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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (159 page)

Así como tuvimos esa oportunidad inesperada para quitar de en medio a Motecuzoma, como posible obstáculo a nuestros planes, la orden de Cortés de trasladar inesperada y repentinamente su tesoro, fue un hecho impredecible que obligó a Cuitláhuac a llevar a cabo su ataque más temprano de lo que había pensado. Y así como la muerte de Motecuzoma fue una ventaja para Cuitláhuac, ese hecho también lo fue. Mientras la caravana del tesoro se deslizaba por la calzada de Tlacopan, era obvio que estaba tomando el camino más corto para llegar a la tierra firme, por lo que Cuitláhuac podía llamar a los guerreros que había puesto para cuidar las otras dos calzadas y aumentar así su fuerza para atacar. Luego corrió la voz entre todos sus campeones y
quáchictin
: «No esperéis las trompetas de medianoche. ¡Atacad
ahora
!».

Debo hacer notar que yo me encontraba en casa con Luna que Espera durante los sucesos que ahora estoy contando, porque yo era de los hombres a quienes Cuitláhuac caritativamente había descrito como «imposibilitados de pelear»: hombres demasiado viejos o que no estaban en condiciones para tomar parte en la lucha. Por lo tanto no presencié personalmente lo que sucedió en la isla y en tierra firme, y en ese caso ningún testigo ocular pudo haber estado en todos esos lugares al mismo tiempo, pero como más tarde estuve presente para escuchar los informes de varios de nuestros campeones, es por lo que les puedo decir con bastante precisión, señores frailes, todo lo que sucedió en esa noche, que desde entonces Cortés llamó la «Noche Triste».

A la orden de atacar, el primer movimiento fue hecho por algunos de aquellos hombres que se encontraban en El Corazón del Único Mundo desde que se apedreó a Motecuzoma. Su trabajo era de soltar y dispersar a los caballos de los españoles y estos hombres debían ser valientes porque en ninguna batalla jamás se había visto que ninguno de nuestros guerreros tuviera que pelear con criaturas que no fueran humanas. Aunque algunos de los caballos se habían ido en la caravana del tesoro, aún quedaban unos ochenta, todos amarrados en un rincón de la plaza donde se encontraba el templo que se había convertido en capilla cristiana. Nuestros hombres desataron los tirantes de cuero que detenían a los caballos y prendiendo unos palos de la fogata más cercana corrieron entre los animales espantándolos. Los caballos sintieron pánico y corrieron por todas partes, galopando por el campamento, pateando los arcabuces apilados, pisoteando a varios de sus dueños y provocando que todos los otros hombres blancos corrieran en confusión, gritando y maldiciendo.

Luego la masa de nuestros guerreros armados penetraron a la plaza. Cada uno de ellos portaba dos
maquáhuime
, y el arma que llevaban de más, se la tiraban a alguno de los hombres que ya llevaban tiempo dentro de la plaza. Ninguno de nuestros guerreros llevaba la armadura acojinada, porque no era de mucha protección en un combate cuerpo a cuerpo, y hubiera restringido sus movimientos al quedar empapada por la lluvia; nuestros hombres pelearon sólo con el taparrabo. La plaza estaba iluminada tenuemente durante esa noche, ya que las fogatas para calentar la comida de los soldados habían sido protegidas contra la lluvia por escudos y demás objetos colocados alrededor o encima de ellos. Los caballos que corrían y coceaban acabaron con la mayoría de esas fogatas y desconcertaron a los soldados de tal forma que fueron tomados casi completamente por sorpresa, cuando nuestros guerreros casi desnudos salieron de las sombras, matando y cortando todo lo que alcanzaron a ver como piel blanca o caras barbudas o cualquier cuerpo portando una armadura de acero, mientras otros guerreros se abrieron paso hacia el palacio que Cortés acababa de dejar. Los españoles al mando de los cañones que estaban en la azotea del palacio escucharon la conmoción de abajo, pero casi no podían ver lo que estaba sucediendo, y de todos modos no podían descargar sus armas en contra del campamento de sus propios compañeros. Otra circunstancia que estuvo a nuestro favor fue que los pocos españoles que pudieron apoderarse de sus arcabuces se encontraron con que estaban tan mojados que no pudieron escupir sus rayos, sus truenos y muerte. Una cantidad de soldados dentro del palacio, sí lograron utilizarlos una sola vez, pero no tuvieron tiempo de volver a cargarlos antes de que una multitud de nuestros guerreros estuvieran encima de ellos. Así que cada hombre blanco y texcaltécatl que se encontraba dentro del palacio fue aniquilado o capturado, y nuestros propios hombres sufrieron pocos daños. Sin embargo, nuestros guerreros que se encontraban peleando afuera en El Corazón del Único Mundo, no pudieron luchar tan rápido, ni obtuvieron una victoria total, pues después de todo, los españoles y sus texcaltecas eran hombres valientes y soldados adiestrados, y al sobreponerse de esa sorpresa inicial, se defendieron hábilmente. Los texcalteca tenían armas iguales a las nuestras y los blancos, aun sin sus arcabuces, tenían espadas y lanzas muy superiores a las nuestras.

Aunque yo no estuve allí, puedo imaginarme la escena, debió de haber sido como una guerra que tiene lugar en nuestro Mictlan o en su infierno. Esa inmensa plaza estaba escasamente iluminada por los restos de las fogatas, y las brasas humeantes esporádicamente estallaban en chispas cuando hombres o caballos tropezaban con ellas. La lluvia seguía cayendo y creando un velo que no permitía ver a los combatientes cómo les estaba yendo a sus compañeros en otros lugares. Todo ese espacio estaba cubierto con cobijas enredadas, los bultos de los españoles con su contenido desparramado, los restos de las cenas, muchos cadáveres tirados y mucha sangre que hacía que el mármol fuera más resbaladizo. El brillo de las espadas y hebillas de acero y las caras blancas y pálidas contrastaba con los cuerpos desnudos, pero menos visibles, de nuestros guerreros de piel bronceada. Se llevaban a efecto duelos separados en todas partes de las escaleras de la Gran Pirámide, y dentro y fuera de los muchos templos, bajo las miradas tranquilas de las innumerables calaveras sin ojos de la barra. Para hacer aún más irreal la batalla, los caballos aterrados todavía se arremolinaban, saltando, corriendo y pateando. El Muro de la Serpiente era demasiado alto como para saltarlo, pero de vez en cuando un caballo hallaba fortuitamente una de las entradas a la calzada y se escapaba por las calles de la ciudad.

Hubo un momento en donde cierta cantidad de hombres blancos retrocedieron hacia una esquina lejana de la plaza, mientras una hilera de sus compañeros, usando sus espadas con habilidad, trataban de impedir que nuestros hombres los persiguieran, y esa retirada aparente, resultó ser una táctica astuta. Aquellos que habían huido, al hacerlo se llevaron unos arcabuces y durante su breve pausa del ataque, pudieron cargar sus armas con municiones secas que llevaban en unas bolsitas a la cintura. Los espadachines se hicieron de pronto para atrás, y los que portaban los arcabuces caminaron hacia adelante y todos al mismo tiempo descargaron sus balas mortales a la multitud de guerreros que los habían estado combatiendo y muchos de nuestros hombres cayeron muertos o heridos en ese solo rugir de trueno. Pero los arcabuces no pudieron cargarse otra vez antes de que más de nuestros hombres estuvieran combatiéndolos hacia adelante. Por eso, desde ese momento, la lucha fue entre armas de piedra contra armas de acero.

No sé cómo Cortés se dio cuenta de que algo le estaba pasando al ejército que había dejado sin comandante. Tal vez uno de los caballos sueltos pasó galopando por una de las calles o quizás un soldado logró escapar de la lucha, o lo primero que escucharían sus oídos, fue el gran trueno que a un mismo tiempo soltaron los arcabuces. Lo que sí sé es que todo su grupo y él, ya habían llegado al camino-puente de Tlacopan antes de darse cuenta que algo malo estaba sucediendo. En un momento decidió lo que se debía hacer, y aunque más tarde nadie pudo repetir palabra por palabra lo que él dijo en esos momentos, lo que decidió fue:

«No podemos dejar el tesoro aquí. Llevémoslo a un lugar seguro en la tierra firme, y luego regresemos».

Mientras tanto, el ruido que habían hecho esos arcabuces, se había escuchado en todos los alrededores del lago, y por supuesto también lo habían oído las tropas de Cortés y sus aliados de la tierra firme. Aunque Cuitláhuac les había indicado a nuestras fuerzas en la tierra firme que esperaran las conchas de medianoche, al escuchar el ruido del combate tuvieron el sentido común de movilizarse inmediatamente. Por otro lado, los destacamentos de Cortés no habían recibido ninguna orden, y aunque debieron de estar alertas ante ese ruido repentino, no sabían qué hacer. De la misma forma, los hombres blancos encargados de los cañones colocados alrededor de las orillas del lago ya habían cargado y apuntado, pero no podían mandar sus proyectiles volando hacia la ciudad en donde estaban su Capitán General y la mayoría de sus compañeros. Así es que supongo que todas las tropas de Cortés en la tierra firme solamente se encontraban allí paradas, indecisas, tratando de mirar ansiosas hacia la isla que apenas se alcanzaba a ver entre la cortina de lluvia, cuando fueron atacados por detrás. Alrededor del arco occidental de la orilla del lago, se levantaron los ejércitos de la Triple Alianza. Aunque muchos de los mejores guerreros se hallaban en Tenochtitlan peleando al lado de nuestros mexica, todavía quedaba una gran multitud de buenos luchadores en la tierra firme. Desde el extremo más al sur hasta las tierras Xochimilca y Chalca, las tropas se habían estado moviendo secretamente y reuniéndose para ese momento y cayeron encima de las fuerzas acolhua del Príncipe Flor Oscura que acampaban en los alrededores de Coyohuacan. Por los estrechos que estaban del otro lado, los culhua atacaron las fuerzas totonaca de Cortés que acampaban en un promontorio de tierra, cerca de Iztapalapan. Los tecpaneca se levantaron en contra de los texcalteca acampados en los alrededores de Tlacopan. Casi al mismo tiempo, los españoles en estado de sitio en El Corazón del Único Mundo tomaron la sensata decisión de huir. Uno de sus oficiales brincó sobre un caballo que pasó galopando por el campamento, colgado todavía de él, comenzó a gritar en español. No puedo repetir sus palabras exactas, pero la orden del oficial fue: «¡Cierren las filas y sigan a Cortés!».

Eso les dio a los hombres blancos que aún sobrevivían, por lo menos un punto de destino y abriéndose camino lucharon desde los rincones de la plaza, en donde habían quedado rezagados, hasta que lograron juntarse en un apretado grupo, del cual sólo sobresalían sus afiladas puntas de acero. Como un pequeño puerco espín puede convertirse en una bola llena de espinas y desafiar aun a los coyotes a tragárselo, así ese grupo de españoles se defendían de los asaltos repetidos de nuestros hombres.

Siguiendo así, en un grupo compacto, los hombres retrocedieron tras de donde venían los gritos del único hombre montado a caballo, hasta llegar a la abertura occidental en el Muro de la Serpiente. Varios de ellos, durante esa lenta retirada, pudieron apoderarse de algunos caballos y montarlos. Cuando todos aquellos hombres blancos y texcalteca se encontraron fuera de la plaza, sobre la calzada de Tlacopan, los soldados montados formaron una retaguardia. Sus relampagueantes espadas y las coces de sus caballos detuvieron la persecución de nuestros guerreros el tiempo suficiente para que los hombres que iban a pie pudieran huir tomando la ruta que había seguido Cortés.

Cortés debió de haberlos encontrado cuando él a su vez regresaba al centro de la ciudad, pues como era de suponerse, él y toda su caravana del tesoro sólo habían llegado al primer pasaje de canoa en el camino-puente, encontrándose que el paso estaba interrumpido pues el puente de madera había sido quitado y que por lo tanto no podían cruzar. Así que Cortés volvió solo a la isla y allí se encontró con lo que quedaba de su ejército; todos los soldados desorganizados y huyendo empapados por la lluvia y la sangre y quejándose de sus heridas, pero todos huyendo para salvar sus vidas. Y escuchó no muy lejos detrás de su gente, los gritos de guerra de nuestros guerreros que los perseguían aún tratando de penetrar la barrera de jinetes.

Conozco a Cortés, y sé que no perdió tiempo pidiendo una explicación detallada de lo ocurrido. Debió de ordenarles a esos hombres que tomaran una posición firme, allí donde la calzada se unía a la isla y que resistieran al enemigo el tiempo que fuera posible, porque inmediatamente volvió por la calzada a donde Alvarado, Narváez y los demás soldados le esperaban, y les gritó que echaran todo el tesoro al lago para dejar libres las angarillas y que las dejaran caer sobre el hueco del camino-puente a guisa de puente. Me atrevo a decir que desde Alvarado hasta el soldado más insignificante levantaron un coro de protestas y me imagino que Cortés los calló con una orden como: «¡Hacedlo, o todos somos hombres muertos!».

Así que obedecieron o al menos la mayoría lo hizo. Protegidos por la oscuridad de la noche, antes de ayudar a vaciar las angarillas, muchos de los soldados vaciaron las bolsas de viaje que llevaban consigo y las llenaron, así como llenaron sus jubones y hasta las partes abiertas de sus botas, con todo el oro que pudieron robar, por muy pequeño que fuera, pero la mayor parte del tesoro desapareció en las aguas del lago. Y los caballos fueron desunidos de las angarillas, y los hombres las colocaron a través para poder unir el camino-puente. Para entonces, el resto de su ejército entraba en el camino-puente, no completamente por voluntad propia, sino porque nuestros guerreros los empujaban a batirse en retirada. Al fin llegaron al puente, en donde Cortés y los demás esperaban, la retirada se detuvo por un momento, mientras las primeras filas de los españoles y los mexica se encontraron combatiendo en un espacio muy reducido. La razón para aquello fue que, aunque el caminopuente era lo suficientemente ancho como para que pudieran caminar por él veinte hombres lado a lado, no todos podían así pelear eficazmente. Quizá sólo los primeros doce de nuestros guerreros podían combatir con los primeros doce de los suyos, y los de atrás, sin importar cuántos fueran no nos servían de nada.

Entonces, los españoles parecieron ceder el paso de repente y se hicieron para atrás. Pero al hacerlo, retiraron también sus angarillas-puentes, dejando a nuestros guerreros de adelante tambaleándose y buscando equilibrio en la orilla de ese hueco repentino. Una de las angarillas, varios de nuestros hombres y también algunos españoles cayeron en el lago. Sin embargo, los hombres blancos que estaban en el otro lado tuvieron poco tiempo para recobrar su aliento. Nuestros guerreros no llevaban ropa pesada y eran buenos nadadores. Empezaron a echarse deliberadamente al agua, nadando entre el hueco y subiéndose por los pilones que estaban abajo de donde estaban parados los hombres blancos. Al mismo tiempo, una lluvia de flechas cayó sobre los españoles de ambos lados. Cuitláhuac había pensado en todo y para entonces muchas canoas llenas de arqueros se acercaban al camino-puente. A Cortés no le quedó más remedio que batirse en retirada otra vez. Como sus caballos eran lo más valioso y los más grandes y por lo tanto presentaban un fácil blanco, ordenó que un número de hombres los obligaran a echarse al agua y luego que se sujetaran a ellos mientras nadaban hasta llegar a tierra firme. Sin que se le pidiera nada de eso, Malintzin saltó con ellos y agarrándose a un caballo que nadaba llegó a la otra orilla. Luego Cortés y los hombres que quedaban hicieron lo posible por organizar la huida. Aquellos que tenían ballestas y arcabuces que podían utilizar, los descargaban sin dirección fija en la oscuridad, por ambos lados del camino-puente, esperando pegarle a alguno de los atacantes que iban en las canoas. Los demás españoles se alternaban utilizando sus espadas y deslizando la angarilla que les quedaba, deslizándose hacia atrás y tratando de alejarse del sinnúmero de guerreros que cada vez más cruzaban y subían por ese primer hueco del camino-puente, con todo éxito. Había otros dos pasajes de canoa entre Cortés y la tierra firme de Tlacopan. La angarilla le ayudó a él y a sus hombres a llegar hasta el siguiente, pero allí tuvieron que abandonar su improvisado puente porque sus perseguidores también lo habían cruzado. Al llegar al siguiente hueco, los hombres blancos simplemente pelearon caminando hacia atrás, hasta que se cayeron por el borde, al lago.

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