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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (154 page)

«¿Entonces está seguro de que Cortés regresará?», pregunté, porque no había asistido a juntas de Consejo, ya fuera públicas o secretas, desde la partida del Capitán General diez días antes, y no estaba al tanto de las últimas noticias. Cuautémoc me dijo:

«Es muy extraño lo que hemos sabido de nuestros
quimíchime
de la costa. Cortés no recibió a sus hermanos recién llegados de un modo fraternal. Los tomó por sorpresa, atacándolos por la noche. Aunque sus fuerzas eran mucho más pequeñas, yo creo que numéricamente eran menos, creo que tres por uno, sus hombres prevalecieron sobre los otros. Lo curioso es que hubo pocos heridos de ambos lados, porque Cortés había ordenado que no se hicieran más matanzas que las necesarias, y que a los recién llegados sólo se les capturara y desarmara, como si estuvieran peleando en una Guerra Florida. Y desde entonces, Cortés y el jefe blanco de la expedición nueva se han encontrado en muchas discusiones y negociaciones. No nos podemos explicar el porqué de todos estos hechos. Pero debemos suponer que Cortés está arreglando la rendición de esa fuerza a su mando, y que regresará aquí al frente de todos esos nuevos hombres y armas».

Pueden entender, señores escribanos, por qué todos nos encontrábamos en constante zozobra por la sucesión de acontecimientos en aquellos días. Habíamos supuesto que los recién llegados venían de parte del Rey Don Carlos, a petición del mismo Cortés; y su ataque sin provocación era un misterio que no nos podíamos explicar. No fue sino hasta mucho tiempo después que pude reunir los suficientes fragmentos de informaciones y unirlos para poder llegar a darme cuenta hasta dónde llegaba el carácter fraudulento e impostor de Cortés, tanto con mi gente como con sus compatriotas.

Desde el momento de su llegada a estas tierras, Cortés se había hecho pasar por un emisario de su Rey Don Carlos, y ahora sé que no fue así. Su Rey Don Carlos jamás envió a Cortés como expedicionario aquí ni por el engrandecimiento de Su Majestad ni por el de España, ni por la propagación de la Fe Cristiana, ni por ninguna otra razón. Cuando Hernán Cortés pisó por primera vez El Único Mundo, su Rey Don Carlos ¡jamás había oído hablar de Hernán Cortés!

Hasta la fecha, hasta Su Ilustrísima Excelencia el Obispo se expresa de ese «farsante de Cortés» despectivamente de sus bajos orígenes, de su rango advenedizo, de sus ambiciones presuntuosas. Por medio de comentarios del Obispo Zumárraga y otros, ahora comprendo que Cortés fue enviado aquí originalmente, no por su Rey o por su Iglesia, sino por una autoridad mucho más pequeña, el gobernador de aquella colonia en la isla llamada Cuba. Y Cortés fue enviado con instrucciones de no hacer nada más venturoso que explorar nuestras costas, trazar mapas de ellas, y quizás un poco de comercio provechoso, cambiando sus cuentas de vidrio y otras curiosidades.

Pero hasta yo pude comprender que Cortés vio una gran oportunidad después de vencer con tanta facilidad a los guerreros del Tabascoöb en Cupilco, y especialmente después de que la gente totonaca débilmente se sometió a él sin pelear en lo absoluto. Debió de haber sido entonces cuando Cortés se propuso ser el Conquistador en Jefe, el Conquistador de todo El Único Mundo. He escuchado que algunos de sus oficiales menores, temerosos de la ira de su gobernador, se opusieron a sus planes de grandeza, y fue por esa razón que ordenó a sus seguidores más leales quemar los barcos. Aislados en estas costas, hasta los más recalcitrantes no tuvieron otra opción más que someterse al plan de Cortés. Según he llegado a escuchar la historia, sólo hubo un incidente que brevemente amenazó con impedir el éxito de Cortés. Envió el único barco que le quedaba y Alonso, su oficial —aquel hombre quien había sido el primer dueño de Malintzin—, para entregar el primer cargamento de tesoros sacados de nuestras tierras. Se suponía que Alonso debía pasar sigilosamente por Cuba y atravesar el océano directamente hacia España y allí deslumbrar al Rey Don Carlos con los ricos regalos, para que éste diera su real bendición al proyecto de Cortés, junto con la concesión de un rango alto, para hacer legítimo su saqueo durante la conquista. Pero de alguna forma, no sé cómo, el gobernador supo que ese barco había pasado en secreto por la isla, y adivinó que Cortés estaba haciendo
algo
en contra de sus órdenes. Así que el gobernador reunió los veinte barcos y una multitud de hombres, mandando a Narváez como comandante de esa flota, a perseguir y atrapar al prófugo Cortés, despojándolo de toda autoridad para que hiciera la paz con cualquier gente que hubiera ofendido o de quien hubiera abusado, y traerlo encadenado nuevamente a Cuba.

Sin embargo, según nuestros vigilantes ratones, el prófugo había vencido al cazador. Así, mientras Alonso supuestamente estaba mostrando dorados regalos y perspectivas no menos doradas ante su Rey Don Carlos en España, Cortés estaba haciendo lo mismo en Vera Cruz, mostrándole a Narváez muestras de las riquezas de estas tierras, convenciéndolo de que estaban casi ganadas, y de que debía unirse a él y concluir la conquista, asegurándole de que no había ninguna razón para temer la ira de un simple gobernador de colonias. Pues pronto mandarían —no a su insignificante superior inmediato, sino al todo poderoso Rey Don Carlos— toda una colonia nueva y más grande en tamaño y riqueza que la Madre España y todas sus demás colonias juntas.

Aunque nosotros, los guías y los ancianos de los mexica hubiéramos sabido todas esas cosas ese día que nos reunimos en secreto, no creo que hubiéramos podido hacer más de lo que hicimos. Y eso fue que por voto formal se declaró que Motecuzoma Xocoyótzin quedaba «temporalmente incapacitado», y se nombraba a su hermano Cuitláhuatzin como regente para gobernar en su lugar, y aprobar su primera decisión en ese oficio: que rápidamente elimináramos todos los extranjeros que infestaban Tenochtitlan.

«Dentro de dos días —dijo Cuitláhuac— será la ceremonia en honor de la hermana del dios de la lluvia, Ixtocíuatl. Como ella solamente es la diosa de la sal, normalmente sería una ceremonia menor con la presencia de sólo unos cuantos sacerdotes, pero el hombre blanco no puede saber eso. Tampoco los texcalteca, quienes jamás han asistido a ninguna de las observaciones religiosas de esta ciudad —echó una risita maliciosa—; por esa razón, podemos alegrarnos de que Cortés eligiera dejar a nuestros antiguos enemigos aquí, y no a los acolhua que sí conocen bien nuestros festivales. Porque ahora iré al palacio y, pidiéndole a mi hermano no demostrar ningún asombro, le diré al oficial Tonatíu Alvarado una gran mentira. Haré hincapié de la
importancia
de nuestra ceremonia a Ixtocíuatl, y pediré su permiso de que se le permita a toda nuestra gente reunirse en la gran plaza durante ese día y noche, para hacer adoración y regocijo».

«¡Sí! —dijo el Mujer Serpiente—. Mientras tanto, los demás de ustedes avisarán a todos los campeones y guerreros disponibles y hasta el último
yoaquizqui
que pueda portar armas. Cuando los extranjeros vean esa multitud portando inofensivamente armas en lo que parece ser solamente una danza ritual, acompañada de música y canto, sólo observarán con la misma diversión tolerante de siempre. Pero a una señal…».

«Espera —dijo Cuautémoc—. Mi primo Motecuzoma no divulgará el fraude, ya que adivinará la buena razón por lo que lo hacemos, pero nos estamos olvidando de esa maldita mujer Malintzin. Cortés la dejó como intérprete del oficial Tonatíu durante su ausencia. Y ella ha hecho por saber mucho sobre nuestras costumbres. Cuando vea la plaza llena de gente además de sacerdotes, sabrá que no es el homenaje acostumbrado para la diosa de la sal. Con toda seguridad dará la alarma a sus amos blancos».

«Déjenme a la mujer —dije yo. Era la oportunidad que había estado esperando, ya que eso llenaría mi satisfacción personal—. Siento que estoy demasiado viejo como para pelear en la plaza, pero sí puedo deshacerme de nuestro enemigo más peligroso. Procedan con sus planes, Señor Regente. Malintzin no verá la ceremonia, ni sospechará nada, ni dirá nada. Estará muerta».

El plan para la noche de Ixtocíuatl fue éste. Sería precedida de todo un día de bailes, cantos y combates simulados en El Corazón del Único Mundo, todo hecho por las mujeres de la ciudad, las doncellas y los niños. Sólo cuando empezara a anochecer sería cuando los hombres comenzarían a entrar de dos en dos y tomarían los lugares de las mujeres y niños bailando afuera de la plaza en pares o grupos de tres. Para entonces sería totalmente de noche y el escenario estaría iluminado por antorchas y urnas, la mayoría de los extranjeros ya estarían cansados del espectáculo y se irían a sus habitaciones, o cuando menos, en la tenue luz que dan las fogatas no se darían cuenta de que todos los participantes eran grandes de tamaño y de género masculino. Esos danzantes, cantando y gesticulando gradualmente, formarían filas y columnas que se moverían del centro de la plaza desviándose hacia la entrada del Muro de la Serpiente al palacio de Axayácatl.

La resistencia más fuerte para su asalto era la amenaza de los cuatro cañones en el techo del palacio. Uno o dos de ellos podrían arrasar casi toda la plaza abierta con sus fragmentos terribles, pero difícilmente se podían apuntar directamente hacia abajo. Y era la intención de Cuitláhuac juntar a sus hombres lo más posible contra las mismas paredes de aquel palacio antes de que los hombres blancos se dieran cuenta de que se les iba a atacar. Entonces, a una señal suya, toda la fuerza mexica se abriría paso por los portones de la guardia y pelearían en las habitaciones, patios y corredores, en donde la fuerza numérica de sus
maquahuime
de obsidiana vencerían a las espadas de acero de sus oponentes, que aunque más efectivas que sus armas, eran menos en cantidad, así como sus pesados arcabuces. Mientras tanto, otros mexica quitarían los puentes de madera extendidos sobre los tres caminos-puente de la isla, y con arcos y flechas esos hombres rechazarían a cualquiera de los soldados de Alvarado que trataran de huir cruzando o nadando por esos huecos. Tracé mis planes con el mismo cuidado. Visité al físico que había atendido a las personas de mi casa por mucho tiempo, un hombre en el cual podía confiar, y sin vacilar, a petición mía, me dio una poción sobre la cual juraba que podía confiar totalmente. Por supuesto que era bien conocido por los sirvientes de la corte de Motecuzoma y por los trabajadores de su cocina que estaban bastante inconformes con su trabajo, así es que no tuve ninguna dificultad en obtener su cooperación en emplear la poción de la manera exacta y en el tiempo exacto que especifiqué. Entonces, le dije a Beu que quería que saliera de la ciudad durante la ceremonia de Ixtocíuatl, aunque no le dije que la causa era porque iba a haber un levantamiento y temía que la lucha se extendiera por toda la isla, y tenía la certidumbre, por la parte singular que me correspondía en todo el asunto, de que el hombre blanco, si tema la oportunidad, dejaría caer una venganza terrible sobre mí y los míos.

Como ya lo he dicho, Beu se encontraba delicada de salud, y obviamente no sentía ningún entusiasmo por dejar nuestra casa, pero estaba al tanto de las reuniones secretas a las que había asistido, por lo que se imaginó que
algo
iba a pasar, y obedeció sin protestar. Visitaría a una amiga que vivía en Tepeyaca, en la tierra firme. Como una concesión por su estado tan débil, dejé que permaneciera en casa, descansando, hasta un poco antes que se levantaran los puentes del camino-puente. Fue por la tarde cuando la mandé en una silla de manos, con las dos Turquesas caminando de cada lado de ella.

Permanecí en la casa, solo. Ésta quedaba lo suficientemente lejos del Corazón del Único Mundo como para que se pudiera escuchar la música o alguno de los ruidos de los supuestos festejos, pero me podía imaginar cómo se iba desenvolviendo el plan mientras anochecía: los caminos-puente quedaban divididos, los guerreros armados empezarían a sustituir a las mujeres celebrantes. No contemplaba mis suposiciones con gusto, ya que mi propia contribución había sido matar a escondidas por primera vez en mi vida. Conseguí un garrafón de
octli
y una taza de la cocina, esperando que la bebida fuerte amortiguara los remordimientos de mi conciencia. Y sentándome en la penumbra de mi cuarto en la planta baja, sin prender las lámparas, traté de beber hasta quedar adormecido, esperando lo que pudiera pasar después.

Escuché el ruido de muchos pasos afuera en la calle, y luego llamaron a mi puerta; al abrirla, vi a cuatro guardias del palacio, portando las cuatro esquinas de un catre tejido con caña sobre el que estaba tendido un cuerpo delgado, tapado con una tela de algodón, fina y blanca.

«Disculpe la intrusión, Señor Mixtli —dijo uno de los guardias con un tono de voz que no era curioso—; a nosotros se nos ordenó que le pidiéramos que viera el rostro de esta mujer muerta».

«No necesito hacerlo —dije, algo sorprendido de que Alvarado o Motecuzoma hubiera adivinado tan pronto quién había sido el responsable del asesinato—. Puedo identificar a esa hembra de coyote sin verla».

«De todos modos, le verá usted el rostro»,, insistió el guardia con severidad. Levanté la sábana que cubría su cara, al mismo tiempo que alzaba mi topacio para ver, e hice un ruido involuntario, porque era el de una joven que jamás había visto antes.

«Su nombre es Laurel —dijo Malintzin—, o mejor dicho era». No me había dado cuenta de que una silla de manos estaba al pie de las escaleras. Sus portadores la bajaron y Malintzin salió de ella, y los guardias que llevaban el catre se hicieron a un lado para que pasara y subiera a verme. Dirigiéndose a mí me dijo: «Hablaremos adentro —y volviéndose a los cuatro guardias—: Esperen abajo hasta que baje o les llame. Si lo hago, tiren su cargamento y vengan de inmediato».

Abrí la puerta ampliamente para que pasara y luego la cerré en las narices de los guardias. Caminé a tientas en el corredor oscuro buscando una lámpara, pero ella me dijo:

«Deje la casa oscura. No nos es muy grato vernos las caras, ¿no es cierto?». Así que la llevé al cuarto de enfrente y nos sentamos uno frente al otro. Era pequeña, una figura confusa en la penumbra, pero la amenaza que ella representaba la hacía parecer más grande. Me serví y tomé otro trago grande de
octli
. Si antes deseaba estar adormecido, ante las nuevas circunstancias prefería estar paralizado o con un delirio maniático.

«Laurel fue una de las doncellas texcalteca que me dieron para que me sirviera como criada —dijo Malitzin—. Hoy le tocó probar mi comida. Es una precaución que he estado tomando desde hace tiempo, pero los sirvientes y demás ocupantes del palacio no lo saben. Así es que no tiene por qué reprocharse tan severamente su fracaso. Señor Mixtli, aunque podría alguna vez sentir un momento de remordimiento por la inocente y joven Laurel».

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