sonreía con un dejo de superioridad medio aburrida, por haber visto ya antes esa representación. Por medio de ella y de Aguilar, Cortés dijo a nuestros señores mexica: «A vuestros ejércitos les encantan los tambores, yo los he escuchado. ¿Os gustaría que empezáramos el espectáculo con el retumbido de un tambor?».

Antes de que nadie pudiera contestar él gritó: «¡Por Santiago…
ahora
!». Los tres soldados que estaban a cargo del cañón hicieron algo para encender una llama en la parte de atrás del tubo y se oyó un solo retumbido, tan fuerte como jamás lo habrían podido hacer nuestros tambores que rompían el corazón. El cañón de bronce saltó, y yo también, y de su boca salió un humo del color de las nubes en tormenta y su estruendo fue como el de Tláloc y arrojó una luz más brillante que cualquiera de los tenedores de luz de los tlaloque. Después, para mi gran sorpresa, vi un objeto pequeño que iba muy rápido y muy lejos volando a través del aire. Era por supuesto la bola de hierro fundido, que cayó sobre la casa de madera haciéndola añicos.

El repentino retumbar del cañón se vio prolongado, como frecuentemente lo hace Tláloc, por un estruendo más pequeño. Era el sonido que hacían las herraduras de los caballos, al patear la arena dura, pues sus jinetes habían tirado de sus bridas para lanzarlos a un galope furioso en el momento en que el cañón había vomitado. Fueron corriendo a lo largo de la costa, lado a lado, tan rápido como un venado sin astas y los grandes perros que habían soltado al mismo tiempo, fácilmente mantenían el paso. Los jinetes llegaron hasta donde estaban las ruinas de la casa y podíamos ver a lo lejos el relampaguear de sus lanzas cuando pretendían matar a cualquier superviviente. Luego hicieron que sus monturas se dieran la vuelta y regresaron galopando hacia nosotros, otra vez. Los perros no los siguieron inmediatamente y a pesar de que mis oídos seguían zumbando, podía oír en la distancia a los sabuesos haciendo ruidos voraces y pensé que también había escuchado gritos de hombres. Cuando los perros regresaron, sus fieras quijadas chorreaban de sangre. Pudiera ser que algunos de los totonaca hubiesen escogido ese lugar, cerca de aquella casa, para observar los ejercicios o que Cortés deliberada e insensiblemente se las arregló para que ellos estuviesen allí.

Mientras tanto, los jinetes que se aproximaban ya no guardaban su formación de una línea al frente, sino que movían a sus caballos de arriba a abajo, entrecruzándose unos a otros, formando intrincados movimientos y diseños que se cruzaban, para demostrarnos el perfecto control que podían mantener aun galopando en esa forma tan temeraria. También, el hombrón aquel de barba roja, Alvarado, nos dio una representación personal mucho más temeraria. A todo galope, se descolgó de su silla de montar y sosteniéndose de ella con una sola mano,
corrió
a un lado de su animal que parecía un relámpago, conservando con facilidad su mismo paso y entonces sin detener su galope saltó por la parte de atrás de su caballo para caer sobre la silla de montar. Eso hubiera sido una hazaña admirable de agilidad hasta para los Pies Veloces raramuri, pero Alvarado lo hizo llevando puesto su traje de acero y cuero, así es que eso pesaba tanto como lo que él hizo.

Cuando los jinetes terminaron de mostrar cómo galopaban y la seguridad con que podían manejar a sus grandes animales, un número de soldados se desplegaron sobre la playa. Algunos llevaban arcabuces y otros unos arcos pequeños montados sobre una caja pesada de madera que se acomodaban contra el hombro. Algunos trabajadores totonaca pusieron unos adobes a una buena distancia a tiro de flecha, enfrente de los soldados. Entonces los hombres blancos se arrodillaron alternativamente para disparar sus arcos y arcabuces. La destreza de los arqueros era encomiable, acertando quizás a dos de cinco adobes, pero no eran muy rápidos con sus armas. Después de haber arrojado una flecha, no podían volver la cuerda del arco a su lugar con rapidez, sino que tenían que estirarla a lo largo de la caja hasta uno de los extremos en donde estaba una pequeña pieza que la fijaba.

Los arcabuces eran unas armas formidables; sólo el ruido que hacían, la nube de humo y las llamas que despedían eran suficientes como para acobardar a cualquier enemigo que las tuviera enfrente por primera vez. Pero éstas despedían más que miedo, lanzaban unas pequeñas bolitas de metal que volaban tan rápido que eran invisibles. Las pequeñas flechas de las ballestas simplemente golpeaban los adobes, pero las bolitas de metal de los arcabuces chocaban tan fuerte que los adobes volaban en pedazos. No obstante, yo me di cuenta de que esas bolitas no volaban más lejos de lo que podrían hacerlo nuestras flechas y un hombre que lo manejara tardaba tanto en volverlo a cargar, que en ese tiempo nuestros guerreros podían haber lanzado seis o siete flechas.

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